Luna Llena
Esa noche decidimos ocultar nuestro amor furtivo en una de las discotecas de las afueras de la ciudad donde vivíamos. Además de ocultarnos de las miradas indiscretas, buscamos un lugar donde estuviera latente el riesgo de ser descubiertos porque eso nos estremecía aún más.
LUNA LLENA
Aunque no bailo, esa noche decidimos ocultar nuestro amor furtivo en una de las discotecas de las afueras de la ciudad donde vivíamos. Además de ocultarnos de las miradas indiscretas, buscamos un lugar donde estuviera latente el riesgo de ser descubiertos porque eso nos estremecía aún más.
Como la mayoría de las discotecas, el lugar tenía una serie de pequeños cuartos con un sofá y una mesa donde apenas podrían caber cuatro personas. El lugar era oscuro aunque el reflejo de las luces de la pista podría poner al descubierto quienes estaban en uno de estos cubículos. Por fortuna había un gran biombo que le daba más intimidad a las parejas.
Las caricias pendientes y los besos aplazados tuvieron la oportunidad del desahogo. Ella iba con una falda corta, como siempre se lo pedía porque facilita la maniobra de las manos... Y pronto su brasier quedó guardado en su cartera. La blusa también facilitaba poner al descubierto sus voluptosos senos.
Estaba pues todo a pedir de boca. Solo había que subir la blusa para admirar sus tetas y saborear sus deliciosos pezones: dos pezones grandes que al mínimo roce se ponen erectos. Entretanto, mi mano izquierda corrió a un lado su diminuta tanga blanca y con mis dedos inicié el suave cosquilleo de su clítoris y muy pronto sentí la deliciosa humedad y sus gemidos. El ritmo de la discoteca imponía el ritmo del movimiento de mis dedos. Y mi boca se entretenía en tenues mordiscos de sus pezones. La situación nos puso impacientes. La puse de pie, subí su falda y bajé su tanguita. Ahora podía recostarla en el sofá e iniciar el manoseo con mi lengua, que es lo que más disfruta ella.
Pero mi verga reclamaba su premio y el espacio no era el más cómodo para estos apremios. Me retiré un momento al baño y descubrí mi pene totalmente húmedo y en su máxima erección.
Regresé a nuestro acosado nido de amor y le propuse a Sonia (así la llamaré) que continuáramos en un lugar más a nuestras anchas. Pero no quería repetir en la cama de un motel. Le pedí que nos retiráramos a pie así como la había dejado: sin ropa interior. De esta forma, al caminar, podía seguir acariciando sus tetas. Estábamos a unos cien metros de alejarnos de las últimas casas del extremo de la ciudada en la que nos encontrábamos. Así que la persuadí que nos dirigiéramos a un paraje natural donde solo los habitantes noctámbulos de la naturaleza nos sorprendieran.
Había luna llena y por eso los escasos tropiezos que tuvimos se debieron al jugueteo de nuestras lenguas mientras caminábamos. Serían las 12 de la noche o la 1 de la madrugada y la iluminación parecía artificial. No teníamos más prendas que nuestras propias ropas para buscarle colchón a nuestra angustiosa pasión.
Pero preferí no embestir como el macho que atiende los llamados de una hembra en celo. Al llegar a un suficiente tapete de pasto atrincherado entre la maleza y los árboles nos abrazamos para confundirnos como uno solo y lentamente subí su blusa para liberar sus senos y solté el seguro de sus diminutas faldas que se deslizaron en sus gruesas piernas.
Descubrí que su cuerpo brillaba como si de él emanara una luz plateada: la luna llena la abrigaba con su mirada y la convirtió así en una diosa que posaba en mi espacio para concederme así el milagro del placer.
Invité a Sonia para que se sentara en una piedra que antojó su forma cual sofá y allí posó para el más feliz de los inmortales del universo.
Mis manos recorrieron con lentitud cada milímetro de su piel, desde sus hombros y en dirección a la fuente de sus desahogos femeninos. Mis dedos sobaron nuevamente los rojizos pezones y seguí descendiendo para apartar sus piernas y permitirme el espectáculo de su vulva recién rasurada con una tenue línea vertical en su Monte de Venus.
Sus labios íntimos estaban humedecidos y de ellos saboreé con paciencia, para que mi lengua percibiera el sabor de sus jugos e inicié la exploración que me llevaría al gallito, a su clítoris. Sin duda el premio mayor de la noche para ambos. Sus manos que suavizaban mi espalda pronto apretaron mi cabeza con fuerza para impedirme cualquier retirada y sus jadeos reclamaban que los movimientos de mi lengua fueran más rápidos y enérgicos en una lucha cuerpo a cuerpo con su clítoris. "¡Hummm, qué ricooooo!", "¡Así, sí, asíííííííí!", repetía Sonia. "¡No pares, mi amor!"... "¡Hummm, qué ricooooo!", "¡Más, más, más por favor!", insistía.
Los grillos silenciaron, las ranas dejaron de cantar, el viento no sacudió más los árboles y ese microcosmos disfrutó del espectáculo de una noche de lujuria que concluiría con la penetración de mi verga en un mete y saca en el que tenía como apoyo sus bien proporcionadas tetas. Y así llegó mi orgasmo, mi clímax, coincidiendo con el enésimo de ella, sintiendo cómo se confundía mi semen con sus jugos vaginales. Fue una noche de luna llena, de placer lleno.