Luisa Y Mateo. Memorias De Un Amor Prohibido (6)

"Mis labios bajaron por una de sus piernas, besando y acariciando. La parte interior de sus muslos era lo más suave que nadie haya tocado jamás. Al fin llegué al origen de todo, a la estrecha puerta rosada por la que yo había entrado en el mundo, y que ahora se abría para recibirme de nuevo."

En el presente...

Como de costumbre, Conan trepó a mi desordenado escritorio y se tumbó cerca del ordenador. Acaricié su pelaje gris mientras me tomaba un descanso y repasaba lo que había escrito, preguntándome si había conseguido transmitir con mi torpe prosa lo caliente y salvaje que había sido la inesperada sesión de sexo anal con La Susa.

La puerta de mi estudio se abrió y entró mi madre, con una taza de humeante café en cada mano y la dulce sonrisa habitual en sus bonitos labios rosados. Era invierno, pero teníamos calefacción y ella andaba por casa ligera de ropa, con un batín de seda abierto que dejaba ver su ropa interior: un sujetador y braguitas blancos con diminutas flores moradas, y unas medias de lana grises que le cubrían hasta la mitad del muslo, de esas que parecen calcetines muy largos.

Se sentó en mi regazo, cogí una de las tazas y le di un beso en el cuello, cerca de la oreja, al que ella correspondió con uno en los labios. Le acaricié una pierna y durante unos segundos me quedé embelesado mirando su rostro pecoso, enmarcado por desordenados bucles pelirrojos. Era temprano y aún no se había peinado.

—¿Cómo va eso, escritor? —preguntó, burlona pero con genuino interés.

Mientras nos bebíamos el café, acomodó sus turgentes nalgas sobre mi regazo y leyó el último capítulo que había escrito. Soltó un par de exclamaciones cuando llegó a la parte final, y giró la cabeza para mirarme, con una ceja levantada y una sarcástica media sonrisa en los labios.

—¿Todo eso pasó de verdad? —preguntó.

—Todo lo que he escrito pasó de verdad, ya lo sabes.

—Sí, pero yo no estaba en esa parte. ¿Con aceite de oliva? ¿En serio?

—¡Ja ja! Sí. Dicen que no se debe usar como lubricante, pero la verdad es que da buen resultado.

Ella también se rió un poco y eso me tranquilizó. Nunca le había contado la verdad sobre lo ocurrido entre mi abuela y yo, y temía que al leerlo no reaccionase bien, pero lejos de enfadarse le gustó e incluso volvió a leerlo.

—¿Qué vas a contar en el siguiente capítulo? —dijo, con su habitual curiosidad.

—Creo que ya lo sabes. En el siguiente sí que apareces, y mucho.

Dejó el café en el escritorio y se giró, sentándose sobre mí con las piernas abiertas, cara a cara. Sus grandes pechos se apretaron contra mi torso y me rodeó el cuello con los brazos, mirándome con sus profundos ojos verdes. Conan nos conocía bien, intuyó lo que iba a pasar y saltó del escritorio para ir a tumbarse a otro lado.

—Oye... A mí nunca me has hecho esas cosas que le hiciste a la abuela —dijo. Su sensual voz era casi un ronroneo cerca de mi oreja.

—Porque a ti nunca te haría daño.

—Mmm... No sé, cielo... A lo mejor...

—¿Es que echas de menos que te azoten el culito?

Levanté el batín para dejar sus nalgas al aire y le di una suave palmadita en la piel pálida y suave. Soltó un cómico grito y dio un brinco sobre mí, aumentando con el roce la erección que ya era visible en mis pantalones. El batín cayó al suelo, seguido del sujetador. Aspiré el agradable aroma de su cuerpo y supe que no iba a escribir durante un buen rato.

Y de vuelta al pasado...

7 de Junio. Todo un hombre.

Un par de días después de lo ocurrido en el lavadero del restaurante, mi madre y yo estábamos en nuestra habitación, pasando el rato como de costumbre. Era casi medianoche, la luz de la luna entraba por la ventana abierta y solo se escuchaba el canto de un grillo y el zumbido de un viejo ventilador, pues el calor era agobiante incluso de noche. Yo estaba tumbado en la cama, en calzoncillos, mirándola mientras ella liaba un porro sentada en el alfeizar de la ventana. Los liaba fatal, pero me encantaba ver como lo hacía. Resultaba encantadora cuando se concentraba y su lengua asomaba un poco entre los labios apretados.

Nuestra confianza había aumentado tanto que ya no se molestaba en usar pijama; solo llevaba unas bragas cómodas y una vieja camiseta de tirantes recortada y convertida en un top, tan corto que de vez en cuando las redondeces de sus grandes pechos asomaban por la parte inferior (eso que llaman “escote australiano” o underboob , si preferís la precisión de los términos anglosajones). Ella sabía de sobra el efecto que su neumático cuerpo causaba en mí, pero yo conseguía contenerme y no hacer que la incomodase, aunque no siempre podía ocultar mis erecciones y a veces la tela de mis boxers se levantaba, como un recordatorio de que lo que sentía por ella no había desaparecido. Yo trataba de ignorar el bulto, y ella a veces lo miraba de reojo y no decía nada. Cuando la tensión se volvía insostenible, iba al baño y me hacía una paja.

Esa noche el principal tema de conversación era mi abuela, pues a mi perspicaz compañera de cuarto no le había pasado inadvertido el cambio de actitud de su madre. Después de mi húmedo y aceitoso castigo, La Susa gritaba menos, no nos insultaba si hacíamos algo mal e incluso le había echado la bronca a Sebastián por no ayudar a su hija lo suficiente durante el trabajo.

—¿Sabes que me ha comprado un uniforme nuevo? —dijo mi madre. Su lengua rosada humedeció el papel de fumar y culminó con los dedos un arrugado desastre con forma de trompeta—. Es de mi talla y no se transparenta. Los clientes me siguen mirando las tetas, claro, pero al menos ya no me siento medio desnuda. Ah, y no te lo vas a creer... ¡Vamos a librar dos días a la semana! Es como si la abuela de repente fuese otra persona.

—Bueno, a lo mejor tiene algo que ver con la conversación que tuvimos hace un par de días —dije yo, sonriendo, en un tono viril y confiado.

Por supuesto, no iba a contarle la verdad de cómo había sometido a la gigantona que dormía al otro lado del pasillo, pero no podía dejar pasar la ocasión de apuntarme un tanto. Mi madre debía saber que yo era el responsable de que su vida fuese un poco más agradable, que ya no era un niño y podía cuidar de ella, defenderla de quien se atreviese a hacerle daño.

—¿De qué hablas?  —preguntó.

Se tumbó junto a mí en la cama, apoyada en el codo, en esa postura que me volvía loco pues resaltaba la curva de sus caderas y la naturalidad de sus tetas. Me miraba a la cara con curiosidad y en sus ojos apareció el miedo que le tenía a la abuela.

—Estaba harto de ver lo mal que te trataba, así que el otro día cuando estábamos solos en el restaurante hablé con ella seriamente.

—¿De verdad? Pero... ¿Qué le dijiste para que haya cambiado tanto?  —dijo mi madre. Me dolió un poco su tono de incredulidad, como si no me creyese lo bastante valiente para enfrentarme a La Susa.

—Nada especial. Me puse serio y le hablé claro. Ya sabes eso que dicen de los abusones, que si te enfrentas a ellos se acobardan. Además, en el fondo la abuela es bastante machista, y si un hombre la pone en su sitio no se atreve a rechistar.

—Vaya... No me esperaba que hicieras algo así, cariño. No sé que decir  —Sus ojos brillaban, húmedos y verdes como dos esmeraldas en una laguna cristalina. ¡Vaya! Cuando no hablas de pollas y ojetes eres todo un poeta, amigo.

—Todavía me ves como a un niño, pero ya soy un hombre, mamá. Puedo enfrentarme a cualquiera que te haga daño.

—Yo... Eso no es cierto, Mateo  —dijo, seria y con la voz un poco tomada por la emoción —. Siempre serás mi niño, claro... Pero también me doy cuenta de que eres todo un hombre.

Era imposible que no se hubiese percatado de mi hombría, sobre todo después de haberme masturbado en dos ocasiones. Dos noches que acudían a mi memoria cada vez que me desahogaba en el baño. Sobre todo la segunda vez, cuando ella también se había tocado y nos habíamos corrido casi al mismo tiempo. Eran los mejores recuerdos que guardaba de mis diecinueve años de existencia y no me resignaba a que no volviese a pasar nada entre nosotros.

Después de la emotiva conversación me abrazó. Mi madre es de las que abrazan con todo el cuerpo, así que prácticamente se tumbó sobre mí, rodeando mi torso con un brazo y doblando una pierna sobre mis muslos. Su top se subió un poco y noté la suave piel de sus senos en mi pecho. Yo respondí acariciándole la espalda y rodeando su cintura con el otro brazo. A pesar del bochorno veraniego, la calidez de su cuerpo pegado al mío era maravillosa. Me dio un beso en la boca, más largo que de costumbre, pero cuando mis labios se separaron y mi lengua buscó la suya apartó la cabeza, se separó de mí y se tumbó bocarriba en la cama. No dijo nada, ni tampoco le prestó atención a la tienda de campaña que ya se había montado entre mis piernas.

Encendió el porro, le dio un par de largas caladas y me lo pasó. Era la primera vez que fumábamos en la cama en lugar de sentados en la ventana. Gracias a mi “conversación” con La Susa, ya no nos daba miedo que pudiese oler la hierba.

—Mañana tenemos el día libre. ¿Has pensado lo que quieres hacer?  —preguntó, mientras el ventilador hacía girar el espeso humo sobre nuestros cuerpos —. Puedo llevarte en coche a la ciudad, si quieres. Seguro que echas de menos a tus amigos.

—Bah, ya los veré la semana que viene. He pensado que podríamos pasar el día juntos.

—¿De verdad? ¿Tú y yo?

—¿Por qué no? ¿No quieres?  —pregunté, seguro de su respuesta.

—Pues claro que quiero, no digas tonterías.

—Podríamos ir a la piscina  —dije, como si se me acabase de ocurrir, aunque la verdad es que había pensado mucho en ello —. La piscina municipal del pueblo es muy cutre, pero hay otra mejor un poco más lejos, a media hora en coche.

—No es mucho. Iremos a esa  —dijo mi madre, ilusionada como una niña pequeña —. Espero que me esté bien alguno de los bikinis que tengo. He cogido algo de peso desde el verano pasado.

—¿Qué dices? Yo te veo igual. Además... No pasaría nada si te queda pequeño.

—Mateo... No empieces  —me amonestó, aunque su amplia sonrisa no desapareció.

Seguimos fumando y charlando un buen rato, planeando lo que haríamos al día siguiente. Yo solo podía pensar en el voluptuoso cuerpo de mi madre luciendo toda clase de bikinis, cada cual más pequeño y sexy que el anterior. En cuanto se durmió, fui al baño y mis espermatozoides se zambulleron en el agua del inodoro como saltadores de trampolín.

8 de Junio. El bosque.

Era nuestro primer día libre desde que habíamos comenzado a trabajar, y nos levantamos de la cama de muy buen humor. Mi madre incluso hizo una broma sobre mi vistosa erección mañanera, cuando normalmente la ignoraba.

—¡Ay, hijo! Espero que en la piscina te relajes, o no vas a poder salir del agua en todo el día.

Metimos toallas y unas cuantas cosas más en un par de mochilas y nos pusimos ropa cómoda. Ella llevaba un ligero vestido veraniego, corto y holgado, de un llamativo color verde con grandes flores amarillas. Esa prenda, sus sencillas sandalias de cuero y las gafas de sol de cristales redondos le daban un aire hippie que me encantaba, y que combinaba a la perfección con su nuevo hábito de fumar marihuana casi a diario.

Cuando ya nos íbamos encontramos a mi abuela desayunando en la cocina. Le contamos en pocas palabras nuestro plan para aquel día, y aunque puso mala cara no hizo comentario alguno. La vieja Susa, la de antes de mi correctivo anal, sin duda nos habría recriminado nuestra pereza y nuestra actitud alegre.

Después de un corto viaje en coche, llegamos a la piscina que yo había encontrado navegando en internet con mi teléfono. Era un lugar bonito, lleno de árboles y palmeras, rodeado por altos setos que impedían ver desde fuera lo que ocurría dentro. La entrada era cara, pero merecía la pena teniendo en cuenta la categoría del lugar. Había bastante gente, pero nada que ver con la ruidosa multitud que se apiñaba en la piscina municipal del pueblo.

Caminamos un rato por la amplia zona de césped, buscando el sitio idóneo, ni muy cerca ni muy lejos del agua, y por supuesto a la sombra de un árbol, pues la delicada piel de mi pelirroja madre no estaba hecha para broncearse. Había dos piscinas, una de tamaño olímpico y otra más pequeña para los niños. Nos acomodamos cerca de la mayor, junto al grueso tronco de un árbol. Extendimos las toallas en la hierba y mi madre se quitó las sandalias y se sacó el vestido por la cabeza, pues llevaba debajo su traje de baño.

Como esperaba, estaba espectacular. Llevaba un bikini muy ceñido (tal vez si que había engordado un poco, pero le sentaba de maravilla), lo bastante pequeño como para resultar sexy pero no tanto como para tacharlo de escandaloso o inapropiado. La parte de arriba consistía en dos anchos triángulos de tela azul con lunares blancos, que sujetaban sus grandes pechos si apretarlos demasiado, y la de abajo unas braguitas del mismo tejido que se ceñían a las formas redondeadas de sus nalgas. En cuanto la ví ya no pude quitarle los ojos de encima en todo el día, a pesar de que por allí caminaban o tomaban el sol otras mujeres que no estaban nada mal. Mi bañador era de los largos, casi hasta la rodilla, holgado y cómodo. Iba a costarme horrores disimular mi erección.

—Ah, qué bonito es este sitio. Y qué fresco —dijo, después de tumbarse en la toalla y estirarse un poco. La forma de sus piernas cuando se tensaron los músculos y el movimiento de sus tetas al estirar los brazos sobre la cabeza bastaron para que tuviese que disimular mi incipente empalme tumbándome de costado —. No sabes cuánto necesitaba relajarme así, cielo. Muchas gracias por traerme.

—En realidad me has traido tú.

—Bueno, tú ya me entiendes.

Después de pasar un rato bromeando sobre nuestros trajes de baño, situación que aproveché para colar algunos cumplidos sobre su cuerpo, decidimos darnos un baño. Mi madre sacó de su mochila un bote de protector solar y extendió una buena cantidad por toda la parte delantera de su cuerpo, frotando con energía sus piernas, brazos, vientre y escote. Yo la contemplaba hipnotizado, absorto en el brillo de su blanca piel, en sus pecas y en el movimiento de los volúmenes de su cuerpo. Por fin llegó el momento que yo esperaba: me tendió el bote de crema y se tumbó bocabajo, ofreciéndome el magnífico paisaje que era la parte trasera de su anatomía.

—Lo siento, pero vas a tener que trabajar un poco hoy, después de todo  —dijo, mirándome por encima de sus gafas de sol.

—Da igual. Además, si no te pongo yo la crema ¿quién te la va a poner?  —dije. Puede parecer un comentario un tanto cruel hacia una mujer recién divorciada, pero ella entendió lo que quería decir en realidad, a juzgar por la ternura que apareció en su rostro.

—Tienes razón. No sé que haría yo sin ti, cariño.

—Quemarte al sol. Eso seguro.

Nos reímos y dejé caer un chorretón de crema blanca en su espalda. No pude evitar que volviese a mi mente la imagen de mi semen salpicando su cuerpo y su rostro cuando me masturbé junto a ella en la cama. Mis manos morenas se movieron sobre su piel pálida con suavidad, disfrutando de cada segundo. Extendí el resbaladizo ungüento por sus hombros pecosos, su espalda y la parte trasera de sus muslos. En ellos me recreé más tiempo del necesario, y como si fuese el movimiento más lógico y natural, subí hasta sus nalgas, metiendo las manos bajo la tela del bañador y tocándolas de una forma que nada tenía que ver con untar la crema.

—¡Mateo! No hagas el tonto, por favor  —dijo, girando la cabeza hacia atrás. De repente susurraba igual que cuando estábamos en nuestro dormitorio.

—Tengo que hacerlo. No querrás que se te queme el culito, ¿verdad?

Continué moviendo las manos bajo su bikini, y en un momento dado uno de mis pulgares se introdujo entre sus cachetes, recorriendo varios centímetros de prieta oscuridad. No llegué a tocar nada importante, pero ella dio un respingo y me propinó una discreta patadita.

—Mateo... En serio, para. Nos puede ver alguien que nos conozca.

—No lo creo, mamá. La gente del pueblo no viene a esta piscina.

—¡No me llames “mamá” mientras me sobas el culo, joder!  —dijo, con los dientes apretados para no alzar la voz.

Se dio la vuelta a toda prisa y se sentó en la toalla, con las piernas dobladas y el culo apoyado en los talones. En esa postura, con ese bikini, su peinado estilo vintage y sus pronunciadas curvas parecía una pin-up de los años cincuenta. Estaba muy sonrojada y su respiración se había acelerado. La conocía lo suficiente como para saber que su agitación no era producto solamente del enfado.

—Mira... Si voy a tener que pasarme el día manteniéndote a raya mejor volvemos a casa  —dijo, mirándome a la entrepierna, donde el bulto era evidente.

—Vale, lo siento. Me portaré bien mam... Es decir, Luisa.

—Sabes que no me gusta que me llames por mi nombre.

—Pero si acabas de decirme que no te llame...

—Da igual. Ya está bien de tonterías. Vamos a bañarnos.

Dicho esto, se puso en pie con un saltito que hizo rebotar sus tetas. Cada vez me maravillaba más como podía pasar de comportarse como una madre normal a, en un segundo, mostrar esa faceta juguetona y juvenil con la que me sorprendía tantas veces. Imagina que tu madre te echa la bronca por tener la habitación desordenada, y cinco minutos después se tumba junto a ti en ropa interior a fumar marihuana. ¿Cómo no perder la cabeza con una mujer así?

Desde luego, yo necesitaba agua fría, así que la seguí y nos metimos en la piscina. Ella saltó desde el borde, de pie. El agua le cubría hasta los pechos, que subían y bajaban al ritmo de sus saltitos. En cuanto el bikini se humedeció, los pezones endurecidos por el frío se marcaron en la tela.

—¡Uuuuyyy! ¡Qué fresquita está! ¡Vamos, entra! —exclamó, gesticulando con los brazos.

Me tiré de cabeza y aparecí frente a ella. A mí me cubría mucho menos, y nuestra diferencia de estatura resultaba más notoria que nunca. Pasamos un rato nadando, salpicándonos y jugando. Había más personas a nuestro alrededor, pero no tantas como para que resultase molesto. Como era de esperar, todos los hombres y algunas mujeres la miraban desde que habíamos llegado, con mayor o menor disimulo. A mí no me importaba. Estaba acostumbrado a que mi madre atrajese miradas de extraños, sobre todo en la playa o la piscina. De hecho, me hacía sentir orgulloso y aumentaba mi excitación. Allí nadie conocía nuestro parentesco, y no nos parecíamos en nada, así que muchos pensarían que éramos pareja. Una hermosa mujer en la flor de su madurez y su joven amante.

Poco a poco, entre bromas y roces subacuáticos nada casuales, la fui llevando hacia la parte más profunda de la piscina, donde había menos gente y ella no hacía pie. Tenía que mover brazos y piernas para mantenerse a flote, y no tardó en cansarse y agarrarse a mí, pues me aseguré de que estuviésemos lejos del borde. A mí el agua me llegaba hasta los hombros y aún podía caminar sin problema por el fondo. Le gasté la broma de soltarla y alejarme un poco, como si fuese una niña aprendiendo a nadar. Con una divertida mueca de reproche, nado hacia mí y se aferró a mi cuerpo como un koala al tronco de un árbol. Rodeó mi cintura con sus piernas y yo la suya con los brazos. Me quedé mirando su rostro pecoso, sonrojado por el esfuerzo y el sol, la dulce sonrisa y el brillo de felicidad en los ojos verdes. Después de un largo silencio en el que nuestros cuerpos mojados se deleitaban con el mutuo contacto, no pude hacer otra cosa que besarla.

No fue uno de nuestros besos rápidos y castos. Busqué su lengua y ella correspondió, respirando con fuerza por la nariz. Acarició mi nuca con la mano y yo subí una de las mías por su espalda, mientras la otra apretaba una nalga y acercaba su cuerpo aún más al mío. Nuestras lenguas danzaban, nuestra saliva se mezclaba y cada uno saboreaba la del otro, movíamos la cabeza en busca de nuevos ángulos y nuestros corazones latían a un ritmo endiablado. Ella suspiró cuando besé la suave piel de su cuello y las pecas de su hombro.

—Mateo... Para, por favor —susurró, entre jadeos de pura excitación.

—No me parece que de verdad quieras que pare —dije. Incliné la cabeza y le di varios besos en el canalillo, incluso en uno de los pezones apretado bajo la tela de su bikini.

—Dijimos... Que no volvería a pasar nada... Nada así.

Nos acercamos al borde, sin dejar de besarnos por toda la piel que quedaba fuera del agua. Ella quería parar, al menos la parte de ella capaz de pensar con claridad, pero el deseo era más fuerte. Mi verga estaba apretada contra su pubis, apuntando hacia arriba, con la punta asomando sobre el elástico de mi bañador.

—Deja de disimular, mamá. Tú también estás cachonda.

—No me llames ma...

—Te llamaré como quiera.

Le agarré las nalgas, metiendo las manos bajo su bañador, apreté su cuerpo contra el mío cuanto pude. Su sexo, caliente bajo la fina tela, rozó mi glande y me hizo estremecer de placer. El olor de su piel, mezclado con el de la crema protectora, el césped y el cloro, resultaba embriagador.

—No soy tonto, mamá. Se que tú también te tocas todos los días en el baño. A veces hasta te escucho gemir muy bajito... Y eso me vuelve loco.

—¿Y qué quieres que haga? Todavía soy joven, y tengo... Tengo que desahogarme. Además, siempre he sido muy... Eh... Activa.

—¿Ah sí? —La besé cerca de la oreja y moví su cuerpo arriba y abajo, muy despacio—. En los últimos años papá y tú apenas follábais. ¿Tenías amantes?

—¿Qué? ¡Claro que no! —exclamó, indignada. Mientras hablaba, su pequeña mano se deslizó bajo mi bañador y acarició mi tronco con la palma—. Yo tenía... Tenía algunos juguetes. Los tiré durante la mudanza.

—Qué pena... Me hubiese encantado verte jugar con ellos.

—No digas... ¡Uuuhg! Mateo, por favor... No me toques ahí... —suspiró, pues mi mano también había encontrado un camino bajo su bikini—. Tenemos que parar... No podemos...

—¿Y por qué no paras? —pregunté, burlón y desafiante. A pesar de sus palabras, no se separaba de mí ni un milímetro. Mi verga estaba fuera del bañador, la acariciaba con ambas manos y era cuestión de tiempo que apartase su bikini a un lado y buscase la entrada a su cuerpo—. No podemos seguir así. Yo no puedo seguir así, o voy a perder la cabeza.

De nuevo se encontraron nuestras bocas y nos besamos de forma más apasionada que nunca. Al fin iba a ocurrir, de eso no me cabía duda. Sus escudos se derrumbaban uno tras otro, superados por el deseo y por la intimidad que había crecido entre nosotros. Éramos algo más que una madre y un hijo, y ella al fin era consciente de eso. Uno de mis largos dedos se deslizó entre el suave vello y entró en su coño, muy caliente a pesar de estar rodeado de agua fría. Soltó un largo suspiro y noté como se le ponía la carne de gallina.

—Aquí no, Mateo... Por favor. Puede vernos alguien.

—Tranquila, nadie nos mira —dije, aunque no estaba totalmente seguro—. No aguanto más... Te deseo... Te quiero tanto... No te haces una idea.

—Yo también te quiero, cielo... Más que a nada en el mundo... Sabes que haría cualquier cosa por ti.

Nuestras lenguas volvieron a entrelazarse. Su cuerpo menudo y voluptuoso estaba tan cerca que mi polla quedó apretada contra su vientre. Cuando buscaba la forma de quitarle la parte de abajo del bikini, ocurrió algo que casi nos provoca un infarto. Algo se colocó sobre nosotros y bloqueó la luz del sol. Era el socorrista de la piscina, agachado junto al borde.

—A ver, parejita. Cortaos un poco que aquí hay niños —dijo, en tono autoritario y un poco burlón.

Era el típico socorrista: un par de años mayor que yo, bronceado y con músculos trabajados en el gimnasio. Nos miraba con una mueca entre comprensiva y condescendiente en su atractivo rostro de surfista. De inmediato, mi madre se separó de mí como si le hubiesen dado una descarga eléctrica, balbució una disculpa y se alejó nadando hacia la escalerilla para salir del agua. Yo me metí la polla dentro del bañador con disimulo y le hice un gesto amistoso y apaciguador al robusto socorrista antes de seguir a mi compañera.

La alcancé bajo el árbol, donde estaban nuestras cosas. Se había sentado abrazándose las rodillas, y tenía las mejillas tan rojas como cerezas. Me senté a su lado, riendo un poco, pues para mí la situación no había resultado tan desagradable.

—¡Qué vergüenza, por Dios! —dijo, pegando la frente a sus rodillas— ¿Le has visto bien la cara? ¿Te suena que sea del pueblo?

—Deja de preocuparte por eso. Ya te he dicho que aquí no viene nadie del pueblo. Solo era un socorrista haciendo su trabajo.

—No podemos comportarnos así en público... Como dos animales en celo —afirmó, mirándome con seriedad.

—Pues vamos a un sitio más privado, por favor. Yo ya no puedo más, en serio.

—Mateo, no sé si...

—¡No empieces otra vez! Si no hubiese aparecido ese tipo ahora estaríamos follando, y lo sabes. ¿Por qué me torturas así? Ahora sí, ahora no... ¡Me vas a volver loco!

Después de mi exabrupto mi madre me miró a los ojos. Su respiración aún no se había normalizado y sus pechos subían y bajaban dentro del bikini. Se inclinó hacia mí y me acarició la mejilla con dulzura.

—Lo siento, cariño... Lo último que quiero es torturarte. Pero debes entender que para mí no es fácil.

—Debería serlo. Los dos nos queremos, y queremos hacerlo.

Se inclinó más y me dio un largo y tierno beso en los labios, sin lengua. Después su expresión atribulada se iluminó con una amplia sonrisa y se puso en pie de un salto, como si no hubiese pasado nada y de pronto hubiese recordado algo importante. Definitivamente, iba a volverme loco.

—Tengo una idea. Vamos, ponte la camiseta y las sandalias. Nos vamos —dijo, mientras se ponía a toda prisa su vestido floreado sobre el bikini mojado, y no solo por el agua de la piscina.

El portero de la piscina nos miró con una mueca de extrañeza al vernos salir tan pronto, apenas una hora después de haber entrado. Nos subimos al coche y mi madre condujo de vuelta al pueblo.

—¿Volvemos a casa de la abuela? Buena idea. Ya estará trabajando y estaremos solos durante horas.

—¿Qué? Ni hablar. No quiero arriesgarme a que vuelva por cualquier motivo y nos pille. Vamos a otro sitio.

—¿No me lo vas a decir? —pregunté, aunque realmente me daba igual. Cualquier lugar donde se sintiese lo bastante segura como para llegar hasta el final a mí me servía.

—Es una sorpresa —dijo. Me miró con aire travieso y me guiñó un ojo por encima de las gafas de sol.

Mi excitación no había disminuido un ápice desde que salimos del agua, y a juzgar por su determinación de llevarme a un “lugar secreto” la de ella tampoco. Estaba preciosa en ese momento, arrebolada, sonriente y con su pelo rojo alborotado por la humedad. Nuestros bañadores estaban húmedos y el coche olía a cloro y protector solar, transportándonos a nuestro breve manoseo acuático. Le puse la mano en la rodilla, acaricié su muslo y subí hasta la ingle, levantándole el vestido.

—¡Quieto! No me distraigas mientras conduzco —protestó.

Recordé lo nerviosa que se ponía conduciendo, a causa de su inexperiencia, y obedecí. Me alegró comprobar que su protesta se basaba únicamente en la seguridad, y no en el hecho de que la tocase. Condujo durante un rato y cuando estábamos a cinco minutos del restaurante de la abuela se desvió por un camino de tierra. Las piedras hacían saltar y temblar a nuestro viejo Opel Corsa, y también hacían saltar y temblar sus tetas. En su prisa por vestirse, no se había colocado del todo bien el vestido y el escote dejaba ver más de lo habitual.

Me di cuenta de que el camino llevaba hasta el encinar, el mismo que había tras el restaurante, pero a una zona más apartada. Me sorprendió lo grande que era aquel bosque, del que yo solo conocía una pequeña parte. Para mi sorpresa, mi madre se salió también del camino de tierra y llevó el coche entre los grandes árboles, con mucho cuidado. Cuando se detuvo, lo único que se veía en todas direcciones eran troncos y ramas. El follaje sobre nuestras cabezas era tan denso que apenas dejaba pasar la luz del sol. No se escuchaba nada salvo el canto de algún pájaro. Era un lugar sombrío y acogedor, que transmitía una extraña paz. ¿Y había también hadas revoloteando? Creo que fumas demasiada hierba, amigo.

—Vaya, mamá... Me encanta este sitio.

—Sabía que te gustaría —dijo. Se quitó las gafas de sol y miró a su alrededor, con una sonrisa que transmitía tanta tranquilidad como el lugar, y un poco de melancolía—. Antes de conocer a tu padre tuve un novio en el pueblo, y siempre me traía aquí en su coche. Ya sabes... a enrollarnos.

—O sea, que aquí es donde vienen las parejas a darse el lote.

—¡Qué va! El picadero del pueblo está al otro lado del encinar. No es tan bonito como este sitio, y está lleno de condones usados y basura. Esto es mucho mejor, y nunca pasa nadie.

Suspiró y se quedó unos segundos en silencio, contemplando el bosque, sin duda recordando su juventud y los buenos ratos que había pasado allí. Incluso sentí celos de ese novio, pero también lo compadecí por haber dejado escapar a una mujer como aquella. Respeté su nostalgia unos segundos más y después acaricié su pelo, su mejilla, atraje con suavidad su cabeza y nos besamos, sin prisa pero sin pausa. Nuestras lenguas ya se conocían y se habían echado de menos. Nos rodeamos con los brazos y ella se quejó cuando su rodilla golpeó la palanca de cambios.

—Mejor vamos al asiento de atrás —dijo la conductora.

Con su metro sesenta y cinco de estatura ella se movía con facilidad dentro del pequeño automóvil, pero mi corpachón de metro noventa tuvo dificultades para acomodarse. Al fin lo conseguí, y mamá se sentó sobre uno de mis muslos, reanudando nuestro apasionado y tierno intercambio de saliva. Me quité la camiseta como pude, pues mis largos brazos encontraban obstáculos por doquier, y le saqué a ella el vestido por la cabeza. Mis besos recorrieron su cuello, bajando por los hombros hasta su escote.

—Ay, Mateo... Estamos locos —suspiró, acariciando mi pelo y la piel morena de mis brazos.

—Tú estás loca. Eso seguro.

Castigó mi insulto con un mordisco en la oreja, más excitante que doloroso, y yo correspondí a su aumento de intensidad arrancándole la parte de arriba del bikini. Sus pechos desnudos al fin estaban ante mi rostro, el par de tetas con el que más había soñado se balanceaban levemente al alcance de mis manos y mi boca. Los pezones eran de un apetitoso rosa oscuro, con areolas pequeñas, gruesos y no muy largos a pesar de que estaban duros. Lamí uno de ellos mientras agarraba los dos espectaculares senos. No me cabían en la mano, pero no tenían el tamaño desmesurado de los de mi abuela. Estaban bien proporcionados con el resto del cuerpo y podía manejarlos sin dificultad. Después de humedecer uno de ellos con la lengua probé el otro. Lo apreté con los labios y mi madre soltó un breve suspiro, como si le hubiese frotado con un cubito de hielo.

—¡Uuh! Con cuidado... Los tengo muy sensibles.

Pasé un buen rato jugando con sus mullidas y suaves tetas, lamiendo, chupando, metiendo la cara entre ellas, mientras mi verga, dura a más no poder, palpitaba contra la tela húmeda de mi bañador. Ella abrió las piernas, colocando un pie en el asiento y otro en el suelo del coche. Una clara invitación que no dudé en aceptar un segundo. La tumbé en el asiento y le saqué las braguitas del bikini por los tobillos. Pensé en quitarle las sandalias, pero estaba demasiado cachondo para pararme a desabrochar las hebillas de las correas de cuero. Entonces comencé a maniobrar para quitarme el bañador, que se pegaba a mi piel y se resistía a bajar. Mis rodillas topaban con el asiento delantero y mis codos con la puerta o con el expectante cuerpo de mi madre.

—¡Joder, qué estrecho es esto! —exclamé, resoplando de impaciencia.

—Eso te pasa por ser tan grandullón —se burló ella, acariciándome el cuello con un pie.

—¿Sabes qué? Vamos fuera. Estaremos más cómodos.

—¿Fuera? —Me miró con una ceja levantada, como si no le convenciese demasiado la idea.

—Has dicho que por aquí nunca viene nadie, ¿no?

—Solo los que buscan setas. Y ahora no es temporada.

—Pues vamos a salir. Al menos podré moverme.

Abrí la puerta del coche y salimos fuera. El ambiente era fresco y mamá no tenía que preocuparse por el sol, ya que las hojas de los árboles formaban una tupida cúpula. Estaba totalmente desnuda, salvo por las sandalias, y en ese escenario parecía una hermosa ninfa, pelirroja y pálida, tan sensual que no habría podido aparecer en las ilustraciones de un cuento infantil. Durante un momento me quedé embelesado mirándola, y le gustó. Ya no le resultaba incómodo que los ojos de su hijo la devorasen, brillando de lujuria.

Saqué una de las grandes toallas que llevábamos y la extendí sobre el capó del coche, que era rojo y tenía más de un parche. La agarré por la cintura, la levanté del suelo sin esfuerzo y la senté en el borde de la superficie metálica.

—¡Vaya! Eso de trabajar en la cocina te ha puesto fuerte.

—Ya te digo... Y aún no has visto nada.

Se quitó las sandalias en dos segundos, se tumbó sobre la toalla y me acarició el pecho y los hombros con sus pequeños pies. Sus pechos se expandieron hacia los lados, como solo lo hacen los pechos naturales, y sus pezones temblaron un poco. Yo le acariciaba las piernas, esas piernas sedosas de pantorrillas regordetas que tantas veces había mirado con disimulo. Ella me miraba con una expresión que nunca había visto en su cara, pues nunca me había mirado con un deseo tan apremiante. Pero por muy fuertes que fuesen las llamas de la lujuria en sus ojos verdes, la ternura maternal nunca llegaba a desaparecer del todo, y eso me encendía todavía más.

Mis labios bajaron por una de sus piernas, besando y acariciando. La parte interior de sus muslos era lo más suave que nadie haya tocado jamás. Al fin llegué al origen de todo, a la estrecha puerta rosada por la que yo había entrado en el mundo, y que ahora se abría para recibirme de nuevo. Froté mi nariz contra el vello púbico, anaranjado y denso, bien afeitado en las ingles y abundante en el pubis. Mi lengua lamió los gruesos labios mayores, de arriba a abajo, y me dispuse a comenzar la primera comida de coño de mi vida. Por suerte, ella detectó mi falta de experiencia y me guió en todo momento, con las piernas muy abiertas y acariciando de vez en cuando mi pelo.

—Mmmm... Eso es, cielo... Un poco más arriba. Lo haces muy bien... ¡Uuuuh, así! Ábrelo un poco con los dedos, sin miedo... Mmmm... Ahora el clítoris. ¿Lo ves?

—Vaya, es muy pequeño —dije. Estaba muy mojada y sus fluidos empapaban mis labios y mi barbilla.

—Sí, lo tengo pequeñito, pero muy sensible. Chúpalo un poco... Eso es... así... ¡Uuuufff! Hijo de mi vida... Que rápido aprendes.

Recordé algunas técnicas que había visto en películas y decidí mostrar algo de iniciativa probando una de ellas. Introduje dos dedos, dilatando un poco la estrecha raja. Estaba claro que llevaba bastante tiempo sin follar y sin usar sus juguetes. Los moví dentro y fuera, cada vez más deprisa, mientras castigaba el clítoris con la punta de la lengua tan rápido como podía. Ella me puso los pies en los hombros, sin cerrar las piernas. Gemía, jadeaba y todo su cuerpo se estremeció sobre el capó del coche, electrizado por el intenso orgasmo que le estaba provocando.

—¡Así, así! ¡Aaaagh! ¡Jodeeeerrr!

Sus caderas se levantaron un poco, entre espasmos, y de repente un chorro de fluidos empapó mi mano y mi rostro. Me retiré un poco, no por asco sino por la sorpresa. Sabía que algunas mujeres se corrían de esa forma, pero no me había planteado que mi madre pudiera ser una de ellas. Me quedé quieto unos segundos, no muy seguro de lo que debía hacer a continuación. Pero ella lo tenía muy claro.

—¡No pares ahora, coño! ¡Sigue, vamos!

Por supuesto obedecí de inmediato, y mi dedicación fue recompensada con gritos de placer y varias oleadas más de líquido, que empapó parte de la toalla, sus muslos y casi todo mi cuerpo. También me llevé la satisfacción de proporcionarle a mi madre un largo e intenso orgasmo, algo que sin duda necesitaba. Cuando los últimos espasmos sacudieron su cuerpo se quedó relajada sobre la toalla. Me levanté y ella dejó uno de sus pies en mi hombro, con la pierna estirada, mientras la otra colgaba fuera del capó. Una postura nada elegante pero con un encanto y naturalidad que me llevaron a agarrar su tobillo y besar su pie. Como había imaginado en mis fantasías, el clímax la ponía muy roja. Tenía las mejillas encendidas, y también el pecho y los hombros.

—Ufff... Lo has hecho muy bien, cariño... Ni me acuerdo de la última vez que me corrí de esta forma —dijo, jugueteando con su pie cerca de mi oreja—. No te confíes, ¿eh? Normalmente se tarda más tiempo en hacer que una mujer se corra comiéndole el coño, pero yo venía muy caliente y... Ya ves.

—Ya lo creo que lo he visto. Me has empapado —dije, acariciando su pierna.

—¡Ja ja! Al menos vas en bañador —Se desperezó sobre el capó, mostrándome otra de las espectaculares formas que podían adoptar sus tetas, y me miró con picardía—. Bueno, ahora me toca a mí.

—No... eh... No tienes que hacerlo por obligación. Es decir... si no te gusta... —dije, aunque la idea de que me la chupase me parecía como llegar al cielo sin haber muerto.

—¿Pero qué dices? ¿Sabes la de tiempo que hace que no me meto en la boca una polla que no sea de goma? —dijo como si nada, mientras se ponía de pie en el crujiente suelo del bosque y me bajaba el bañador.

—¡Ja ja! Qué bruta eres.

—Estoy desatada, hijo, así que prepárate para oírme decir barbaridades y no te asustes.

Cogió la toalla del coche, la dobló y la colocó en el suelo frente a mí. Mi polla, más grande y tiesa de lo que nunca había estado, palpitó frente a su rostro cuando se agachó y la miró de cerca.

—¡Jesús! Así a la luz del día parece hasta más gorda. ¡Qué barbaridad!

—¿Crees que te cabrá en la boca? —pregunté, en broma, pues mi madre no tenía la boca pequeña y estaba seguro de que podría con mi trozo de carne.

—Y si no me cabe en la boca, pues directa al coño, que ya lo tengo listo para la acción.

—Joder, mamá... Sí que estás desatada.

Sin más preámbulos, agarró el tronco con sus pequeñas manos y comenzó a lamer el glande, pasando la lengua por el frenillo y rodeándolo con un hábil movimiento circular, intercalando algún beso y realizándome un lento masaje con las manos. Desde luego, no necesitaba que yo le diese consejos como había hecho ella conmigo. Si las mamadas se le daban tan bien como las pajas era posible que hiciese estallar mi cerebro de puro placer. Dejó de usar la boca por un momento y levantó la vista para hablarme. Desde ese ángulo sus ojos verdes y redondos parecían más grandes que de costumbre.

—¿Sabes que es lo más raro de todo esto? Que no me parece raro. No sé si me entiendes —dijo. Una de sus manos se deslizó hacia abajo para acariciar mis huevos.

—Claro que te entiendo.

—Hace un mes ni se me hubiese pasado por la cabeza hacer algo así. Y ahora...

—Te parece lo más natural del mundo, ¿verdad?

Respondió con una amplia sonrisa, asintió y me dedicó la más dulce y caliente de sus miradas. Levantó un poco mi polla y me lamió los huevos a conciencia, metiéndoselos dentro de la boca y estirando la piel del escroto con largas succiones. Yo no me depilaba, así que de vez en cuando paraba para escupir un pelo rizado, con los labios apretados, sacando un poco la lengua. Era en ese tipo de gestos en los que su faceta maternal se hacía más visible.

—Pobrecito... Mira que cargado vas —dijo, sopesando mis testículos, que realmente estaban a rebosar de amor filial.

—Eso es culpa tuya. Así que te toca vaciarlos.

—Por eso no te preocupes, cariño. Te voy a dejar seco.

Su lengua recorrió el tronco, grueso y venoso, de vuelta a la punta, y repitió el mismo recorrido a la inversa por la parte superior, hasta tocar mi pubis con la nariz. La piel de mi verga era morena, y contrastaba con la piel pálida y pecosa de su rostro. Después unos cuantos largos lametones, volvió a agarrarla con las manos y se centró en el glande, lamiendo y chupando como si fuese una gran gominola. También me hacía estremecer de pies a cabeza con suaves mordiscos. Abrió mucho la boca y se la tragó hasta la mitad, apretándola con los labios mientras movía la cabeza despacio hacia atrás, y otra vez hacia delante. En lugar de tragar saliva, dejaba que empapase bien mi herramienta y que le gotease por la barbilla, cayendo hasta sus pechos.

Estaba agachada en cuclillas, con las piernas abiertas, y comenzó a tocarse mientras me devoraba milímetro a milímetro, calculando la fuerza de la succión en cada tramo, y aumentando la velocidad. Intentó tragársela entera. Se agarró con ambas manos a mis nalgas y empujó con la cabeza, la boca muy abierta y los ojos apretados. Cuando estaba a punto de conseguirlo se le escapó una pequeña arcada, se retiró, tosió un poco y escupió en el suelo. Mi polla se quedó tensa en el aire, cubierta de espesas babas que goteaban sobre los muslos de mi madre.

—Ugh... Lo siento cielo... Nunca he sido capaz de hacer eso —dijo, recuperando el aliento.

—Tranquila. No necesito que seas una estrella del porno. Solo que seas tú.

Mis palabras la enternecieron, se puso de puntillas y me rodeó el cuello con los brazos para besarme. De nuevo pude saborear su saliva, mezclada con mi líquido preseminal. Decidí hacer una demostración de poderío físico. La agarré por las nalgas y de un tirón la levanté hasta que su sexo quedó a la altura de mi ombligo. Pillada por sorpresa, sus piernas se movieron un momento en el aire fe forma bastante cómica, hasta que rodeó mi cuerpo con ellas.

—¡Wow! Hijo mío... Pero qué fuerte te has puesto —dijo, con su boca tan cerca de la mía que aspiré su aliento cálido y dulce.

—Bueno, mamá... Es la hora de la verdad —afirmé. Solté una de sus nalgas para agarrar mi verga y buscar con la punta la entrada al templo que tanto deseaba profanar.

El glande se introdujo casi entero. Lo moví para que se empapase en sus fluidos y para ponerla más cachonda, volviendo a sacarlo y frotándolo por toda su raja. Ahora era yo quien tenía el control y quería disfrutarlo, hacer que lo desease tanto como yo lo había deseado durante años. Ella me miraba a los ojos y respiraba con fuerza, expectante. A pesar de que me moría por estar dentro de ella no me pude resistir a jugar un poco con su evidente ansia, pues ya no me daba miedo que cambiase de idea.

—Vamos, fóllame... —dijo, con un tono entre la autoridad y la súplica.

—¿Y si no quiero? —Moví la polla más deprisa, frotando su clítoris con la punta.

—¡Aaaah! Mateo, joder...

—¿Quieres que te la meta? ¿De verdad? —Introduje la punta, dejándola dentro. Solté mi verga y volví a agarrar su nalga.

—De verdad... Métemela, cariño... Vamos... —jadeó, suplicante.

Me encantaba oírla hablar así, pero no pude resistir más. Dejé que su cuerpo se deslizase hacia abajo, y lentamente la penetré, sintiendo como todo su cuerpo se estremecía. Ella dejó escapar un largo gemido que silencié metiendo la lengua en su boca. A pesar de la diferencia de tamaño nuestros cuerpos encajaban a la perfección, como si la naturaleza nos hubiese diseñado para ese momento. Comenzó a mover las caderas muy despacio, empalada en la palpitante estaca de su hijo. Me clavó los dedos en la espalda, detrás de los hombros, y sus piernas me abrazaron con más fuerza.

—¡Uuuhmm! Eso es cielo... así... Fóllame... así... —repetía una y otra vez, cuando su boca no estaba pegada a la mía.

Y así, de pie en un lugar secreto del bosque mi madre y yo consumamos nuestro secreto. Flexioné más las piernas para moverme dentro de ella, aceleré el ritmo y ella correspondió moviendo su cuerpo contra el mío. Sus pechos se aplastaban contra mi torso y le solté las nalgas para agarrarle las piernas a la altura de las rodillas. Pasamos un buen rato en aquella postura, bonita y salvaje al mismo tiempo, hasta que, sin sacarla, la tumbé en el suelo sobre la toalla y la embestí con más fuerza, con sus pantorrillas en mis hombros y sus manos en mi nuca. La miraba a la cara, su rostro pecoso y arrebolado, y no podía creer mi buena suerte. Mis acometidas se hicieron más rápidas y sus gemidos más fuertes. Entonces entendí que se hubiese resistido tanto a hacer algo en casa de mi abuela, ya que era una amante escandalosa y sin duda nuestra anfitriona nos hubiese escuchado.

—¡Aaaahg Diossss! Ufff... Cariño... No te... ¡Aah! No te corras dentro, por favor... —dijo, cuando fue consciente de que me acercaba al clímax.

Cambié de postura poniéndome de rodillas en el suelo y agarrándola por las caderas, tirando de su cuerpo hacia el mío y levantándola un poco. Podía ver sus pechos rebotando, los pezones girando sin control y la expresión de su rostro, que se paralizó en una delirante mueca de placer cuando se corrió por segunda vez, gritando y retorciéndose de pies a cabeza, tanto que a duras poner logré mantenerme dentro y continuar bombeando entre el torrente de fluidos que brotaba de su coño.

Yo no pude aguantar más. Cuando estaba a punto la saqué y me tumbé sobre ella, abrazándola y cubriéndola con mi cuerpo, con la polla resbaladiza apretada entre su vientre y el mío. Bastaron unas cuantas sacudidas para que notase una ingente cantidad de semen caliente entre nuestros cuerpos. Sobra decir que fue el mejor orgasmo de mi vida, tan largo e intenso que cuando terminé no fui capaz de moverme durante varios minutos. Me quedé tumbado sobre ella, recibiendo tiernos besos en la cara y caricias en el pelo.

Durante un buen rato ninguno de los dos dijo nada. Era uno de esos momentos en el que sobran las palabras, y el calor de nuestra piel tocándose era capaz de decirlo todo. Habíamos cometido lo que muchos consideran un pecado mortal y sin embargo nos sentíamos bendecidos, en paz con cuanto nos rodeaba. Cuando nos levantamos del suelo y sacó su paquete de toallitas húmedas para limpiarnos la ternura maternal con que lo hizo era la de siempre, y al mismo tiempo muy distinta. Ya nunca volveríamos a ser solamente una madre y su hijo, y los dos lo supimos al mirarnos a los ojos en aquel bosque.

CONTINUARÁ...