Luisa Y Mateo. Memorias De Un Amor Prohibido (4)
"No sabía si había practicado mucho con mi padre cuando aún se acostaban o si tenía un don natural, pero desde luego mi madre era una auténtica maestra de los trabajos manuales."
28 de mayo. Ojos lujuriosos y ojos tristes.
La jornada en el restaurante no fue muy diferente a la del día anterior, salvo por mis agujetas y porque el trabajo de pinche se me daba cada vez mejor. La abuela me gritaba menos, su tono era menos desabrido y me encargaba tareas más complicadas. Yo intentaba concentrarme, pero no paraba de pensar en lo ocurrido la noche anterior en la cama con mi madre. Los únicos momentos en los que dejaba de pensar en mi pelirroja progenitora era cuando tenía ocasión de echarle un vistazo al cuerpo rotundo e hiperbólico de mi jefa. Al principio me sentía un poco culpable, pero cuando has tenido la experiencia que yo había tenido con mi madre, ponerte un poco cachondo mirándole en culo o las tetas a tu abuela no es para tanto.
Ese día trabajé tan bien que La Susa me dejó salir cinco minutos a fumarme un cigarro. No solía fumar tabaco sin “aliñar”, pero no quería arriesgarme a volver colocado y que lo notase. Eran más de las diez de la noche y corría una suave brisa en el aparcamiento de El Encinar, donde varios camiones y algún coche esperaban a sus dueños. Me senté cerca de la puerta de entrada, detrás de un pilar que me ocultaba a la vista de cualquiera que entrase o saliese del local. “Que no te vea nadie”, había dicho mi abuela en su habitual tono dictatorial, “A la gente no le gusta ver a un cocinero fumando”.
Cuando estaba a punto de terminar el cigarro escuché abrirse la puerta y dos hombres salieron. Eran dos camioneros típicos, cuarentones, con barriga cervecera y barba de varios días. Se pararon un momento para encender un cigarro a pocos pasos de mí, aunque no podían verme.
—Joder con la camarera nueva... —dijo uno de ellos, en tono lascivo —. Que buena está la cabrona.
—Ya te digo —respondió el otro —. No le he dicho de venirse un rato al camión porque es la hija de La Susa.
—Sí, a esa mejor no enfadarla. Además, no tiene pinta la pelirroja de ser de las que hacen eso.
—No, pinta de putilla no tiene, pero ojalá... Uff, pagaría bastante por ver ese culazo a cuatro patas y esas tetas rebotando.
—Ya te digo...
Los dos tipos se alejaron hacia sus camiones, comentando de forma bastante explícita, entre risas y gruñidos, todo lo que le harían a la “maciza” que les había servido la comida. Escuchar a aquellos cerdos hablar así de mi madre que asqueó, me excitó, y me asqueó el hecho de que me excitase. También me sentía un poco culpable, aunque la situación en la que nos encontrábamos no era culpa mía sino del cabrón de mi padre. De pronto sentí unas ganas irresistibles de verla, me acerqué a una de las ventanas del restaurante y eché un vistazo.
Aún había cinco personas cenando en el salón, y media docena en la barra tomando copas. Sebastián charlaba con ellos, con su habitual desenvoltura de camarero veterano, mientras mi madre no paraba quieta un segundo, de las mesas a la barra y de la barra a las mesas. Sobra decir que el uniforme le sentaba muy bien. Demasiado bien, teniendo en cuenta que además de ser camarera se había convertido en la atracción principal del local. Tanto los clientes como Sebastián la devoraban con los ojos continuamente, intercambiando gestos de complicidad y haciendo comentarios cuando ella se alejaba lo suficiente, aunque estaba seguro de que escuchaba la mayoría de ellos. Si se inclinaba sobre una mesa para soltar un plato, el comensal no se cortaba a la hora de mirarle el prieto y profundo escote, ni en girar la cabeza para ver mejor su culo y sus piernas cuando se alejaba. Ella ignoraba las miradas, y cuando le hacían un cumplido sonreía por cortesía y respondía con amabilidad, poniendo en el trato con su excitada clientela la cantidad justa de amabilidad. Trataba de ser simpática pero manteniendo las distancias.
Su cuerpo menudo y lleno de curvas llamaba tanto la atención que seguramente yo era el único que apreciaba en ese momento la peculiar belleza de su rostro, en el que ya comenzaba a notarse el cansancio del día. Como de costumbre no iba maquillada (creo que solo la he visto usar maquillaje dos o tres veces en toda mi vida), y sus mejillas lucían un tono rosado debido al constante movimiento y al calor, no tan intenso como para disimular sus pecas. Su expresión no variaba demasiado, manteniendo una media sonrisa que se volvía irónica o se transformaba en una mueca de hastío cuando nadie la miraba. Sus preciosos ojos verdes, enmarcados por las largas pestañas, trataban de concentrarse en el trabajo e ignorar a sus “admiradores”. Solo yo pude ver en ellos un matiz de tristeza que me rompió el corazón. En ese momento decidí que tenía que hacer todo lo necesario para hacerla feliz, o al menos para que su vida fuese mejor de lo que era. Al fin y al cabo yo era todo lo que tenía, pues la ayuda de mi abuela era tan forzada como interesada. No había tardado ni un día en exhibirla delante de sus clientes embutida en un uniforme que le quedaba pequeño, y en convertirme a mí en su lacayo en la cocina.
—¿Pero se puede saber qué haces ahí?
Di un respingo y me giré de golpe al escuchar aquella voz. Allí estaba La Susa en todo su esplendor, a dos metros de mí, con las manos apoyadas en sus amplias caderas, mirándome con sus crueles ojos pequeños y azules. Sus grandes y anticuadas gafas descansaban en la punta de su pequeña nariz y los carnosos labios estaban más tensos de lo habitual. Al parecer, lo de dejarme salir cinco minutos era literal, y habían pasado al menos siete.
—Venga para adentro, que queda mucho que hacer todavía. ¿O es que quieres que nos den las tantas?
—Perdona, abuela.
La seguí de vuelta a la cocina, sin desaprovechar la ocasión de embelesarme unos segundos con el bamboleo de sus nalgas. En efecto, quedaba mucho que hacer. Entré en la pequeña habitación junto a la cocina donde había dos fregaderos grandes y antiguos, y suspiré al ver los altos montones de platos sucios. Agarré el estropajo con desgana y... Vale, ya sabemos que tu trabajo es una mierda. ¿Es que no sabes lo que es una elipsis temporal? Vamos a la parte que nos interesa, amigo. La de tu mami y tú solitos en esa habitación con una sola cama.
Me gusta porque no parece una actriz porno.
Esa noche hacía más calor de lo habitual, así que cuando me senté en el alfeizar de la ventana para disfrutar de mi bien merecido porrito. No llevaba camiseta, solo los boxers. Estaba solo, esperando ansioso a mi amada compañera de cama, quien se estaba dando una ducha después de ayudar a la abuela con algunas tareas domésticas. Yo me había duchado hacía rato, había encendido la radio y colocado mi portátil apagado en la mesa del tocador, como quien no quiere la cosa, pues esa noche pensaba poner en práctica un plan. Era un plan arriesgado, pero si salía bien podía ser una noche memorable.
Cuando mi madre entró en la habitación y le puse los ojos encima casi me atraganto con el humo. Se había lavado el pelo y lo tenía húmedo, de un rojo más oscuro de lo habitual y bastante alborotado, lo cual le daba un aire entre aniñado y salvaje. Pero no fue su pelo lo que me hizo abrir los ojos como platos. No llevaba una de sus habituales camisetas de dormir, holgadas y descoloridas, sino un conjunto de dos piezas blanco y con diminutas flores azules y rojas. La parte de arriba consistía en un top de tirantes que le dejaba el ombligo al aire. No llevaba sostén y la forma natural de sus tetazas era tan reconocible como si fuese desnuda, incluidos los gruesos pezones, imposibles de disimular bajo esa tela tan fina. La parte de abajo eran unos pantaloncitos poco más grandes que unas bragas, que acentuaban la anchura de sus caderas y terminaban justo donde comienza el muslo, dejando sus piernas totalmente al aire. No podía saberlo con seguridad debido a la escasa luz (nos habíamos acostumbrado a esa agradable penumbra iluminada por la luna), pero estaba seguro de que no llevaba nada debajo.
Cuando notó que la miraba, lejos de incomodarse, paseó frente a mí e hizo un giro, parodiando a una modelo de pasarela. Se detuvo en una pose que pretendía ser graciosa per resultaba muy sexy, con una mano en la cadera, una pierna recta y la otra flexionada, tocando el suelo solo con la punta del pie. Rió un poco, echando la cabeza hacia atrás, y solo eso hizo que mereciera la pena el haber pasado todo el día sudando en el restaurante.
—¿Qué te parece? He encontrado unas bolsas con ropa de cuando vivía aquí —explicó. Con una naturalidad que me encantó, se sentó en el alfeizar, me quitó el porro de la mano y le dio una larga calada—. Es un milagro que todavía me quepa este pijama, con lo que he engordado desde entonces.
—Bah, estás estupenda, mamá.
Yo había visto fotos de cuando era joven y siempre había sido un poco rellenita. De hecho, a sus cuarenta y dos años estaba mejor que cuando tenía veinte. Agradeció mi cumplido con un sonoro beso en la mejilla y un cariñoso pellizco cerca del ombligo. La proximidad de su cuerpo bastó para poner mi verga aún más dura de lo que ya estaba.
—Tu tampoco estás mal, ¿eh? Te está sentando bien trabajar.
Pasamos un rato bromeando, hablando sobre la jornada y fumando. Por supuesto, no le mencioné los comentarios de los camioneros o cómo la había observado por la ventana. Tan previsora como siempre, mi madre había traído del restaurante una bolsa de Doritos y otra de gominolas, para calmar el voraz apetito que causa la marihuana. Nos las comimos tumbados en la cama, con cuidado de no manchar las sábanas, y mientras nos limpiábamos las manos con toallitas húmedas decidí que ya era hora de sacar a relucir el tema que mi polla erecta llevaba insinuando durante una hora.
—Mamá.
—Dime, cielo.
—¿Hoy vas a hacerme... Ya sabes... Un masaje?
Ella suspiró y se quedó unos segundos mirando al techo. Después me miró a los ojos.
—Cariño... No deberíamos volver a hacer esas cosas —dijo, en un tono dulce mezclado con algo de cansancio, como quien le repite a un niño por enésima vez que algo no está bien.
—¿Qué tiene de malo?
—Mira, Mateo, se lo que te está pasando, y es normal. Estamos pasando una situación difícil, aislados de todo en esta casa... Cuando la abuela te dé el día libre, que será pronto, deberías ir al pueblo y conocer chicas de tu edad.—Hablaba con bastante lucidez, teniendo en cuenta que estábamos más colocados que la noche anterior.
—No me gustan las chicas de mi edad —solté, de forma tajante, lo cual provocó que mi madre levantase las cejas—. Solo quiero... un masaje. Creo que no es para tanto. Además, anoche tú... Nada, da igual.
—¿Anoche yo qué?
—Pues que no parecía que lo pasaras mal del todo... Ya me entiendes.
—No digas tonterías —dijo, quitándole importancia al asunto, aunque su voz se alteró un poco—. Lo de anoche fue solo un juego, como cuando eras pequeño y te hacía cosquillas. No le busques tres pies al gato.
Podrías haber seguido presionándola, decirle que noté su respiración acelerada y el temblor de su cuerpo cuando me hizo correrme, o que su lengua en mi cuello y su pierna frotándose contra la mía no era algo propio de un juego inocente, pero no quise arriesgarme a que se enfadase, o alterarme demasiado y sacar a relucir mis verdaderos sentimientos, que iban más allá de una paja entre roces y susurros. Decidí ser diplomático, y le eché una rápida mirada a mi portátil, que seguía sobre el tocador.
—Mira, ya sé que me he pasado un poco de la raya. No debí tocarte de esa forma... Pero fue casi sin querer.
—¿Sin querer? ¿Lo dices por cuando me agarraste el culo o cuando me sobaste una teta? —dijo ella, con una sonrisa sarcástica—. Me gusta que tengamos tanta confianza, cielo, pero hay que poner límites.
—Sí, te entiendo. Y tengo una solución. Puedes hacerme... El masaje, mientras veo una película. Así estaré distraído y no haré cosas raras.
Ante mi idea, mi madre se colocó en esa postura tan sugerente, con el codo apoyado en el colchón y una pierna flexionada sobre la otra. El aspecto que tenían sus pechos en esa postura y la curva de su cadera se la habrían puesto dura hasta a un muerto. Me miró con una mueca de desconfianza, mezclada con el buen humor benevolente producto de la hierba.
—¿Una película? ¿Quieres decir una película porno?
—Pues claro, no va a ser una de Doraemon —afirmé, contribuyendo a su buen humor. Me sorprendió lo deprisa que aparecían y desaparecían los reparos sobre el rumbo que estaba tomando nuestra relación madre-hijo.
—Si te tocases viendo a Doraemon sí que me preocuparía —dijo ella, riendo—. De pequeño te pasabas horas viendo a ese gato cabezón.
Yo también me reí. Aunque, dicho sea de paso, algunas de mis primeras pajas, cuando apenas sabía lo que era el sexo, se las había dedicado a la madre de Nobita. Años más tarde, reviví esas confusas fantasías con el arte explícito que surge de la rule 34 de internet y del fanart, disfrutando de imágenes en las que Nobita y su madre llevaban su relación a niveles bastante húmedos y poco tradicionales. ¿Es que también fumas hierba mientras escribes, amigo? Deja de andarte por las ramas y vamos al grano.
—O sea, que quieres que te haga una paja mientras ves una película guarra, ¿es eso? —dijo, con aire de curiosidad y sin que desapareciese del todo su desconfianza.
—Bueno... Dicho así... Pero sí, es eso. Y tú también podrás ver la peli, claro.
—Mmm... —ronroneó, pensativa. Yo la conocía lo suficiente como para saber que estaba en ese punto en el que fingía dudar pero ya había decidido hacerlo—. Pero, no será de esas raras, ¿no?
—No, no me van los rollos raros. Es porno normal.
En parte no mentía. Casi todos los videos de mi colección mostraban a un hombre y una mujer en escenas de sexo bastante convencionales. El hecho de que fingiesen ser parientes cercanos (además de madres tenía algunas escenas con tías, hermanas y abuelas) a mí no me resultaba algo fuera de lo normal, aunque era el morbo de esas relaciones prohibidas lo que más me excitaba.
—Está bien —accedió al fin. Cerró un momento los ojos y suspiró, como si se dispusiera a hacer algo que requiriese un tremendo esfuerzo—. Pero pon el volumen al mínimo. Y nada de intentar toquetearme, ¿vale?
Asentí, salté de la cama y me senté frente al tocador al mismo tiempo que abría la tapa de mi portátil. Lo encendí y mientras cargaba observé a mi madre moverse por la habitación, de forma lenta y pesada, seguramente debido al cansancio y a los porros. Cogió un taburete plegable que había junto al armario y se sentó a mi lado, mirando la pantalla con expectación.
—Al menos veremos la tele un rato —bromeó, pues como ya dije en casa de mi abuela no había televisor ni internet.
Abrí una carpeta y escogí un video de Jodi West, una de mis pornstars favoritas, cuyas mejores escenas son ya clásicos para los aficionados al amor filial. Algunas de las películas en las que aparece tienen títulos tan prometedores como Mother-Son Secrets , Mother´s Indiscretion o Call me Mother , entre otros muchos. Es rubia y delgada, de pechos firmes, no muy grandes, y buenas piernas. No se parecía en nada a mi madre, salvo en que ambas tenían pecas. La verdad es que en muchas ocasiones busqué actrices porno, profesionales o amateurs, que se parecieran a mamá y resultaba difícil encontrar a una lo bastante similar como para sustituirla en mis fantasías, debido a su inusual belleza. La única con la que compartía cierto parecido era Karen Kougar, sobre todo en las escenas en las que iba teñida de pelirroja, aunque mi madre tenía el culo más grande y las piernas más bonitas.
Pensando en esas cosas, mis ojos dieron un buen repaso al cuerpo de la mujer sentada a mi lado, con las piernas cruzadas y un poco inclinada hacia adelante. Ella se dio cuenta, fue consciente de lo cerca que estaba, de la inmejorable vista de su escote que yo tenía desde mi mayor altura y de lo fácil que me resultaría tocarla si quería hacerlo. Se aclaró la garganta, miró alrededor y se levantó.
—¿Sabes qué? Voy a sentarme detrás de ti, así me resultará más cómodo.
Movió el taburete y se sentó detrás de mí. Era una faena no poder verla, pero no podía quejarme, ya que en teoría la finalidad de la película era mantener mi libido alejada de su tentador cuerpo. Me deslicé un poco hacia adelante para que pudiese ver por encima de mi hombro. Me rodeó con los brazos y pegó su cuerpo al mío, como si fuésemos en moto. En el espejo del tocador, detrás de la pantalla, podía ver su rostro asomando sobre mi ancha espalda, contra la cual se apretaron sus pechos, cálidos y mullidos. También podía ver sus rodillas y parte de los muslos a ambos lados de mi silla, pues se había abierto de piernas para poder acercarse todo lo posible. A esas alturas, mi polla estaba tan dura que de no haberla sacado por la abertura de los boxers habría hecho un agujero en la tela.
En la pantalla apareció Jodi West en un dormitorio, probándose un vestido floreado. De pronto descubrió que tenía un desgarrón e intentó coserlo, pero no podía enhebrar la aguja, pues llevaba gafas y era corta de vista.
—Vaya, si que es cierto que te gustan maduritas —comentó mi madre, socarrona, pues la actriz era incluso mayor que ella.
—¿Y qué tiene de malo?
—Nada. No tiene nada de malo, cielo. Mmm... Es bastante guapa, la señora. Y no tiene pinta de actriz porno.
—Por eso me gusta.
La escena continúa. Su hijo entra en el dormitorio y ella le pide ayuda para coser el vestido, para lo cual se lo quita, quedando en ropa interior. El tipo se pincha con la aguja, y como haría cualquier madre abnegada, ella le chupa el dedo, arrodillada frente a él en ropa interior (bueno, esto último quizá no lo haría cualquier madre). De pronto, la señora se da cuenta de que ha excitado a su hijo hasta el punto de que tiene un bulto importante en el pantalón, por lo cual ella se siente culpable y obligada a solucionar el problema. Oh, ¿Qué pasará a continuación? Eso sí que es suspense, amigo. Nótese el sarcasmo.
—¿Quién es ese chico? Entre lo bajito que está el volumen y que hablan en inglés no entiendo nada —dijo mi madre, que aún no se había percatado del tipo de escena que estaba viendo.
Por un momento dudé entre decirle la verdad o engañarla. Y decidí jugármela con la verdad. Al fin y al cabo, ella ya sabía lo que me rondaba por la cabeza, aunque fuese comprensiva hasta un extremo al que muy pocas madres podrían llegar. En ese momento, Jodi le bajó los pantalones a su hijo y comenzó a hacerle una buena mamada.
—Vaya... Va bien armado, el chaval —dijo mi madre, con sincera admiración—. Debe ser el que limpia la piscina o un repartidor... Eso es típico en estas películas.
—Es su hijo —confesé, en un tono casual, como si simplemente comentase el argumento de cualquier película normal.
La felación de la Sra. West se hizo más entusiasta y profunda. Era obvio que estaba disfrutando. Mi madre suspiró y noté la calidez de su aliento en el cuello.
—Ay, Mateo... Ya sabía yo que aquí había gato encerrado.
—No es su hijo de verdad. Están actuando.
—Ya me imagino. No soy tonta. Pero, teniendo en cuenta lo que está pasando últimamente entre nosotros, no sé si es buena idea tocarte mientras vemos esto.
—No pasa nada, mamá. Te juro que no te tocaré. Por favor...
—Ains... Está bien. Pero es la última vez, en serio. Entre los porros y lo que me cuesta decirte que no, esto se nos puede ir de las manos, así que disfruta esta noche porque a partir de mañana te relajas tu solito en el baño, ¿entendido?
—Entendido. Gracias, mamá, de verdad. Eres la mejor.
—Desde luego que sí. Te voy a hacer una paja mientras ves porno rarito, si eso no es ser buena madre no sé lo que es.
Dicho esto, se acomodó mejor en el taburete y comenzó a tocarme. Con una mano empujó mi verga contra mi vientre, sujetándola por la punta, mientras con la otra acariciaba la suave parte inferior del tronco, llegando hasta los huevos, que también acariciaba de vez en cuando. A pesar de su reticencia, se lo estaba tomando con calma. O tal vez, al ser la última vez que lo hacía quería que fuese algo que yo recordase el resto de mi vida. Un final apoteósico para nuestra breve incursión en el terreno del tabú.
En la pantalla, la pareja protagonista había pasado del sexo oral al fornicio puro y duro. Ella se había puesto a cuatro patas en una especie de sillón, sin sujetador y con las bragas por los tobillos, y él la taladraba sin descanso, como haría yo mismo en su situación. Por increíble que parezca, mi madre no solo no perdía detalle de la película, sino que adaptaba la velocidad e intensidad de sus movimientos a lo que ocurría en ella, e incluso cambiaba de técnica masturbatoria cuando cambiaban de postura. Al igual que la noche anterior, me susurraba al oído y su respiración se volvía más rápida. También me dio la impresión de que movía las caderas al mismo ritmo que las manos, tal vez frotándose contra el borde del taburete. Era solo una suposición, pues no podía verla, pero solo la idea de que pudiese estar haciéndolo me hacía hervir la sangre. La tentación de mover los brazos hacia atrás para tocarla era tan grande que agarré el borde de la mesa con ambas manos.
—Ufff... Mamá...
—¿Te gusta, cielo?
—Mucho... Pero hazlo más despacio, por favor o... O me voy... a correr...
—Esa es la idea, ¿no?
—No tan pronto... Quiero que dure, por favor... Hasta el final de la escena.
—Mmm... ¿Eso es lo que hacéis los tíos? ¿Os corréis cuando lo hace el de la película?
—Sí... Bueno... Yo lo hago...
Me arrepentí de no haber elegido una escena más larga. No quería que aquello terminase nunca, pero sería un milagro si aguantaba hasta el final del video. Mi madre se apiadó de mí y redujo la velocidad. Dejó de tocarme un momento para escupirse en las manos, y embadurnó toda mi polla con su caliente saliva, que se mezcló con mi abundante precum . Sus pequeñas manos se deslizaban lentamente desde la cabeza hasta la base, tocando casi los huevos, ejerciendo la presión justa en cada momento. No sabía si había practicado mucho con mi padre cuando aún se acostaban o si tenía un don natural, pero desde luego mi madre era una auténtica maestra de los trabajos manuales.
—Así mejor, ¿verdad? Despacito... —dijo, con sus labios rozando mi oreja.
—Sí... Me encanta... Ufff.
—Eso es, cariño, tu disfruta. No podemos volver a hacer estas cosas, pero sabes que te quiero muchísimo... Más que a nadie en el mundo.
—Sí mamá... Yo también... Ufff... Yo también te quiero.
Jodi y su hijo estaban en la cama, bombeando a base de bien en la postura del misionero. Siempre me han encantado las piernas de Jodi West en esa postura, la forma en que las flexiona y estira los pies. Me imaginé a mi propia madre en esa misma posición, con sus hermosas piernas abiertas y sus pequeños pies acariciando mi pecho y mis hombros. Tuve que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para no girarme y tomarla en brazos, tirarla sobre la cama, arrancarle esos pantaloncitos y penetrarla con una brutal embestida. No podía hacerlo. Aunque fuese verdad que ella también estaba cachonda no podía tratarla de esa forma. No quedaba mucho para que la escena terminase y mi madre continuaba masturbándome a dos manos, aumentando la velocidad de forma tan gradual que apenas lo notaba. El control que tenía sobre mis sensaciones, la forma en que sabía exactamente dónde y cómo tocar era increíble. No cabía duda de que nuestros cuerpos se entendían, y si realmente no volvíamos a tener sexo sería una tragedia, una pérdida para el mundo del placer. No podía dejar que terminase sin conseguir algo más. Mi mente, en ebullición, intentaba planear un movimiento que no fuese demasiado atrevido.
—Mamá... ¿Podrías... Hacerme un favor?
—¿Un favor? Miedo me das, Mateo... A ver, dime.
—¿Podrías quitarte la... La parte de arriba?
—No te voy a enseñar las tetas, hijo. Si quieres ver tetas mira las de la rubia de la película.
—No quiero verlas... Es decir, quiero... Pero no... No hace falta...
—Cariño, no te entiendo. Respira hondo e intenta explicarte.
—Solo quiero sentirlas... Sentirlas en mi espalda mientras me tocas.
—Bueno... Si es solo eso, está bien. Pero no hagas nada raro, ¿de acuerdo?
Dejó de darle al manubrio y mi tranca quedó palpitando, la gruesa cabeza brillando a la luz azulada de la pantalla. Se subió el top hasta las axilas y volvió a apretarse contra mí, al tiempo que sus manos reanudaban el delicioso masaje. Sentí la suave piel de sus pechos desnudos en mi espalda. Hasta pude notar que tenía los pezones duros. También noté que sus muslos rozaban mis caderas. Tenía las piernas muy tensas y en el espejo pude ver que sus mejillas estaban encendidas y su frente brillaba a causa del sudor, al igual que todo mi cuerpo.
—¿Las sientes?
—Ya lo creo... Ufff...
En la película, el tipo interrumpió su enérgico bombeo y Jodi se dejó caer de la cama, quedando de rodillas frente a él. El semen salpicó sus pechos, y remató la faena succionando las últimas gotas del grueso miembro de su hijo. En la vida real yo estaba a punto de explotar, e intuía que mi madre también. Seguía pajeándome a dos manos, girando un poco las muñecas al mismo tiempo que subía y bajaba. Una de las manos se centraba en masajear el grueso glande y la otra recorría el tronco sin descanso. Algo daba golpecitos en el suelo, y caí en la cuenta de que eran las patas del taburete de mi madre. Ya no podía disimular que ella también se estaba masturbando, frotando su sexo contra el asiento. La presión de sus pechos en mi espalda cambiaba al ritmo de sus movimientos y escuchaba su respiración acelerada junto a mi nuca, mezclada con pequeños gemidos.
—Mamá... Quiero pedirte... Una cosa más...
—Mateo... Por favor...
—Solo... Solo un beso... Bésame, por favor...
Sentí sus labios en mi piel, dándome suaves besos desde el hombro hasta la oreja, mientras respiraba con fuerza por la nariz. Me estremecí con las primeras descargas de un largo e intenso orgasmo. Mis huevos querían vaciarse y no podían esperar más.
—En la boca... Solo uno... por favor...
—Mateo... No...
—Por favor, mamá... Solo uno...
De nuevo accedió a mis deseos. Giré el cuello hacia un lado y ella se incorporó un poco. Sus pechos resbalaron sobre mi sudorosa espalda y quedaron a la altura de mis hombros. Me di cuenta de que me estaba masturbando con una sola mano, y aunque no podía verla, era evidente que con la otra se estaba tocando. En cuanto nuestros labios se tocaron abrí la boca y busqué su lengua. Su saliva era caliente, salada y dulce al mismo tiempo. Todo mi cuerpo se estremeció y el semen comenzó a brotar, manchando mi torso, mis muslos e incluso la mesa. Un par de proyectiles alcanzaron nuestros rostros, unidos por las lenguas, que durante unos segundos danzaron en nuestras bocas. Dejó de besarme y comenzó a temblar, con la frente apoyada en mi nuca. Su mano aún agarraba mi polla y la otra se movía a toda velocidad en su entrepierna. Su orgasmo fue aún más largo que el mío, y tuvo que esforzarse mucho para no hacer demasiado ruido. Yo escuchaba sus jadeos y suspiros como si estuviesen dentro de mi cabeza. Después de correrse, se quedó unos segundos recostada contra mí, recuperando el aliento. Su mano, pringosa por la saliva y la lefa, soltó mi verga, y con la otra volvió a cubrirse los pechos, que no llegué a ver ese día.
Se sentó en el borde de la cama y yo cerré la tapa del portátil, donde la escena había terminado hacía rato. Nos quedamos en silencio, exhaustos y aturdidos en la penumbra. Mi madre estaba sonrojada, sus ojos brillaban y tenía los muslos muy juntos, seguramente para ocultar la mancha de humedad entre sus piernas.
—Joder, mamá... Ha sido increíble.
—Sí.
—Tu también te has...
—No quiero hablar de eso.
—Pero...
—Mateo, por favor.
—Está bien.
No quería hablar de tema, pero la expresión de su rostro no mostraba desagrado o arrepentimiento, solo estaba un poco avergonzada. Me dio la impresión de que era más por el hecho de haber mojado su pijama que por haberse masturbado frente a mí (detrás de mí, mejor dicho). Pasado un rato se levantó de la cama, sacó su paquete de toallitas húmedas y me limpió, con una actitud totalmente maternal, como si me hubiese manchado comiendo un helado. Limpió también la mesa y algunas gotas que habían caído al suelo. Cuando terminó, se quedó de pie junto a mí, me miró de arriba a abajo y yo la miré a ella.
—Voy un momento al baño. Cámbiate de calzoncillos, que se han manchado mucho.
Antes de salir de la habitación, se inclinó para darme un largo beso en la frente. Su expresión era tierna, con un leve matiz de melancolía. Yo la abracé, de forma que mi rostro quedó apretado contra sus pechos. A pesar de la tremenda descarga estuve a punto de empalmarme de nuevo. Fue un abrazo diferente a todos cuantos le había dado hasta entonces. Un nuevo vínculo se había forjado entre nosotros, como si de nuevo me uniese a ella un cordón umbilical, esta vez hecho de deseo y secretos compartidos. ¡Vaya! Esa metáfora es rarita incluso para ti, amigo.
—Te quiero —dije. Mi voz sonó amortiguada por la abundancia de sus tetas.
—Yo también, cielo... Pero recuerda lo que acordamos. No podemos volver a hacer algo así.
Me limité a asentir, y noté en mi mejilla uno de sus pezones. El sudor hacía que se marcasen más bajo la tela. Entonces salió del dormitorio y me quedé solo. Me cambié los boxers y me tumbé en la cama, reviviendo cada maravilloso segundo de lo que había ocurrido. Cuando mi madre regresó había cambiado su empapado pijama de verano por otro muy parecido, amarillo y verde. Se tumbó a mi lado, suspiró y cerró los ojos.
—Vamos a dormir, que se ha hecho muy tarde. Buenas noches.
—Buenas noches, mamá.
En pocos minutos su respiración era la de alguien profundamente dormido. Yo tardé un poco más en conciliar el sueño, pensando en si realmente nunca iba a pasar nada más entre nosotros. Miré su apetecible cuerpo, su alborotado pelo rojo y la expresión tranquila en su rostro pecoso. Decidí que no iba a rendirme, y tuve el presentimiento de que tarde o temprano conseguiría mi propósito, conseguir mostrarle que cuando le decía “te quiero” significaba mucho más de lo que ella imaginaba, unirme a ella de forma que volviésemos a convertirnos en uno solo y llenarla con mi amor como nadie la había llenado. Claro que sí, amigo. Llenarla con tu “amor”. ¡Je je!
CONTINUARÁ...