Luisa y Mateo. Memorias de un amor prohibido (1)

"Era cuestión de tiempo que mi madre conociese a alguien, y la idea de que un desconocido se la llevase a la cama me ponía enfermo. Tenía que hacer algo y hacerlo rápido."

L a historia que me dispongo a contar ocurrió hace un par de años, y aunque son hechos privados que solo nos incumben a mi madre, a mí y a otros miembros de mi familia, creo que es una historia con la que muchos pueden disfrutar, sobre todo aquellos cuya imaginación calenturienta les lleva a transitar por los rincones del deseo que la mayoría considera prohibidos y escandalosos. La contaré lo mejor que pueda, aunque mi habilidad para escribir no es mucha, y estoy seguro de que mi relato no hará justicia a las escenas que puedo revivir en mi cabeza como si viese una película en la que soy el protagonista.

Me presentaré: me llamo Mateo, y por aquel entonces lo más interesante que se podía decir de mí es que estaba repitiendo por segunda vez el segundo curso de Bachillerato. Para quienes no estéis familiarizados con el sistema educativo español, eso quiere decir que yo tenía casi diecinueve años y que era un pésimo estudiante. No es que fuese tonto, pero era vago, no tenía ninguna vocación concreta y la mayor parte de los días en lugar de ir a clase perdía el tiempo con mis amigos, fumando porros, jugando a videojuegos o viendo porno en internet.

Era inmaduro, despreocupado, y aún no pensaba como un adulto a pesar de que físicamente era un hombre hecho y derecho. Medía casi metro noventa y tenía la espalda ancha, rostro afable y miembros fuertes. No era demasiado guapo, pero tampoco demasiado feo, y mi mayor obstáculo a la hora de relacionarme con las chicas era mi excesiva timidez. Aun así había conseguido perder la virginidad con una chica de mi clase: un nada memorable polvo de cinco minutos en la postura del misionero que me supo a poco y del que ella se arrepintió en cuanto se le pasó la borrachera.

Era (y soy) un tipo tranquilo, poco ambicioso y amante de los pequeños placeres de la vida. Y también, por supuesto, de algunos grandes placeres. Placeres inmensos que tuve la suerte de disfrutar con...

Pero no adelantemos acontecimientos. Antes de nada hay que ponerse en situación. Yo vivía con mis padres en una gran ciudad, en un barrio obrero situado a quince minutos en coche del centro, en un piso con dos baños y una terraza. Éramos una familia normal de clase media. Vivíamos bien aunque sin grandes lujos. Mi padre era mecánico y mi madre ama de casa. Su relación no era idílica; discutían mucho y yo sospechaba que no consumaban el matrimonio a menudo. Pero ambos estaban chapados a la antigua, y aunque no eran felices no se planteaban divorciarse.

Hasta que un buen día todo cambió de forma drástica. Amigo, ya lo creo que cambió.

22 de abril. Una madre pelirroja.

Como de costumbre, y sin sospechar nada, llegué a casa de clase casi a las tres de la tarde. Normalmente a esa hora mi madre ya tenía la comida preparada y yo me sentaba a la mesa para devorar todo lo que me ponía por delante. A pesar de mi proverbial pereza, un cuerpo como el mío necesitaba mucho combustible. Para colmo, ese día me había saltado varias clases para pasar el rato en el trastero de mi amigo Julio, a quien su primo le había regalado una bolsita de hierba especialmente buena. Así que a mi apetito habitual se sumaba la gusa propia del fumeta.

Pero ese día no detecté el agradable aroma a comida recién hecha cuando entré en el piso. Al pasar por el salón, tampoco vi a mi padre sentado en su sillón, viendo las noticias con su copa de vino en la mano. Cuando entré en la cocina, oscuros presentimientos se abrieron paso en mi aturdida sesera.

Mi madre estaba sentada en la pequeña mesa de la cocina, con un vaso de vino frente a ella y un pañuelo arrugado en la mano. El pañuelo estaba húmedo, y a juzgar por sus ojos llevaba un buen rato llorando. Me temí lo peor: la muerte de un familiar, de mi padre o mucho peor, la de Conan , nuestro querido gato de pelaje gris. Espera... ¿pones al gato por delante de tu propio padre? A ver, no es que le desease la muerte a mi viejo, pero ni de lejos le tenía tanto cariño como a Conan . La única criatura a la que quería más que al gato era a mi madre. La quería más que a nada en el mundo... Pero no adelantemos acontecimientos.

Por un momento, me quedé parado frente a la mesa sin decir nada. Estaba fumado y la situación me había pillado por sorpresa. Además, nunca había visto así a mamá. La consideraba una mujer fuerte, una roca emocional a la que siempre podías aferrarte. Solo la había visto llorar una vez, diez años atrás, cuando murió mi abuelo. Ella evitó mirarme a los ojos y dio un sorbo a su vaso de vino. Tampoco la había visto nunca borracha, y no sabría decir si ese día lo estaba o no. Durante varios segundos que se me hicieron eternos, todo lo que pude hacer fue mirarla, pues ella no parecía dispuesta a romper el silencio con nada que no fuese su profunda respiración, trémula por el llanto.

Creo que va siendo hora de que describa a la mujer a la que ya he nombrado varias veces ( ¡Ya era hora! ), aunque como ya dije al principio mis palabras no le harán justicia. Se llamaba Luisa y tenía cuarenta y dos años, lo cual significa que se había casado joven y que yo había nacido poco después. Medía alrededor de un metro sesenta y cinco, y a veces bromeaba sobre nuestra diferencia de estatura poniéndose junto a mí de puntillas, pues incluso cuando llevaba tacones yo le sacaba más de una cabeza. Era pelirroja ( deberías haber empezado por ahí. No todo el mundo tiene una mami pelirroja ) con todo lo que ello conlleva: piel clara y delicada que se enrojecía con facilidad, varias constelaciones de adorables pecas en su rostro, pecho y hombros, y ese aire especial, entre salvaje y romántico, que tienen las mujeres con cabellos de fuego. Sus ojos eran verde claro, grandes, redondos y muy expresivos, pero lo más llamativo era su sonrisa, que cuando aparecía iluminaba su rostro de belleza poco convencional. Una sonrisa contagiosa, inteligente y nunca falsa.

Su cuerpo era todo curvas, suavidad y calidez. La clase de cuerpo acogedor y apetitoso en el que uno querría quedarse a vivir para siempre y saborear cada día. Tetas grandes, por supuesto, de las que abarcan todo el pecho y proyectan sombra, bastante firmes para su tamaño y mullidas como un almohadón de plumas (abrazarla era maravilloso), con el canalillo prieto y el hipnótico bamboleo que solo tienen las grandes tetas naturales. Tenía caderas anchas, cuyos contornos se fundían a la perfección con la abundancia de las nalgas, las dos mitades de un pálido y suculento melocotón. Pero para mí lo mejor eran sus piernas. Nunca he entendido a los hombres a quienes les gustan las piernas largas y delgadas (en serio, ¿os gustan las mujeres o las cigüeñas?). Las de mi madre eran, a mi juicio, perfectas: no muy largas, de piel tersa, suaves como dos dulces de nata, muslos bien torneados y robustos aunque no se le marcaba ningún músculo, y unas pantorrillas que atraían todas las miradas cuando llevaba falda y tacones, e incluso cuando no los llevaba, voluminosas sin llegar a perder un ápice de femineidad o sensualidad, y cuyas formas se estrechaban con sutileza hacia los finos tobillos, seguidos de unos pies pequeños de uñas siempre impecables, aunque no solía pintárselas.

Eh... un momento, amigo. A juzgar por esa descripción yo diría que querías... mmm, ¿cómo podría decirlo con delicadeza? ¿Querías volver a meterte entre las piernas de tu mami? Obviamente, yo la encontraba sexualmente atractiva, como cualquier hombre heterosexual que le ponía los ojos encima. Desde que comencé a fijarme en las mujeres comencé a fijarme en ella como mujer, al mismo tiempo que la adoraba como madre, lo cual daba lugar a esa mezcla de deseo y cierta culpabilidad que a muchos os resultará familiar. Nuestra relación era estrecha, era una madre atenta y afectuosa, pero sus inocentes besos y caricias tenían muy poco que ver con las cosas que hacíamos en mi imaginación cuando fantaseaba con ella.

Durante todos esos años, fui capaz de contenerme y no hacer nada inapropiado. En parte por los prejuicios que todos tenemos “programados” en nuestras mentes sobre el incesto, una especie de Leyes de la Robótica de las que es difícil librarse, y en parte por la presencia de mi padre. Así que me limitaba a pensar en ella cuando me masturbaba (no siempre, pero casi), a mirarla con disimulo, a disfrutar de sus abrazos de una forma nueva y febril, a algún leve y nada sospechoso roce de mi mano en su muslo cuando se sentaba junto a mí en el sofá, o a usar fotos suyas en bañador o con falda y tacones como fap material. Lo más osado que llegué a hacer nunca fue espiarla mientras se vestía en su dormitorio tras salir de la ducha. Nunca llegué a verla totalmente desnuda pero la breve visión de sus pezones rosados me provocaba una erección que duraba varias horas.

Sí, todo eso está muy bien Mr. Edipo, pero ¿vas a decirnos por qué lloraba tu querida madre ese 22 de abril? Sin decir nada me senté a la mesa y la miré unos segundos más, esperando que dijese algo. La primavera había entrado fuerte ese año y hacía calor, así que ella llevaba su habitual atuendo veraniego de andar por casa: una camiseta vieja de manga corta, unos shorts que dejaban a la vista sus muslos cuando estaba sentada y el pelo recogido en un desordenado moño. Pero no era el momento para alegrarme la vista con la piel expuesta de sus piernas o con la forma en que la fina tela de la camiseta se tensaba sobre el volumen de sus senos.

—Mamá... ¿Qué te pasa?

Me miró a los ojos. Sus preciosos ojos verdes hinchados por el llanto. Soltó un largo suspiro, se frotó la nariz pecosa con el pañuelo y por fin habló.

—Tu padre... Tu padre y yo nos vamos a divorciar —dijo al fin, con su agradable voz de contralto ronca y temblorosa.

En ese momento no supe que decir. Después de todo, mis padres no estaban tan chapados a la antigua como yo pensaba y habían decidido poner fin a aquel desastre de matrimonio. En cuanto habló, mi madre se vino abajo y comenzó a sollozar. No pude hacer otra cosa que abrazarla y dejar que humedeciese mi pecho con sus lágrimas. Nunca la había sentido tan vulnerable, tan pequeña y frágil entre mis brazos. Le acaricié la espalda con torpeza, notando el calor de su piel. Una de sus piernas desnudas se apretó contra mi entrepierna por accidente, me rodeó el cuello con el brazo y me besó en la mejilla, mojando mi rostro con sus lágrimas. Intenté cambiar de postura para que no notase mi erección y le di un casto beso en la frente, lo bastante largo como para aspirar el aroma de su pelo. Amigo, parece que la cosa va a ponerse interesante . Hubiese sido muy rastrero por mi parte aprovechar la ocasión para arriesgarme a un acercamiento libidinoso, así que me limité a consolarla como habría hecho cualquier hijo normal. Incluso hice la comida y lavé los platos.

Ese día mamá no habló demasiado, pero más tarde supe lo que había pasado entre ella y mi padre. No voy a extenderme porque es una historia mil veces contada. El hijo de perra de mi padre había dejado a mi madre por una zorra de veinticinco años que había conocido en el trabajo. Llevaba follándosela más de un año y finalmente había decidido dejar a la mujer más maravillosa del mundo por una jovencita de piernas flacas y tetas operadas.

Si hasta entonces mi relación con mi padre había sido más bien fría y distante, a partir de ese día lo odié con toda mi alma (nadie hace llorar a mi madre, cabronazo). Ni siquiera tuvo el valor de hablar conmigo para explicarme lo que había pasado, y tuvo suerte, pues aunque no soy propenso a la violencia le hubiese dado un par de hostias. Se había ido de casa esa mañana, al “nidito de amor” que compartía con su fulana, y prácticamente no volví a verle hasta el día de su funeral, muchos años después, y aunque no me alegré tampoco lloré por la muerte del viejo.

Mommy issues intensifies!

Los siguientes días fueron extraños. Mi madre se fue recuperando poco a poco del golpe y yo la ayudé en lo que pude. Dejé de faltar a clase, aunque a esas alturas no había remedio y estaba claro que iba a suspender de nuevo casi todas las asignaturas. Salía menos con mis amigos, fumaba menos hierba, la ayudaba con las tareas de la casa y le hacía compañía. Me di cuenta de que mi madre realmente no tenía el corazón roto, pues no amaba a su marido desde hacía años, pero ser abandonada por una mujer más joven había herido su amor propio, y la perspectiva de comenzar una nueva vida le causaba incertidumbre.

En lo que respecta a mis deseos “especiales” ( habla claro, campeón, que estamos entre amigos. Querías zumbarte a la pelirroja que te trajo al mundo ) en esos días se intensificaron de forma significativa. La ausencia de mi padre hizo que la atmósfera cambiase. Ahora solo estábamos ella y yo, una mujer atractiva y un joven vigoroso que de no ser por el vínculo de sangre que compartían se habrán entregado a los placeres de la carne sin dudarlo. Pero el vínculo estaba ahí, y mi madre no daba señales de querer traspasar las mismas barreras que yo. Sus abrazos, besos y caricias seguían siendo tan maternales y castos como siempre, pero más habituales debido a su estado emocional. A veces, por la noche, incluso se recostaba sobre mí mientras veíamos la televisión en el sofá y yo le rodeaba los hombros con el brazo. El calor de su cuerpo, su olor y el espectáculo de sus curvas me excitaban tanto que cuando nos íbamos a dormir a veces necesitaba masturbarme más de una vez para poder conciliar el sueño. A pesar de su necesidad de contacto humano nunca me invitó a dormir con ella en la cama de matrimonio, y yo no me atreví a sugerirlo por temor a que sospechase.

También aumentó mi consumo de pornografía y se redujo su variedad. Ya solamente veía vídeos de incesto, o escenas de mujeres maduras con hombres jóvenes que en mi cabeza siempre eran una madre y su hijo. Me encantaba, y al mismo tiempo me frustraba, lo fácil que resultaba para esos personajes de ficción romper los tabúes y abandonarse al placer. Ya fuese él o ella quien diese el primer paso, bastaban diez minutos para que estuviesen desnudos y empotrando como locos. A veces las situaciones eran un poco más elaboradas y el coito tardaba más en llegar, pero aun así dudaba mucho que ninguna de aquellas tramas pudiese materializarse en el mundo real entre mi madre y yo. Así que me limitaba a soñar y hacerme pajas. No solo visionaba las escenas sino que guardaba muchas de ellas en el disco duro de mi portátil, cosa que me resultaría útil un tiempo después por motivos que más tarde conoceréis. Pero no ... ¿No adelantemos acontecimientos? ¡Ja ja! Eres un maestro del suspense, amigo .

Al cabo de un mes mi madre era casi la misma de antes, incluso había en su rostro cierto entusiasmo por la vida, por vivir nuevas experiencias, un ánimo juvenil que había desaparecido durante sus veinte años de matrimonio y que volvía a encenderse. Su puso a buscar trabajo, ya que gracias a un primo suyo que era abogado (de los caros) mi padre se las había ingeniado para no tener que pasarle una pensión a su ex mujer. Comenzó a salir más de casa y a quedar con sus amigas para tomar café o dar una vuelta, todo sin descuidar sus labores domésticas, a pesar de que yo no era tan machista como mi padre y la ayudaba cada vez más. También se atrevió con un cambio de look: cambió su melena larga y lisa, normalmente recogida en una coleta o moño, por una media melena de estilo vintage con bucles que le sentaba de maravilla.

Mentiría si dijese que se volvió menos cariñosa conmigo, pero ya no necesitaba tantos besos y abrazos como al principio. Comencé a tener miedo. El divorcio se resolvió muy rápido y de repente mi madre era una mujer soltera, atractiva, y dispuesta a recuperar el tiempo perdido. Era cuestión de tiempo que conociese a alguien, y la idea de que un desconocido se la llevase a la cama me ponía enfermo. Tenía que hacer algo y hacerlo rápido. Averiguar si había alguna posibilidad de convertirme en su amante o si mis fantasías nunca se harían realidad. Podía sacar el tema del incesto como por casualidad, refiriéndome a otras personas, para sopesar su reacción y planear mi siguiente paso. Cada noche, mientras veía en la pantalla de mi portátil a esas madres recorriendo con la lengua las duras vergas de sus hijos, planeaba y desechaba mil formas distintas de acercarme a ella. Quería su lengua dentro de mi boca. Quería sus pechos desnudos en mis manos. Quería sus tersos muslos alrededor de mi cintura... Vale, amigo, parece que es hora de desfogarse un poco antes de seguir escribiendo.

Tras muchas dudas decidí invitarla a cenar fuera de casa. Era un plan simple y algo cursi pero no se me ocurrió nada mejor. Si teníamos una cita, tal vez comenzase a verme como a un hombre de verdad. El poco dinero que tenía ahorrado no me llegaba para un restaurante elegante, y no podía dejar que pagase ella porque aún no había encontrado trabajo y no podía permitirse lujos. Escogí un lugar bonito y no muy caro, ni muy cerca de casa. No quería que mis amigos o los vecinos me viesen cenando con mi madre, aunque en realidad no había nada de malo en ello para quien no conociese mis verdaderas intenciones. Estaba seguro de que una conversación adulta con una buena cena y unas copas de vino jugarían a mi favor. Después, ya en casa, en cuanto estuviésemos ocultos de miradas indiscretas, la abrazaría, como había hecho tantas veces, pero esta vez mis labios buscarían los suyos. Lo que ocurriese a partir de ahí, podía ser un desastre o podía ser memorable.

A finales de mayo, al fin me armé de valor para “pedirle salir”. Ella diría que sí, por supuesto. ¿Por qué habría de negarse a cenar conmigo? Conociéndola, seguro que le encantaría la idea, se abrazaría a mi cuello y se pondría de puntillas para besarme las mejillas. Pero justo ese día, de nuevo todo cambió de forma drástica. Amigo, ya lo creo que cambió.

26 de mayo. Un viaje inesperado.

Llegué de clase antes de lo habitual, más o menos al mediodía. En cuanto entré por la puerta supe que ocurría algo fuera de lo normal. Entré en el salón y había cajas de cartón por todas partes, muebles fuera de sitio y cuadros descolgados. Mi madre se movía de un sitio a otro, metiendo cosas en las cajas. No hacía falta ser un genio para deducir que se avecinaba una mudanza. Ella no se percató de mi presencia y la observé unos segundos. Llevaba unos leggins negros desgastados que se ceñían a sus curvas y dejaban las pantorrillas al aire. Cuando se agachaba, sus nalgas se ensanchaban y adquirían esa sublime forma de corazón. Hacía mucho calor y su piel pálida brillaba por el sudor, sobre todo el escote que dejaba ver una camiseta de tirantes tan holgada que en cuanto se movía un poco mostraba un sencillo sujetador blanco. Iba descalza y se había cubierto el pelo con un pañuelo.

—¿Qué haces, mamá? ¿Es que nos mudamos?

Se quedó quieta y me miró, muy erguida, como si le doliese la espalda. Suspiró e intentó hablarme con amabilidad, pero resultaba obvio que estaba de muy mal humor.

—Sí, nos mudamos. Tu padre quiere vivir aquí con su... novia  —Pronunció la palabra “novia” de tal forma que en mi cabeza sonó como “puta” o “fulana”.

Le brillaban los ojos y tenía las mejillas tan rojas que sus pecas habían desaparecido, como sucedía siempre que se enfadaba mucho. De pequeño ese rostro encendido me daba miedo, pero en los últimos tiempos me excitaba, pues imaginaba que cuando hacía el amor, sobre todo cuando estaba a punto de correrse, su cara no sería muy diferente.

—Pero... ¿puede echarnos a la calle sin más?  —pregunté, sin poder creerlo. De repente tenía que largarme de la casa donde había vivido desde que nací.

—El piso está a su nombre. No hay mucho que podamos hacer, y no tenemos dinero para abogados  —dijo mi madre.

Por desgracia tenía razón. Mi abuelo paterno le había regalado aquel piso a su hijo cuando se casó, en un alarde de munificencia, pues además de adinerado era bastante tacaño, y el viejo cabrón desconfiado se había asegurado de que el único propietario legal fuese mi padre.

—¿Y a dónde vamos a ir?

—Pues al único sitio al que podemos ir. Al pueblo, con la abuela.

Eso fue todavía peor que el inesperado desahucio. La relación de mi madre con su madre no era demasiado buena, sobre todo desde que había muerto el abuelo. A mí no me agradaba la idea de vivir con ella, y sabía que a mamá tampoco. ¿Cómo es eso, amigo? ¿Es que no querías a tu abuelita? Por decirlo de forma suave, mi abuela no era una persona agradable. Los únicos buenos recuerdos que yo tenía de nuestras visitas al pueblo eran de mi abuelo y de mis tías, pero uno había muerto y las otras dos vivían fuera, por lo que estaríamos solos con la “matriarca”. Pero ya os hablaré de ella más adelante.

Después de darme la noticia, mi madre bajó la cabeza y se llevó la mano a la frente, conteniendo un sollozo. Estaba a punto de derrumbarse de nuevo, pero esta vez yo estaba ahí para sujetarla. La abracé y la estreché contra mi amplio pecho, acariciando su cabeza.

—Será solo por un tiempo  —explicó, con la voz temblorosa —. En cuanto encuentre trabajo alquilaremos un piso.

—No pasa nada, mamá. Estaremos bien.

Me rodeó con sus brazos y estrechó su cuerpo contra el mío con más fuerza. Cuando noté sus tetas aplastadas contra mi torso moví con disimulo las caderas hacia un lado para que no notase mi erección.

CONTINUARÁ...