Luis, un hombre sádico (4)

Raquel comete un error que tendrá muchos efectos en su vida.

Un error de Raquel.

Raquel había, sin remedio, fisgoneado en la privacidad de alguien tan hermético como Don Luis. A raíz de esas imágenes se había despertado un deseo durmiente en ella. Fantasías sadomasoquistas hetero y homosexuales a la vez. Era un avispero en su cabeza. Lo deseaba todo y lo temía todo pero de alguna manera tomó una decisión. En la cara oscura de su luna particular iba a explorar. Quería tener inscritos en su carne los signos del goce. En sus lecturas había aprendido que no hay goce sin dolor y que todo es ambivalente. También se recordaba las recomendaciones sobre refrenar los apetitos por mor de una prudente razón, de la virtud como la fuente de la felicidad permanente, de lo efímero y amargo de los placeres amorales… Sentía, como dice el verso, "vergüenza y afán".

Habían pasado unos días. Un día llamó Eva, la bella inquilina aún no conocida por Don Luis, para preguntarle un detalle de intendencia. El tema era baladí y Raquel lo resolvió en minutos pero le dijo a Eva que le llevaría la solución a casa, que le cogía de camino. Quería verla de nuevo. Apreciar esas formas de hermosa mujer y saber cómo respiraba últimamente. ¿Sería tan tonta como para haberse entregado a cualquier hombre vulgar? No le gustaba la idea de que un simple idiota usufructuase aquel cuerpo, besase aquel hermoso cuello, la penetrase… Ella pensaba que una mujer así merecía algo mejor, pero no sabía exactamente qué.

Raquel llamó a la puerta. Abrió la hija de Eva. Hermosísima Venus núbil, se dijo Raquel, al contemplar aquella gracia: los senos apenas emergentes airosamente erguidos, un cuello bien dibujado, la gracia de una postura relajada. Al poco apareció la madre. Raquél le dio el documento _un feo formulario ya cumplimentado_ . Eva le dio las gracias al ver aquel dichoso trámite resuelto. La invitó a un café. Raquel le propuso bajar a una cafetería cercana pues quería que Eva hablase con más libertad, sin tener cerca de su hija.

En la conversación Eva traslució que estaba sin enamorar; aún decepcionada de los hombres y a pesar de sentirse objeto de interés de bastantes no había querido todavía abrir la puerta a su vida a nadie. "Umm --pensó Raquel--, si fuera hombre pondría en lugar de vida, cuerpo".

Raquel se despidió contenta. Primero de haber disfrutado de la vista de aquella anatomía magnífica; y segundo, de avanzar en la confianza de Eva. Pero le dolía un poco ese placer a medias: ser amiga de la que quieres poseer como amante. Pero bueno, algo es algo.

Un día ella se hizo unas fotos jugando con su cuerpo. Se dio cuenta aterrada que al volver a colocar en su sitio el artefacto que guardaba las fotos de Don Luis había cometido un fallo. No sabía si él había vuelto. El le dijo que era un corto viaje. Así que no se planteaba volver a su casa pues era muy probable que ya estuviese en su domicilio. Su frialdad ordenada había tenido un lapsus y puso en la cámara de don Luis su propia tarjeta de su cámara. En ella había, creía recordar, unas fotos muy lindas de jardines y fachadas pero … se preguntaba, con ansiedad, cuál sería la reacción de aquel hombre al ver aquello en su cámara. Se sintió paralizada por el terror. No quería perder aquel cliente que la subyugaba.

Cinco minutos antes de que cerrase su oficina, un día de esa misma semana en que advirtió su error, entró Don Luis: con un gesto seco puso delante de la paralizada Raquel el rectangulito oscuro de la dichosa memoria. "Creo que esto es suyo", dijo, y dio media vuelta. Raquel no tuvo tiempo ni de pedir perdón, de inventar una excusa, ni de devolverle la tarjeta de él.

En fin… qué hacer. Pero Don Luis tenía móvil así que pasada dos horas le escribió un mensaje que literalmente decía: "le pido perdón; creo que merezco un correctivo; estoy a su disposición". El vacío de respuesta la provocó una noche de insomnio. Al otro día, cuando tras varios cafés parecía remontar y afanarse en las tareas profesionales, recibió un escueto mensaje: "leído su mensaje. Usted esperará mis órdenes y las cumplirá sin contrariar mi voluntad". Ante ese texto Raquel no pude menos que contestar un "sí, señor!" que la dejó más aliviada. Esa noche soñó con Don Luis, vestido de traje oscuro, llevaba de la mano a la hija de Eva que, por el tono de su piel y el vestido color pastel, contrastaba fuertemente con su acompañante.

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