Luna llena

Un recuerdo agradable de un hombre, una mujer, y una luna de diciembre.

Desperté tan repentinamente como me quedé dormido hace unas horas. Por lo menos eso parecía, pues en nuestra pequeña habitación los únicos relojes eran los que teníamos en nuestros teléfonos, los cuales apagamos hace ya unos días. Mi único medio pare medir el paso del tiempo era nuestra vista a través de la ventana, donde una luna llena nos miraba uno sobre el otro tras la escarcha en la ventana. Sin salir de mi sopor, registré no solo la hora, sino lo otro que no estaba antes de caer dormidos ambos: una fina película de hielo entre la ventana y el aire decembrino. Por unos segundos, miré hipnotizado las espirales y los ángulos formados entre ambos tipos de cristal iluminados por la fina luz plateada de la luna llena. No tardé en recuperar la consciencia de tu cuerpo entre mis brazos. Una de mis manos te abrazaba, sosteniéndose en tu hombro; la otra se amoldaba a la curva de tu espalda, a la estrechez de tu cintura. El contraste entre tu calor y la frescura de la habitación me hizo apretar mi agarre sobre tu cuerpo para acercarte y mover la sábana. Despertaste suspirando.

¿Recuerdas lo que me dijiste aquella vez, tras mirarme con los párpados medio caídos? Me miraste a través de tus pestañas y sonreíste antes de volver a cerrar los ojos. Te comenté sobre el hielo en la ventana. Sobre cómo apenas debía ser aún de madrugada. Suspiraste de nuevo y me pediste volver a dormir, alejando las manos de entre tus pechos (siempre dormías así) para abrazar mi cuello, exponiendo tus brazos al fresco de la noche. Levantaste la cabeza, más despabilada, y miraste por la ventana, preguntando por qué hacía tanto frío. Repetí lo de la ventana. Confirmaste que, en efecto, nevó durante la noche. Que la luna llena era bonita. Te recostaste en mi pecho y miraste hacia afuera. Yo no podía quitarte los ojos de encima. Veía tu cabello negro, largo, lacio, enredado y desaliñado. Vi tus mejillas delgadas, tus labios rosados. Te sentí mujer, entre mis brazos, y te amé. Abarqué la anchura de tu espalda con mi mano y te retorciste un poco, pretendiendo ignorar mis intenciones.

Afuera, la luna llenaba la habitación de una fresca presencia, como una perla helada congelando el aire de la tierra. Mi mano izquierda acarició tu hombro y tu cuello; el pulgar se poso en el ángulo de tu quijada y te sentí firme, joven, blanca bajo ese gélido resplandor. Eres hermosa como una joya, te dije. Fina como la joyería que las ostenta. Me miraste con tus enormes ojos negros. Me preguntaste si te amaría para siempre, y dije la verdad. Mi mano derecha acarició tus caderas. Me preguntaste si algún día me acabarías hartando. Te dije la verdad y mi mano abarcó tu nalga entera, firme y juvenil. Sonreí mientras acariciaba el músculo y su unión con tu muslo. Sonreíste, pero tus ojos se vieron tristes bajo esa luz pálida. Me preguntaste si estaríamos bien para siempre. Te contesté que nunca nos podríamos apartar del otro. Moviste todo el cuerpo para cerrar los dos centímetros que separaban nuestros labios al mismo tiempo que mi mano aferraba tu muslo y lo cambiaba de posición, moviendo tu rodilla al lado de mi cadera. Envolví tu labio superior con los míos, y luego el labio inferior tan más carnoso pero sin dejar de ser fino y elástico, antes de acariciar tu lengua con la mía. En un ir y venir de adentro afuera acaricié tu boca, tus mejillas, tus dientes y tus labios. Mi mano ya había dejado tu muslo para volver a la curva de tu espalda. Tus manos se aferraban a mi nuca.

No empezaste a gemir hasta que bajé mi mano de tu cuello hasta tu media espalda mientras con la otra abarcaba el pequeño y menudo lateral de tu cintura. Apreté y gemiste más fuerte en mi boca, llenándome de tu aliento con aroma a dama. Un deje caliente y húmedo en la noche helada. Te retorcías cada vez que apretaba tu cintura, tu espalda; acariciaba tus brazos y encapsulaba el diámetro de ti vientre entre mis dos manos, casi tocando mis dedos. Bajé ambas manos hacia tu trasero al mismo tiempo que sentí una de tus manos pasar de mi nuca a mi pecho a través de mi hombro y mi cuello. Los dos sabíamos a lo que íbamos, y no demoré en acariciar tu coño húmedo con los dedos de mi mano derecha mientras con la otra continuaba masajeando tu menudo cuerpo. Tu no tardaste más en tomar mi pene entre tus dedos finos, largos, y empezar a subir y bajar lenta pero intensamente. Suspiré en tu boca y gemiste, juguetona. Por primera vez rompiste el beso y me miraste antes de trazar un camino con tus labios por mi cuerpo; por mi cuello, mi oreja, hasta mi pecho, mi vientre. Tu mano soltó mi miembro y acarició mi cadera, mis muslos. Mis manos, por el otro lado, desprovistas de su premio, se posaron en tus hombros y en tu nuca. Las sábanas te tapaban de mi vista, pero te sentí envolviendo mi pene entre tus labios, acariciándolo con tu lengua. De arriba abajo, me consentiste lentamente mientras acariciabas mis huevos y mis piernas. Cuando aumentaste el ritmo y la intensidad de tus lamidas me prendí de tu pelo con un puño y empecé a trazar un recorrido desde la punta hasta la base, hundiéndote cada vez un poco más. Cada vez que la tenías toda dentro la rodeabas con tu lengua como una serpiente se enreda en el tronco de una higuera.

No me quería venir aún, pero no te pude negar tu premio. Poco después me vine apretando tu cabeza contra mi cadera, sintiendo la estrechez de tu garganta vibrar mientras gemías con mi corrida en tu boca y en tu esófago. Suspirando, descansé la cabeza en la almohada (ni me había dado cuenta de que la había levantado, mirando todo el tiempo hacia abajo, al bulto oculto tras la cobija). Mientras lamías mi hombría para limpiarla, para excitarme de nuevo, miré la luna de nuevo. Había cambiado de posición un poco, y sentí algo de ansiedad. Te quise hacer mía en ese instante. Tiré de tu cabello y jalé hasta tener tus labios contra los míos de nuevo. En un beso salado y dulce, te rodeé con mis brazos y acosté tu cuerpo girando sobre mi costado. Ahora, encima de ti, mi brazo izquierdo se apoyó en su codo mientras sostenía tus hombros y tu espalda mientras mi otra mano recorría tu brazo, tu vientre y tus pechos menudos y suaves. Gemiste con mis caricias y las acallé asaltando tu boca con mi lengua una última vez antes de bajar a morder tu cuello mientras pellizcaba tu pezón rosado. Gemiste formando una sílaba larga y cantarina, ronroneante, Suspiraste cuando mis labios, lengua y mis dientes jugaron con tus pechos a la par que mi mano derecha. Cuando empezaste a retorcerte y a acariciar mi espalda subí mis dedos a tu boca y los hundí hasta casi tu garganta, enrollándolos con tu lengua, donde los lamiste por completo. Al sacarlos bajé mi mano hasta tu coño y te dejé suspirar una vez antes de volver a besarte mientras te masturbaba. Tu coño era un suspiro húmedo y ardiente que acaricié por fuera antes de introducir mis dedos lentamente, acariciando la pared que rozaba con tu vientre. Quisiste gritar pero mi boca no te dejó más que gemir. Una de tus manos estaba en mi espalda y la otra quería volver a encontrar mi verga, haciendo camino entre nuestros cuerpos. Me moví para colocarme entre tus piernas y, con mi mano, me guie a mi mismo hacia tu entrada. Te sostuve por tus hombros y por tu cadera, para que no te movieras hacia arriba con mi primera envestida. No lo hiciste, pero sí gritaste y te viniste.

Te corriste poniendo tus ojos en blanco y arañando mis hombros, pero no me detuve. Te penetré lentamente, hasta el fondo, entrando y saliendo casi por completo a un ritmo lento pero constante. Estabas tan húmeda que casi me succionabas cuando estaba saliendo, y me apretabas cuando mis caderas chocaban con tu pelvis. Cada vez que lo hacía sentía la presión del movimiento contra mi mano, pero no dejé de sostenerte. Te sentí tan pequeña y tan mujer, que no pude hacer más que aumentar poco a poco el ritmo al que te cogía. Gemías y suspirabas en mi boca cuando te besaba, y en mi cuello cuando me apartaba para lamer tu oreja, susurrarte lo mucho que te amaba. Mi otra mano se paseaba apretando tu cintura diminuta, tus muslos firmes, tu trasero perfecto. Alguna vez subió hasta tu pecho para apretarlo suavemente y acariciar tu pezón con mi pulgar. Nos vinimos juntos dentro de poco mientras mordía tu clavícula y subía lamiendo tu cuello, tu quijada y tus labios, corriéndome dentro de ti. Tus uñas, clavadas en mi espalda y en mi cadera, se relajaron y subieron hasta abrazar mis hombros. Te besé de nuevo.

Poco después ya estabas de nuevo dormida a mi lado. Fuera, la luna nos miraba gélida y blanca. Pronto amanecería y, después, esa luna se iría para no volver a nuestra ventana, que hoy en día ya es la ventana de otra pareja. Nosotros, también, vemos la luna tras otra ventana, con otros labios sobre los nuestros, con otra carne en nuestras manos.