Luna y el profesor de piano

Aquella semana me masturbé cada noche pensando que era su mano, aquella del piano, la que me acariciaba en realidad.

Luna y el profesor de piano

Mi madre me lo soltó sin contemplaciones:

  • Luisa no va a volver. A partir de ahora te dará clase el Profesor Durán. Vamos, Luna, no llores, lo hacemos por tu bien... Con Luisa ya no avanzabas. Este hombre es una eminencia, sus clases te van a encantar, ya verás.

De nada me sirvieron las lágrimas. Aquel jueves, después de clase, acompañé a mi madre a casa del Profesor Durán sin protestas, pero con cara de víctima. Mientras esperábamos a que nos abrieran la puerta, yo jugaba con el borde de la falda de mi uniforme escolar. Finalmente abrió la puerta un hombre maduro. Saludó a mi madre con dos besos y cuando se inclinó para besarme dijo:

  • Tú debes de ser Luna.

El sonido de su voz y el aroma que desprendía me provocaron un escalofrío. Nos invitó a entrar, atravesamos el salón y llegamos a una habitación repleta de libros y partituras, con el piano en el centro. Mi madre no dejaba de coquetear, pero el Profesor Durán se dirigía a mi todo el rato. Me fije en que deslizaba una mano maravillosa sobre la tapa del piano distraídamente, como acariciándolo. Me hablaba como a una adulta y como si tuviéramos un proyecto en común. Finalmente, me dio la partitura que había elegido para mí y quedamos en que empezaríamos la semana siguiente.

Su físico no me pareció especialmente atractivo, pero había algo de él que me excitaba tanto como las fantasías que me inventaba cuando estaba a solas.

Desde aquella tarde me masturbé cada noche pensando que era su mano, aquella del piano, la que me acariciaba en realidad.

Pasaba el invierno y llegué a la conclusión de que mi fantasía nunca se haría realidad. Mi madre tenía razón: las clases del Profesor Durán me gustaban mucho, casi tanto como él. Era evidente que él, sin embargo, me veía como una alumna más. Yo le lanzaba miradas insolentes, me levantaba la falda cuando me sentaba al piano, me ruborizaba sin remedio si me rozaba para corregirme... Cuando interpretaba la pieza, él siempre se colocaba al otro lado de la habitación, detrás de mí, y escuchaba mirando por la ventana, como hacía con el resto de sus alumnos. Cuanto más ignoraba mis señales, más descarada me volvía yo porque pensaba que él nunca haría nada y eso hacía que me sintiera segura. En el fondo me asustaba que él reaccionara a mis provocaciones porque nunca había llegado demasiado lejos con un chico. Los chicos de mi edad no me excitaban. Algunos me gustaban y había dejado que me besaran y me metieran mano, pero sus caricias no me inspiraban. Unos me hacían daño, otros cosquillas... Un desastre. Con mi profesor de piano era diferente: el más mínimo contacto me hacía estremecer.

Llegó la primavera y empecé a salir con un chico de clase, mi compañero de pupitre, Juan. Era guapo y divertido, me gustaba besarle, pero sus caricias tampoco me resultaban placenteras.

Un día me acompañó hasta la clase de piano. Estaba anocheciendo y todavía quedaban veinte minutos para que terminara la clase anterior. Así que nos quedamos en la calle haciendo tiempo. Estábamos en la esquina de un callejón que quedaba justo enfrente del portal de mis clases. Juan empezó a besarme y entonces vi a mi profesor. Allí estaba observándonos desde la ventana. Le miré a los ojos sin dejar de besar a Juan. Pensé que se avergonzaría y dejaría de mirar, pero no, allí seguía, inmóvil. Juan me había aplastado contra la pared y acariciaba la parte posterior de mis muslos con pasión. De repente noté la humedad en mis braguitas. Cerré los ojos un momento, dejándome llevar por esa sensación primeriza de excitación en compañía. Cuando los abrí de nuevo mi profesor ya no estaba.

Al rato, cuando ya me había despedido de Juan, vi salir a Eduardo, el niño que iba a clase justo en la hora anterior a la mía. Se acercó sin muchas ganas y me dijo que El Profesor le había encargado decirme que no se encontraba bien y que nos veríamos el jueves próximo. No entendía nada. Me entraron ganas de llorar. ¿Y si por culpa de la escenita con Juan había perdido el afecto de mi profesor?

El jueves siguiente era principios de mayo, pero hacía un calor como de finales de junio. Me había quitado los leotardos en el colegio y los zapatos me habían hecho varias heridas en los pies. Así que llegué a clase de piano sudorosa, dolorida y con miedo a la reacción de mi querido profesor. Cuado llegué me saludó fríamente y apenas me miró. Su voz tenía una severidad desconocida hasta ahora. Me senté frente al piano y comencé a tocar hasta que sin poder evitarlo rompí a llorar. No podía contener las lágrimas, pero seguía tocando. Él se acercó, apartó mis manos de las teclas y me dio la vuelta.

  • ¿Qué te pasa, Luna? -preguntó.

  • Nada, que me han hecho daño los zapatos y me duelen los pies -Acerté a murmurar. No se me ocurrió nada mejor.

  • Ah, pero eso lo solucionamos en un momento. Déjame ver.

Sonrió y me quitó los zapatos con cuidado. Al ver y notar sus manos sobre la piel de mis pies creí que el corazón se me iba a salir del pecho.

  • Vaya destrozo, ven conmigo -dijo.

Me levanté y me dejé guiar camino del baño. Vi como llenaba el bidé con agua tibia. Me hizo sentar en un taburete y meter los pies en el agua. De nuevo la humedad entre los muslos... Mientras me lavaba los pies con mimo me dijo:

  • El otro día te vi con tu novio.

Noté como el calor me invadía la cara. No dije nada. Me secó los pies, desinfectó las heridas y me llenó de tiritas. Me di cuenta de que él también estaba excitado: tenía una erección tremenda.

  • Me dio envidia -concluyó.

Después de la cura me mandó a casa.

Aquella noche me acosté temprano. Me colé entre las sábanas y coloqué la almohada entre mis muslos. Me movía lentamente, con un ligero balanceo, el roce indirecto de la almohada sobre el clítoris era muy agradable. Recordaba las manos de Mi Profesor acariciando mis pies. Me chupé los dedos de la mano derecha, la metí por debajo de la camiseta del pijama y acaricié los pezones. Imaginaba que era su lengua lamiéndolos. Aparté la almohada y muy despacio colé la otra mano dentro de la braguita, hasta llegar a la piel suave y mojada de mi vulva. Me imaginaba al profesor besándome en la boca con mucha saliva y luego haciendo lo mismo entre mis piernas. Entonces, me bajé las braguitas hasta las rodillas, separé los muslos y me froté hasta que sin poder contenerme más me corrí como nunca.

Durante la semana siguiente no quise pensar demasiado. Practiqué la pieza concienzudamente, con la intención de impresionar a Mi Profesor. Y el jueves llegó volando.

Entré, me coloqué frente al piano y me senté. Me recogí el pelo en una coleta para estar más cómoda y comencé a tocar con mucha confianza. Estaba muy concentrada.

De pronto, sentí el calor de su cuerpo en mi espalda. Me equivoqué y paré.

  • Sigue -me dijo.

Continué. Noté su aliento y luego sus labios en mi nuca. Cerré los ojos. Me perdí y volví a parar.

-No pares, sigue tocando -me ordenó.

Seguí tocando muy mal. Me sentía indefensa y excitada al mismo tiempo. Deslizó una mano por mi cuello hacia abajo y luego me desabrochó la camisa. Al notar cómo miraba mis pequeñas tetas adolescentes se me escapó un suspiro de excitación.

  • Eres preciosa. No pares de tocar -susurró.

Se sentó a mi lado, a mi izquierda. Me acarició la rodilla y fue subiendo por el muslo muy despacio, levantó la falda y dejó a la vista mis braguitas azul celeste, tan mojadas ya. Todo mi cuerpo ardía. Colocó su mano abierta sobre mi sexo, por encima de la ropa interior, y la dejó resbalar arriba y abajo lentamente. El movimiento de su mano y el roce de la tela me estaban volviendo loca. Yo instintivamente cerré las piernas como para retener esa mano...

  • ¿Quieres que pare? -preguntó.

  • ¡No! -dije yo.

  • Entonces, sigue tocando.

Separó mi mano izquierda del piano y la colocó sobre el bulto de su pantalón. Abrió la cremallera y sacó un sexo que me pareció enorme. Nunca antes había tocado una polla. Era muy suave y parecía tan frágil. No era asqueroso como me habían contado, me gustaba su tacto. Mi Profesor comenzó a guiar mi mano a lo largo de su polla sin dejar de acariciarme con la otra mano.

  • Nunca pensé que me tocarías... Eres un regalo, Luna –dijo en un murmullo.

Me hizo incorporarme un poco, me bajó la braguita despacio y entonces me excité aun más al sentir su mirada sobre mi coñito desnudo. Se llevó mis bragas a la cara y las olió como si se tratara de la fragancia más increíble del mundo. Aquello me dejó fascinada. Siguió masturbándome maravillosamente ya sin la barrera de la tela. Metió un par de dedos dentro de mí suavemente y con el resto de la mano masajeaba mi sexo. Mi mano derecha seguía tocando notas sueltas, sin sentido, porque no quería que parara nunca. Mientras, mi mano izquierda recorría su polla al ritmo que él me había marcado. Creía que me iba a morir del gusto. Nunca me habían tocado así. Al cabo de un rato sentí que me deshacía... Tuve un orgasmo increíble, mucho más intenso que en mis placeres solitarios. No ahogué mis gemidos como hacía en casa, me dejé llevar. Enseguida noté que temblaba, le oí gemir quedo y sentí algo tibio que se derramaba por mi mano izquierda... La lección había terminado.