Lunares
¿Una dominación de marca blanca?, ¿un fetichismo de marcas negras? No sé cómo definir esta historia. Digamos simplemente que es uno de los múltiples recorridos que pueden darse los lunares que pueblan un torso...
Dudo un instante. Está ya a mi merced, lo veo rendido, entregado, siguiendo con la mirada el balanceo de mis pechos al moverme; pero no, lo necesito aún más sumiso. Se deja hacer cuando agarro su brazo y lo levanto. Un fular espera ya atado al cabecero de la cama, luego basta rodear su muñeca y ceñir el lazo. Ríe y trata de besarme estirando el cuello. Insolente. No necesito de espejos para saberme con el rictus serio cuando repito la operación con la mano izquierda. Puede que no sea una experta, pero soy una mujer de recursos; a falta de material específico para la dominación, una larga bufanda de invierno hará las veces de muñequera. Rodeo con un par de vueltas los hierros de la vieja cama, vestigio de tiempos en los que los muebles se diseñaban para varias vidas, y que, de mudanza en mudanza, había llegado hasta mí; nunca me terminó de gustar, hasta que aprendí a sacarle valor.
Desciendo de la cama y como un artista haría con su obra, lo observo desde la distancia. No se debate, pero sus manos se mueven ligeramente tratando de aflojar los nudos; quizás he apretado demasiado, pero no tengo intención de liberarlo. Apago la lámpara y la estancia queda iluminada solamente por una luz tenue, anaranjada, que se filtra a través de los postigos a medio cerrar. Dejo que siga con la vista mis movimientos, hasta que, deteniéndome, comienzo a quitarme las braguitas. Una sonrisa resplandece en su cara. Más aún cuando alargando el brazo le muestro la ropa interior; cuando la dejo caer a mis pies, su mueca de decepción es inversamente proporcional a mi excitación. Camino, compruebo que sus movimientos no han aflojado demasiado los nudos. Ahora que me tiene desnuda y a su lado es cuando verdaderamente lamenta no poder usar las manos. Vuelvo a subirme al colchón. Mi cuerpo busca acomodo y al final lo encuentra. Arrodillada, enmarcando entre mis piernas flexionadas las suyas, lo miro; me pregunto qué será capaz de advertir en mis ojos.
Cuando he captado toda su atención mi cara desciende hasta posar los labios en su vientre, ligeramente por encima del ombligo. Suave, como en un vuelo de mariposa, beso cada uno de sus lunares, moviéndome de izquierda a derecha, saltando por su piel. Cuando llego a la altura del pecho saco la lengua y sigo recorriendo su anatomía, lamiendo sus pecas como si fueran de chocolate; al llegar a su cuello un lametazo largo trepa por él. Apenas tres centímetros me separan de su boca; dejo que sienta el aliento cálido que escapa de la mía. Un movimiento rápido e imprevisto le permite arrancarme un beso. Me separo, vuelvo a bajar. Mi boca se apodera de sus tetillas; las pellizco entre mis dientes, tiro débilmente de sus pezones, los hago endurecerse jugando en ellos con la lengua. Me divierte torturarlo, mirarlo desde esa perspectiva, sentir el deseo en sus ojos y los espasmos de su pene, crecido y abandonado, contra mi piel.
Vuelvo a posicionar mi cara frente a la suya. Tomo precauciones y esta vez dejo más espacio entre nuestras bocas. Aún así lo intenta, dos veces. Trata de volver a besarme, pero estoy rápida y lo evito. Río y él me imita. Suplica sin palabras, yo chisto y muevo el dedo de lado a lado en señal de negación. Cuando lo intenta de nuevo mi respuesta es más contundente, mi mano derecha empuja con fuerza su cabeza hasta que el choque de su nuca con los barrotes de la cama provoca un sonido metálico y mi susto. Al comprobar que no se queja demasiado soy yo la que lo beso, con fuerza, casi con rabia, estirando entre mis dientes su labio inferior al separarnos. Debe entenderlo: mi cama, mis reglas, mis besos.
Vuelvo a su piel; la yema de mi dedo índice dibuja todas las constelaciones posibles uniendo sus lunares: me pasaría la vida recorriéndolos. Caricias y besos, no necesito más para llevarlo a la máxima excitación. Cuando mis labios ascienden por su cuello y se pierden en juegos en el lóbulo de su oreja, se deja hacer, ha comprendido que soy yo quien manda.
- Ahora tú- susurro a su oído. Mi cuerpo se yergue ligeramente, me acerco a él. Le toma por sorpresa al principio, luego poco a poco va mostrando más iniciativa. Le ofrezco mi vientre, mi dedo señala cada punto donde deseo recibir sus besos, e inmediatamente él posa sus labios. Sin prisas, aunque su cara intente dirigirse a mi pubis, aunque a mí también me gustaría recibirlo en mis senos, sigo marcando cada rincón de mi piel donde se dibuja un lunar para que él corresponda a mi juego.
Me incorporo. Sin poder valerse de sus manos para manejar mi cuerpo, debo ser yo la que administre los tiempos, las distancias, y he creído llegado el momento de ofrecerle un poco más de mí. Lo miro y permanezco inmóvil hasta que hago que me corresponda; observo su cara, el deseo propagándose por cada rincón de su cuerpo. Luego comienzo a moverme, a caminar torpemente sobre un colchón demasiado blando, hasta que me aproximo tanto a él que mi bajo vientre va empujando su cabeza, hasta que ésta vuelve a topar con los hierros de la cama, inmovilizándolo. Ahora que lo sé sin escapatoria restriego mi pubis contra su cara y tras aumentar el deseo, elijo el momento de invitarlo a descubrir mi sexo. Mi cuerpo adopta la mejor postura; siento el roce de su nariz en mis labios, el calor y humedad de su boca que tan bien combinan con mi propio calor y mi propia humedad. Siento su lengua tímida asomar buscando los labios, el clítoris. Quizás en otra postura, quizás usando sus manos; no está cómodo pero trata de disimularlo y eso me gusta casi tanto con los aleteos de su lengua en mi sexo. Soy yo la que me muevo, centímetros apenas, un ligero ondular casi imperceptible para cualquiera, pero no para mí, que padezco la carnosa suavidad de su lengua moviéndose por cada rincón de mi coñito. Mis dedos le facilitan la tarea; separo los labios y le ofrezco toda la profundidad de la vagina. Él fuerza la garganta y de inmediato un baño de saliva es proyectado por su lengua, mezclando sus fluidos con los míos, sumándole grados a mi estado de ebullición. Cada viaje de su boca, el roce de mi clítoris con sus labios, me calienta más y más. Mi mano diestra inicia un recorrido por mi cuerpo, vagabundea en mi vientre, sintiendo ese calor que me consume, asciende a mis pechos, acariciándolos, estrujándolos. Como tantas otras veces en el silencio y oscuridad de mi cuarto, quisiera sumar mis dedos al hacer de su boca, pero en el camino encuentro su cabeza y tan sólo los deslizo hasta su coronilla para empujar su cara contra mi piel.
Apenas si respira; yo soy su oxígeno, yo soy su alimento. Sin pausa, sólo su lengua en un ir y venir sin descanso se dedica a no dejar de avivar el fuego. Siento próximo el orgasmo pero no lo prevengo, dejo que siga entregado a su tarea. Así es como lo quiero, entregado y dócil, mezclando pasión y dulzura. No puedo contener mucho más las ganas y empujando su cara contra mi piel me dejo ir entre las convulsiones de mi cuerpo.
Al apartarme me mira. Yo todavía respiro pesadamente, sintiendo los últimos estertores del orgasmo que ha recorrido de punta a punta mi cuerpo. Leo en sus ojos una súplica, desátame, pero resisto su mirada lastimera y mis ganas. La próxima vez quizás; me muero por sentir sus manos agarrándome con fuerza, guiando mis movimientos, el juego de sus dedos en las partes más sensibles de mi cuerpo. Pero no ahora, no esta vez. Muevo la cabeza de lado a lado, haciéndole ver que no, no voy a atender su petición, todavía no terminó el castigo. A cambio lo recompenso con un beso en el que me impregno de mi propio sabor. Me sorprendo lamiendo la comisura de sus labios, queriendo degustar en su cara hasta el último rastro de mi corrida. A medida que mi cuerpo se va encogiendo vuelvo a besar los lunares que, cual frutos, cuelgan en su cuello, sus hombros, su pecho. Lo quiero montar. Estiro la mano para tentar su sexo; duro y crecido. Lo guio sin dejar de mirarlo a la cara, quiero captar todas sus reacciones. Cuando siente el roce de mis dedos una sonrisa asoma en sus labios; cuando restriego su pene para dejarle sentir el calor de mi concha, una mueca se le dibuja en el rostro, y cuando por fin hago desaparecer su polla en mi interior, su expresión es de profunda satisfacción. Yo sonrío. Adapto mi cuerpo y sonrío antes de empezar un ligero balanceo con el que mecer su miembro.
Trato de contenerme, el cuerpo y la situación me piden sus manos acompañando los subibajas. Él tampoco está cómodo; cansado y en una postura forzada, con los brazos en cruz atados a ambos lados de la cama, a la altura de sus hombros. Para evitar mostrar síntomas de debilidad, acelero un poco el traqueteo y mi sexo de inmediato se alivia en un baño de flujos. Trato de elevarme, de ofrecerle mis pechos, pero si para acercarlos a su boca tengo que dejar escapar su polla de mis entrañas, no merece la pena. Así que vuelvo a dejarme caer, a botar rítmicamente, a clavarme su dureza todo lo que nuestros cuerpos dan de sí. Mi sexo es ya un manantial en el que la humedad constante se precipita como en una cascada. Doblo el cuerpo, bien hacia delante, bien hacia atrás, estirándome hasta que su polla dura amenaza con quebrarse como una rama incapaz de soportar el peso de mi florida primavera.
Apoyo las manos en su pecho. La luz de la noche ha ido cambiando, ahora apenas si en su piel se distinguen unas cuantas pecas que, por el movimiento de mi cuerpo, parecen titilar en el firmamento. Contraigo los músculos, mi vagina se aprieta buscando que el placer vuelva a licuarse. Ya no cuento los orgasmos, prefiero sentirlos extendiéndose por toda mi piel, desde los dedos de los pies agarrotados hasta los pezones erizados. Cabalgo con más ganas, paso del trote al galope tendido; los párpados van cayendo, ciego la vista buscando que el resto de sentidos se agudicen. Parece que funciona, escucho el salpicar de fluidos en el chocar de nuestros cuerpos al tiempo que un aroma dulzón compuesto de múltiples matices penetra por mis fosas nasales. Las uñas se me tornan en garras para dejar mi rastro en su costado. Aprieto el paso, llevo mi cuerpo a la extenuación, me muevo sobre su rabo con todas mis ganas. Sé que una nueva descarga es inminente, adivino mi rostro, los ojos caídos y mordisqueándome el labio. Gimo sin demasiada estridencia, llevo la mano rápidamente a acelerar el efecto frotando el clítoris. Me voy, una vez más me voy. Todo se acelera hasta explotar y dejarme ir lento; mi cabeza ha ido venciéndose hasta terminar con la frente apoyada en la suya. Poco a poco vuelvo en mí. Escucho su respirar pesado, casi jadeante; ese es el primer signo. Luego, cuando abro los ojos y encuentro esa expresión extraña, entre satisfacción y petición de disculpa en su mirada, voy comprendiendo. Se ha corrido; incapaz de soportar las contracciones de mi orgasmo, su sexo ha reventado. Ahora lo siento, noto su semen espeso resbalando en mi interior. No sé cómo sentirme, si orgullosa de haberlo llevado al orgasmo o contrariada por tener que contentarme de momento con lo vivido. Reprimo las ganas de agradecerle el rato con un beso y a cambio me esfuerzo por que la mezcla de nuestras respectivas corridas no manche demasiado las sábanas.
- Por favor, princesa- escucho mientras salgo de la habitación para lavarme. No lo he desatado, ya veré si lo hago o continúo castigándolo. Haber terminado sin que yo le diera permiso es un buen motivo como otro cualquiera. Aunque quizás le dé una oportunidad, quizás me premie a mí misma con el hacer de sus manos si es capaz de decirme cuántos lunares adornan mi torso.