Luisa Y Mateo. Memorias De Un Amor Prohibido (2)

" ...mi semen había tocado su cara, y eso era mucho más de lo que esperaba al comienzo de la noche."

A sí que en la tarde del día siguiente cargamos el coche de mi madre, un destartalado Opel Corsa de principios de los noventa, con nuestras maletas y algunas cajas y partimos rumbo al pueblo de mis ancestros, a una hora de la ciudad. Durante el viaje escuchamos música e intentamos mantenernos animados dentro de lo posible. Ella se había puesto una holgada blusa verde (a las pelirrojas les sienta muy bien el verde) que permitía ver el comienzo del canalillo y una cómoda falda que le tapaba hasta las rodillas, aunque estando sentada podía verle parte de los muslos. Por suerte, mi madre apenas conducía y su falta de confianza evitaba que apartase los ojos de la carretera, por lo que no percibió mis continuas miradas a su cuerpo ni la continua erección que se marcaba en mis pantalones. Había llegado a un punto en el que el simple hecho de estar cerca de ella me excitaba.

Estaba anocheciendo cuando llegamos al rústico caserón de mi abuela, una sencilla vivienda de una sola planta, paredes blancas y tejado rojizo, rodeado por una pequeña parcela de tierra descuidada, llena de hierbajos y plantas que habían crecido sin orden ni control. Conan fue el primero en bajarse del coche y, con cierta desconfianza, fue a relacionarse con un par de gatos que remoloneaban cerca de la fachada. Al menos a mi abuela no le molestaban los gatos.

Antes de que llamásemos al timbre, se abrió la puerta principal con un chirrido de lo más teatral y el hueco se llenó con la imponente presencia de mi abuela, que nos miró con sus ojos pequeños y azules como a dos mendigos que llegasen a pedir limosna. Nos besó en las mejillas como si nos hiciese un favor y nos invitó a entrar, o más bien nos lo ordenó, dejando claro que a partir de ese momento era ella quien mandaba.

Mi abuela materna se llamaba Jesusa, nombre pueblerino donde los haya, pero todo el mundo la llamaba La Susa. Al contrario que mi madre, era bastante alta: un mujerón de casi metro ochenta, robusta y entrada en carnes. No sabía su edad exacta pero debía estar más cerca de los sesenta que de los cincuenta, y a pesar de ser abuela no era en absoluto una anciana. Su forma de moverse y de hablar era tan vigorosa como la de una mujer treinta años más joven, y no me avergüenza admitir que a pesar de ser un hombre alto y fuerte no estaba seguro de si habría podido ganar en una pelea contra ella.

Era de piel clara, más rosada que la de su hija pero con la misma tendencia a enrojecerse, sobre todo su rostro redondo y ancho, con mejillas como manzanas. Su pelo corto y rizado parecía platino, por la mezcla de su cabello rubio natural con las numerosas canas plateadas. En la familia de mi madre casi todos tenían el pelo y los ojos claros, quizá debido a antepasados nórdicos o anglosajones. Yo, en cambio, había heredado los genes de mi abuelo materno, de quien se decía en el pueblo que descendía de gitanos. Volviendo a La Susa, llevaba unas gafas grandes y anticuadas y solía vestir de forma recatada aunque no monacal, ya que a veces lucía escote y faldas un poco por encima de la rodilla. Su cuerpo era un compendio de curvas exageradas: caderas muy anchas, como las de una yegua, un culazo enorme que se meneaba hacia los lados cuando caminaba, piernas largas, de muslos rollizos y pantorrillas gruesas, y unas tetazas grandes como sandías (no hablo de sandías pequeñas, sino de esas  que son imposibles de levantar con una sola mano). Cuando yo era pequeño pensaba que mi abuela era una giganta, y ahora que era más alto que ella seguía pareciéndome enorme e intimidante, aunque también entendía por qué a pesar de ser “una abuela” los hombres la miraban con mayor o menor disimulo cuando caminaba por el pueblo.

Un momento, amigo. ¿Es que la abuelita también te la pone dura? No voy a negar que tenía atractivo sexual, sobre todo para los amantes de las mujeres maduras, pero yo rara vez había pensado en ella de esa forma, quizá por lo poco que me gustaba su carácter o porque solo la veía un par de veces al año. Obviamente, le miraba el culo y las tetas cuando tenía ocasión, pero porque eran un culo y unas tetas enormes que atraían la mirada como la luz atrae a las polillas.

Cuando entramos en la casa fue como retroceder en el tiempo cincuenta años. Muebles antiguos, crucifijos e imágenes de la virgen (no es que la abuela fuese especialmente devota, pero esa era su idea de decorar una casa “decente”), tapetes de ganchillo, una estufa de leña, cuadros con escenas de caza, etc. No había televisión y por supuesto no había internet.

Mientras metíamos las maletas en la casa, la abuela me dio una fuerte palmada en el hombro y sonrió a su manera, una sonrisa en la que casi nunca había genuina alegría.

—Qué buenas espaldas estás echando, Mateo  —exclamó con su acento pueblerino, y añadió en un tono casi jocoso: — Para cargar sacos de papas.

Yo sonreí por compromiso, un poco temeroso de que realmente se propusiera hacerme cargar sacos de patatas. Mi madre se puso a mi lado, sonriendo con orgullo, y colocó la cabeza junto a mi hombro para que la abuela percibiese mejor mi estatura. Incluso me acarició el brazo, un gesto afectuoso que compensó la brusquedad de nuestra anfitriona.

—Cada vez se parece más a papá, ¿verdad?  —dijo mi madre, refiriéndose a mi abuelo.

—Sí, tiene la misma cara de gitano  —espetó La Susa, echando por tierra el cumplido que me había hecho poco antes.

No nos enseñó la casa porque ya la conocíamos, pero nos acompañó a nuestro dormitorio. Espera, ¿has dicho “nuestro” dormitorio? ¿El mismo para los dos? No me creo que vayas a tener tanta suerte, amigo . Entonces, mi madre y yo caímos al mismo tiempo en la cuenta de un detalle importante: en la casa solo había dos dormitorios, el de la abuela y otro. Para colmo solo había una cama, de matrimonio pero no muy grande, con cabecero de hierro. El resto del mobiliario consistía en un sencillo tocador con un espejo y una silla, dos mesitas de noche, un armario, un crucifijo de madera sobre la cama y unas cortinas verdes.

—¿Dónde están mi cama y las de mis hermanas?  —preguntó mi madre, pues esa era la habitación que había compartido con mis tías cuando eran pequeñas.

—¿No te acuerdas de la inundación del año pasado? Se estropearon, las tiré y puse esta. De todas formas nunca venís de visita, ¿para qué quería tres camas?  —Hizo un ademán con los brazos y sus tetazas temblaron un poco bajo la fina bata que llevaba.

—Yo puedo dormir en el sofá si hace falta  —dije.

—El sofá no es para dormir  —dijo la abuela, en un tono que no admitía discusión —. Y yo duermo sola, así que apañaos con lo que hay. Voy a hacer la cena.

Dicho esto, se dio la vuelta y nos dejó en la habitación. Mi madre se encogió de hombros, hizo una mueca de resignación y se puso a deshacer las maletas.

—Parece que vamos a ser compañeros de cuarto.

—Sí... Y de cama. Espero que no ronques mucho  —bromeé, para aliviar la tensión, pues sabía que ella no roncaba.

Respondió a la broma dándome un azote cariñoso con una toalla antes de guardarla en el armario. Yo guardé mi ropa interior en los cajones de una de las mesitas de noche, mientras mi cabeza no paraba de elucubrar. Salvo por la apabullante presencia de la abuela, la situación parecía sacada de un video porno. Yo había visto varios en los que una madre y un hijo se ven obligados a compartir lecho, hay tensión, hay tentación, hay roce, a veces hay discusión, hay ropa interior que acaba estorbando, e indefectiblemente la cosa termina en un polvazo. Me parecía increíble que el destino me hubiese llevado hasta el comienzo de esa escena, pero en la realidad todo era mucho más complicado. A la excitación y a la esperanza de ver cumplida mi fantasía se sumaba el miedo por lo que realmente podría pasar, o el miedo a no atreverme a hacer nada y que dormir cada noche junto a ella se convirtiese en una tortura.

Después de una breve ducha durante la cual no me atreví a desfogarme, pues mi abuela es de las que entran en cualquier parte sin llamar cuando les viene en gana y el baño no tenía pestillo, nos sentamos a cenar. Una cena frugal, una ensalada y algo de fruta. Las mujeres hablaron un poco de esto y de aquello, y me entristeció un poco ver el cambio que se produjo en mi madre. Era una mujer con carácter y personalidad, pero cuando mi abuela estaba presente se volvía sumisa y era incapaz de relajarse. De repente, La Susa dijo algo que me hizo levantar la vista del plato.

—Descansad bien esta noche, que mañana mismo empezáis los dos a trabajar.

—¿A trabajar? —pregunté sorprendido. De no ser porque mi abuela no tenía sentido del humor hubiese pensado que bromeaba. Mi madre me miró con ojos tristes y esa mueca de resignación en sus bonitos labios que no paraba de aparecer desde que habíamos llegado allí.

—Pues claro, a ver si te piensas que vais a estar aquí a la sopa boba —dijo la abuela—. Tú me ayudarás en la cocina y tu madre servirá las mesas.

No le he mencionado, pero mi abuela tenía un restaurante en la carretera, a diez minutos del pueblo. Era uno de esos lugares cutres donde solo paran los camioneros hambrientos y algún viajero despistado. Ella era la cocinera, y desde que murió el abuelo también la única dueña y jefa absoluta, cosa que le encantaba.

—Pero... Yo no sé nada de cocina —me quejé.

—Ya aprenderás. De momento con que sepas pelar patatas y fregar platos me vale.

La mirada suplicante de mi madre me hizo desistir de quejarme más. Al parecer, la hospitalidad de La Susa tenía un precio, incluso para su hija y su nieto. Era cierto que de todas formas yo tenía pensado buscar trabajo, pues estaba claro que estudiar no era mi fuerte, pero ser el empleado de aquella mujer tan autoritaria y desabrida no me convencía en absoluto.

No tan extraños compañeros de cama.

Poco después de cenar, pues allí no había mucho que hacer hasta la hora de dormir, mi madre y yo nos fuimos al dormitorio. Muy bien, amigo, a ver si esto se pone interesante de una vez . Estábamos cansados después del ajetreado día de mudanza y deprimidos por nuestra nueva situación. A pesar de todo ella intentaba mantener el buen humor cuando estábamos a solas, y yo hacía lo mismo para que no se viniese abajo, pues hubiese hecho cualquier cosa por no verla llorar de nuevo.

Pensaba que tenerme en la habitación sería una molestia para ella, pero no dio muestras de que le molestase mi presencia mientras se quitaba la ropa, aunque me dio la espalda para que no le viese los pechos cuando se quitó el sostén. Aun así le eché una buena mirada a su cuerpo. Para dormir se puso una camiseta larga que, estando de pie, le llagaba hasta donde sus voluminosas nalgas se unían con los muslos. Solo tenía que inclinarse un poco para que se le viesen las bragas, blancas y sin adornos, el tipo de ropa interior cómoda que las mujeres se ponen para dormir. Yo no necesitaba camisones transparentes o lencería de encaje para que mi madre me pareciera sexy. Podría haber llevado puesto un saco de patatas y para mí sería la mujer más sensual del mundo.

No quisimos encender la lámpara para que no entrasen bichos, así que la única luz era la de la luna, que entraba por la amplia ventana. En la penumbra azulada, su piel pálida destacaba incluso sobre las sábanas de la cama, también blancas e impolutas. Se tumbó bocarriba, con una pierna flexionada, mirando al techo con aire pensativo, y tuve que esforzarme para no mirarla mientras me cambiaba, cosa que me llevó una eternidad. No quería que notase mi erección, un bulto que crecía y disminuía según el éxito de mis esfuerzos por dominarlo. Finalmente me tumbé a su lado. El colchón era blando y cómodo, aunque estaba viejo y se hundía un poco hacia el centro, lo cual haría más difícil mantener nuestros cuerpos separados. Vaya, amigo, eso debe ser otra señal. Hasta el colchón quiere que le des lo suyo.

—¿Vas a dormir así, con el calor que hace? —dijo de repente, mirando a mis piernas. Además de una camiseta de manga corta me había puesto unos pantalones de chándal—. En casa siempre duermes en ropa interior.

—Eh... Es que... —balbucí, sin saber bien qué decir.

Obviamente, no podía decirle lo cachondo que me ponía y que los pantalones eran para disimular mi empalme. En la penumbra, sus ojos verdes brillaban, y la comisura de sus labios se curvó en una media sonrisa tan adorable como perturbadora para alguien en mi situación.

—No te dará vergüenza, ¿verdad? —preguntó, con un punto de picardía maternal, si es que tal cosa existe.

Ya he mencionado que tenía voz de contralto, grave pero muy femenina, y muy sexy incluso cuando estaba enfadada. Para colmo, hablábamos en susurros para no molestar a mi irritable abuela, que dormía al otro lado de un corto pasillo, con lo cual su tono era aún más sugerente sin que se lo propusiera.

—No... No es por ti —conseguí decir al fin—. Es por la abuela. A lo mejor le molesta.

—Bah, a la abuela eso le da igual. Podríamos dormir desnudos si quisiéramos — ¿Reaaally?Anota eso, amigo — Vamos, quítate los pantalones que te vas a cocer.

No tenía sentido discutir, así que obedecí y me quedé en camiseta y boxers. Eran lo bastante amplios y largos como para que no se “escapase el pajarito”, pero tumbado bocarriba el bulto resultaría evidente. Flexioné una pierna para ocultar la erección clandestina, que quedó apretada entre mi muslo y la tela del boxer, oculta a los ojos de mi hermosa compañera de cama.

—Bueno, pues parece que también vamos a ser compañeros de trabajo —dije, intentando pensar en otra cosa, y no pude disimular lo poco que me apetecía trabajar en el restaurante.

—Lo siento, cielo. Ya sé que no esperabas pasar el verano encerrado en una cocina, pero no te preocupes, pronto encontraré algo en la ciudad y nos iremos de aquí.

Mientras hablaba, su mano buscó la mía, me la apretó un momento y me acarició el brazo durante unos segundos, para ofrecerme consuelo. Un cosquilleo cálido me recorrió de arriba a abajo. Su muslo estaba al alcance de mi mano. Sus pechos subían y bajaban al ritmo de su respiración. En esa postura la gravedad había cambiado su forma y parecían incluso más grandes. Todo mi cuerpo, y la parte más primitiva de mi mente, me suplicaban que la tocase, pero conseguí contener mi mano.

—No entiendo por qué dejas que la abuela te trate así. Ya no eres una niña.

—Hijo... No es tan sencillo.

No le apetecía hablar más del tema y la verdad era que a mí tampoco. Nos quedamos simplemente tumbados uno junto a otro, separados por apenas un palmo de aire caliente, una estrecha tierra de nadie electrizada por mi deseo. No estábamos acostumbrados a irnos a dormir tan temprano y no teníamos sueño. De vez en cuando uno de los dos murmuraba una frase corta y el otro respondía. No se le podía llamar una conversación, simplemente matábamos el tiempo con temas banales esperando a que nos diese sueño.

Ella miraba el techo, o giraba un poco la cabeza para mirar por la ventana. Desde la cama podía verse un trozo de cielo estrellado y las ramas de unos cuantos árboles. Yo la miraba a ella, amparado por la penumbra y por el hecho de que mi cabeza quedaba un poco por encima de la suya en la almohada. No sabría decir cuántas veces recorrí de arriba a abajo todo su cuerpo y el atractivo perfil de su rostro enmarcado por ondulados mechones de pelo que con tan escasa luz eran oscuros como el vino tinto. Por supuesto, mi erección no desaparecía, se mantenía en sus trece, palpitaba, humedecía la tela de mis boxers, y comenzaba a resultar dolorosa.

Tenía marihuana en mi mochila, y barajé la posibilidad de salir fuera a colocarme, pero esa hubiese sido una pésima idea. Después de años fumando porros mientras veía porno, mi mente había establecido una conexión, y siempre que fumaba me ponía cachondo como un mono, cosa que a mis amigos les hacía mucha gracia. Al cabo de un rato allí tumbado, reflexioné sobre la actitud de mi madre en cuanto al hecho de compartir cama, la desenvoltura con la que se había cambiado de ropa delante de mí, la naturalidad con la que controlaba la situación y me hacía sentir cómodo. Me relajé lo suficiente como para tomar una arriesgada decisión. Una maniobra que si salía mal no enturbiaría demasiado mi relación con ella.

Bajé la pierna que mantenía flexionada y dejé que mi verga se levantase a su libre albedrío. No es que fuese un superdotado, pero rondaba los diecinueve centímetros y era bastante gruesa, sobre todo la cabeza. En apenas segundos la tienda de campaña estaba montada. La tela de los boxers se elevaba de una forma que era imposible pasar por alto. Escuchaba la suave respiración de mi madre, el roce de su piel contra la sábana cuando movía una pierna, y mi corazón latía a mil por hora. Un truco bastante burdo, amigo. Pero quien sabe...

La espera se me hizo eterna. De vez en cuando ella movía la cabeza pero sus ojos no detectaban el bulto, cada vez más alto a medida que la fuerza de la sangre acumulada vencía la resistencia de la tela. Al cabo de un buen rato, cuando ya pensaba que se había dormido, escuché su voz y la vi incorporarse un poco, con un codo apoyado en el colchón, la mirada clavada en mi entrepierna y una mueca en sus labios donde se mezclaban de forma extraña el reproche y una sonrisa divertida. No se relamía ni le brillaban los ojos de deseo, pero al menos no estaba escandalizada.

—Mateo... hijo mío...

—¿Qué ocurre, mamá? —pregunté, haciéndome el inocente. Pensaba que en ese momento yo sentiría vergüenza, pero el hecho de que me la estuviese mirando me excitaba aún más.

Volvió la cabeza para mirarme a la cara, y esta vez sonreía. Señaló mi bulto con un dedo y levantó las cejas, burlona.

—¡Qué barbaridad! ¿Pero en quién estás pensando, eh? —dijo, con un gesto de complicidad pero sin perder cierto tono de condescendencia maternal—. Ya sé que nunca hablas conmigo de esas cosas, pero si tienes novia o una... amiga en la ciudad, podrás ir a verla de vez en cuando. Yo te llevaré en coche si hace falta.

Su razonamiento me decepcionó un poco. No me cabía duda de que mi madre sabía lo buena que estaba y el efecto que podía causar en un hombre, pero no se le pasó por la cabeza que ella pudiera ser la causa de que su hijo estuviese más duro y caliente que el cerrojo del infierno.

—Eh... No es eso... No... No estoy pensando en nadie  —dije, fingiendo estar más avergonzado de lo que realmente estaba —. Es... involuntario.

No muy convencida por mi explicación volvió a tumbarse. No dijo nada más, pero de vez en cuando echaba una mirada fugaz hacia la tensa tela de mis boxers. Ahora que se sentía observada, mi polla se esforzó el doble por causar buena impresión. No recordaba haberla tenido nunca tan dura durante tanto tiempo. Debían ser verdad esas cosas que a veces leía en páginas web sobre amor filial acerca de los portentos físicos que se producen cuando un hombre tiene sexo con su propia madre, como que la eyaculación es mucho más abundante o que el miembro puede llegar a aumentar de tamaño. Desde luego la mía parecía al menos dos o tres centímetros más larga de lo habitual, y la silueta del glande era más gruesa. También palpitaba de forma visible y el líquido preseminal estaba oscureciendo la tela azul de mis gayumbos. Pasó al menos media hora antes de que ella hablase de nuevo, girando la cabeza hacia mi cara.

—Cielo, intenta relajarte o no vas a poder dormir, y mañana tenemos que levantarnos temprano.

—Lo siento, mamá, de verdad... No quiero incomodarte pero es que...

—No te preocupes por mí. Es algo natural y no tienes por qué agobiarte. Anda, ve al baño y hazte una paja.

Levanté las cejas al escuchar a mi madre utilizar esa expresión tan vulgar. Cuando se enfadaba podía ser muy malhablada y decía muchos tacos, pero nunca la había escuchado hablar de sexo de forma tan explícita. Por un momento estuve a punto de seguir su sugerencia ( ¿En serio? ¿Vas a desperdiciar semejante empalme en un solitario cuarto de baño? ). Pero como es lógico me llegaba poca sangre al cerebro y decidí intentar dar otro paso, más arriesgado que el anterior.

—Eh... ¿Puedo hacerlo aquí? No quiero ir al baño. La abuela puede levantarse y no tiene pestillo.

—¿Aquí? ¿A mi lado? Mateo, joder... Está bien que haya confianza entre nosotros, pero eso es pasarse un poco ¿no?

—Por favor, mamá —supliqué. No estaba tan escandalizada como para hacerme recular y estaba lanzado, ansioso por ver hasta dónde podía llegar la situación—. Tardaré muy poco, de verdad.

—Eso de tardar poco no sé si es algo de lo que deberías presumir  —dijo, sorprendiéndome con una broma, seguramente para aliviar un poco la incomodidad que comenzaba a sentir por mi actitud —. Además, puedes manchar las sábanas, y ya te puedes imaginar lo que podría pensar la abuela.

Oh, amigo, ya creo que podías imaginarlo . Lo de manchar las blancas sábanas era un argumento que no podía rebatir. Por suerte, era un experto en pajas clandestinas y la solución apareció en mi mente sin necesidad de pensarlo. Me incliné hacia la mesita de noche, abrí un cajón y saqué un calcetín de deporte, uno de los más viejos que tenía. Me bajé los boxers hasta la mitad del muslo y mi cipote saltó cómo un resorte, balanceándose un poco antes de quedar recto. En la penumbra no se percibían muchos detalles, solo la silueta del tronco moreno y venoso, y la gruesa cabeza con la punta húmeda. Mi madre contuvo una exclamación de sorpresa y disgusto, y yo apenas podía creer lo que había hecho. Dos días atrás apenas me atrevía a invitarla a cenar, y ahora le mostraba mi herramienta en todo su esplendor.

—¡Mateo! En serio, deja de hacer el tonto o...

—Espera... Mira lo que hago.

Con movimientos expertos enfundé mi polla en el calcetín. El trozo de tela sobrante (que no era mucho, modestia aparte), quedó doblado como un simpático gorrito. Ella suspiró y puso los ojos en blanco.

—¿Lo ves? Así no mancharé nada  —expliqué, en un absurdo tono de orgullo—. En casa lo hacía muchas veces.

—Ya sé que lo hacías. ¿Quién te crees que te lavaba los calcetines, eh? Nunca te dije nada para no avergonzarte, pero es una guarrada —dijo.

Iba a añadir algo más, pero yo ya no estaba en condiciones de escucharla. Le gustase o no, me disponía a desahogarme en la cama, tan cerca de ella que su agradable olor me envolvía. Me agarré la tranca y comencé a mover la mano muy despacio, arriba y abajo. Ella soltó una especie de bufido y cambió de postura.

—Al menos espera a que me dé la vuelta. Joder... No sabía que estabas tan salido.

—Lo siento, mamá, de verdad... debe ser por el estrés de la mudanza y todo eso... Uffff.

—Sí, lo que tú digas. Anda, termina pronto y no hagas ruido. Y cuando acabes tira el calcetín bajo la cama. Ya me ocuparé mañana de él.

—Gracias... En serio, mamá, eres la... ¡Uuugh! Eres la mejor  —dije. Tenía la verga tan sensible que en cuanto apreté un poco intensas oleadas de placer recorrieron mi cuerpo. Estaba claro que iba a terminar pronto.

—¡Ssshh! Sin hacer ruido.

Por supuesto, lo primero que hice en cuanto se dio la vuelta fue mirarla. Se había tumbado de lado, dándome la espalda. A pesar de la situación, no se había preocupado por taparse, aunque era demasiado lista como para no sospechar que ella tenía algo que ver en mi calentura. Para colmo, la camiseta de dormir se le había subido un poco, dejando a la vista la mitad de una de sus magníficas nalgas, cuya forma quedaba resaltada por su postura, con una pierna algo flexionada y la otra recta. Por su agitada respiración y los movimientos nerviosos de sus pequeños pies yo sabía que no podría relajarse y dormir hasta que yo terminase. No se si lo que la ponía más nerviosa era que me estuviese haciendo una paja junto a ella o la posibilidad de que mi temible abuela pudiese entrar y encontrarse con tan extraña escena.

En la vieja casa reinaba el silencio, salvo por los grillos que cantaban fuera y algún crujido de las vigas. Yo medía la intensidad de mis movimientos para que la cama no chirriase, y controlaba la respiración para no gemir ni resoplar. Me controlé para no correrme enseguida, disfrutando del espectáculo y del morbo el mayor tiempo posible. La mano que tenía libre estaba a un palmo de su cuerpo, sobre la cama. Agarré la sábana para tenerla ocupada y no hacer algo de lo que pudiese arrepentirme, pero estaba demasiado cachondo como para ser prudente. Mi mano se movió, casi por voluntad propia, levantó un poco más la camiseta de mi madre y agarró su nalga durante dos o tres gloriosos segundos. Era más blandita de lo que imaginaba, y tan suave como había soñado. Mamá no era muy aficionada al ejercicio, así que si se mantenían en su sitio de forma tan rotunda era solamente debido a la buena genética. Por un momento pensé en el culo de mi abuela, que también desafiaba la gravedad a pesar de su tamaño.

La reacción de mi compañera de cama no se hizo esperar. Se revolvió como si le hubiese picado un escorpión, se giró hacia mí y de nuevo me miró, con el codo apoyado en el colchón, la forzada postura estiraba la tela de su camiseta y pude ver el contorno de sus pezones y las suculentas redondeces de sus pechos. Sus ojos verdes brillaban en la penumbra y su boca era una línea tensa que apenas se rompió cuando habló entre dientes. Vaya, amigo, parece que está muy enfadada.

—¿Se puede saber qué haces?

—¿Eh? Nada... Bueno, ya sabes... Estoy haciéndome una...

—No te hagas el tonto. Me has...  —Hizo una pausa para mirar hacia la puerta y bajó aún más el tono de voz —. Me has tocado el culo. ¿Es que no te llega nada de sangre al cerebro? ¡Que soy tu madre, joder!

—Lo siento... Ha sido sin querer  —mentí, con la verga todavía agarrada pero sin mover la mano.

—¡Y una mierda sin querer! Me has agarrado el cachete con toda la mano. ¿Te crees que no sé cuando me soban el culo?

—Lo siento, de verdad. No volveré a hacerlo.

—Más te vale, ¿entendido? Acaba de una vez. Y como vuelvas a sobarme te vas al baño.

Con un rápido giro que enfatizaba su enfado me dio la espalda y se tumbó de nuevo de lado. Esta vez se aseguró de que la camiseta le cubría todo lo posible (lo cual era apenas hasta el comienzo del muslo), y juntó las piernas para evitar posturas sugerentes. Pero con esa colección de curvas cualquier postura era sugerente. En cuanto a su reacción, era obvio que no le había gustado mi fugaz toqueteo, pero estaba seguro de que otras madres hubiesen reaccionado de forma mucho más expeditiva, montando un escándalo y echándome de la cama. Sin embargo ella permaneció a mi lado y me permitió terminar de desahogarme. Eso bastó para mantener viva la esperanza de llevar nuestra creciente confianza a terrenos más prohibidos.

Por el momento, decidí obedecer. Aún podía sentir la suavidad, la turgencia y la calidez de su nalga en mi mano. Era la primera vez que tocaba su cuerpo de forma abiertamente sexual y lo sentí como un triunfo. Incluso me sentí lo bastante valiente como para repetir la hazaña, pero en el momento adecuado. Me masturbé deprisa durante un par de minutos, sintiendo mi cipote duro y caliente dentro del calcetín. Al fin llegaron los primeros espasmos de un orgasmo brutal, tan intenso que apreté los dientes para no gritar de placer. Justo en ese momento, mi otra mano se movió a toda velocidad, levantó de nuevo la camiseta con un enérgico tirón y de nuevo apretó el cachete, hundiendo la punta de los dedos en la delicada piel. Me corrí con la mano en el culo de mi madre.

Lo que ocurrió durante el orgasmo requiere una explicación previa. El calcetín que había cogido del cajón era más viejo de lo que pensaba, y debido a la escasa luz y a mi estado mental no me había dado cuenta de que tenía un agujero, ni de que durante el proceso de darle a la zambomba la punta de mi glande había asomado por dicho agujero. Así que cuando, por segunda vez, mi madre se giró para recriminarme mi actitud, después de apartar mi mano de su cuerpo, se encontró con un surtidor de semen que disparaba en su dirección con una abundancia y potencia fuera de lo común.

Había cerrado los ojos durante el clímax, y cuando los abrí lo primero que vi fue a la mujer que me había traído al mundo mirándome como si me hubiese transformado en un extraterrestre de color verde. Sus preciosos ojos no podían estar más abiertos y redondos, sus cejas rojizas levantadas en un tenso arco, y su boca fruncida en una mueca de estupor y furia contenida. Por supuesto, sus mejillas estaban muy rojas. Casi toda mi munición había dado en el blanco. Dos gruesas líneas blancas surcaban su rostro, una en la mejilla y otra desde la nariz hasta la barbilla, donde una gota colgaba y se balanceaba un poco. Su camiseta estaba llena de espesos goterones, desde el pecho hasta las caderas, y la última oleada, menos potente, había llegado hasta la piel desnuda de su muslo. Parpadeó un par de veces, tratando de entender por qué tenía esa sustancia viscosa y caliente sobre ella.

—Mateo... Me... Cago... en... Dios...  —dijo, sin separar apenas los labios para evitar que mi leche le entrase en la boca.

Yo no supe que decir. Solo jadeaba intentando normalizar mi respiración, exhausto por la tremenda descarga física y emocional. Para bien o para mal, un muro había caído entre nosotros y puede que nuestra relación hubiese cambiado para siempre. ¡Nos ha jodido, amigo! Le has lefado la jeta a tu señora madre. Lo único que se me ocurrió fue girarme hacia el cajón de los calcetines, coger la pareja del que aún envolvía mi polla y tendérselo para que se limpiase. Ella lo agarró y se restregó la cara, eliminando gran parte del engrudo.

—Lo siento, mamá. En serio. No sabía que el calcetín estaba roto.

—Cállate, por favor.

Se levantó y salió de la habitación sin hacer ruido, descalza y manchada por mi incontrolable lujuria. Yo me limpié lo mejor que pude y escondí los calcetines bajo la cama. Los siguientes minutos se me hicieron eternos, pues no sabía el alcance del enfado de mi madre. Siempre había sido comprensiva conmigo, pero nunca había hecho nada como eyacular sobre ella. En el silencio del caserón pude escuchar el agua correr en el lavabo del baño. Sentí un gran alivio cuando entró de nuevo en la habitación, con la cara limpia y sonrosada. Estaba claro que se había frotado a conciencia para eliminar todo rastro de mi profanación.

A pesar de lo ocurrido, no tuvo reparos en cambiarse de camiseta frente a mí, y de nuevo tuve una vista excepcional de toda la parte trasera de su neumático cuerpo, incluidas las nalgas que poco antes había osado tocar. Su expresión era seria, diría que además de molesta estaba un poco avergonzada. Se tumbó de nuevo junto a mí, sin apenas mirarme, salvo por un fugaz vistazo a mi entrepierna, donde la tienda de campaña había desaparecido y ahora solo podía verse el leve abultamiento propio de una verga de buen tamaño que aún no ha terminado de volver al estado de reposo. Soltó un largo y profundo suspiro y cerró los ojos, con las piernas estiradas y las manos en el regazo.

—Oye, mamá. De verdad que lo siento. Yo...

—He dicho que te calles —susurró. Su tono era serio, pero no mucho más que cuando se enfadaba conmigo por cualquier otra cosa—. No quiero oír hablar de lo que ha pasado, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Vamos a dormir de una vez.

—Pero... ¿Estás enfadada conmigo?

Suspiró de nuevo, se apartó un mechón de cabello rojizo de la frente e hizo una larga pausa antes de responder.

—No, Mateo, no estoy enfadada contigo. Pero...

—Dime.

—Nada... Déjalo. Buenas noches.

—Buenas noches, mamá. Te... eh... Te quiero —dije, vacilando un poco al final.

Yo no era aficionado a decir “te quiero”, y creo que no se lo había dicho a mi madre desde que era muy pequeño. No estoy seguro del efecto que tuvieron en ella esas palabras en aquella extraña noche juntos, pero juraría que en la penumbra pude ver una leve sonrisa, dulce y melancólica, en sus labios.

—Yo también te quiero, hijo.

Aliviado y relajado, al fin pude pensar con un poco de claridad en lo ocurrido, y las conclusiones eran en gran parte positivas. No había tenido sexo con ella, técnicamente, pero mi semen había tocado su cara, y eso era mucho más de lo que esperaba al comienzo de la noche. Además, se mostraba comprensiva, no se había escandalizado demasiado y no tenía reparos en tumbarse de nuevo junto a mí. Era imposible que no sospechase algo de lo que ocurría en mi cabeza, de mi ansía por morder la más prohibida de las frutas, y sin embargo allí estaba, con sus hermosas piernas desnudas, con los pechos insinuándose bajo la fina tela de su desgastada camiseta... Aquella noche me dormí con una sonrisa en los labios, como la de un adolescente que ha besado por primera vez a la chica de la que está enamorado. Hay que ver qué cursi te pones a veces, amigo.

CONTINUARÁ...