Luisa (II)
La adolescencia como el momento y lugar donde dirigirse en busca del origen de todo el morbo.
Luisa. Era como si llevara toda la vida junto a nosotros. Como si formara parte de nosotros. No su marido o su hijo, de quién me esforzaba en ser amigo, sino ella.
La recordaba de muy niño tomando café en mi casa, con mi madre, mientras reían o lloraban. La recuerdo en su casa cuidándome, mientras daba de comer a su hijo la papilla. La recuerdo llevandome al colegio cuando mi madre estaba enferma, y la recuerdo recogiéndome de clases de inglés, feliz porque iba con ella. Nada raro, nada extraño en una amiga de la familia, en una persona amable y dispuesta que me ayudaba.
A los trece nada tenía que cambiar, todo debía ser más o menos igual. Nada debía ser diferente en una relación de amistad entre dos hogares donde ella era una ama de casa feliz, risueña y guapa. Pero como digo, a los trece todo empieza a cambiar. Y ese cambio generalizado en la relación comenzó por un día. Un día del verano de mil novecientos noventa, en días de mundial de fútbol, una Alemania que rompería el muro semanas después y un muchacho que no hacía mucho había descubierto que rozarse su sexo le producía placer, que provocaba un fluido y que al la descarga de este, se sentía como en una nube de felicidad y éxtasis.
No lo he dicho antes, pero soy hijo único. Mi padre trabajaba para una empresa del sector metarúlgico y mi madre lo hacía en casa. Luisa estaba casada con el dueño de unos almacenes de construcción y su hijo tenía dos años menos que yo. Esos eran los contextos familiares.
Mis padres acudieron a la boda de la hija del jefe de mi padre. Yo no quise ir y mis padres, sabedores de la disposición de Luisa a echarme un ojo, no dudaron en dejarme en casa. Ellos regresarían al día siguiente, por tanto debía comer y cenar con Luisa, y podría ir a dormir a mi cama, todo muy natural y sencillo. En ese instante no veía a Luisa del modo en que la veria a partir de aquel día.
Imagino que los hados se confabularon para ponérmelo sencillo, ya que su marido estaba en una feria de muestras y regresaría, al igual que mis padres al día siguiente, y su hijo pasaría la tarde en el cumpleaños de un primo. Yo me las ingenié, sin saber cómo, en no acompañarle (aunque no por los motivos que a partir de entonces esgrimiría para quedarme a solas con Luisa).
Mis padres se despidieron y solo me hicieron prometer una cosa: "pórtate bien". Aún hoy me pregunto si lo hice, y si no lo hice ¿acaso fui tan malo en no cumplir con lo prometido a mis padres". Comimos Luisa, su hijo y yo. Todo normal. Después nos quedamos solos. Luisa me ofrece quedarme a ver alguna película, con la excusa de que no le apetece quedarse sola. Yo que siempre tuve una especial complicidad con ella, decido quedarme. Siempre hablábamos mucho: el colegio, los amigos, los juegos, su hijo, las vacaciones, la television, etc. Cuando terminamos de recoger me pide que me acomode en el salón, donde antes lo habia hecho cientos de veces. Ella se adentra en el pasillo, y es en este momento en que debo describir el modo en que regresa.
Siempre he preferido pensar que lo hizo con la mayor naturalidad del mundo, que nada de lo que iba a pasar fue preparado, y es que no quiero que sea de otro modo, y sinceramente no creo que fuera de otro modo. Si antes estaba vestida con la normalidad de la calle, un vestido de verano y unos zapatos de medio tacón, ahora volvía como otras tantas veces la había visto en mi casa, o yo en la suya (como ahora), pero con la enorme diferencia que unos días antes había experimentado el enorme placer de la primera masturbación. Ya no la veía del mismo modo, y es que aunque nunca lo he pensado, lo más probable es que desde esa primera paja hasta ese instante, no la había visto de esa manera vestida, aunque antes, en la época de los playmobil, la hubiera tenido tan cerca de ese modo mil veces.
Imaginad una mujer atractiva, guapa, sonrisa perenne, con una camiseta larga, lo suficiente para no dejar mucho a la vista, pero lo suficientemente corta como para que la voluptuosidad se manifestara. Imaginad que un pecho de no menos de talla 95 estuviera libre, sin contar con gravedad y que unos pies descalzos no los hubiera visto jamás de la manera en que los contemplaba ahora. Que mis ojos se fijaran en los dos puntos que estaban a cada lado de la camiseta, que notara mi polla de trece años crecer y que no fuera un niño acostumbrado a disimular (aprendemos a hacerlo con el despertar sexual, no me cabe duda), creo que debieron crear cierta incomodidad en ella, que a los diez minutos de empezar la película decidió añadir items a su vestuario. Pero aquello, de todos modos, no había hecho mas que empezar...
Continuará...