Luisa Y Mateo. Memorias De Un Amor Prohibido (3)

"Desde luego, estaba conociendo una faceta totalmente nueva de mi madre, juguetona y alocada, pues no era posible que solo dos caladas de un porro la hubiesen llevado a comportarse así."

27 de mayo. Un escote capaz de parar camiones.

Para mi sorpresa, la abuela nos dejó dormir hasta tarde, si se considera tarde las nueve de la mañana. Teniendo en cuenta el carácter de La Susa, esperaba que nos despertase al amanecer golpeando una sartén con un cucharón o algo así. Después de desayunar, los tres nos subimos en el todoterreno de nuestra anfitriona, tan grande y robusto como ella, y fuimos a trabajar.

Sobra decir que mi madre y yo no hablamos de lo sucedido en la cama la noche anterior. Su actitud hacía mí era la de siempre, y si estaba más seria de lo normal no era por haber sentido la viscosidad de mi semen sobre las pecas de su bonito rostro, sino por la incierta situación en la que nos encontrábamos y por tener que mendigar la hospitalidad de su displicente madre.

En diez minutos llegamos al restaurante, un edificio pequeño de una sola planta junto a la carretera, tan rústico como la vivienda de su dueña, y con un amplio aparcamiento listo para recibir una buena cantidad de camiones. En los alrededores solo había campo, muchos matorrales y un bosque de encinas. En un alarde de originalidad, el restaurante se llamaba El Encinar.

Una vez dentro nos encontramos con Sebastián, el único empleado de mi abuela con el que no estaba emparentado. Era el típico camarero cincuentón que ha sido camarero toda su vida, quizá porque no valía para otra cosa, y porque estar detrás de una barra es el empleo perfecto para un alcohólico funcional. Era un tipejo que medía poco más de metro y medio, delgado y medio calvo, con una gran nariz enrojecida por el vino. Tenía los ojillos oscuros y brillantes de una comadreja, y no me gustó nada el repaso que le dio al cuerpo de mi madre en cuanto entramos, acompañado por una sonrisa libidinosa. A mí me miró como si todavía fuese un niño de cinco años, a pesar de que con mi tamaño podía aplastarlo como a una cucaracha. Sebastián me caía bien cuando era pequeño, pero ahora lo veía como el borrachuzo rijoso que realmente era y no me agradaba.

—¡Madre mía, Luisa! —exclamó cuando mi madre se acercó a saludarle. El muy cerdo incluso se relamió después de lanzarle una mal disimulada mirada al escote—. Pero qué hermosa estás. Me vas a robar todas las propinas, ¡ja ja!

—De eso nada, Sebas. Las repartiremos a partes iguales —dijo mi madre, haciendo gala de su diplomacia e ignorando la actitud libidinosa del camarero, que seguro le desagradaba tanto como a mí.

—Bueno, ya está bien de charla. Vamos a trabajar —dijo mi abuela, tan cortante como de costumbre.

Minutos después, la nueva camarera y yo estábamos en un pequeño cuarto en el que había unas cuantas taquillas con manchas de óxido, un taburete de madera y un desvencijado sofá que debía tener más años que el propio restaurante. En aquel sórdido vestuario nos pusimos los uniformes que nos había procurado La Susa. De nuevo, mi madre se quedó en ropa interior junto a mí sin dar muestras de incomodidad, y yo intenté no mirarla demasiado pues no quería salir de allí con una erección y suscitar las sospechas de Sebastián o de mi abuela. Mi vestimenta consistía en una especie de camisa blanca, un delantal y un gorrito ridículo que, al menos, hizo reír a mi compañera de fatigas cuando me lo encasqueté en la cabeza. El de mi madre era una falda negra hasta la rodilla, unos zapatos negros sin apenas tacón y una camisa blanca que le quedaba muy ceñida y para colmo se transparentaba un poco. Le costó abrocharse los botones y daba la impresión de que iban a saltar de un momento a otro por la presión de sus grandes pechos.

—Vaya, parece que la abuela se ha equivocado con la talla —dijo, mientras intentaba abrochar otro botón para no mostrar demasiado canalillo.

—¿Tú crees? —dije yo, sarcástico, aprovechando la ocasión para admirar sin disimulo sus maternales protuberancias.

—¿Por qué lo dices con ese tono?

—Vamos, mamá... ¿Crees que no lo ha hecho a propósito? A este sitio solo vienen camioneros.

Ella me miró y sus mejillas enrojecieron un poco durante un momento. No dijo nada, pero pude ver en su expresión que estaba de acuerdo conmigo. Creía a su madre capaz de exhibirla como a un trozo de carne solo para aumentar las ventas, pues seguro que en cuanto se corriese la voz de que la nueva camarera de El Encinar era una MILF pelirroja con un escote de infarto se detendrían más camiones que de costumbre. No quise comentar más el tema para que no se agobiase, pero le di un breve abrazo que agradeció acariciándome el pelo y dándome un largo beso en la mejilla. Fue realmente una hazaña salir de allí sin una erección.

No me extenderé sobre el trabajo en el restaurante pues cada día era igual al anterior y al siguiente. Fiel a sus palabras, mi abuela me hacía pelar patatas y fregar platos, ollas y sartenes, cortar cebollas, limpiar pescado, etc. Ella se movía de un lado a otro a una velocidad inconcebible en una mujer de su tamaño y edad, cocinando esto y aquello en los fogones, manipulando todo tipo de utensilios, cortando y asando, como si tuviese cuatro manos, y todo sin dejar de darme órdenes con frases breves y secas que sonaban como latigazos. De vez en cuando me quedaba mirándola sin que lo notase, cosa que resultaba casi hipnótica. El bamboleo de sus abundantes carnes, el rítmico temblor de las enormes nalgas cuando removía el contenido de una olla o la exagerada abundancia de los pechos bajo su delantal casi llegan a excitarme de verdad en un par de ocasiones, a pesar de lo ocupado que estaba intentando cumplir todas sus órdenes sin rebanarme un dedo, y a pesar de que no dejaba de pensar en mi madre y en lo mal que lo estaría pasando con todos esos tipejos devorándola con la mirada.

Las jornadas eran agotadoras. Comenzaban a las diez de la mañana y terminaban a las once de la noche, con solo un par de horas por la tarde para comer y descansar un poco. Por la noche, ya en casa, cenábamos con la abuela y nos íbamos a nuestra habitación, agotados. Así un día tras otro, pero las noches... Ah, las noches eran otra historia, y me centraré en ellas pues hubo varias dignas de contarse.

It's been a hard day's night...

Después de nuestro primer día de trabajo en El Encinar, nos dimos una ducha (por separado, desgraciadamente), y nos tumbamos en la cama exhaustos. A mí me dolía todo el cuerpo, sobre todo las manos y el cuello. A mi madre debían dolerle las piernas, porque se dio un breve masaje con una crema que olía muy bien, apretando con las manos desde los tobillos hasta casi las ingles. Por supuesto no perdí detalle de sus movimientos, aunque se sentó en la cama dándome la espalda, y la forma en que la piel pálida de sus piernas brillaba y se movía me puso cachondo de forma irremediable. Podría haber hecho eso en el baño, pero era obvio que a pesar del “accidente” de la noche anterior cada vez se sentía más cómoda en mi compañía. Al fin y al cabo yo era su hijo, y si sospechaba que mis sentimientos hacia ella no eran tan puros y castos como deberían no le daba demasiada importancia, o prefería ignorarlos y comportarse con naturalidad por el bien de la convivencia.

Se tumbó junto a mí y soltó un largo suspiro. Encendió una pequeña radio a pilas que había encontrado en el restaurante y la puso en su mesita de noche, con el volumen muy bajo para no molestar a la abuela. Pasamos un rato en silencio, escuchando el murmullo de la música, hasta que se tumbó de lado mirando en mi dirección y me acarició el brazo.

—Debes de estar hecho polvo —susurró.

—Pues sí. Trabajar en la cocina es más duro de lo que pensaba. Y muy estresante.

—La abuela no se ha quejado. Eso es casi como si dijese que lo has hecho bien.

—Bueno, algo es algo. ¿Y cómo te ha ido a ti sirviendo las mesas?

—No ha estado mal. Sebastián me ha ayudado mucho.

—¡Ja! Ya me imagino —dije en tono burlón.

—¿A qué viene eso? —preguntó mi madre. Al parecer, una especie de modestia maternal le impedía reconocer delante de su hijo que estaba buena y los hombres la deseaban.

—¿No has notado como te mira?

—Cielo, conozco a Sebas desde que era pequeña. —Hizo una pausa, como decidiendo si debía ser sincera conmigo o protegerme de la sucia realidad—. Sí, es un viejo verde y no para de mirarme... Pero es inofensivo.

—¿Y los clientes? Si alguno se pasa de la raya dímelo y se va a enterar —afirmé, con la voz más grave y varonil que pude.

—¡Ja ja! Eres un encanto. Pero no te preocupes. Puedo defenderme sola de esos gañanes. Lo único que hacen es soltarme algún piropo y dejar más propina de lo normal, cosa que nos viene muy bien.

Me molestó un poco que no se tomase en serio mi oferta de protección. Al fin y al cabo, y a pesar de mi carácter pacífico, yo era un tiarrón de metro noventa y espalda ancha, y aunque mis músculos no se marcasen demasiado y tal vez me sobrase un kilo o dos podía intimidar a más de uno si me lo proponía. Por otra parte, me alegró que mi madre tuviese el ánimo y el carácter para lidiar ella sola con las atenciones de los comensales.

A pesar del cansancio no tenía sueño, y se me ocurrió una idea que además de ayudarme a relajarme pondría a prueba los límites de la creciente confianza entre mi madre y yo.

—Oye, mamá. ¿Te importa si fumo?

—¿Fumar? ¿Quieres decir fumarte un porro? —Levantó un poco la cabeza de la almohada y enarcó una ceja.

—Me vendría bien para relajarme... Ya sabes, ha sido un día duro.

Me miró durante unos segundos, pensativa. Ella sabía de sobra que yo fumaba hierba, y aunque no le gustaba que lo hiciera tampoco me lo había prohibido nunca. De hecho, se lo había ocultado a mi padre, quien era menos permisivo con esos asuntos.

—Está bien, pero hazlo cerca de la ventana y echa el humo fuera. Solo nos faltaba que tu abuela entrase aquí y oliese a marihuana.

—Tranquila. Tendré cuidado.

Saqué la hierba y el tabaco de mi mochila, me hice un canuto de buen tamaño y me senté en el alfeizar de la ventana, de forma que solo tenía que inclinarme un poco hacia atrás para echar el humo al exterior. A pesar del calor, la noche era agradable y corría una leve brisa. Después de la primera calada comencé a sentirme mucho mejor. Mi madre seguía tumbada en la cama, las piernas estiradas y un pie cruzado sobre el otro, lo cual resaltaba la turgencia de sus muslos y pantorrillas. Tenía las manos cruzadas sobre el vientre y movía los dedos al ritmo de la canción que sonaba en la radio (mi memoria musical no es muy buena, pero creo que era algo de Queen). Intenté no mirarla descaradamente, pero de vez en cuando mis ojos buscaban su cuerpo sin que pudiese evitarlo. Al igual que la noche anterior, yo llevaba solo unos boxers y una camiseta. Mi erección era evidente, pero no estaba seguro de si ella podía verla desde su posición, y la verdad es que me daba igual que la viese. Casi lo deseaba. Esa es la actitud, amigo. Enséñale lo que hay en el menú y tal vez le entre hambre.

Pasados unos minutos se levantó de la cama y caminó hasta la ventana. Se sentó junto a mí en el estrecho alfeizar, con las piernas cruzadas. Su camiseta de dormir era tan corta que podía verle el muslo entero y el comienzo de una nalga. La luz de la luna iluminaba su piel pálida y creaba formidables sombras en los volúmenes de su cuerpo. Estaba tan hermosa en ese momento que sentí la tentación de hacerle una foto con mi móvil, pero no quise romper el encanto del momento.

—Anda, dame una calada —dijo, con una sonrisa pícara y cierta timidez que me pareció encantadora.

Le entregué el porro de inmediato y ella se lo llevó a los labios. Aspiró y retuvo el humo durante unos segundos antes de soltarlo por la nariz, sin toser ni nada parecido, cosa que me sorprendió.

—Vaya, mamá... Parece que no es la primera vez —comenté, gratamente sorprendido.

—Pues claro que no, ¿Qué te crees? —dijo, antes de dar una segunda calada, más profunda que la anterior, y devolverme el canuto, cuyo tamaño había menguado considerablemente—. Fumaba antes de conocer a tu padre, pero lo dejé porque a él no le gustaba.

—A mí me gusta. Y me gusta que lo hagamos juntos.

Su boca se ensanchó en una preciosa sonrisa. Hacía mucho que no la veía sonreír de esa forma, con los ojos brillantes y ese resplandor de ternura que solo las madres pueden proyectar con la mirada. A mi excitación sexual se sumaron otras emociones distintas que pusieron mi corazón a latir desbocado. Me resistía a reconocerlo, pero además de desearla me estaba enamorando de ella.

—Bueno... Pero sin abusar, ¿eh? Solo de noche, cuando estemos aquí solos.

—Claro.

Dejamos de hablar y nos limitamos a fumar y a disfrutar de la agradable brisa. Desde la ventana veíamos una zona de la parcela especialmente descuidada, llena de arbustos y árboles sin podar. También podíamos ver el viejo pozo, del que nadie sacaba agua desde hacía décadas, sellado con una plancha de metal oxidada y cubierto de musgo. De repente, surgiendo de las sombras, aparecieron dos criaturas de elegantes andares. Una de ellas era Conan , nuestro gato de pelaje gris, quien apenas nos hacía caso desde que habíamos llegado. Le acompañaba otro felino, un poco más grande, también gris y con una mancha blanca en la frente. Caminaban muy juntos, rozándose con la cabeza y lamiéndose el morro de vez en cuando, en actitud cariñosa.

—Mira a Conan —dije, con la voz ya un poco afectada por la hierba—. Parece que ha hecho una amiga.

—¿Una amiga? ¿Es que no te acuerdas de Jacinta ? Es la mamá de Conan .

Hice un poco de memoria y recordé a Jacinta (menudo nombre para una gata, por cierto). Unos cinco años atrás, una de nuestras escasas visitas a casa de La Susa había coincidido con uno de los partos de Jacinta . Fue mi madre quien insistió en llevarse a uno de los gatitos, ya que ni a mi padre ni a mi nos entusiasmaban los gatos, aunque en cuestión de días le cogí mucho cariño al pequeño felino.

—Aaaww... Fíjate —exclamó mi madre, enternecida por el gatuno espectáculo—. Parece que la ha echado de menos.

Los gatos remoloneaban junto al pozo, se lamían el rostro, se frotaban los hocicos y los costados, y ronroneaban felices. Lo que pasó a continuación hizo que la expresión de ternura de mi madre cambiase a una de asombro. Después de unas cuantas muestras más de afecto, Conan se colocó detrás de Jacinta . La gata, de mala gana pero sin resistirse, se tumbó con el vientre pegado al suelo y la cola levantada. Su hijo afianzó las patas traseras y movió las caderas, despacio al principio, como tanteando, y después le propinó una serie de rápidas y enérgicas embestidas que hicieron maullar a su madre, no sabría decir si de gusto o de disgusto, pero mis inclinaciones me hacían decantarme por lo primero. Espabila, amigo. Hasta el gato ha conseguido montar a su mami antes que tú.

—¡Pero bueno! —exclamó mi madre, escandalizada, aunque se le escapó una carcajada y se llevó la mano a la boca.

—Pues sí, se ve que la echaba mucho de menos —dije.

Ya fuese por la hierba o por lo surrealista de la situación los dos nos echamos a reír. Los gatos nos escucharon, se quedaron muy quietos mirando hacia nosotros, como si fuesen conscientes de que lo que hacían no estaba bien, y de inmediato se escabulleron entre los arbustos. Mi madre se lo tomó a broma, un acto aleatorio de dos animales que no sabían lo que hacían. Pero para mí fue una señal, una premonición de lo que debía de pasar entre ella y yo.

Poco después volvimos a echarnos en la cama, todavía sonrientes y un poco atontados por el porro. En cuanto me tumbé, mi polla decidió que ya era hora de dejar de esconderse. Se irguió en toda su tensa verticalidad, poniendo a prueba la tela de mis boxers. Mi madre lo notó enseguida y suspiró, resignada.

—¿Ya estamos otra vez?

—No es culpa mía, mamá. Es... La costumbre.

—¿Qué costumbre?

—Siempre me... Ya sabes, me hago una paja antes de dormir —expliqué. Aún me costaba decir “paja” frente a ella, a pesar de que ella misma había usado esa expresión la noche anterior—. Deja que haga lo mismo que ayer. Esta vez cogeré un calcetín sin agujeros.

—Déjate de calcetines. Ya viste el resultado que eso dio anoche. Además, te entusiasmaste demasiado y me sobaste el culo, ¿o es que de eso no te acuerdas?

Por supuesto que me acordaba. El tacto de su piel en mi mano era algo que no olvidaría nunca. Se quedó callada un momento, con la boca torcida en una extraña mueca, entre pensativa y traviesa. Sus ojos estaban un poco somnolientos debido a la hierba y brillaban en la oscuridad, clavados en el bulto de mi entrepierna. Tal vez esa era mi oportunidad. Estaba lo bastante drogada como para desinhibirse pero no tanto como para que yo tuviese la sensación de aprovecharme de ella. Pensé a toda velocidad en mi próximo movimiento pero, para mi sorpresa, ella se me adelantó.

—¿Sabes qué? Voy a hacértelo yo —dijo, como quien habla de hacer un bocadillo.

—¿Vas a... ? ¿Vas a hacerme una... ? —balbucí, sin poder creer mi buena suerte.

—Voy a darte un masaje, ¿entendido? Para que te relajes y podamos dormir de una vez. Pero nada de tonterías. Si me tocas o dices alguna guarrada te vas al baño y terminas solo.

Solamente pude tragar saliva y asentir, mientras ella se tumbaba de lado, con la cabeza muy cerca de la mía y una pierna flexionada sobre mi muslo. ¿Era a causa de la hierba? ¿Era porque llevaba mucho tiempo sin tener sexo o es que se había puesto cachonda viendo follar a los gatos? No lo sabía y apenas me importaba. Si quería llamarlo “masaje” que lo llamase así, pero la cuestión es que su mano sacó mi verga por la abertura de los boxers y comenzó a acariciarla de arriba a abajo con la punta de los dedos. Se acercó un poco más, recostándose contra mi cuerpo. Podía notar una de sus grandes tetas sobre mi pecho, con el pezón duro muy marcado en la tela de la camiseta. Su boca estaba pegada a mi oreja y cada vez que susurraba su aliento cálido me hacía estremecer de pies a cabeza.

—Eso es cielo... deja que yo me encargue. Tu no te muevas.

Solté una larga bocanada de aire cuando su mano pequeña y pálida agarró el tronco, un poco por debajo del glande, con firmeza pero sin apretar demasiado. Estaba claro que sabía lo que hacía. La movió lentamente, arriba y abajo. Luego paró y me hizo una especie de masaje en el frenillo con su pulgar, moviéndolo en círculos, mientras estiraba un poco mi verga en dirección a mi ombligo. Era una técnica sublime, y no tardé mucho en gemir de gusto, cosa que me avergonzaba un poco.

—Sssh... No hagas tanto ruido, cariño. Te puede oír la abuela.

—Ufff... mamá... joder...

—¿Te gusta así? —preguntó, y movió el pulgar más rápido, combinándolo con un leve movimiento de toda la mano.

—Sí... me gusta mucho... mmmm

Mi madre me estaba haciendo la mejor paja de mi vida. Es más, estaba teniendo la mejor experiencia sexual de mi vida, pues mi primer y único polvo con una chica de mi edad no había sido gran cosa. Animado por la sensualidad de su actitud, moví la mano y probé a agarrar su pecho. Lo apreté con suavidad, sintiendo el pezón endurecido en la palma de la mano, y la mullida carnosidad en la punta de los dedos. Me dejó tocar durante unos diez segundos, pasados los cuales me dio una pequeña patada.

—Mateo... Quieto, por favor. He dicho que nada de tocar.

Me dio la impresión de que su voz sonaba entrecortada. Tal vez estaba tan caliente como yo pero se contenía para no ir demasiado lejos. Yo retiré la mano. No quería arriesgarme a que se enfadase y me dejase a medias.

—Ya te queda poco, ¿verdad? Puedo notarlo —dijo. Cada palabra susurrada en mi oído me acercaba un poco más al clímax.

—Si... Uufff... Ya... Ya casi...

—¿Lo hago bien, cielo? ¿Te gusta?

—Sí, mamá... Sí... Joder...

Terminó con el “truco del pulgar” y comenzó a masturbarme con energía. Su muslo desnudo se movió, rozando el mío, y su pie acarició mi pierna. Era increíble como usaba todo su cuerpo para estimularme, manteniéndome bajo control y sin traspasar la frontera que convirtiese aquello en algo más que una madre extremadamente cariñosa y comprensiva ayudando a su hijo a relajarse. Su respiración se había acelerado un poco, y su aliento en mi oído era más rápido y caliente. Para colmo no paraba de hablar, con esa voz tan sensual, animándome con dulzura y solo una pizca de lujuria en su tono. Las primeras sacudidas de un apoteósico orgasmo me hicieron levantar un poco las caderas y agarrarme al colchón como si la cama fuese a salir volando.

—Eso es, cielo... Así, muy bien...

En ese momento me besó el cuello, noté la punta de su lengua haciendo un recorrido que culminó con sus labios apretando el lóbulo de mi oreja. Hizo un ruido con la garganta, como si contuviese un gemido, y me dio la impresión de que todo su cuerpo se estremecía. Pero yo estaba demasiado ocupado tratando de no gritar de placer, con los dientes apretados y todos los músculos del cuerpo tensos. Los dos sudábamos un poco y nuestra piel brillaba a la luz de la luna, la mía morena y la suya pálida como el marfil. Cuando mi verga comenzó a disparar, con tanta abundancia y potencia como la noche anterior, ella se apartó un poco, tocándome solo con la mano, que no paraba de moverse a toda velocidad. Noté los impactos húmedos y calientes de mi propio semen en el abdomen, el pecho... y en la cara. Ella no dejó de meneármela, cada vez más despacio, hasta que salió la última oleada, ya sin fuerza, que resbaló por su mano. En cuanto mi cuerpo se relajó, comenzó a reírse a carcajadas, sofocándolas con la almohada.

—¿Qué... Que pasa, mamá? ¿Por qué te ríes así?

Se sentó en la cama y me miró. Estaba preciosa con su pelo rojo alborotado y las mejillas encendidas por la risa (y tal vez por algo más). Se limpió la mano en mi camiseta y de nuevo rompió a reír.

—¡Ja ja! Mírate, cariño... ¿Pensabas que no iba a vengarme por lo de anoche? —dijo, señalando mi cuerpo desde la cintura hasta la cabeza.

Desde luego, me había puesto perdido. De nuevo había sido víctima del “Efecto Edipo”, ese fenómeno físico que hace a un hombre eyacular con más fuerza y abundancia cuando tiene sexo con su propia madre. Mi camiseta estaba empapada, y podía sentir por toda la cara el calor húmedo de mi corrida. ¡Se ha vengado! ¡Ja, ja, amigo, tu mami es una freak!

—¿Estás de coña? ¿Lo has hecho solo para vengarte por lo de ayer? —dije, todo lo indignado que podía estar después de semejante pajote.

—Bueno... Y también para ayudarte a relajarte. No te enfades, cielo. Te ha gustado, ¿no?

—Sí, mamá. Ha sido... En fin... No me esperaba...

—Parece que no te han quedado fuerzas ni para hablar, ¡Ja ja!

Después de reír un poco más, se inclinó y me dio un beso en la frente, con mucho cuidado de no tocar con sus labios los espesos goterones de lefa. Se levantó de la cama y sacó de su bolso un paquete de toallitas húmedas, me limpió la cara y me dio una camiseta limpia del armario. Después fue al baño y me dejó solo, agotado y con la cabeza hecha un lío. Me costaba creer que lo que había hecho fuese solo un inocente masaje relajante o una excusa para vengarse de mí por correrme sobre ella la noche anterior. Desde luego, estaba conociendo una faceta totalmente nueva de mi madre, juguetona y alocada, pues no era posible que solo dos caladas de un porro la hubiesen llevado a comportarse así. Pensando un poco en el pasado, caí en la cuenta de que esa faceta siempre había estado ahí, reprimida por su aburrido marido y por sus obligaciones como madre y ama de casa.

Cuando regresó me dio las buenas noches con un beso en la mejilla y una breve caricia en el vientre, algo que hacía desde que yo tenía memoria. Ese gesto tan genuinamente maternal, exento de toda lujuria, contrastaba a más no poder con el recuerdo de su mano en mi verga o de sus labios mordisqueando mi oreja. No cabía duda de que era una mujer complicada, y me quedé dormido pensando en la forma de resolver el rompecabezas.

CONTINUARÁ...