Luisa (I)

La adolescencia como el momento y lugar donde dirigirse en busca del origen de todo el morbo.

A mis trece una década terminaba dando lugar a los noventa, y con ese cambio en Europa, mi mundo pasaba de los playmobil al placer sexual con una plácida transición que originó en lo que hoy más morbo me produce y provoca.

Por aquella época existían unos lugares comunes por el que todos los adolescentes de mi época pasábamos de visita, con el objeto de producirnos ese placer tan maravilloso por novedoso y por su misma esencia. Las revistas, algunos programas de Telecinco y los catálogos de Venca eran todo el arsenal con el que un adolescente de comienzos de los noventa podía contar, es mi caso.

Pero a medida que pasaba el tiempo y escamoteaba el Interviú a mi padre, que conseguía ver con alguna treta aquel "Ay que calor", o disfrutaba de las Mamma Chicho o el baile de la lambada, iba creciendo algo a lo que tardé en poner nombre, pero que hoy está con letras mayúsculas en mi ideario de la fantasía y el placer (no siempre ejecutado): el MORBO.

Pos aquellos años para mi el morbo era Luisa. Una mujer que cuando yo contaba trece ella tenía cuarenta, y que era amiga de mi madre, además de vecina y entusiasta descuidada. Luisa no era ni alta ni baja, llevaba el pelo en una ajustada media melena castaña  y era guapa al estilo de las mujeres que nacieron a finales de los cincuenta. Con los estándares actuales sería lo que el esnobismo ha bautizado como "atractiva". En mi caso, además, era la exaltación del morbo, y la razón principal es que fue ella quién lo engendró en mí. Ojos de almendra, sonrisa curva, manos pequeñas a juego con sus pies, y un cuerpo proporcionado y alejado de toda imagen de una mujer que por esos años tenía dibujada en mi imaginación. Hoy, estoy frisando los cuarenta, y cuando evoco aquella época (como ahora) pienso en que aquella mujer habría descoyuntado cuellos y generado halagos silenciosos y ruidosos a su paso.

Era, como digo, amiga de mi madre, la madre de un compañero de colegio, pero sobre todo era mi vecina. La vecina que todo chaval de trece años debiera tener: amable, simpática, generosa en la ayuda entre vecinos, dispuesta a participar en actividades del edificio y "lo otro".

"Lo otro" debo seguir contándolo en el siguiente capítulo, donde de comienzo la descripción de una época que tengo grabada a fuego y que quiero compartir con quien me lea, con quien comparta conmigo el anhelo por el morbo pasado por las mujeres que siendo mayores nos enseñaron lo que de placer puede y debe haber en nuestras vidas. Todo fue tan real como la vida misma, sin adornos florales y fuegos artificiales. No les hace falta a los hechos, lo que pasó, pasó.

Continuará...