Luna de miel
-¡Si le voy a poner los cuernos con vos lo voy a hacer bien cornudo después de hoy no va a poder pasar ni por la puerta de los cuernos bien grandes que va a tener!- le digo buscando ansiosa su boca, a la vez que con una mano le froto la carpa que ya se le formó por debajo del short de baño.
Cuando conocí a mi marido fue amor a primera vista. Desde ese mismo instante en que estrechó mi mano y me saludó con un simple hola, supe que él era el hombre con quien deseaba pasar el resto de mi vida.
Nos presentó una amiga en común en una fiesta de cumpleaños. Pasamos el resto de la noche juntos, charlando y probando distintos tragos que un barman especialmente invitado para la ocasión nos iba preparando.
Yo acababa de romper con una relación anterior que había resultado bastante traumática para mí, por lo que lejos estaba de querer iniciar un nuevo noviazgo, sin embargo quede cautivada, me enamoré como una adolescente y ya no me importó que solo hubieran pasado unas pocas semanas desde mi último compromiso.
Ninguno lo dijo, no hubo una celebración ni un anuncio ni nada parecido, simplemente empezamos a vernos más seguido, íbamos al cine, a cenar, a bailar, a pasear por la costanera, cosas simples, pero que iban consolidando una atracción que se volvía más fuerte cada vez.
Siempre fui una de esas mujeres que cogen en la primera cita, no me gusta hacerlos esperar, no me va el histeriqueo, si tengo ganas, me las saco, así de simple, ¿para qué complicarla? Sin embargo con mi marido, por entonces mi novio o apenas mi pretendiente, no nos acostamos sino hasta bastante tiempo después de conocernos, claro que no me había mantenido del todo virtuosa, ya que mientras salía con él tuve algún que otro “desliz” por ahí, nada importante solo encuentros casuales, como para despuntar el vicio, y es que a todos mis novios los hice cornudos en algún momento, y mi futuro marido no sería la excepción.
Con ciertos hombres solo me interesa el sexo, que me la pongan y listo, no me interesa conocerlos en profundidad, pero con él… con él era todo muy distinto. Cuándo finalmente lo hicimos, supe que ya nunca me separaría de él, y es que con mi marido sentí que verdaderamente estaba haciendo el amor y no solo cogiendo.
A los pocos meses nos casamos y nos fuimos de luna de miel. No éramos unos potentados, por lo que el dinero solo nos alcanzó para viajar a las sierras. No voy a hacerla demasiado larga con lo que paso durante nuestra estadía, ya que hicimos lo que hace toda pareja en su luna de miel, paseamos, fuimos al río, y por sobre todas las cosas hicimos el amor, lo hicimos mucho, lo hacíamos a la mañana al despertarnos, salíamos a dar una vuelta o a comprar algo por el centro y cuándo volvíamos lo hacíamos de nuevo, a la noche, al acostarnos, una vez más, echándonos cada vez unos polvos sublimes, polvos conyugales, muy distintos a los otros, a los de trampa, producto de mis numerosas infidelidades. No digo que sean mejores ni peores, solo que son diferentes, intensos y placenteros ambos, aunque diferentes.
La pasé tan bien y terminé tan satisfecha, tan colmada de satisfacción que comencé a plantearme si valía la pena seguir siendo infiel, ya que en esos días supe darme cuenta más que nunca que amo con locura a mi marido y que con él me basta y me sobra y que si lo tengo a mi lado no necesito a nadie más. Estaba convencida de ello, incluso hasta dejé de cuidarme consintiendo el deseo de mi marido de quedar embarazada, pero… siempre hay un pero. Y es que soy una puta, puta de alma, una putita incurable, y aunque mi corazón me dicte una cosa, más que lógica y razonable, mi conchita siempre tirará para el otro lado, para el lado de los cuernos. No es que quiera ser infiel, la cuestión es que no puedo evitarlo, y si me gusta, ¿Por qué habría de ser tan hipócrita como para negarme tales placeres?
Era nuestro último día de la luna de miel, un día espléndido, ideal para pasarlo en el río. Luego de echarnos un polvo glorioso, como todas las mañanas, me di una ducha y preparé unos sandwiches para llevar. A media mañana estuvimos allí, sobre las rocas, cerca del puente colgante que es donde se concentra la mayor cantidad de gente.
Mientras me asoleaba pude darme cuenta de la presencia de una familia a unos pocos metros de donde estábamos nosotros. El padre, la madre y cuatro chiquitos de edades próximas que no se quedaban quietos ni por un segundo. Me imaginaba a mí misma con varios críos dando vuelta a mí alrededor, y la verdad es que tal detalle no pasaría de ser una simple anécdota de no ser por las miradas que de rato en rato me echaba aquel padre de familia numerosa. Pese a la abundante progenie que había engendrado se encontraba en buen estado. Alto, fuerte, atlético, aprovechaba cada distracción de su esposa para mirarme en esa forma que delata un deseo extremo, las ansias de la lujuria en su punto más intenso.
No se trataba de un simple mirón, sino de un pirata con todas las de la ley, igual que yo, que supo reconocer en mí a una de su misma especie. Entonces me olvide de todo lo que había considerado durante aquellas semanas. Es increíble lo que puede suscitar una simple mirada, aunque no se trataba de una mirada común, sino de una seducción con el germen de la infidelidad. Me saqué entonces los lentes para sol que tenía puestos y aprovechando que mi marido estaba dormitando en la sombra, empecé a devolverle las miradas, una por una. Me sonreía y yo le sonreía.
En cierto momento como que da un cabeceo señalando un camino por entre las sierras. Le dice algo a su esposa, agarra una toalla y se dirige hacia ese camino, y al pasar por mi lado me lanza una mirada cargada de morbo y excitación. Lo veo desaparecer entre los arbustos y las rocas. Me quedo pensando por un momento, indecisa todavía. Recién entonces tomo la determinación de seguirlo, total, me digo, quizás no pase nada.
Me acerco a mi marido que sigue dormitando bajo la sombra de un árbol y le digo que voy a dar un paseo, que enseguida vuelvo. Me contesta con un ronquido. Me levanto y enfilo por el mismo camino. Me desanimo pronto, ya que tras hacer varios metros solo encuentro rocas y agua. Ni señal de aquel padre de familia que tanto me había encandilado con sus miradas, dudo entre seguir o volver, decido seguir un trecho más. Ya no hay gente, solo se escucha el continuo y persistente discurrir de las aguas. En eso, cuándo ya estoy por dar la media vuelta, me lo encuentro de frente. Pego un grito que enseguida él se encarga de sofocar tapándome la boca con una mano y arrastrándome consigo a un costado de aquel camino. No me resisto a aquel ansiado secuestro. El susto se me va casi de inmediato al darme cuenta de que él era mi captor. Ya a resguardo y sin decirme nada me atrae y me besa con furor. No hay rechazo de mi parte, por el contrario, le respondo con el mismo frenesí, enlazando mi lengua con la suya, fundiéndonos en un beso intenso, arrebatado, cargado de lascivia y promiscuidad.
-¿Le vas a poner los cuernos a tu maridito? Dale, decime que te gusta ponerle los cuernos- me dice despegando sus labios de los míos.
-¡Si… le voy a poner los cuernos con vos… lo voy a hacer bien cornudo… después de hoy no va a poder pasar ni por la puerta de los cuernos bien grandes que va a tener!- le digo buscando ansiosa su boca, a la vez que con una mano le froto la carpa que ya se le formó por debajo del short de baño.
Me agarra entonces de la mano y me lleva hacia un lugar aparentemente solitario y bastante alejado del brazo principal del río. Se apoya de espalda contra una roca y se baja el short mostrándome una erección de soberbias proporciones. La tiene bastante larga, con una comba en el medio que hace que la cabeza apunte hacia el cielo, hinchada, tentadora, refulgente. Se la agarro con una mano y comienzo a maniobrar con ella, sacudiéndosela fuerte y rítmicamente, lo miro a los ojos, no hacen faltas palabras, en situaciones como esas las personas como nosotros se comunican sin necesidad de hablar. Los dos sabemos muy bien lo que queremos y hasta donde estamos dispuestos a llegar para conseguirlo.
Abro la boca y me trago un buen pedazo, me lo meto hasta donde me llega, un poco más allá de las amígdalas, y ahí sí, me pongo a chupársela con descontrolado frenesí, metiéndomela hasta donde puedo, llorando y hasta haciendo arcadas cada vez que la punta me golpea la garganta. La siento dura y caliente, venosa en exceso, rebosante de vigor y virilidad. Aunque durante esos días había disfrutado plenamente de la de mi marido, necesitaba algo como eso, la pija de un desconocido, no se por qué pero la pija de un extraño siempre me resulta mucho más gratificante, y la de ese sujeto cubría sobradamente todas mis demandas.
Por supuesto quería disfrutarla la mayor cantidad de tiempo que me fuera posible, así que fui relajando el ritmo, pero contrariando mi decisión me agarró de la cabeza con ambas manos y me hundió su verga casi hasta la laringe. Creí que me ahogaba, ya que no me soltaba, rebalsándome la boca con su portentoso volumen, y encima me tapaba la nariz con su espesa mata de pendejos. Sentía como se me llenaban de lágrimas los ojos y como se me enrojecían las mejillas, hasta que me la sacó justo a tiempo para recuperar el aliento, tosí, escupí y aspiré una larga bocanada de aire, y me la volvió a meter, la retuvo un rato dentro de mi boca y comenzó a moverse, lentamente, deslizando su aguerrida verga por entre mis labios. De a ratos la sacaba y me golpeaba en la cara con ella, dándome unos ricos mazazos que me incitaban mucho más todavía. Yo se la lamía, le pasaba la lengua por los lados, arriba y abajo, le lamía los huevos, se los chupaba, trataba de meterme los dos juntos dentro de la boca, pero no podía, estaban muy hinchados, cargados de leche.
Luego de una rica mamada me levanta, me retiene junto a él y me besa larga y apasionadamente, con sus labios desciende por mi cuello, por mi pecho, bajándome el sostén de la bikini se apodera de mis pechos, me chupa uno, luego el otro, me muerde los pezones, me los mastica deliciosamente, sigue bajando, lamiendo y besando mi vientre, me baja la tanga, me la saca y la arroja sobre una roca, estoy totalmente desnuda a la vera del río con un completo extraño, a su entera disposición, ninguno dice nada, en esos momentos las palabras no son necesarias, solo suspiros y jadeos. Ahora es el quién se arrodilla ante mí y recorre toda mi hendidura con su lengua, me chupa tan rico que mis piernas tiemblan, apenas puedo sostenerme, pero sigue, levanto una pierna y la coloco sobre uno de sus hombros, aferrándome de sus cabellos para mantener el equilibrio, él sigue bien metido ahí adentro, en lo más hondo, serpenteando en mi interior, colmándome de subyugantes delicias. Sin dejar de chuparme me agarra de las nalgas y me mete un dedo dentro del culo, me lo mete todo, hasta el nudillo, entrando y saliendo, mientras su lengua hace lo mismo por delante.
Entonces se levanta, me toma de la mano y me lleva hacia una de las rocas. Hace que me recueste sobre la misma, de espaldas a él y se prepara para penetrarme. Estamos en medio del río, sin ningún lugar a mano al cuál recurrir para comprar un preservativo. Encima durante esa luna de miel que había tenido con mi marido no me había cuidado, dejando que la naturaleza tomara la decisión del embarazo. Se que lo más razonable es cuidarse, pero doy por sentado que sabrán comprenderme.
-Por la cola- le advertí entonces – Es que no me estoy cuidando
Sin decir nada me metió un par de dedos en el ojete, dándoles vueltas y vueltas para abrírmelo mucho más todavía, y entonces sí, sentí la candente punta de su pija avanzando por mi retaguardia, abriéndome a fuerza de empuje y más empuje, grité de placer al sentir como avanzaba hundiéndose por completo dentro de mí, quemándome, arrasándome con su descollante virilidad. Cuándo estuvo bien metido, se quedó ahí quieto por un instante, jadeando complacido, tras lo cual comenzó a moverse en toda su suculenta extensión, desgarrándome, volviéndome a proporcionar luego de bastantes días el inigualable placer de sentirme muy bien enculada.
Mi marido no me hace la cola, eso lo reservo para mis amantes, por lo que extrañaba esa deliciosa quemazón en mi recto, esa brutal invasión anal que tantas satisfacciones me proporciona.
Bien aferrado de mi cintura el padre de familia entraba y salía con un ritmo lento y medido primero, aunque aumentándolo de a poco, calzándomela toda, bien hasta los pelos, empujándome los intestinos más para adentro con cada embestida. No sé si habría gente cerca, pero yo gemía a mis anchas, liberando mediante gritos cada vez más exaltados toda esa agresión sexual que venía conteniendo desde hacía un par de semanas. Con mi esposo hago el amor, con los demás cojo, garcho, fifo, culeo, la diferencia es notoria, aunque todo conlleva a un mismo fin en común, disfrutar del mejor polvo que se pueda. A eso se reduce la vida, al disfrute de los sentidos.
Bien aferrado de mi cintura aquel padre de familia aceleraba de a ratos el ritmo de la culeada, reventándome las nalgas con los violentos golpes de su pelvis. Entonces me cruzó sus brazos sobre la espalda y sujetándome con las manos cambiadas de los hombros aceleró sus movimientos en una forma por demás brutal y acelerada, como si pretendiera partirme al medio con sus arremetidas. Mis gritos y jadeos aumentaron de intensidad, tanto que resonaban entre medio de las sierras. Entonces en uno de esos fuertes empujones me la dejó clavada bien adentro, y soltando un bramido por demás placentero se dejó ir, llenándome el ojete con su leche cargada de lujuria e infidelidad.
Era tal la cantidad que había eyaculado que sentía la guasca derramándose por entre mis muslos, empapándome con su deliciosa viscosidad. Me la sacó y todavía temblorosa me la refregó por sobre los labios de la concha, pero sin llegar a entrar. Entonces me tomo de la mano y me llevo hacia un costado, a un claro entre los yuyos. Ahí estaba tendida la toalla con que lo había visto desaparecer por el camino, se recostó de espalda y con su verga a media asta, goteando todavía, me hizo saber que quería que se la volviera a chupar. Al parecer le había gustado lo que le hice con mi boquita. Me tendí a su lado e inclinándome sobre la suculenta verga de ese padre de familia, me la metí en la boca y le dispensé una mamada de aquellas, haciendo de mis labios una auténtica máquina succionadora. Los complacidos suspiros que profería eran mi merecida recompensa, lo que me motivaba a seguir adelante. Me la comía casi hasta la mitad, siendo ahora yo la que trataba de devorármela entera, sofocándome con semejante cantidad de carne.
Cuando ya estuvo lista, en su punto de máxima dureza, me senté encima, de cuclillas sobre su cuerpo y acomodándomela en la puerta del culo me senté de una sola vez, haciendo que se deslizara hasta lo más hondo. Me quede ahí sentada, moviéndome gustosamente, sintiendo mis esfínteres dilatándose, tras lo cual empecé a subir y bajar, aumentando de a poco el ritmo, enterrándome toda esa caliente y palpitante verga mientras que con mis propios dedos masajeaba mi clítoris, entonándolo, endureciéndolo, guiándome a mí misma hacia un orgasmo de proporciones monumentales, como el que había tenido hacia solo unos instantes.
Mis tetas se sacudían de un lado al otro a causa de mi agitada cabalgata, aunque él me las agarraba de a ratos y me las apretaba, derritiéndome con tan incitantes caricias, hasta que de nuevo una explosión láctea se desencadenó en mi interior rebalsándome con sus pletóricas delicias. Yo también estallé junto con él, gozando hasta la locura ese intenso derrame que tantas gratificaciones me proporcionaba. Los dos gemimos casi al unísono, complementándonos, deshaciéndonos de placer, elevándonos a puro sentimiento hacia la cima del Cielo. Nos quedamos un rato ahí, bien enganchados, dejando que el éxtasis fluyera, hasta que la pija del padre de familia numerosa se desinflamó y por si sola salió de mi interior, emitiendo un sonido aguado el cuál fue seguido por un derrame de leche que se filtró por entre mis muslos.
Me levanté, apreté bien el culito para exprimirme todo el semen de adentro, y busqué mi bikini por entre las rocas, me lo puse y volví por donde había llegado. Mi marido seguía dormitando en la sombra. Me recosté junto a él, me puse los lentes de sol e hice como si nada hubiera pasado, aunque la guasca que todavía se filtraba por entre mis piernas y las punzadas que sentía en mi culito me confirmaban que si había pasado algo, y algo muy bueno debo decir.
Volví a Buenos Aires convencida que el camino elegido era el correcto y que no debía cambiarlo, y es que cuando una elige debe ser para siempre.