Luisa Y Mateo. Memorias De Un Amor Prohibido (5)

"Pero no iba a conformarme con eso. Estaba enardecido, loco de lujuria, embriagado por las intensas sensaciones que experimentaba al poseer semejante cuerpo."

29 de mayo . La mejor amiga de un chico es su madre.

Durante los días que siguieron a nuestra particular sesión de cine, mi madre y yo cumplimos el acuerdo de no hacer nada que se considerase inapropiado en una relación normal entre una madre y su hijo. No se si a ella le resultó duro, si tocar mi verga y sentir mi semen sobre su piel un par de veces habían despertado en ella los mismos deseos que yo sentía desde mi adolescencia, y si así era no daba muestras de ello. Para mí fue bastante duro, pues seguíamos durmiendo juntos y desahogarme en la ducha no era ni de lejos suficiente para calmar el anhelo que se estaba convirtiendo en una obsesión.

Por otra parte, y a pesar de la tensión sexual que nunca desaparecía del todo, nuestra relación era cada vez mejor. Las horas en las que estábamos solos en nuestra habitación, a la luz de la luna y con el murmullo de la radio a pilas, eran lo mejor del día y ambos las esperábamos con impaciencia. Adquirimos la costumbre de besarnos en los labios en lugar de en las mejillas, besos rápidos, sin lengua y sin lujuria, solo una muestra de lo estrecha que se había vuelto nuestra amistad. Hablábamos de nuestras cosas como dos buenos amigos, fumábamos hierba, bromeábamos tumbados en la cama y nos burlábamos de la abuela, la despótica jefa y casera que se había convertido en nuestro común enemigo.

—Oye, mamá... ¿Crees que la abuela y Sebastián están liados?

—¡Ja ja! ¡Anda ya!

—¿Te lo imaginas? Con lo pequeñajo que es él y lo grande que es ella...

—Mateo, por favor... ¡Ja ja!

—Sería como ver a un chihuahua intentando montar a una hembra de mastín.

—¡JA JA JA!

A veces nos reíamos tan fuerte que La Susa golpeaba la puerta de nuestra habitación con los nudillos y nos mandaba callar, como si fuésemos dos niños traviesos. Mi madre se callaba de inmediato y me tapaba la boca con la mano hasta que yo también lo hacía. Me seguía pareciendo absurdo que una mujer adulta le tuviese tanto miedo a su madre. Además de todo eso, también comenzamos a conocernos mejor, descubriendo cosas que no sabíamos el uno del otro. Ella me contaba historias de su juventud, de antes de casarse, y algunas me sorprendían mucho. En aquellas largas conversaciones apenas mencionábamos a mi padre, quien había desaparecido de nuestras vidas para siempre, hecho del que yo me alegraba y estoy seguro de que ella también. Y cuanto mejor la conocía más me hundía en esa extraña, hermosa y perturbadora mezcla de sentimientos en la que la quería como madre y al mismo tiempo me enamoraba de ella como mujer cada vez más.

En esas fechas, el trabajo en el restaurante aumentó de forma considerable. Tanto que algunas tardes, en lugar de tomarnos las dos horas de descanso habituales, la abuela y yo nos quedábamos en la cocina limpiando y preparando comida. Mi madre se ofrecía a ayudarnos, pero La Susa la mandaba a casa, porque en la cocina solo permitía la presencia del personal de cocina. Así que mi abuela adicta al trabajo y yo nos quedábamos solos en El Encinar, cosa que no ayudó a aumentar la confianza entre nosotros, pues solo hablaba sobre el trabajo. Nunca me contó nada personal sobre ella ni me hizo ninguna pregunta que nos llevase a conocernos mejor.

Por otra parte, cada vez me fijaba más en su físico. Quizá porque mi madre ya no me ayudaba a desfogarme y andaba más caliente que de costumbre, mis ojos buscaban continuamente las exageradas curvas de su imponente anatomía. Por supuesto, ni se me pasó por la cabeza intentar un acercamiento sexual hacia ella, y me esforzaba para que mis continuas erecciones no se notasen bajo mi mandil de cocinero. Cuando regresábamos a casa, por la noche, después de un día especialmente duro, me desquitaba fantaseando con ella en la ducha. Unas fantasías mucho más agresivas que las que tenía con mi madre. Para mi jefa no había ternura, besos o caricias, solo sexo salvaje, violento y humillante. El tipo de tratamiento que merecía una mujer como ella.

3 de junio. Nalgas calientes.

Un día en concreto ocurrió algo que me hizo entender mejor esa mezcla de respeto y temor que sentía mi madre por la abuela. Fue a principios de junio. El calor del verano había llegado para quedarse, y era casi imposible pasar cinco minutos sin sudar.

Después de una jornada larga y sofocante, los tres volvimos a casa en el todoterreno de La Susa, como de costumbre. Era casi medianoche y de inmediato noté que algo no iba bien, una tensión en el ambiente que podía cortarse con un cuchillo. Nadie habló durante el trayecto, cosa habitual en mi abuela pero no en su hija, quien siempre charlaba conmigo por el camino.

Nos duchamos antes de cenar, y cuando nos sentamos a la mesa todos llevábamos nuestro atuendo nocturno. Yo iba en boxers y mi madre llevaba el mismo escueto pijama de verano que se había puesto la noche de nuestro fabuloso orgasmo compartido. A la abuela le daba igual que fuésemos por la casa ligeros de ropa, e incluso ella mostraba una buena cantidad de su piel rosada y bastante tersa para su edad. Llevaba un ligero camisón de tirantes, con un buen escote, que le llegaba hasta la mitad de sus gruesos muslos. Sin sujetador, el tamaño de sus pechos era impresionante. No entendía cómo podía mantener la espalda recta con semejante peso.

Durante la cena el mal ambiente fue en aumento. La Susa tenía el ceño fruncido y usaba el tenedor como si fuese un arma, ensartando con saña los indefensos trozos de verdura de la ensalada. Mi madre comía despacio, desganada, sin levantar apenas la vista del plato, con cara de preocupación y los ojos tristes. Cuando estábamos a punto de terminar el postre, al fin alguien habló.

—Luisa, cuando acabemos de cenar no te vayas corriendo a tu habitación. Ven a mi dormitorio que tenemos que hablar  —dijo la abuela, en un tono bajo y frío que no presagiaba nada bueno.

—Mamá, por favor...  —suplicó mi madre, con un hilo de voz.

—Ni por favor ni nada. Os doy un techo y un trabajo a ti y a tu hijo, y así es como me lo pagas.

Yo no sabía lo que pasaba. Suponía que las dos mujeres con las que vivía y trabajaba habían discutido por algo, y aunque no me apetecía entrometerme la forma en que la abuela le hablaba a mi madre, la forma en que la había hecho agachar la cabeza con los ojos húmedos, me sacaba de mis casillas.

—¿Pero qué es lo que ha pasado?  —pregunté.

—¿Qué ha pasado? Pues que aquí tu señora madre ha insultado a uno de mis mejores clientes. Eso es lo que ha pasado  —dijo La Susa, taladrándome con sus ojillos azules por encima de las gafas.

—Me ha llamado puta. ¿Que querías que hiciera? ¿Quedarme callada?  —exclamó mi madre, recuperando algo de su carácter.

—No exageres, niña. No te ha llamado nada.

—Me ha ofrecido dinero por irme con él a su camión y... Bueno, no lo voy a repetir. Eso es lo mismo que llamarme...

—Y no podías decirle que no y ya está, ¿verdad? La señorita tenía que insultarle delante de todo el mundo. A un hombre que es cliente desde hace diez años y nunca nos ha dado problemas  —dijo la abuela, con sus redondas mejillas encendidas de rabia.

—Mamá, tendrías que haberme avisado  —dije.

—¿A ti para qué? ¿Qué ibas a hacer tú?  —me espetó mi abuela.

—Mateo, déjalo. Por favor  —me dijo mi madre, al ver que iba a enzarzarme en una discusión con nuestra anfitriona.

No quise disgustar a mi madre ni empeorar la situación, así que me callé y continué comiendo. Cinco minutos después, cuando todos terminamos. Mi abuela se levantó cuan larga era y le indicó a su hija que la siguiese con un gesto de la mano.

—Vamos, que es muy tarde. Cuanto antes empecemos antes acabaremos.

¿Empezar qué? ¿Qué iba a decirle mi abuela a mi madre en el dormitorio que no pudiese decirle en mi presencia? Mi madre se levantó, con el miedo y la tristeza dibujados en su atractivo rostro, y con una mirada me suplicó que no las siguiese.

—Recoge la mesa y vete a dormir, por favor. Yo iré enseguida.

En cuanto salieron del comedor y desaparecieron en el pasillo me levanté y las seguí. De ninguna manera iba a quedarme sin saber que se proponía esa mujer enorme y malvada. Silencioso como un gato me deslicé por el pasillo hasta la gruesa puerta del dormitorio de La Susa. Estaba cerrada, pero en aquella casa ninguna puerta tenía pestillo, así que giré el picaporte con cuidado y abrí una estrecha rendija, rezando para que las bisagras no chirriasen. Por suerte, dentro del dormitorio había mucha más luz que en el pasillo y mi presencia paso inadvertida.

Lo primero que vi fue la cama de matrimonio, casi dos veces más grande que la que mamá y yo compartíamos. La abuela se sentó en el borde de la cama y los muelles rechinaron bajo su peso. Mi madre estaba de pie frente a ella, en actitud sumisa y acobardada.

—Mamá... por favor...  —dijo de nuevo, al borde del llanto.

La aludida no dijo nada, solo soltó una especie de gruñido. Estaba sentada con sus robustas piernas muy juntas y la espalda recta. Sin más preámbulos, agarró a su hija por el brazo con su manaza, la obligó a acercarse y la tumbó bocabajo sobre sus muslos, con tanta facilidad como si fuese una muñeca. A continuación, le bajó de un fuerte tirón los pantaloncitos de su pijama hasta los tobillos, desde donde se deslizaron hasta el suelo, dejándola desnuda de cintura para abajo, pues como yo ya sabía no llevaba bragas debajo. Desde mi posición yo tenía una vista inmejorable de las pálidas nalgas de mi madre, así como de sus piernas, que lucían preciosas en esa postura.

De inmediato se me puso dura y me llevé la mano a la entrepierna, aunque no tenía intención de arriesgarme a masturbarme allí mismo. Mi voluntad se debatía entre la excitación y la indignación por lo que estaba viendo. Como ya esperaba, la mano de mi abuela subió y azotó con fuerza la nalga izquierda, que tembló y se estremeció. Mi madre se quejó, muy bajito, con los puños apretados contra la boca. El azote se repitió, esta vez con más fuerza, en la nalga derecha. En total, cada voluminoso cachete fue azotado unas diez veces, hasta que quedaron rojos como grandes tomates. El brillo cruel en los ojos de mi abuela, y la forma en que le pegaba a su hija, como si lo hubiese hecho millones de veces, me dio escalofríos. Aunque también me fascinaba la forma en que las tetas de la giganta se movían con cada golpe. Mamá se limitaba a gemir y a doblar un poco las piernas, sin decir una palabra.

Cuando la azotaina terminó, la abuela la agarró de nuevo y la puso de pie. Se tambaleó un momento y se llevó las manos a las doloridas nalgas, llorando en silencio. Aquella noche vi por primera vez su vello púbico, un pequeño triángulo pelirrojo, de un color naranja más claro que el pelo de su cabeza. Se apresuró a recoger sus pantalones del suelo y a ponérselos. Obviamente, quería salir cuanto antes de allí.

—Si se te ocurre volver a insultar a uno de mis clientes la próxima vez te daré el doble. Y con un cinturón.

—No... No volveré a hacerlo, mamá... de verdad.

—Eso espero, por tu bien. Y ahora vete, que es tarde y quiero dormir.

Tuve tiempo de sobra para escabullirme de nuevo antes de que la puerta se abriese. Me puse a recoger los platos de la cena como si nada hubiese pasado, y escuché a mi madre entrar en el cuarto de baño, seguramente para limpiarse las lágrimas. Yo estaba excitado y furioso, con la abuela y conmigo mismo por no haber ayudado a su víctima. Me había quedado mirando el injusto castigo como un idiota, empalmado y aturdido.

Cuando terminé de lavar los platos y entré en nuestra habitación, mi madre estaba tumbada de lado en la cama, con las piernas flexionadas y las manos debajo de la cabeza, justo como una niña a la que acaban de azotarle el culo. Sin decir nada, me acosté a su lado, muy cerca. Le acaricié el brazo para reconfortarla y le di un suave beso en el hombro.

—¿Estás bien?

—Sí, cielo. No es nada  —respondió, con la voz de quien ha llorado un buen rato.

—Te ha pegado, ¿verdad?  —pregunté. No quería que supiese que lo había visto todo y que en lugar de ayudarla había disfrutado con el espectáculo.

—No te preocupes. Estoy acostumbrada. Lo ha hecho siempre.

—Debería dejar de hacerlo. Ya no eres una niña.

—Tú no te preocupes por eso, de verdad. Pronto nos iremos de aquí.

—Si ese tipejo vuelve a molestarte dímelo y...

—Déjalo ya, cariño. Vamos a dormir.

—¿Quieres fumar? Te aliviará el dolor.

—No, esta noche no me apetece. Además, apenas me duele.

Sospechaba que mentía, pues tenía la piel muy delicada y la abuela no había escatimado fuerzas a la hora de pegarle. No quise insistir más, le di otro beso, esta vez en la cabeza, y le pasé el brazo por encima. Ella agarró mi mano con las suyas y la besó. Aparté un poco las caderas para que el bulto de mi entrepierna no rozase sus doloridas nalgas y nos quedamos en silencio. Esa noche dormimos abrazados por primera vez.

5 de Junio. Un castigo cósmico.

Por mucho que intentase disimular, mi actitud hacia mi abuela y jefa no podía ser la misma. Le había hecho daño a mi madre, y eso no se lo iba a perdonar nunca. De hecho, le daba vueltas a mil y una formas de vengarme de ella, y mi odio había añadido más rabia y perversión a las fantasías sexuales donde La Susa era la protagonista. De nuevo, el destino, la suerte, el universo o como queráis llamarlo jugó a mi favor, y al igual que había hecho al colocarnos a mamá y a mí en la misma cama, me proporcionó una ocasión única de desquitarme.

Fue en uno de esos días en que pasábamos la tarde trabajando, ella y yo solos en el restaurante. Las puertas estaban cerradas y en todo el local reinaba el silencio, excepto en la cocina, donde la jefa y yo continuábamos trabajando. Ese día había parado a comer un grupo de moteros, unos treinta, y hubo más trabajo de lo normal. La cocina estaba hecha un asco y me tocó a mí limpiarla mientras ella se ocupaba de los platos, un trabajo que resultaba menos pesado, en una habitación anexa a la cocina. Allí había dos grandes fregaderos muy antiguos, hechos de un material gris que parecía piedra, y un lavavajillas cuyos motores rugían como los de un avión.

Como era habitual, la abuela había rechazado la ayuda de mi madre, quien después de los azotes recibidos dos días antes no se atrevió a insistir, a pesar de lo mal que la hacía sentir verme trabajar tantas horas y no poder ayudarme. Sebastián también se había marchado, adondequiera que el tipejo viviese o pasase sus horas libres. Debían ser las cinco de la tarde. Yo estaba frotando los fogones a conciencia con un estropajo y escuché la voz de La Susa procedente del lavadero, mascullando y maldiciendo. El vocabulario de la señora no era mucho mejor que el de los camiones que frecuentaban su establecimiento.

—¡Mateo! ¡Ven aquí! —gritó. Su voz aguda sonaba a veces como el graznido de un cuervo.

Obedecí sin darme mucha prisa, temiendo una bronca por algo que no recordaba haber hecho o por algo que había olvidado hacer. Lo que encontré al entrar en el cuarto, iluminado por los potentes rayos de sol que entraban por un polvoriento tragaluz, fue a mi abuela inclinada sobre uno de los fregaderos de forma extraña, con un brazo dentro y sus descomunales tetas apoyadas en el borde. En esa postura, su culazo de yegua tensaba la fina tela de sus pantalones de cocinera, de cuadros azules y blancos.

—No te quedes ahí mirando como un idiota, niño. Ven a ayudarme.

—¿Pero qué es lo que pasa?

Me acerqué y apenas pude contener una carcajada cuando vi el problema. La mano derecha de la jefa estaba atascada en el desagüe del fregadero. He de aclarar que los desagües de esos fregaderos antiguos eran mucho más grandes que los de ahora, y se podía meter la mano sin problema. Aunque ella tenía un problema. Su manaza y su gruesa muñeca se habían encajado en el orificio y no podía liberarse.

—¿Por qué has metido ahí la mano? —pregunté.

—Pues para pasar el rato, ¡no te jode! ¿A ti que te parece? Se ha caído un hueso de pollo y he intentado sacarlo.

En ese momento, más que ayudar me apetecía incordiar y aumentar su monumental cabreo. Después de ver cómo le ponía las nalgas rojas a mi madre no le tenía ningún respeto, y aunque aún le tenía algo de miedo se esfumó cuando la vi tan indefensa y vulnerable, como una ogresa encadenada a una roca. Vaya, tenías razón, amigo. El destino te ha servido la venganza en bandeja. La pregunta es: ¿Cómo vas a castigar a la malvada giganta? Seguro que se te ocurre algo interesante...

—¿Y por qué has metido la mano? Cuando a mí me pasa eso uso unas pinzas.

—¡Vaya, qué listo eres! ¿Eh? Pues yo siempre meto la mano y no pasa nada.

—Será que te ha engordado la mano —dije. Me fue imposible reprimir una risita.

—¿Que me ha engordado la m...? ¡Deja de decir tonterías y ayúdame, coño! —chilló, roja de rabia y traspasándome con sus ojillos azules de ave rapaz.

Las gafas le habían resbalado hasta la punta de la nariz y estaban a punto de caer al fregadero, así que se las quité y las puse en un lugar seguro. En honor a la verdad, mi abuela no tenía una cara desagradable. De hecho, era su carácter lo que afeaba los rasgos suaves de su rostro ancho y redondo. Siempre se comentaba en la familia y en el pueblo que de joven había sido un pibón, una rubia alta y maciza con muchos pretendientes, como se decía entonces. El matrimonio, los hijos y el paso del tiempo habían añadido volumen y anchura a su cuerpo de casi un metro ochenta, y las canas entremezcladas con sus cortos rizos rubios le daban a su pelo el frío brillo del platino. A pesar de todo, todavía muchos hombres la encontraban deseable, y como ya sabéis yo era uno de ellos, si bien mi deseo se mezclaba con las ganas de humillarla y castigarla.

Me coloqué detrás de ella y le rodeé la cintura con los brazos. Yo era más alto, así que mi entrepierna quedaba justo a la altura de sus nalgas, lo cual de inmediato me provocó una tremenda erección. Me quité el delantal para que hubiese menos tela entre nuestros cuerpos y empujé mis caderas contra sus cuartos traseros mientras tiraba hacia arriba con los brazos. Ella apoyó su mano izquierda en el borde del fregadero y hacía fuerza al mismo tiempo que yo.

—¡Uuummff! ¡Tira más fuerte, niño!

—Espera... Que me coloco mejor para hacer más fuerza.

Separé un poco las piernas para que la punta de mi tiesa verga quedase encajada entre sus nalgas, a la altura donde suponía que estaba su ojete. La abracé con más fuerza, apretándome contra su corpachón, e iniciamos una serie de tirones y empujones. Con cada maniobra yo aprovechaba para rozarme a base de bien, dando incluso algún golpe de pelvis que estuvo a punto de llevarme al orgasmo. Ella no se daba cuenta, concentrada en gruñir como un animal e intentar liberarse.

—¡Ayyy! ¡Para, que me duele!

Por un momento pensé que se refería a mi polla en su culo, pero era imposible que la hubiese penetrado estando de por medio nuestros pantalones de cocina y la ropa interior. Le dolía el brazo, y además éramos ambos tan grandes y fuertes que nuestros tirones amenazaban con arrancar el fregadero de su sitio.

—Anda, ve a por aceite —ordenó, con pequeñas gotas de sudor brillando en su frente.

—¿De oliva o de girasol?

—¡Qué más da! ¡Trae el puñetero aceite!

Obedecí como cualquier pinche obedecería a su jefa de cocina y fui a buscarlo. Mi mente trabajaba deprisa y enseguida elaboré un plan. Volví al lavadero con una botella de aceite de oliva abierta, llena hasta arriba, y cuando estaba cerca de mi abuela fingí que tropezaba al mismo tiempo que apretaba el envase de plástico con la mano. El resultado fue un abundante chorro de líquido dorado que empapó la espalda y las nalgas de mi abuela, chorreando también por las piernas. La tela de sus pantalones y la de su camiseta blanca se pegó a la piel, resaltando las extraordinarias curvas, y transparentaba un poco, permitiéndome atisbar su ropa interior.

—¡Mierda! Lo siento mucho...

—¡La madre que te parió! ¡Mira lo que has hecho, imbécil! ¡Me has puesto perdida! —chilló, loca de rabia. Sus gritos eran tan fuertes y agudos que incluso temí que alguien la escuchase.

—Lo siento, de verdad. Espera, te limpiaré un poco.

Froté con ambas manos la resbaladiza superficie de sus nalgas embutidas en tela a cuadros. Al igual que las de mi madre, eran tiernas y firmes al mismo tiempo, pero mucho más grandes. Creo que en ese momento comenzó a sospechar de mis intenciones, pues me miró con suspicacia y una ceja levantada antes de volver a gritarme.

—¡Estate quieto! ¿Crees que así lo vas a limpiar? ¡Me has empapado en aceite, idiota!

—Tienes razón, abuela. Lo mejor será que te los quite para que no se manche también tu ropa interior —dije, en tono práctico y casi inocente.

Sin más preámbulos, agarré el elástico en la cintura de sus pantalones y los deslicé a lo largo de sus largas y robustas piernas, hasta que quedaron hechos un bulto aceitoso alrededor de sus tobillos. Como era de esperar, tenía algo de celulitis y michelines, pero de todas formas la mitad inferior de su cuerpo era un auténtico espectáculo de sensualidad rubensiana.

—¿Se puede saber qué coño haces? ¡Vuelve a subírmelos ahora mismo!

—Oh, vaya... También se han manchado tus braguitas —dije, con cierta sorna, pues más que braguitas eran unas bragazas, blancas y sin adorno alguno—. Te las quitaré también, no vaya a ser que te irriten la piel.

—¡Ni se te ocurra!

De nuevo mis dedos se introdujeron entre el elástico de la prenda y su piel, muy caliente debido al esfuerzo y a la temperatura de aquella habitación, que no tenía nada que envidiarle a una sauna. Tiré hacia abajo y dejé al aire las dos titánicas nalgas. Cuando las bragas empapadas en aceite llegaron a las rodillas, La Susa intuyó lo que iba a pasar (aunque en realidad su imaginación ni siquiera se acercaba a lo que iba a ocurrir) y comenzó a luchar. Las coces de mula que lanzaba con sus fuertes piernas casi me alcanzan en varias ocasiones, pero conseguí mantenerlas a raya pegando mi cuerpo al suyo todo lo posible, dejándola sin espacio para maniobrar. En cuanto al brazo que tenía libre, en esa postura no tenía ángulo para golpearme como es debido, por lo que podía esquivar o bloquear sin dificultad sus intentos de abofetearme o empujarme. Sus patadas hicieron volar los pantalones y las bragas, que quedaron tirados en el suelo sucio y húmedo, y también los zuecos blancos que calzaba para trabajar, parecidos a los que llevan las enfermeras. Después de unos segundos, de cintura para abajo solo llevaba unos inmaculados calcetines blancos que no tardaron en ensuciarse.

—¡Niñato degenerado! ¿Qué te propones? ¡Ni se te ocurra tocarme! —chilló, al borde de la histeria. En sus ojos había cólera, sorpresa y asco, pero ni una pizca de miedo.

—Tranquila. Ya lo verás —dije. Mi sonrisa perversa no le gustó e intentó golpearme de nuevo.

Cogí uno de los guantes de fregar amarillos que había junto al fregadero y me lo puse, sin molestarme en quitarle los restos de agua y jabón. Me aparté un poco, sujetándola por la cadera con una mano, y con la que llevaba enguantada le propiné un soberbio azote. El latigazo húmedo resonó en el lavadero, seguido de un grito agudo, más de sorpresa que de verdadero dolor. La silueta roja de mis dedos apareció de inmediato en la nalga rosada de mi abuela, cuya abundante carnosidad se agitó durante un segundo.

—¡Aaah! ¡Hijo de la gran puta! ¿Me vas a pegar? ¿A mí?

Me miraba girando la cabeza hacia atrás tanto como podía, apretando los dientes, fulminándome con sus ojillos azules, jadeante por el esfuerzo de intentar defenderse en esa postura tan expuesta. Estaba seguro de que aquella mujer nunca se había sentido tan vulnerable, sometida a la voluntad de otro sin poder hacer nada. Para colmo ese otro era su nieto, alguien a quien consideraba un perezoso pusilánime incapaz de rebelarse. Hice una pausa para quitarme toda la ropa excepto los boxers, pues estaba sudando mucho. Ella no podía ver notable bulto que yo cargaba entre mis piernas, pero seguro que lo notaba cuando lo apretaba contra sus trémulas carnes. El segundo azote fue aún más fuerte que el primero, y dejó su marca en la nalga izquierda, aún intacta.

—Sabes por qué te hago esto, ¿verdad? —dije, antes de soltarle otro latigazo con mi mano enguantada.

—Claro que sí... ¡Porque eres un tarado! ¡Cuando me suelte te voy a moler a palos, pedazo de... !

Interrumpí sus gritos con un nuevo azote, esta vez de lado a lado, impactando en ambas nalgas. Fue tan fuerte que se puso de puntillas y todo su cuerpo tembló. Soltó un profundo gruñido y un fuerte jadeo.

—Es un castigo, abuela. Por lo mal que tratas a mi madre. No voy a consentir que vuelvas a ponerle la mano encima.

—Así que es eso —dijo, sin sorprenderse demasiado. De repente sus gruñidos se convirtieron en un par de desagradables carcajadas—. No te gusta que le caliente el culo a la inútil de tu madre, ¿eh? ¿Pero quién coño eres tú para decir cómo tengo que tratar a mi hija? ¡En mi casa haré lo que me dé la gana!

Estaba claro que no iba a doblegar su voluntad tan fácilmente, pero al menos ya sabía cuál era el motivo de mi castigo. Durante los siguientes minutos, azoté sus nalgas una y otra vez, sin escatimar en fuerza, hasta que ambas estuvieron rojas y llenas de marcas de mis dedos. La Susa se quejaba, chillaba, me insultaba de mil maneras y de vez en cuando intentaba darme una patada. Cuando me cansé de pegarle, comencé a sobar su culo, masajeando y deslizando mis manos por la piel resbaladiza. Cuando apretaba hacia arriba aparecían en su piel esos hoyuelos propios de los grandes culos maduros. Nunca había considerado esas imperfecciones un rasgo atractivo, pero en ese momento me calentaron a más no poder.

Entonces reparé en sus tetazas, que durante la azotaina no habían parado de bambolearse, temblar y apretarse contra el borde del fregadero. No podía desaprovechar la ocasión de disfrutarlas al natural, así que levanté su camiseta blanca e intenté sacársela por la cabeza, cosa que resultó imposible debido a sus constantes forcejeos. Decidí cortar por lo sano y fui a buscar las tijeras que usábamos para limpiar el pescado. Sus ojos se abrieron mucho cuando me vio acercarme con el peligroso objeto, pero seguía sin haber auténtico miedo en ellos.

—Ahora no te muevas. No quiero cortarte —dije.

—No te creas que te vas a salir con la tuya... Esta misma noche tu madre y tu vais a dormir en la puta calle, y eso si es que no te denuncio y te meten en la cárcel —decía La Susa, ya sin gritar tanto, masticando cada palabra con rabia.

Yo me limité a ignorar sus amenazas. Actué con calma, como si hubiese hecho aquello cientos de veces. Con precisión quirúrgica, corté su camiseta y la arrojé al suelo, hecha jirones. Después hice lo mismo con el sostén blanco, y liberé de su encierro a aquellos dos fenómenos de piel pálida, que quedaron balanceándose en el aire debido a la postura de su propietaria. Me incliné un poco para poder verlos mejor, con cuidado de no ponerme al alcance de su mano libre, y quedé hipnotizado por su tamaño y su grotesca belleza. Las grandes areolas eran de un rosa tan claro que costaba distinguirlas de la piel, y los pezones eran tan gruesos como la punta de mi pulgar. Tuve que romper mi silencio para manifestar mi admiración.

—Me cago en la puta... Nunca había visto unas tetas tan grandes. Ni siquiera en internet.

Sobra decir que la jefa no se lo tomó con un cumplido. Entre bufidos y jadeos, intentó taparse el pecho con su brazo libre, algo que no hubiese conseguido aunque yo no estuviese allí para evitarlo. No sin esfuerzo, pude sujetarle el brazo contra la espalda, como en una de esas llaves inmovilizadoras que usan los policías en las películas, con cuidado de no lesionarla. Con la otra mano, sobé, acaricié, amasé, apreté y pellizqué cuanto quise, recreándome en cada palmo (sí, podían medirse por palmos, tal era su tamaño) de los pechos más grandes que tocaría jamás.

—¡Para ahora mismo! ¡Que pares he dicho!

Paré, pero no porque ella lo dijese, sino porque tenía otros planes. Reconozco que cuando le bajé los pantalones no tenía una idea concreta de lo que iba a hacerle, solo pensaba azotarla y tal vez sobarla un poco, pero a esas alturas una legión de demonios incestuosos se habían colado en mi recalentada sesera, y me sentía capaz de cualquier cosa. Me coloqué de nuevo detrás de su amplia grupa y le separé los cachetes del culo, dejando a la vista el pequeño asterisco que era su apretado ano. Cogí de nuevo la botella de aceite y dejé caer un buen chorro que empapó el agujero, resbalando también por las piernas. Piernas que la obligué a separar para tener un acceso más cómodo a su coño. Su sexo era como el resto de su cuerpo, grande y carnoso, rodeado por un suave vello rubio. No llegué a meterle los dedos, sino que deslicé la mano adelante y atrás, frotando la estrecha abertura entre sus labios menores y rozando el clítoris.

Como era de esperar, mi incansable abuela llenó de aire sus amplios pulmones para una nueva ronda de insultos y amenazas, que no transcribiré porque básicamente repetía con leves variaciones lo que ya había dicho antes. Un poco decepcionado porque mis tocamientos no la pusieran cachonda ( ¿Qué esperabas, amigo? La vida real no es como las pelis porn o), cambié de táctica y decidí centrarme en castigarla y doblegar su férrea voluntad. Moví mi mano derecha, aún enfundada en el guante de fregar amarillo, embadurné bien mi dedo índice en aceite y lo introduje poco a poco en su ano. En cuanto lo sintió sus piernas se tensaron, se puso de puntillas y apretó los glúteos. Mi dedo quedó atrapado hasta el nudillo por el esfínter, con tanta fuerza que me costó sacarlo para volver a meterlo de nuevo. Al discurso amenazante de La Susa se sumaron unos leves quejidos cada vez que mi largo dedo la penetraba. Al menos ya no daba coces, consciente de que no servían de nada.

Después de un buen rato, la abertura se dilató lo suficiente como para recibir dos de mis dedos sin problema. Escupí, aunque había lubricante de sobra, y aumenté poco a poco el ritmo del masaje. Iba a sodomizarla, eso estaba claro, pero no quería romperle el culo y que terminase en el hospital. Ella no me preocupaba demasiado, pero sabía lo mucho que sufriría mi madre si le hacía daño, o si llegaba a enterarse de lo que estaba ocurriendo esa tarde en el restaurante. Me lo tomé con calma. Los dos dedos se convirtieron en tres, y por la facilidad con la que entraban y salían supe que era hora de pasar a mayores. La indefensa cocinera se quejaba sin cesar, soltando grititos agudos y gañidos húmedos, pero por el tono y la intensidad yo sabía que su dolor no era tan grande como pretendía hacerme creer. Si en algún momento llegué a sentir compasión, se me pasaba al recordar a aquella giganta maltratando el cuerpo menudo de su indefensa hija.

—Creo que ya es suficiente —dije. Me bajé los boxers, los tiré sobre una pila de platos y me moví hacia un lado para que ella pudiese ver lo que tenía entre las piernas—. Supongo que ya sabes lo que viene ahora, ¿no?

Me agarré la polla con fuerza por la base, para que se hinchase, y la moví despacio en todas direcciones, para que la señora pudiese apreciar bien el calibre del proyectil que estaba a punto de atacarla. Sonreí con orgullo cuando vi la expresión en su redondo rostro de mejillas grandes y rojas como manzanas maduras. Por primera vez, había algo de miedo en sus ojos, un poco húmedos y despojados de la fría prepotencia que siempre mostraban. No era para menos, ya que si normalmente mi glande era grueso, en ese momento tenía un diámetro que hubiese hecho vacilar a cualquier mujer aficionada al sexo anal. No podía estar seguro, pero sospechaba que a mi abuela nunca le habían follado ese agujerito tan estrecho, y si lo había hecho alguien había pasado mucho tiempo.

—¡No! No, no, no... —dijo, negando con la cabeza. Su tono sonaba casi suplicante—. Ni se te ocurra meterme eso.

Me coloqué en posición, detrás de ella, con las piernas un poco flexionadas. Metí la punta muy despacio, dejando que el palpitante esfínter se adaptase poco a poco al diámetro de su invasor. Mi abuela dejó escapar un largo gemido y agarró con fuerza el borde del fregadero. Respiraba como un toro bravo a punto de embestir y todas las carnes de su enorme cuerpo temblaban. Cuando todo el glande estuvo dentro, le di un fuerte azote en la nalga. El sobresalto hizo que apretase el ojete, provocándome un placer indescriptible. Ella apretó los dientes y golpeó el suelo con un pie, tan fuerte que los platos amontonados cerca del fregadero temblaron y tintinearon.

—¡Aaaagh! ¡Cabronazo! ¡Me lo vas a romper! ¡Para!

—No exageres. Intenta relajarte y te dolerá menos.

—¿Que me... Que me relaje? ¡Maldito degenerado! ¡Me las vas a pagar! ¡Por mis muertos que me las vas a pagar!

Sin prisa pero sin pausa, deslicé toda la longitud de mi verga dentro de ella, hasta que sus grandes nalgas quedaron apretadas contra mi cuerpo y sentí el temblor de sus muslos contra los míos. El tronco no era tan grueso como la cabeza, así que entró sin dificultad. La estrechez y el calor que rodeaban mi polla eran tan agradables que solté un largo suspiro. Sin sacarla, me incliné sobre su cuerpo para sobarle las tetas. Mis dedos apretaron y se hundieron en la ternura de las dos grandes ubres, mientras la sodomizaba muy despacio, con un lento vaivén de las caderas, sacándola hasta la mitad y volviendo a hundirla tanto como podía. Lo hice durante al menos diez minutos, preparando su ano para lo que vendría después.

Y lo que vino después fue la sesión de sexo anal más salvaje que he gozado hasta el día de hoy. Aceleré el ritmo, agarrándola esta vez por la cintura, y la ensarté con embestidas fuertes y profundas, recreándome en las ondulaciones que los golpes de mi pelvis provocaban en la piel enrojecida de sus nalgas. Ella chillaba, me insultaba y comenzó a forcejear de nuevo. La agarré del pelo y la obligué a levantar la cabeza. Me incliné de nuevo para hablarle al oído, y apenas reconocí mi propia voz, ronca y cruel.

—¿Qué pasa, jefa? —dije. Por algún motivo, llamarla “abuela” en aquella situación me pareció ir demasiado lejos—. ¿No te gusta? No es tan divertido cuando es a ti a quien le calientan el culo, ¿verdad?

—Para... Para de una vez... Por favor.

Por fin la había doblegado. Dejó de insultarme, su voz sonaba quebrada y suplicante, dejó de resistirse y las lágrimas que rodaron por sus mejillas fueron la guinda del pastel. Pero no iba a conformarme con eso. Estaba enardecido, loco de lujuria, embriagado por las intensas sensaciones que experimentaba al poseer semejante cuerpo. Lejos de parar, le di más caña. La agarré por los hombros y le taladré el culo con tanta fuerza como podía.

De repente sucedió algo inesperado. Ya fuese porque ambos estábamos empapados en sudor y aceite, o por mis brutales empujones y tirones, la mano de mi abuela se liberó del desagüe. Tenía una marca roja en la muñeca, pero no se había hecho daño. Reaccioné rápido, rodeando su torso con mis largos brazos, de forma que los suyos quedaron pegados a su cuerpo, impidiéndole moverse. Ahora estaba de pie delante de mí, la empujé contra el fregadero y continué administrándole mi implacable castigo anal. Para mi sorpresa, al verse libre La Susa no intentó defenderse. Estaba muy cansada, y se limitó a resoplar y gemir, aceptando su destino. Cuando intentaba usar los pies para separar un poco más sus piernas, resbalé y ambos caímos al sucio y húmedo suelo.

Por suerte sus abundantes carnes amortiguaron la caída y no nos hicimos daño. Después de un breve revolcón la obligué a tumbarse bocabajo con las piernas muy separadas y las tetas pegadas al suelo. Volví a empalarla con una enérgica acometida y continué bombeando hasta que no pude más. Saqué la verga de su dolorido ojete, la coloqué entre sus nalgas y las apreté una contra otra mientras me deslizaba adelante y atrás. En pocos segundos el semen salió disparado y dibujó largas líneas blancas en su espalda, llegando casi a su cabeza. Culminé la corrida azotando de nuevo los cachetes, esta vez con la polla, manchándolos con las últimas descargas.

Me puse de pie y me apoyé en el fregadero para recuperarme. Jadeaba como si hubiese corrido una maratón. La jefa se quedó sentada en el suelo, asimilando lo que acababa de ocurrir, con la mirada baja y mi lefa resbalando por su espalda. Le había enseñado quien mandaba y no se atrevía a mirarme a los ojos. Ahora yo era el gigante, y me dispuse a hacer uso de mi poder.

—Ahora escucha. No vas a volver a ponerle una mano encima a mi madre, ¿entendido?

La Susa me miró, con una expresión de orgullo herido y derrota. Al fin y al cabo, lo único que necesitaba una mujer como aquella era un hombre fuerte que la dominase.

—Entendido —dijo, con la voz ronca de tanto gritar.

—También vas a darnos dos días libres a la semana. No somos tus esclavos.

—¿Dos días? —exclamó, indignada. Por un momento su carácter habitual regresó y sus labios carnosos se curvaron hacia abajo, como ocurría siempre que algo le molestaba.

Me acerqué a ella y doblé las rodillas hasta que mi entrepierna quedó a la altura de su cara, aún encendida y sudorosa. Mi tranca había perdido gran parte de su dureza, pero su longitud y grosor apenas habían menguado, así que la usé para golpearle la cara. Unos cuantos pollazos en la boca y las mejillas bastaron para hacerla entrar en razón.

—¡Está bien! ¡Está bien, coño! Dos días de descanso.

—Ah, y también vas a comprarle un uniforme nuevo. Uno de su talla y que no se transparente.

—De acuerdo.

—Y por supuesto... Supongo que no le contarás a nadie lo que ha pasado aquí, ¿no?

—¿Estás loco? ¿Crees que le contaría a alguien que mi nieto me ha dado por culo?

—Así me gusta.

—¿Algo más? —dijo, sumisa pero con un leve matiz de desafío.

—Nada más, de momento. Pórtate bien con tu hija y no tendré que castigarte de nuevo.

Se limitó a asentir, después de lanzarme una turbia mirada. Se pasó las manos por el cuerpo y las miró, con una mueca de desagrado. Mi abuela tenía muchos defectos, pero nunca descuidaba su higiene personal, y verse allí tirada, con su rosada piel cubierta por una pátina brillante y aceitosa a la que incluso se habían pegado restos de comida le hizo torcer el gesto y gruñir. Decidí que debía ayudarla, pero a mi manera. Cogí una pequeña manguera de goma que había bajo el fregadero y apunté en su dirección.

—Fíjate, estás hecha un asco. Deja que te limpie un poco —dije, con una sonrisa perversa.

La enchufé con el chorro de agua fría y de inmediato se puso en pie, quejándose y esforzándose para no resbalar. Al cabo de unos segundos se dio cuenta de que era buena idea y me dejó hacer, girándose y cambiando de postura para que la limpiase bien. En el suelo del lavadero había un pequeño desagüe con una rejilla de hierro, y por allí desapareció mi semen, mezclado con el sudor, el aceite y los desperdicios.

La recién disciplinada jefa de cocina fue a vestirse (siempre guardaba un uniforme de repuesto en su taquilla), y yo me puse mi ropa, que no estaba demasiado sucia. Al cabo de un rato volvieron mi madre y Sebastián, y nos encontraron trabajando como si nada hubiese pasado. Si notaron a La Susa más calmada y menos tiránica de lo normal, debieron de achacarlo al cansancio de la larga jornada. Solo yo sabía la verdad, y cuando pasaba cerca de mí el contoneo de su enorme culo apretado bajo la tela a cuadros de sus pantalones me arrancaba una sonrisa triunfal que apenas podía disimular.

CONTINUARÁ…