Luisa Y Mateo. Memorias De Un Amor Prohibido (7)
Toda historia tiene un final. O un nuevo principio...
Después de habernos abandonado por fin a nuestros deseos bajo las ramas de los árboles, decidimos pasar el resto del día en aquel mágico lugar, un lugar que siempre sería el escenario del momento más feliz de mi vida, y del segundo momento más feliz en la vida de mi madre, ya que el primero era el día de mi nacimiento.
Colocamos nuestras toallas en el suelo y volvimos a ponernos los bañadores, por si acaso. Si alguien pasaba por allí, solo vería a un joven grandullón y a una hermosa mujer en bikini tomando el sol en un lugar donde el sol apenas llegaba. Compartimos un porro y devoramos los bocadillos que mamá había hecho para nuestro día en la piscina. Nos reímos al recordar el incidente con el socorrista y al imaginar lo que pensaría mi abuela si descubriese el giro que había tomado nuestra relación.
De pronto sentí la necesidad de decirle algo a la mujer que estaba tumbada junto a mí, con sus bucles pelirrojos despeinados y la sonrisa beatifica fruto de sus dos orgasmos y de la marihuana. Estábamos muy juntos, con las manos entrelazadas, y de vez en cuando nos acariciábamos y besábamos con ternura. Mi corazón latía desbocado y tenía miedo de sincerarme, algo casi absurdo después de lo que había ocurrido.
—Mamá —conseguí decir al fin, mirando a las ramas de los árboles.
—Dime, cariño.
—Yo... Eh... quiero que sepas que... Te quiero.
—Pues claro. Y yo también a ti, mi niño —dijo. Acercó su rostro al mío y me dio un largo y sonoro beso en la mejilla.
—Ya, pero... Lo que yo quiero decir es que...
—No hace falta que digas nada.
No llegué a decirle “estoy enamorado de ti”, y realmente no hizo falta. Después de mi intento de confesión, que realmente fue una confesión pues ella lo entendió al instante, se tumbó sobre mí y nuestros labios volvieron a humedecerse con la danza incansable de nuestras lenguas. Mientras me acariciaba el pelo con una mano introdujo la otra entre nuestros cuerpos y me bajó el bañador, lo suficiente como para liberar mi verga, que quedó pegada a su vientre, dura y palpitante de nuevo. Ella apartó a un lado la braguita de su bikini, levantó las caderas y cuando las bajó de nuevo nuestros cuerpos volvieron a conectarse.
El segundo polvo fue más largo, tierno y lento, sin la urgencia animal del primero. Sus pechos acariciaban el mío, sus nalgas subían y bajaban muy despacio y recibían las atenciones de mis manos, en forma de caricias y agarrones que dejaban mis dedos marcados en su delicada piel. Nuestros suspiros, gemidos y jadeos eran pausados, buscando escuchar los del otro antes que los propios. No había egoísmo alguno en nuestro acto: yo quería darle placer a ella y ella quería dármelo a mí.
Después de un largo rato en esa postura, yo comencé a mover las caderas a buen ritmo, penetrándola tan profundamente como podía, alternando fuertes embestidas hacia arriba con movimientos lentos que la volvían loca. Chupaba sus pezones cuando la postura los dejaba al alcance de mi boca, acariciaba su suave espalda o hundía los dedos en su melena pelirroja cuando nos mirábamos a los ojos. Mi madre se retorció de placer durante lo que me pareció el orgasmo más largo del mundo, sin dejar de cabalgar mi polla ni de tocarme y besarme. Cuando intuyó que yo estaba a punto hizo algo que no me esperaba, descabalgó con un rápido movimiento, se puso a cuatro patas y chupó mi glande mientras me masturbaba con una mano. El torrente de semen no tardó en llegar, menos abundante que el primero pero lo suficiente como para que tuviese que tragar varias veces. En efecto, la mujer a la que más amaba, mi madre, amiga y compañera, se tragó mi corrida mirándome a los ojos, sin dar muestra alguna de asco o incomodidad.
Al terminar, se puso de rodillas, se relamió y soltó un par de carcajadas.
—Debe ser por el hambre que me dan los porros —dijo, antes de chuparse un dedo con aire goloso.
—Joder, mamá... eres... Uuufff...
—¿Soy qué?
—Eres maravillosa.
—Dime algo que no sepa, cielo. ¡Ja ja!
Por supuesto, esa noche en nuestro dormitorio, en la cama que compartíamos y que había sido testigo de nuestros esfuerzos por mantener el deseo a raya, fue diferente a todas las demás. Ya no había nada que esconder o confesar, los tabúes y los reparos habían desaparecido, y la medianoche nos encontró desnudos sobre las blancas sábanas. Ella me abrazaba con todo el cuerpo, como era su costumbre, con la pierna descansando sobre mis muslos. A pesar del ajetreado día, mi insaciable serpiente no tardó en levantar la cabeza de nuevo, cosa que le hice notar llevando su mano hasta el venoso tronco.
—Ya lo sé, cariño. Pero aquí no podemos hacer nada. Imagina que la abuela nos escucha o entra de pronto y nos pilla —susurró, con la boca cerca de mi oído. Su sensual voz de contralto solo consiguió calentarme más.
—Pero si no hacemos ruido...
—Hijo, ya has visto esta mañana lo escandalosa que soy cuando me corro. En casa no me escuchabas porque tu padre nunca me hizo disfrutar tanto, pero contigo... Ufff, es increíble.
Acepté el cumplido y le di un beso en la frente, ya que tenía la cabeza apoyada en mi hombro. Mi mano se deslizó hasta una de sus nalgas y los dedos de la otra jugueteaban con su pezón derecho. Agarré su muslo y lo subí de forma que frotase mi polla al moverse, y ella, siempre al tanto de mis deseos, lo movió despacio. Unas gotas de líquido preseminal dejaron un rastro húmedo en su piel. Entonces se puso de rodillas en la cama, regalándome una vista increíble de su cuerpo en la penumbra, se inclinó un poco y comenzó a masturbarme con ambas manos.
—Voy a darte un “masajito”, para que puedas dormir. Pero no hagas ruido, ¿eh?
—De acuerdo... Ufff... Gracias, mamá —dije, con la voz ya entrecortada por el placer.
Ella continuó masajeando mi tronco, escupió un poco para lubricarlo y me acarició los huevos. Sus ojos no se apartaban de mi grueso glande, hinchado y brillante a la luz de la luna. Al cabo de un rato no pudo resistirse y se puso a cuatro patas para lamerlo, chuparlo y besarlo. Yo le acariciaba el cuerpo y el pelo, llevé mi mano hasta su entrepierna y mis dedos encontraron calor y humedad. De pronto dejó de chupar y soltó un largo suspiro.
—Joder... No aguanto más, cielo... La quiero dentro de mí otra vez.
Se bajó de la cama y fue hasta la ventana, totalmente desnuda, con una ligera pátina de sudor en la piel que la hacía parecer de alabastro. Se inclinó hacia adelante y apoyó las manos en el alféizar, el mismo donde tantas noches nos sentábamos a fumar y hablar, con las piernas algo separadas y rectas, ofreciéndome sin recato alguno su formidable culo. De inmediato me levanté de la cama y fui hacia ella, con mi verga tiesa cabeceando en el aire, anticipándose a las sensaciones que estaba a punto de sentir.
—Así al menos no sonarán los muelles de la cama —explicó mi madre, mirándome por encima de su hombro.
Sin decir palabra, con un gruñido de satisfacción, me coloqué detrás de ella y penetré su coño de una única embestida, enérgica sin llegar a ser salvaje. Ella se puso de puntillas, sus manos se agarraron con más fuerza al alféizar, que quedaba a la altura de sus muslos, y contuvo un gemido que se transformó en un sonido agudo dentro de su garganta. La postura no invitaba a la ternura, aquello iba a ser un desahogo puramente animal y ambos lo sabíamos. Hasta tal punto llegaba nuestro deseo que, más allá del profundo amor que sentíamos, nuestros cuerpos se necesitaban, como si fuesen adictos el uno al otro.
Mis constantes embestidas hicieron que ella adelantase el cuerpo cada vez más, de forma que su cabeza y parte de su torso estaban fuera de la casa. En el descuidado jardín trasero no se escuchaba nada, solo algún insecto y los susurros de la vegetación. Me di cuenta de que cuatro ojos nos observaban. Eran Conan , nuestro gato, y su madre, la gata gris con la mancha blanca. Estaban parados junto al viejo pozo, en el mismo lugar donde ellos mismos se habían entregado a los placeres del incesto. Estaban quietos, mirándonos con ese característico asombro gatuno donde siempre hay un matiz de indiferencia. Ser observado por los gatos me excitó de una forma extraña, mis acometidas se volvieron tan fuertes que los pechos de mi madre rebotaban adelante y atrás. Apenas podía contener sus gemidos, así que le tapé la boca con la mano mientras con la otra la agarraba por un hombro.
Se corrió de tal forma que me mordió la mano (más tarde me pidió disculpas, aunque apenas recordaba haberlo hecho), sus gritos salieron al aire nocturno sin impedimentos y los gatos corrieron a esconderse, asustados por aquella hembra humana desquiciada por el placer. En cuanto sentí la humedad de sus fluidos resbalando por mis muslos y los suyos no pude más, la saqué y me corrí frotando la polla entre sus nalgas, hasta que una respetable cantidad de semen dibujó trazos blancos en su espalda.
Se dio la vuelta y me miró, con los ojos brillantes y aún jadeando. Nos fundimos en un dulce beso y entonces casi se nos sale el corazón por la boca del susto. Unos nudillos golpearon la puerta de nuestra habitación con energía. Nos quedamos paralizados, mirando hacia la puerta. Si la abuela entraba, no teníamos tiempo de ponernos algo de ropa para disimular.
—¿Pero qué son esos gritos? —graznó la voz de la Susa desde el pasillo.
—No... No es nada, mamá. He tenido una pesadilla —dijo mi madre, quien por suerte pensaba rápido bajo presión.
—Pues a ver si nos callamos, que no son horas.
Escuchamos los pies descalzos de la gigantona alejándose por el pasillo y respiramos aliviados. Mamá sacó su inagotable paquete de toallitas húmedas, nos limpiamos y nos tumbamos en la cama, exhaustos y satisfechos. Saciado su deseo carnal, mi madre me dio un beso de buenas noches en la mejilla como el que cualquier madre le daría a su hijo.
Epílogo:
Los siguientes meses fueron increíbles. En nuestros días libres íbamos a nuestro rincón secreto del bosque, donde hacíamos el amor hasta que no podíamos más, además de disfrutar del hecho de estar los dos solos. Nuestro sueldo en el restaurante no era muy alto, pero de vez en cuando nos dábamos el gusto de pasar el día en una habitación de hotel. Solíamos escoger uno de la ciudad, lejos de nuestro antiguo barrio, y a veces íbamos en coche hasta algún motel de carretera. En el dormitorio intentábamos contenernos, pero a veces el deseo nos vencía y lo hacíamos tan en silencio como podíamos.
Éramos felices, y eso hizo que nuestro trabajo no resultase tan desagradable. A mí comenzó a gustarme realmente la cocina, y descubrí que se me daba bastante bien. Mi madre servía las mesas con una imborrable sonrisa en los labios, e ignoraba los comentarios obscenos de los camioneros. Cuando llevábamos casi un año viviendo en el pueblo, sucedió algo inesperado: debido al estrés y a tantos años de trabajo duro, mi abuela sufrió un infarto.
Solo fue un susto, y se recuperó al instante, pero bastó para que La Susa se replantease su vida. Usó sus ahorros (que eran sustanciosos, ya que nunca se había dado un capricho) para mudarse a la costa y pasar su jubilación en un apartamento cerca de una tranquila playa. Para nuestra sorpresa, nos dejó a cargo del restaurante y de la casa, hasta ese punto había cambiado mi abuela. Yo ocupé el puesto de jefe de cocina y contraté a un ayudante. Mi madre se puso al frente del negocio, jubiló al rijoso Sebastián y contrató a un par de chicas del pueblo para que sirviesen las mesas. Eran chicas guapas, pero yo solo tenía ojos para mi madre.
Arreglamos la vieja casa a nuestro gusto, le pusimos un colchón nuevo a la enorme cama de mi abuela y nos trasladamos al dormitorio principal, aunque nos asegurábamos de que el de invitados pareciese ocupado, para que las visitas no llegasen a sospechar que compartíamos lecho. En público éramos solo una madre y su hijo, tal vez más cariñosos de lo habitual pero totalmente normales. En la intimidad, en casa o cuando nos alejábamos del pueblo, éramos una pareja a todos los efectos. Obviamente, al cabo de un tiempo surgieron rumores en el pueblo sobre “la hija de La Susa y el nieto”, pero solo eran habladurías malintencionadas, generalmente iniciadas por hombres a quien mi madre había rechazado.
A veces hablamos sobre irnos lejos, a un lugar donde nadie nos conozca y podamos vivir sin miedo a ser descubiertos, besarnos con lengua en público o dejar de inventar excusas cuando alguien nos pregunta por qué no tenemos pareja. Pero la verdad es que somos felices aquí, y de alguna forma el secreto hace que sea más excitante e interesante. Supongo que la felicidad está en los pequeños placeres, como respirar el aire del bosque en primavera, plantar flores en el jardín o compartir un porro y una pizza con tu alma gemela. Y también en los grandes placeres, como los que nos hacen tocar el cielo a mi madre y a mí cuando estamos a solas en el dormitorio.
FIN.