Luis, un hombre sádico (8)
Raquel, al darse placer con la sumisa de su Amo, recibe el castigo que merece. Cada vez es más puta.
Raquel había enojado a su señor al procurarse placer con una sumisa que no era suya. Equivocó los roles autorizados. Precisamente, se decía, tuvo que aparecer la lujuria desbordante en un territorio que no era el suyo. Temía el castigo que como estaba anunciado sería doble: uno, preliminar del otro. Pero se temía que incluso este avance no iba a ser suave.
Esperó unos días. No supo nada de Luis ni de Eva. Quedó un día con Lucía para ir a ver otra de esas películas promocionadas para adolescentes. Como fueron a una sesión de la tarde, a la salida, Raquel decidió comprarle un bañador a la chica en un gran almacén pues , según le había dicho, quería ir con su madre a la playa próximamente. Aprovechó, en el probador, para disfrutar de esa carne que Lucía le mostraba con ingenuidad. La prueba se demoró bastante y Raquel sintió ese deseo prohibido: tocar y lamer aquel cuerpo, aquella delicatessen. Pero sabía que despertaría el rechazo inmediato de la chica y no volvería a verla. Así que vio y tocó dentro de los límites permitidos a una mujer que no despierta desconfianza; la acariciaba como a una gatita. La niña estaba muy contenta con Raquel cuando la dejó en su portal. No vio a la estupenda Eva, y le extrañó que no bajase a saludarla y darle las gracias por entretener a Lucía.
A los pocos días se anunció su próxima experiencia de sumisa. Don Luis le anunciaba que debería estar en el sótano del piso vacío a las diez exactamente. Cómo la otra vez. Además indicaba que debía estar con su capucha y mostrando sus nalgas. No podría hablar ni preguntar; solo irse cuando la puerta, tras la sesión, se hubiese cerrado.
Raquel se preparó meticulosamente. Se depiló cuidadosamente, haciéndolo con morosidad. Cuidó que su culo tuviese lubricación por si acaso ¿Decidiría D. Luis sodomizarla? Ella fantaseaba con esa penetración a la vez placentera y dolorosa.
Llevaba bastante tiempo, quizá una hora interminable, en su posición. Había colocado sus rodillas, separadas, por encima del nivel del suelo sobre una peana con almohadilla, parecida a las que usaban antiguamente las damas en las iglesias en sus rezos. Al fin y al cabo ella iba a recibir el sacramento de su señor. De este modo, con solo un corpiño negro, su trasero quedaba en alto y mostrando las vías de acceso a su interioridad. Sus pechos, grandes, colgaban rozando con sus anchas areolas el piso del suelo que ella había barrido y fregado antes para sentirse más a gusto.
Al final oyó la llave de Don Luis abrir la puerta de entrada del piso. Se escuchaba algo lejos por estar ella en el sótano. Escuchó los pasos y se estremeció: ¡ su señor no venía solo!
Al bajar los peldaños pudo diferenciar los pasos de Don Luis, lentos, pesados de otros más ligeros y rápidos como de alguien que lo siguiera. Podía ser un chico o una mujer. Apostó por esto último y se imaginó la visión que ofrecía a aquella por su posición: sus nalgas elevadas y abiertas era lo primero que se veía al bajar la escalera. Sintió vergüenza de que otra mujer la viese así; además, la otra podía contemplarla a su placer y ella no.
Un latigazo bien dado la sacó de su turbación; Don Luis le había propinado el primer beso de cuero de la noche.
El castigador y su acompañante no hablaban. Ella dedujo que se comunicaban por gestos; oyó un susurrado "sí" masculino. Al poco sintió aproximarse a la persona de los pasos ligeros. Intentó por el olfato identificarla pero no pudo, aún olía al limpiador que había usado un poco antes en el sótano.
Unas manos enguantadas colocaron sendas pinzas, anchas, en sus gruesos pezones. La presión era suficiente para mantener una sensación dolorosa constante en esa parte tan sensible. A continuación otra andanada de azotes dados con fuerza.
Ella repetía tras cada golpe, con una voz ensordecida por la capucha, el número seguido de un "gracias, mi señor". Era otra de las instrucciones recibida previamente.
Cuando se oyó decir "ochenta", otra pausa. Otra vez aquella manipuladora. Sintió unos dedos engrasados en alguna crema penetrar en su culo; poco a poco fue introduciéndolos con mayor facilidad y se entretuvo en este juego. Ella se imaginaba a Don Luis observando la escena. Algo fusiforme empezó a entrarle
Ella había buscado fotos de artilugios sexuales e imaginó que aquello que pugnaba por entrarle era uno de estos; precisamente del tipo de los que están pensados, por su forma, para permanecer dentro. Debía tener un diámetro considerable, pues su culo lo fue acogiendo con dificultad hasta que por fin quedó instalado dentro.
Comenzó la tercera andanada de latigazos. No podía saber si era un látigo o una fusta. Escuchaba el restallar. Sentía la humillación de saberse mirada por aquella señora o señorita; y el dolor físico de sus pezones provocado por las pinzas y los golpes del látigo en su culo. En algún momento la mano de aquella mujer se introdujo por el cuello, en la capucha y sus dedos enguantados tocaban sus labios, se introducían en su boca, todo esto sin dejar de recibir azotes. En ese momento no podía cumplir la orden de contar: era un cúmulo de sensaciones.
Tras otra pausa, a los ciento cincuenta, tuvo que soportar un nuevo tratamiento. Esta vez adivinó por el olfato: se vio como en su época de niña en la sacristía cerca de las untuosas velas.
La vela derretida caía por la zona del sacro y nalgas; debía ser un velón, o varias unidas, pues el flujo era abundante. Se retorcía de dolor-placer, sin perder su posición.
Los últimos cincuenta azotes fueron especiales; más fuertes. Aplicados de manera tal que le produjese una buena dosis de dolor. A veces los dedos de la mujer se introducían, como antes, en su boca.
Al contar doscientos fue la retirada. Escuchó recoger algo en una maleta y los pasos subiendo la escalera. Al poco rato, la puerta de la calle siendo cerrada.
Ella por fin se levantó la capucha. Vio las marcas, profundas, la cera y el mango del juguete que seguía introducido en su trasero.
A pesar del dolor, se puso más cómoda y sintiendo aún las sensaciones de los castigos, se masturbó intensamente, repitiéndose: "soy la puta caliente de Luis".
(continuará)