Luis, un hombre sádico (5)

Raquel recibe las primeras instrucciones una vez aceptado su rol de obediente.

El silencio

Raquel ha asumido el cambio dentro del cambio. Antes, ella obedecía a Don Luis por un pacto tácito y ahora era explícito. Quedaba claro que había consentimiento por parte de ella y que Don Luis tenía, a causa de su indiscreción, justificación para usar de ella del modo que le pareciera oportuno. Lo que aún quedaba sin decir eran los límites; pero, como el valor en los guerreros, se les supone.

La cuestión que preocupaba a Raquel era si su papel iba a ser meramente de auxiliar o bien iba a tener protagonismo.

En una buena reflexión Raquel pensó que en cualquier caso le serviría de experiencia y tan solo lamentaba haber iniciado su aprendizaje demasiado tarde. "¡Qué tremenda pérdida de tiempo!", se lamentaba recordando sus últimos 25 años. Pero quizá por no haber empezado a disfrutar del sexo desde joven su sensibilidad erótica era vivaz, dispuesta a lo nuevo, o dicho de otro modo, a lo romántico aunque ella no pensaba en una parejita ante una puesta de sol sino en las violentas imágenes y en los oscuros personajes de Lord Byron.

Don Luis tomó la costumbre de darle una instrucción dos veces por semana. La escritura era importante y ella debía llevar una extraña contabilidad. En un documento anotar estrictamente un diario de instrucciones recibidas y cumplimientos o incumplimientos. Cada anotación debía empezar por la fecha y hora así como el lugar. El segundo diario debía recoger los castigos e informe de su cumplimiento. Dichos documentos debía remitirse, actualizados, una vez a la semana. Había aprendido a intercalar en los textos pruebas gráficas fotográficas. El tempo era importante, le había escrito su señor; las cosas no se podían hacer de cualquier manera, sino correctamente.

Una vez recibida una instrucción, ella tenía que enviar una respuesta. No se le permitía escribir lo que quisiera. Don Luis habría tenido en su vida bastantes ocasiones de aguantar mujeres que quisieran depositarle encima su vida y desde luego no parecía "dejarse" contar menudencias personales que tan caras son a las féminas y que rellenan los cojines de la comodidad de la vida. Ella respondía: "recibido y leído". O bien, "acción ordenada ( o prohibición) cumplida". A veces: "he desobedecido pero las excusas no impiden que sea castigada".

¿Qué tipo órdenes recibía Raquel y qué castigos tenía que autoinfligirse? Porque aún, y ella creía que por mucho tiempo, Don Luis, como dice el refrán, brillaba por su ausencia.

Las instrucciones, en esta primera fase, eran a veces absurdas. Solían ser tareas pesadas que requerían mantener la atención: un castigo para la mente. Ella tenía que hacer un informe escrito y gráfico para su señor. El no quería explicaciones sino la descripción escueta de los hechos.

Tenía que confesar sus faltas de disciplina y llevar un registro de ellas que remitía, actualizado, a Don Luis. Ella tampoco sabía si él lo leía todo, sospechaba que no pero "podía" hacerlo.

En cuanto a los castigos había de varios tipos. Él quería que experimentase dolor físico y tener los signos de él. Ella se azotaba el interior de los muslos con un cinturón y le remitía las fotografías de las señales. Otras veces tenía que hacer penitencia: colocarse una venda en los ojos y permanecer de rodillas dos horas con las manos en la espalda sin descansar ni poder oír nada que la distrajese. Una alarma la avisaba de que habían pasado 120 minutos que para ella en ese estado se hacían una eternidad. Evidentemente hubiera podido hacer trampas en sus informes de acciones y puniciones pero ella intuía que Don Luis lo sabría tarde o temprano. Ella esperaba recibir también algún goce directo sobre su carne de su mano.

A las pocas horas de remitir un informe que transmitía bastante torpeza e indisciplina en el cumplimiento de una tarea particularmente tediosa, recibió un mensaje que comenzaba con el ya típico "Usted deberá…". En uno de los pisos vacíos de Don Luis había un pequeño sótano. A las diez de la noche ella debería estar en el sótano: en la cabeza una capucha negra, a quatre pattes y esperar sin moverse. Ella apenas recordaba esa pequeña habitación :en ella había cajas cerradas. Ella creía que eran libros pues la vivienda estaba vacía y un poco desangelada.

Un poco antes de las diez Raquel estaba ya en el sótano. Sabiendo que allí no había nada aunque había armarios cerrados se había llevado una toalla grande que había puesto en el suelo. Se había entretenido en hacerse ella misma una capucha y la había hecho de terciopelo negro. Por darle un toque de color la había ribeteado con una filigrana roja. ¿Le gustaría a él?, se decía, expectante. Pero sería la primera vez que él viese su cuerpo, en este caso su trasero elevado respecto al resto del cuerpo. Ella sabía que tenía sensualidad, era ancho, blanco, redondeado. Sus grandes pechos en esa posición rozarían el suelo.

La espera se le hizo interminable. Esperaba oír el sonido de la cerradura de la puerta. Hasta que llegó pasaron minutos de tensión. Sintió sus pasos por el piso que resonaban en el sótano. Ella temblaba y se preguntaba qué estaría haciendo. Oyó abrir una puerta de un armario de los que ella había visto cerrado y al poco las lentas pisadas peldaño a peldaño de la escalera del sótano. Ella pudo sentir su presencia tras ella contemplándola. Sin hacer nada, evaluándola. Tomando decisiones.

Un rápido silbido y después un latigazo de dolor en su culo. Y otro, otro y muchos más fueron cayendo con una cadencia lenta. En total unos cien. Raquel se retorcía de dolor pero sin perder su posición de castigo. Gemía sin gritar.

Al terminar, volvió a oír lo mismos ruidos en el orden inverso. Ni una palabra. La puerta se había cerrado y ella interpretó que era el cierre del paréntesis, que ese era el modus operandi de su señor al menos con ella. Se levantó, se vistió sintiendo el fuego de las marcas del látigo en sus blancas y carnosas nalgas y se marchó. La excitación y el dolor no la dejaron dormir aquella noche.

Durante tres días no recibió nuevas órdenes de Don Luis salvo una prohibición: "no hable de mí con nadie. Lo que hable o le diga Eva eventualmente me lo consignará en el su libro diario de sumisa".

A los pocos días se sorprendió al oírla voz de Eva al teléfono pidiéndole un extraño favor.

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(continuará)