Luis, un hombre sádico (2)

Raquel se ha convertido en un satélite de Luis. Su curiosidad es tremenda. Mezcla de identificación estraña y sensualidad comprimida

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Cómo ya sabemos la relación entre Don Luis y Raquel es muy especial. Él, como se dice ella, es un fuera de serie. No discute de honorarios, no entra en detalles pequeños. Raquel en alguna lectura sobre la historia italiana del Renacimiento ha encontrado un parangón en los señores cultos que tenían a su servicio a artistas. El señor no les pagaba por una obra como hace el burgués. El artista estaba a su servicio y el Señor le daba lo que le parecía, era magnánimo. Raquel se sentía también artista. Escultora de la carne de las Evas que iba a facilitarle a Don Luis. "¿Pero vería ella algo?", se decía, algo triste por estar fuera. Sentía un deseo extraño, que no se atrevía a calificar, de mirar por el ojo de la cerradura.

Todo eran intuiciones oscuras. "¿Quién era realmente ese caballero generoso pero distante?" "¿Qué uso haría de sus objetos de deseo?". Raquel tenía el mismo objeto de deseo, aunque había amado platónicamente también a hombres, pero si le preguntasen qué haría con ese objeto la verdad es que más allá de un deseo de "tenerlo" no podría concretar mucho. Pero ella sabía, algo en su interior se lo decía, que Don Luis sabía lo que quería, que estaba definido en ese aspecto. En eso, y otras cosas, lo envidiaba .

En la oficina de Raquel Don Luis guardaba algunos documentos en una mesa de escritorio; tenía un despacho en el interior que apenas usaba. Otro privilegio de cliente especial. Allí guardaba un maletín cerrado con documentos necesarios para los contratos que tenían que firmarse.

Una mañana Raquel, pocos días después de haberse instalado Eva en el piso, recibió una llamada de Luis. Estaba en el aeropuerto de una ciudad próxima. Le comentó que le había surgido un viaje y había salido precipitadamente olvidando su pasaporte en su casa que era imprescindible adónde iba. Si volviese perdería el vuelo y eso le causaría problemas por un enlace. Si ella iba volando a su casa, lo cogía y salía hacia el aeropuerto aún podía solucionarse el problema in extremis. Le comentó que en la cartera tenía una llave de su casa (ella no lo sabía), le dijo los números de la combinación del cierre de seguridad y le confirmó la dirección. Raquel, efectivamente, encontró entre los papeles las llaves y salió rápidamente hacia la casa.

Abrió. Se sorprendió al comprobar la sobriedad y severidad de los muebles y abrió el cajón que Luis le había dicho de una magnífica librería repleta de volúmenes. No tenía tiempo de ver la casa aunque la corroía una gran curiosidad. Cogió el pasaporte y se fue al aeropuerto. Allí estaba Don Luis, a unos minutos del tiempo límite para embarcar. Estaba con una mujer con gafas oscuras. Raquel no pudo reconocerla. Luis se acercó, tomó el pasaporte y dándole las gracias se despidió tras indicarle que dejase las llaves en el maletín por su surgía algo así.

Raquel sintió su curiosidad frustrada. "Quién era esa dama y adónde iría Don Luis?". Su curiosidad se sentía defraudada pues su cliente había mantenido la reserva. Tras verlos embarcar Raquel pensó en tomarse una compensación. Antes de encerrar las llaves en el maletín iría a echar un vistazo a la casa de Luis (la tranquilizó comprobar que tan solo había una vivienda por planta

); sentía un deseo atroz de curiosear, de conocer más sobre aquel hombre del cuál, tenía que reconocerlo, era ya un satélite.

Volvió al domicilio de Luis. Dio un paseo por todas las estancias. Todo era sobrio. No faltaba nada ni sobraba nada. Apreciaba la falta de influencia de una mujer allí. No había concesiones a adornos ni fruslerías. Volvió a abrir el cajón del la librería y observó varias cámaras de foto. "Así que Luis tenía la afición a la fotografía", se dijo. Cogió una de ellas y comenzó a mirar en la pantallita qué había fotografiado últimamente Don Luis. A pesar de ser un hombre de método había olvidado borrar o trasvasar dichas fotografías a un ordenador. Raquel se quedó demudada cuando vio la espalda desnuda de un cuerpo de mujer atado y con marcas de azotes. Al comprobar que había unas cien pensó que lo mejor sería copiarlas en su ordenador y verlas morosamente -- y en su orden--, así que se llevó la tarjeta de memoria y cerró la puerta sintiéndose a la vez excitada y culpable.

"¿Seria la dama bella y elegante, vista a media distancia, del aeropuerto o bien una prostituta?", se preguntaba mientras avanzaba hacia su casa donde disponía de un ordenador portátil.

(continuará)