Lujuria desatada

En Santa Irene, un convento perdido de la mano de Dios, una joven novicia es víctima del influjo de un demonio. Solo hay un hombre que podrá ayudarla: Blackwodd, exorcista y cazador de demonios.

1. La novicia.

Hacía frío. Una mujer cubierta por una manta observaba el cielo nocturno con expresión melancólica desde una de las pequeñas ventanas del viejo convento de Santa Irene, un lugar perdido entre las montañas en mitad de ningún sitio. Sonreía, feliz por primera vez en mucho tiempo pese a que no podía dormir. ¿Cómo iba a hacerlo? Era su primera noche en aquel lugar después de que esa misma tarde ingresase como novicia. Había soñado con servir a Dios durante mucho tiempo y ahora, por fin, su sueño se había convertido en realidad. No, no era una noche para dormir, sino para dar las gracias por el regalo que acababa de recibir y para disfrutar del principio del resto de su vida.

Una nube oscura cubrió la luna y la novicia sintió un escalofrío. ¿Seguro que era eso lo que quería? Nunca antes se había parado a pensar en todo aquello a lo que tendría que renunciar como novicia. Al hacerlo sintió vértigo y tuvo que abandonar la ventana para sentarse sobre la cama. Se llevó la mano a la cabeza, aturdida, y miró a su alrededor como si viese por primera vez la habitación que le había sido asignada. Era cuadrada, sencilla y pequeña. El receptáculo tan solo contaba con una estrecha cama junto a la pared, un pequeño escritorio con una lámpara, una silla de madera, un estante con unos pocos libros -entre los que destacaba una voluminosa Biblia- y la gran cruz que colgaba de la pared justo frente a la puerta, de manera que cualquiera que entrase allí la viese en cuanto franquease la entrada. La novicia comenzó a temblar, asustada al comprender las consecuencias de su nueva vida. ¿Cómo no lo había pensado antes?

La nube pasó y la luna brilló de nuevo en el cielo estrellado; su luz blanca se derramó por la pequeña ventana de la habitación y, tan repentinamente como habían nacido, los temores de la novicia se dispersaron como humo al viento. La joven se frotó los ojos y se puso en pie de nuevo, lo que hizo que la manta resbalase hasta el suelo y dejase al descubierto un sencillo camisón blanco que revelaba las curvas del cuerpo de la novicia. Sintió entonces un calor que surgía desde sus entrañas; un calor que nunca antes había sentido y que le arrancó un jadeo. Sin saber por qué lo hacía se llevó una mano a la entrepierna y encontró su sexo empapado. Asustada la apartó como si se hubiese quemado y volvió la mirada hacia la gran cruz que colgaba de la pared. ¿Qué le estaba pasando? No podía... no debía... no... no era capaz de resistirlo más tiempo. Incapaz de comprender lo que le sucedía, cedió a la lujuria que brotaba desde su interior como un torrente desbocado y comenzó a frotarse el clítoris con una mano mientras con la otra se tapaba la boca para evitar que las novicias que ocupaban las habitaciones contiguas pudiesen escuchar sus jadeos o gemidos de placer. Sin embargo no era suficiente, y pronto tuvo que contentarse con morderse el labio, pues necesitaba castigar sus pezones mientas se masturbaba. Tras solo un par de minutos explotó en un orgasmo y se dejó caer al suelo de rodillas a causa de los temblores que la inundaron. En tan piadosa postura y con la mano todavía en el coño decidió que no era suficiente. Levantó una vez más la mirada hacia la cruz, consciente de lo terrible de sus actos pero incapaz de detenerse, y se pellizcó un pezón.

La cruz entraba y salía del coño de la novicia en un frenético vaivén. La chica, a cuatro patas sobre su cama, utilizaba la mano libre para introducirse dos dedos en el culo, consciente de que la sodomía era un pecado que no había disfrutado hasta entonces. ¿Por qué privarse de la experiencia? Jadeaba y gemía, olvidados ya los temores a que la descubriesen. Solo le importaba correrse de nuevo; nueve orgasmos no eran suficiente para ella. Explotó justo cuando una monja, alertada por los gemidos, abría la puerta de la habitación, temerosa de que la novicia hubiese enfermado. Con los ojos abiertos como platos no pudo apartar la mirada de la joven desnuda que se corría por décima vez mientras su coño enrojecido e hinchado escupía tanto que parecía que se estuviese orinando. La monja se santiguó; la novicia echó a reír en dementes carcajadas.

En el exterior, sobre el tejado del viejo convento, una demoníaca criatura se retorcía a causa del placer que le había suministrado la inocente novicia. Con un suspiro de satisfacción decidió liberar a la mujer de su influjo, aunque se prometió que volvería a visitarla para ver qué consecuencias había tenido en ella su pequeña travesura. La súcubo se incorporó, bañada por la luz de la luna, y sacudió su cabellera del color del fuego. Después desplegó sus alas y alzó el vuelo para alejarse hasta perderse en la oscuridad.

La noche era joven y todavía quedaba tiempo para muchas travesuras.

2. El visitante.

El timbre con sonido de campanas angelicales sonó en el viejo convento de Santa Irene. Una monja casi tan vieja como el propio convento apareció a regañadientes por una escalera, frotándose los ojos somnolientos con una mano, y se drigió hacia el pesado portón de madera maciza. Las campanas angelicales volvieron a sonar y alguien aporreó la puerta con fuerza.

—¡Ya va, ya va! ¡Un poco de paciencia! ¡Que son las siete de la mañana, por el amor de Dios!

Sin dejar de rezongar entre dientes llegó finalmente a la puerta, extrajo de entre los hábitos un manojo de viejas llaves de hierro y comenzó a descorrer los siete cerrojos que la aseguraban contra intrusos, a cuál más recio y grande que el anterior. Tardó un rato, pero finalmente consiguió abrir la puerta; al otro lado se encontraba un hombre vestido de negro y con el rostro cubierto por el ala de un sombrero.

—¿Qué puñetas quiere?

El hombre alzó el rostro para mirar a la anciana y esbozó una sonrisa taimada. Después se rascó la barba con gesto despreocupado y echó un vistazo por encima del hombro de la monja.

—Un café estaría bien. Y que me indique dónde puedo encontrar a la novicia poseída, ya de paso. Pero primero el café, es muy temprano para lidiar con demonios sin tomar antes un poco de cafeína.

—¡El exorcista! —la mujer se llevó las manos a la cara, avergonzada por su comportamiento—. ¡Oh, le ruego que me disculpe!

—¿Por qué? ¿Por tener mal despertar? No es para tanto. Mi nombre, por cierto, es Blackwood. No me gusta lo de “exorcista”.

—Blackwood, claro. Pero por favor, sígame. Hay café recién hecho en la cocina, le pondré una taza. También hay pastas y bollos.

—Nada de carbohidratos, gracias.

La anciana monja franqueó el paso a Blackwood y, tras cerrar de nuevo los siete cerrojos, echó a andar hacia la cocina. Su invitado se apresuró a seguirla sin dejar de mirar todo a su alrededor, fascinado con la vieja catedral que hacía las veces de convento.

—Románico, ¿verdad? ¿Del siglo IX?

La monja lo miró sin entender y se encogió de hombros con indiferencia.

—¿El convento? No sé, hijo. Supongo. ¿Seguro que no quieres probar los bollos? Están deliciosos.

—Seguro.

La cocina, instalada en uno de los dos brazos de la cruz latina que formaba la planta de la antigua catedral, era tan grande y estaba tan bien equipada que bien podría haber pertenecido a algún restaurante. Blackwood dejó escapar un silbido de sorpresa al descubrirla, silbido que atrajo la atención de la docena de monjas que se afanaba en preparar el desayuno para todo el convento. Ante la sorpresa que supuso encontrarse con un hombre allí comenzaron a cuchichear entre ellas, pero una severa mirada de la anciana arrugada hizo que guardasen silencio de nuevo y se concentrarsen en sus tareas. Solo entonces la mujer cogió una taza, la llenó de café todavía humeante y la dejó en una mesa cercana, junto a un azucarero y una cucharilla. Blackwood hizo un gesto de agradecimiento, se sentó y, tras echar tres cucharaditas de azúcar, comenzó a remover el café y bebió un sorbo.

—¿Qué sucedió? Tan solo me dijeron que una novicia sufría una posesión demoníaca.

—Sí, señor. La encontró la hermana Yolanda anoche. Ella... se había dejado llevar por los calores, si me entiende.

Blackwood levantó una ceja, sorprendido. Claro que lo entendía: era la forma pudorosa de las monjas de referirse a la lujuria. ¿Pero qué tenía que ver eso con él? Si tenía que intervenir cada vez que una joven novicia se masturbaba, no se dedicaría a otra cosa.

—La encontré con la sagrada cruz entre las piernas y riendo como una loca, señor Blackwood —añadió otra monja, más joven que la otra pero vieja a pesar de todo.

—La hermana Yolanda, supongo.

—Sí.

—Eso cambia las cosas. —Dejó la taza de café, ya vacía, sobre la mesa, y se puso en pie—. Necesito ver a esa novicia, hermanas.

La novicia Diana descansaba a oscuras en su cama. Los recuerdos de lo sucedido la noche anterior volvían a ella una y otra vez, y sus lágrimas fluían a causa del arrepentimiento, de la vergüenza y, sobre todo, del miedo. No podía entender qué había sucedido ni por qué se había comportado así, algo nada propio de ella, y eso la aterrorizaba. Además se preguntaba qué iba a pasarle, temerosa de que la expulsasen del convento de Santa Irene. Estaba segura de que no podría soportar semejante rechazo, no después de haber alcanzado su sueño de ingresar como novicia. Trató de mover las manos para limpiarse las lágrimas, pero las correas con que la habían atado a la cama se lo impidieron, lo que hizo que aumentase la intensidad de sus lloros.

Alguien abrió la puerta de su habitación. Incapaz de mirar a nadie a los ojos después de lo que había hecho, Diana entonó entre hipidos una oración y apretó los párpados. La puerta volvió a cerrarse, pero el sonido de pasos sobre el suelo de piedra significaba que alguien se había quedado allí dentro, con ella. Quienquiera que fuese corrió la cortina que ocultaba la pequeña ventana, permitiendo así el paso de luz al interior de la habitación. Después, sin contemplaciones, arrancó la manta que cubría a la novicia y quedó en silencio junto a la cama, observándola.

Cuando finalmente abrió los ojos, enrojecidos de tanto llorar, la joven Diana se llevó una sorpresa mayúscula al advertir que quien la observaba era un hombre vestido de negro, y no alguna de las hermanas del convento.

—¿Padre? —preguntó con un débil hilo de voz.

—No, cielo. Que mis ropas negras no te engañen, no soy un maldito cura. Pero estoy aquí para ayudarte. Deja que te vea, ¿vale?

La joven asintió de forma casi imperceptible y se ruborizó. Las hermanas no se habían molestado en vestirla, pues bastante les costó reducirla dado su estado de locura. Por tanto, una vez despojada de la manta con que la habían cubierto, nada ocultaba su desnudez.

Blackwood se recreó un buen rato en su escrutinio, sin que le importase en lo más mínimo el bochorno de la joven. Esta era una chica bonita, de veintipocos años de edad y cuerpo atlético gracias a las clases de baile que había tomado desde niña hasta poco antes de ingresar como novicia en el convento. El cabello, rizado y oscuro, le caia hasta los hombros y enmarcaba dos ojos negros como el alma de un demonio. Los pechos, grandes y de pezones erectos por el frescor de la mañana, subían y bajaban al ritmo de su nerviosa respiración.

—Lo que viene ahora va a ser difícil para ti, cielo. Necesito que seas valiente, ¿podrás hacerlo por mí?

La novicia Diana, asustada como un cervatillo, asintió sin mucho convencimiento. Blackwood, muy serio, se quitó el sombrero y lo dejó sobre la mesa, al lado de la cruz todavía manchada de fluídos. Aquello era obra de una súcubo, no cabía duda, y solo había una manera de volver a invocar a una después de que abandonase a su víctima.

3. Expulsión.

El hombre se quitó la larga chaqueta negra y se arremangó las mangas de la camisa oscura. Con movimientos tranquilos y seguros se sentó en la cama, junto a la chica, y acarició su cabello. Entonces bajó la mano hasta sus pechos y pellizó un pezón. Diana lo miró asustada e incapaz de comprender por qué ese hombre que había prometido ayudarla hacía eso. Intentó moverse, pero las correas con que las hermanas la habían sujetado a la cama seguían fírmemente sujetas.

—Lo que ha pasado no ha sido culpa tuya —explicó Blackwood sin dejar de jugar con los pechos de la cautiva—. Fuiste víctima de una súcubo. ¿Sabes lo que es una súcubo?

—No, señor.

Le temblaba la voz. El hombre maldijo en silencio al ser demoníaco que le había obligado a atormentar así a esa joven novicia.

—Una súcubo es un demonio que toma forma de mujer y que se alimenta de lujuria. Para ello se mete en la mente de las personas y las influye para que hayan cosas que de otra manera jamás harían. Tal y como te ha pasado a ti, ¿verdad?

—¿Entonces no he pecado? —los ojos de la chica se llenaron de lágrimas de dicha ante la revelación.

—No. Pero una vez que una súcubo ha establecido un vínculo con su víctima, suele volver para alimentarse de ella. Es necesario que rompamos ese vínculo, Diana.

—¿Qué tengo que hacer?

—Tú no tienes que hacer nada, pero yo haré algunas cosas... poco apropiadas. Debes entender en todo momento que lo hago tan solo por tu propio bien, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

Blackwood sonrió con ternura y bajo la mano hacia el coño de la novicia, quien soltó un respingo al sentir los dedos del hombre acariciando sus labios inferiores. Se mordió el labio, pues no quería interrumpir a quien solo intentaba salvarla del influjo demoníaco, y, mirando fíjamente a Blackwood, asintió despacio para darle a entender que podía continuar; soportaría lo que hiciese falta para que lo sucedido la noche anterior no volviese a repetirse.

El hombre introdujo un dedo en su cavidad y comenzó a moverlo en su interior, lo que arrancó dulces gemidos de placer a la inexperta novicia. Poco a poco aumentó la intensidad de los movimientos, hasta que fueron dos los dedos que la penetraban. Entonces, sin detenerse, Blackwood se inclinó sobre ella y se llevó a la boca uno de sus grandes pechos para comenzar a lamerlo y a mordisquearlo suavemente. Siguió así durante unos minutos hasta que, de pronto, se detuvo y se puso en pie. La chica lo miró con la respiración acelerada; su expresión mostraba confusión y súplica.

—¿Por qué... por qué se detiene?

—¿Quieres que siga? —Blackwood sonrió.

—Sí, sí, por favor. —Diana advirtió lo que acababa de decir y se sonrojó—. Tan solo para poder expulsar a la súcubo, por supuesto.

—Por supuesto. Pero me temo que tendré que ir más lejos.

—Haga lo que sea necesario —rogó la novicia—. Cualquier cosa.

Blackwood se dirigió hacia la entrepierna de la joven, se arrodilló a los pies de la cama y comenzó a comerle el coño con absoluta dedicación, lo que provocó un gritito involuntario a la novicia. Esta, que podía sentir la lengua del hombre en su coño, se retorcía de placer sin poder evitarlo. Los pensamientos lujuriosos que la habían arrastrado la noche anterior comenzaron a regresar a ella, y su rostro, hasta entonces avergonzado, se transformó en una máscara de placer y lujuria. Cuando el hombre levantó un instante la cabeza y vio la expresión con que la joven lo miraba, se puso en pie y se quitó los vaqueros negros y los calzoncillos, dejando a la vista un miembro erecto de buenas proporciones. Con el ceño fruncido, consciente que esa persona ya no era la novicia Diana, se dirigió hacia ella, la agarró del pelo y le introdujo la polla en la boca. La criatura no solo no trató de resistirse, sino que la devoró con ansia, arrastrada en un torbellino de lujuria desenfrenada. Blackwood le folló la boca con dureza durante un buen rato, pero finalmente se detuvo y sacó el miembro de la boca de su víctima, quien trató de alcanzarla de nuevo con la lengua. Sin embargo el hombre no se lo permitió, tirando del cabello y arrastrando la cabeza con él, lo que provocó un aullido de protesta a la criatura.

—Es hora de acabar con esto.

—¡Más! ¡Necesito más! ¡Sigue, cabrón! ¡Fóllame!

Blackwood sonrió cínicamente; eso era precisamente lo que se disponía a hacer. Con un ágil movimiento se colocó sobre la joven, sitúo su polla en la entrada de su coño y, sin contemplaciones, la penetró de un golpe, enterrando el miembro en el coño encharcado de la novicia Diana.

«No, de la novicia Diana no»

, se dijo. Ese podía ser su cuerpo, pero era otro ser quien llevaba las riendas en ese momento: la súcubo había sentido la lujuria y el placer de Diana y había regresado para alimentarse de ella. Tal y como había planeado que pasaría.

Aumentó el ritmo de las embestidas, lo que provocó gritos de placer a la criatura, que no hacía más que tirar una y otra vez de las correas que sujetaban sus manos, deseosa de liberarse para así aumentar su placer. Blackwood advirtió que la joven se corría cuando esta puso los ojos en blanco y arqueó la espalda, lo que hizo que aumentase la intensidad de la penetración hasta que, en una explosión de placer, se derramó dentro de la novicia poseída. En el mismo instante en que lo hizo, esta comenzó a aullar como si la estuviesen quemando viva, hasta el punto de que de su cuerpo comenzaron a elevarse volutas de humo. Entonces, con un último y terrorífico aullido de dolor, el influjo de la súcubo abandonó el cuerpo de la novicia entre alaridos y esta quedó desmadejada en la cama, maltrecha y dolorida. Sus fluidos goteaban de su coño mezclados con el semen de su salvador.

Blackwood, todavía desnudo y con la polla flácida, se sentó junto a ella y le acarició la mejilla.

—Ya se ha ido, cielo —dijo con dulzura—. Estás a salvo.

La aludida abrió los ojos y lo miró sin comprender qué había sucedido.

—¿Cómo has...?

—Es complicado de explicar, creéme. Digamos simplemente que la súcubo se encontró con que yo no era lo que ella creía.

—¿Está muerta?

—No. Eliminar de forma permanente a un demonio no es cosa fácil, ¿sabes? Tan solo la he obligado a dejarte en paz, aunque no tardará en volver a alimentarse. Pero no te preocupes por eso, cielo. Tú estás a salvo. —Blackwood dio un beso en la frente a la joven, se levantó y se puso los calzoncillos—. Llamaré a las monjas para que te liberen y te ayuden a asearte. Deberías recuperarte por completo si te tomas un par de días de descanso.

—¿Cómo te lo puedo agradecer?

Sus miradas se cruzaron y el hombre esbozó una sonrisa taimada. Sin decir una palabra se acercó a la joven todavía atada, extrajo de nuevo la polla de los calzoncillos y la situó frente a su rostro. Diana la miró con los ojos muy abiertos y, sin darse cuenta de lo que hacía, comenzó a lamerla. Poco después la devoraba con ansia, para regocijo de Blackwood. Al parecer todavía tardaría un poco más de lo que esperaba en marcharse de ese viejo convento.