Luís: Noli me tangere

(Noli me tangere=No me toques) - Relato de dulzura y amor más que de otra cosa. Dedicado sobre todo a mis incondicionales.

Luís: Noli me tangere (*)

1 - Abandonado

Estaba sentado en un banco del jardín cercano a casa, frente al estanque viendo a los patos nadar sobre aguas putrefactas, cuando se acercó lentamente un chico andando despacio y se sentó en el otro lado del banco. Era delgado, no demasiado alto, con ropa corriente, pero con un rostro bellísimo, suave, aterciopelado y afilado y labios muy sensuales. Desde que se sentó, como buen ligón que soy considerado, le miraba de reojo y observé un perfil que me llegó helándome hasta la médula. Aquello no era un tío para ligárselo, follárselo y «adiós; si te vi no me acuerdo». Podía ligarme a quien quisiera sin ninguna dificultad, pero me sentí un inútil al tenerlo tan cerca.

De pronto, se inclinó un poco hacia adelante y señaló al suelo del parque:

  • ¡Mira, mira! – dijo al aire - ¡Ha pasado la viejecita, ha echado migas de pan y fíjate cuántos pájaros han venido a comer!

No sé si me hablaba a mí, pero también le hablé al aire:

  • Ahora tomarán su cena y se irán a dormir, que oscurece antes.

  • Sí, sí – al fin me miró -; me gusta verlos comer.

Al poco tiempo, los pajarillos fueron levantando el vuelo y se retiraron a sus nidos en los árboles.

  • ¿Vienes conmigo a ver los patos? – me preguntó -; me dan lástima cuando los veo nadar ahí. Nadie los cuida.

Pero… ¿Quién era aquél chico de unos veinte años que se preocupaba por esas cosas? Sus conversaciones eran realmente infantiles.

Nos apoyamos en la baranda del estanque y estuvimos viendo los patos. El agua dejaba llegar hasta nosotros un hedor insoportable.

  • Si nadie los cuida – dijo -, algún día morirán abandonados.

  • Es cierto – le respondí sinceramente -, están abandonados. Volvamos al banco, que el agua apesta.

Cuando llegamos al banco, ya no se sentó tan distante, sino que esperó a que yo me sentase y se puso a mi lado.

  • No voy a poder estar mucho más tiempo contigo – me dijo -, mi madre no quiere que ande solo por las calles de noche. Es peligroso.

  • Sí, es peligroso si no sabes lo que tienes que hacer.

  • Una vez – comenzó a hablar mirando al frente -, estaba yo viendo los patos y se acercó un hombre. Se puso a mi lado y me invitó a pasteles. Me sentí muy agradecido. Luego me dijo que en casa tenía trenes eléctricos y más cosas y me llevó a su casa. Me obligó a hacer cosas que yo no quería. Se lo dije a mi madre y la policía encontró a aquel hombre que me hizo daño.

¡Dios mío! ¡Estaba hablando con un chico que aparentemente tenía los veinte y que hablaba como un chiquillo al que alguien había violado!

Se levantó sin aviso y me dijo que se llamaba Luís y me preguntó mi nombre. Le dije que mi nombre era Quintín y se acercó a mí, me besó en la mejilla y se despidió corriendo hacia su casa.

Me quedé pasmado mirando al frente hasta que vi aparecer a Polito, otro chaval con el que me veía a menudo y también era un ligón de campeonato.

  • ¿Qué haces tío? – me dijo mientras se acercaba a mí - ¿No sabes quién es ese?

  • Sí – le dije -, es Luís.

  • Pero no sabes nada más que su nombre – me contestó al sentarse -; se lo dice a todo el mundo. Cuidadito con lo que haces con él. Tiene veintidós años, sólo uno menos que tú, pero su mente es la de un niño. Si te ven cerca de él a menudo comenzarán las preguntas. Ya me entiendes. Yo, lo evito. No quiero problemas ¿No ibas a ligarte al tío de las hamburguesas del Opencor de ahí al lado? Pues olvida a este chico, que no te traerá más que problemas y vete a ligarte al otro. Sale a las doce y, me ha dicho un pajarito, que está deseando de follar contigo.

Seguí mirando al frente ¿Un retrasado mental? ¡Era un chico tan lindo! No me lo hubiera ligado para un polvo, sino para conocerlo mejor y estar con él una buena temporadita. Una pareja estable.

2 – Un nuevo intento

Me senté en el banco más temprano al día siguiente y apareció Luís sonriente y feliz al verme.

  • ¡Quintín, Quintín! – gritó - ¿Vienes a ver los pajaritos?

  • Sí – le dije -; vengo a ver los pajaritos y los patos y también vengo a verte a ti.

  • Gracias – dijo -, casi nadie quiere hablar conmigo.

  • Pues te aconsejo, Luís – le dije -, que no hables nada más que con quien conozcas bien. Es mejor tener dos buenos amigos que cien entre los que se esconden ratas de alcantarilla que pueden hacerte mucho daño. No te preocupes por encontrarte solo.

  • Ahora ya no me encuentro solo – dijo -; tengo a mi madre y eres mi amigo.

  • Pues aún así – le dije -, aunque conozcas a alguien que te parece bueno, siempre debes tener cuidado de lo que hace y… sobre todo, yo no me iría con un desconocido a su casa.

  • ¿Quieres que mañana me baje la pelota? - preguntó de pronto -; ahí enfrente podemos jugar un poco. Aquellos dos árboles parecen la portería, pero yo solo no puedo marcarme goles.

  • ¿Te apetecería jugar al futbol? – me extrañé - ¡Bájate la pelota mañana! Te meteré una goleada; a ver si me ganas.

Aunque yo vivía solo, mi madre venía siempre a casa los lunes por la mañana y me hacía una limpieza a fondo. El siguiente lunes, cuando llegó, estaba yo estudiando y salí a saludarla. Me siento autosuficiente para cualquier cosa – me ligo al tío más difícil que se me ponga delante -, pero necesitaba hablar con mi madre y le pedí que tomásemos algo en la cocina.

  • Mamá – le dije -, necesito hacerte algunas preguntas muy extrañas. No soy un tonto, lo sabes, pero hay cosas que sólo las sabéis los mayores y, sobre todo, las mujeres.

  • ¡Hijo! – se extrañó de mi pregunta - ¿Te pasa algo? ¡Déjame ayudarte!

  • Verás mamá – le dije dudoso -, he conocido ahí en el jardín a un chico muy simpático. Se llama Luís.

  • ¿Y piensas que a estas alturas de la película me voy a asustar de eso? – me miró pícaramente - ¿Te gusta?

  • Sí, mamá – farfullé -, pero no es ni mucho menos lo que estás pensando. Es muy guapo, claro, pero no quiero ligármelo. Es retrasado y me gusta ayudarle, charlar con él o jugar a cualquier cosa… Pero ya sabes cómo es la gente.

  • ¿Tienes algo que ocultar? – preguntó más en serio - ¿O te parece que tendrás que ocultar ciertas cosas?

  • ¡Nooooo! – me entristecí – Sólo quería saber cómo puedo ser su amigo sin que nadie me tome por un violador de retrasados.

  • ¿Sabes dónde vive?

  • Sí – le dije casi llorando -, a veces lo acompaño a su casa. Me besa como si fuese su hermano… o su padre… ¡No sé!

  • ¿Vive con los padres?

  • Vive con su madre – le aclaré – que es viuda.

  • ¡Vamos, niño! – cogió su bolso -, visitaremos a esa señora. Necesito hablar con ella ciertas cosas. Si ella quiere a su hijo, yo te quiero a ti. No te preocupes; las madres nos entendemos muy bien.

3 – El trabajo de las mujeres

Entramos en la casa y saludamos a una mujer vestida de negro y de aspecto triste. Mi madre se presentó, le dijo que se llamaba Claudia y que era mi madre y la señora le dijo que era Carmen y que sólo tenía a Luís, su hijo; pero agachó la cabeza. Mi madre, muy astuta, la beso y empezó a hablar con ella. Al poco tiempo, salió Luís y se puso a dar saltos de alegría. Su madre lo miraba extrañadísima; la mía ya imaginaba ciertas cosas. Se acercó a mí corriendo y hablando rápidamente de sus juegos, me besó, me cogió de la mano y me llevó a su dormitorio.

Mi madre se las apañó para hablar con la suya a solas. Estaba claro. Una madre ¿cómo va a desconfiar de otra? Hablaron mucho tiempo y, cuando se asomaron al dormitorio, estábamos los dos sentados en la alfombra haciendo un rompecabezas. La cara de doña Carmen había cambiado. Me levanté por cortesía, pero la señora se acercó a mí y me besó:

  • Hijo – me habló en voz baja -, sube a casa cuando quieras y juega con Luís cuando quieras. Yo ya sé que vas a cuidarlo. Si está contigo, me sentiré mucho más tranquila.

  • Es mi mejor amigo, señora – le dije -; no se preocupe por él. Yo jugaré con él y lo cuidaré. Mi madre me ayudará.

  • Tienes una madre muy buena, Quintín – añadió -, los dos os habéis ofrecido sin conocernos a algo que la gente elude. Sube a casa o juega con Luís ahí abajo. Sé que vas a cuidarlo y vas a enseñarle cosas. Necesitaba a alguien así.

Mi madre supo explicarle a doña Carmen de alguna forma que yo quería estar con Luís para ayudarlo y se ofreció a ayudarla a ella desinteresadamente. Incluso me pareció que habían quedado los domingos para ir a misa juntas.

Pasaron muchos días y fui conociendo a Luís mucho mejor y a su madre. Cuando lo acompañaba a casa, no lo dejaba en el portal, sino que subía con él y hablaba un poco con doña Carmen, que siempre se emperraba en darme algo de merendar.

Un día, habiendo aún luz, me cogió la mano y estuvo jugando con mis dedos mientras hablábamos, pero acabó llevándosela a la boca y la besó. Me asusté mucho y le hablé enseguida:

  • Mira, Luís – le dije -, nadie se va a asustar de que me beses cuando nos veamos o cuando te quedes en casa, pero si me acaricias la mano y la besas, aunque ni tu ni yo lo entendamos, la gente va a pensar… otra cosa ¿Me comprendes?

  • ¡Oh, sí! – se asustó y soltó mi mano -, yo no quiero hacer eso contigo.

  • Ya lo sé – le miré profundamente -, pero es mejor que nadie piense cosas raras que no existen.

  • ¿Y tampoco puedo darte un besito? – preguntó con su inocencia -; yo se los doy a mi primo.

  • Sí, sí – le insistí -, puedes darme uno al vernos o al despedirnos, pero en la cara siempre ¿vale?

  • ¡Vale! – se puso muy contento -; ahora vamos a ver los patos.

  • Pobrecillos ¿Ves? – le señalé a uno -; si pudiera, le limpiaba el estanque y le ponía agua limpia y clara… como la del mar.

  • ¡Como la del mar! – repitió -; yo te ayudaría a cambiarla. Una vez, hace… dos años, fui a la playa con la gente del cole, pero no me dejaron ver casi nada. Me hubiera gustado nadar en el agua, como los patos, y andar por la arena y tomar el sol. Pero no nos dejaron.

  • Si mamá quiere – le prometí solemnemente -, voy a llevarte un domingo a la playa. Puedo llevarte en el coche de mi padre y podremos tomar el sol, bañarnos, comer en una terraza y jugar. Al atardecer estaremos en casa.

  • ¿De verdad? – preguntó incrédulo - ¿Me llevarás?

4 – El punto de partida

Aunque a doña Carmen le dio un poco de miedo de que un chico joven como yo condujese el coche, llegó el día prometido para ir a la playa.

  • Dale sus pastillas a sus horas – me dijo al salir -, no lo olvides, por favor.

Mi madre aparecería poco después por allí para estar con ella. Habían hecho muy buena amistad y yo iba más tranquilo con mi amigo Luís. Él iba muy contento en el coche y preguntando muchas cosas y nos reímos bastante, pero yo tenía mucho cuidado con la carretera. Tomé la autovía de peaje y sabía que en poco más de una hora nos llegaría la brisa perfumada de las aguas azules.

Comenzamos a entrar por las calles del pueblo y le vi mirar con entusiasmo los hostales, los restaurantes, las tiendas de juguetes y recuerdos y sacar un poco la cabeza para sentir el fresco y apreciar el aroma del mar. De pronto, frente a nosotros, se alzaba el faro.

  • ¡Mira la torre! – exclamó – ¡Es enorme!

  • Sí – le dije -, es un faro, arriba hay una luz que se enciende por la noche para que los barcos no se acerquen a las rocas. Dicen que este es el faro más alto de España.

Lo miraba con la boca abierta hasta que me oyó decir que aparcaríamos por allí.

  • Tomaremos nuestros macutos y andaremos bastante por el paseo marítimo.

  • ¡El mar! – volvió a exclamar entusiasmado - ¡Es azul y hace ruido! ¿Bajaremos a verlo, no?

  • Bajaremos por la primera escalera – le dije -, así que tendremos que quitarnos las zapatillas para no llenarnos todo de arena.

Se paró en seco y me miró muy desconcertado.

  • ¿Pasa algo? – le dije -; hay que quitarse los zapatos para sentir el frescor de la arena en los pies. Eso es muy bueno para todo.

Seguía inmóvil.

  • Mira, Luís – le dije en serio -, si no me dices lo que pasa, nos vamos a quedar aquí todo el día.

Me miró avergonzado y cabizbajo:

  • No sé quitarme los zapatos.

Me sorprendió lo que decía, pero le dije que se sentase en el poyete.

  • ¡Venga! – le dije sonriendo -, vamos a quitar este estorbo y, todo lo que necesites y no sepas hacer, me lo pides o me enfado.

  • ¡No, no te enfades! – dijo apurado -, no quiero darte el día.

  • ¿Sabes Luís? Me encanta ayudarte, así que no me digas eso más ¿vale?

Le desabroché los cordones y tiré de sus zapatillas con cuidado.

  • ¡Ten – le dije –, pon esto en el macuto!

Luego le quité los calcetines azules y blancos que llevaba puestos. Mientras, miraba para todos lados con sonrisa de felicidad. Sus pies eran preciosos, estilizados y muy blancos. Tendría que ponerle bastante protección si no quería que se le quemasen. Los acaricié con verdadero amor; sin una pizca de erotismo. Ni siquiera pasaron esos pensamientos por mi cabeza.

  • ¡Vamos tío! – le dije -, en pie que tenemos que bajar a la arena. Ahí abajo pondremos las toallas y nos quitaremos la ropa. Espero que traigas el bañador debajo.

  • Sí – me dijo seguro -, me lo he puesto antes de vestirme en casa.

Bajamos y seguimos andando un poco más por la arena. Se notaba inestable y se agarró a mi muñeca, pero me miró enseguida muy serio para ver si yo le decía que no debería hacer eso. No le dije nada, al contrario, seguimos andando y le dije que si necesitaba agarrarse a mi brazo para no caerse, que lo hiciese.

  • ¡Oye, Quintín! – me dijo intrigado - ¿Aquello que se ve al final es una iglesia?

  • ¡Por supuesto! – le contesté sonriendo -; es la Basílica de Nuestra Señora de Regla. Si quieres, iremos al atardecer a verla.

  • Sí, por favor – seguía mirándola -, me gustan las iglesias.

Anduvimos algo más y pensé que estábamos en un buen sitio para quedarnos.

  • ¡Ea, Luís! – le dije -, vamos a extender aquí nuestras toallas, nos ponemos en bañador y tomamos un poco el sol. No mucho, que quema la piel.

Pusimos las toallas extendidas (él se fijaba en cómo lo hacía yo) y dejamos los macutos a un lado.

  • Yo traigo ropa fácil de quitar y poner – le dije entonces -; luego tendremos que ponerla otra vez para ir a otros sitios y, sobre todo, si quieres que visitemos la iglesia.

Volvió a sorprenderme con otra de sus extrañas frases, pero ya me esperaba cualquier cosa:

  • Tienes que ayudarme a quitarme los pantalones. Son muy estrechos y no puedo.

  • ¡Pues claro! – le contesté con naturalidad -, quítate el cinturón y te los aflojas. Luego, tiraré yo de ellos.

Le doblé los pantalones con cuidado y se los di para que los pusiese junto al macuto y, finalmente, nos quitamos la camisa.

-¡Uffff! – le dije -, estás muy blanco y te puedes quemar con el sol. Tendremos que ponernos la crema protectora.

  • ¿Me la puedes poner tú?

  • Te la voy a poner yo, Luís – le dije -; sé que es la primera vez que vienes a la playa en condiciones.

  • Sí – pensó en voz alta -, la primera vez no vi casi nada, sino mucha agua que me asustaba. Parecía que iba a salirse de ahí. Pero ya me dijeron que no se mueve nada más que un poco. Y no tengo miedo. Quiero bañarme un poco como toda la gente.

  • ¡Vamos amigo! - le saqué de sus pensamientos -, frótate los brazos y las piernas con esta crema y la extiendes bien. Luego, te untas el pecho y los hombros. Yo te daré en la cara para que no se te quemen esas preciosas mejillas y te daré en la espalda, pero después tendrás que darme tú la crema en la espalda a mí. Yo no llego.

Comenzó a darse en los brazos y me pareció que se untaba bien. Luego, comenzó a darse en las piernas, pero no llegaba a las pantorrillas y me dio el bote. Yo ya sabía lo que quería, así que le unté bien en los tobillos y, sobre todo, en el empeine de los pies. Seguí con su cara (Cierra los ojos, le dije) y le dije que se volviese un poco de espaldas para acabar de protegerlo. Me miró con sonrisa de agradecimiento y vio cómo me untaba yo la crema. Cuando tuve que untarme la espalda, le di el bote y me volví de espaldas a él. Noté sus manos delicadas, en movimientos un tanto torpes, untarme el protector y, cuando creyó que había acabado, me entregó el bote: «¡Toma. Quintín!».

  • Gracias, bonito – le dije -, ahora podemos tomar un buen rato el sol. No lo mires que puede hacerte daño en los ojos. Ciérralos y escucha el sonido del mar. Cuando tengamos calor, nos daremos un buen baño de agua fría.

Así, fue mirando mis movimientos; cuándo me ponía boca arriba y cuándo me volvía, hasta que empecé a notar bastante calor.

  • ¿Vamos al agua?

  • Sí, sí – me dijo -, ya tengo calor, pero dame la mano; me da miedo entrar en el mar.

  • ¡Vamos, valiente! Agárrate a mi brazo.

5 – Arena y arroz

Entramos en el agua. Pensé que iba a saltar al sentir el frío, pero no se separó de mí y anduvimos hasta que el agua le llegaba al pecho.

  • Ya está – le dije – nos quedaremos aquí. Puedes agarrarte a mi muñeca si quieres, pero tendrás que soltarte un momento para sumergirte y mojar tu cabello. No es bueno estar en el agua fría y tener la cabeza caliente por el sol.

  • Pues me da miedo de soltarme – dijo - ¿No hay otra forma de hacerlo?

  • ¡Sí, claro! – le puse mi mano en la cabeza -; agárrate a mí; a mi cintura; sin miedo. Yo te echaré agua por encima, pero cierra los ojos que estas aguas del mar tienen sal y pueden escocerte.

Se agarró a mí un tanto asustado y rodeó mi cuerpo con sus piernas. Tomé agua y le mojé muy bien sus preciosos cabellos rubios, lacios y un poco largos.

  • ¿Ya está? – preguntó ignorante - ¿Ya está la cabeza mojada?

  • Sí, Luís – le dije -, ya no hay peligro de que tu cuerpo esté muy frío y tu cabeza demasiado caliente.

Pero observé que no me soltó para coger mi muñeca, sino que siguió agarrado a mí y jugando y disfrutando como pocas veces lo habría hecho. Me sentí muy feliz y también lo abracé por la cintura. Así, estuvimos todo el tiempo del baño, aunque él no se dio cuenta de que yo entré un poco más en el mar y estábamos ambos a flote. No mucho tiempo después, lo fui sacando hacia la orilla y le dije que ya debería agarrarse a mi brazo. Fuimos a las toallas, le sequé los cabellos y le soné la nariz. Después, le puse la toalla sobre sus hombros.

  • ¿Tienes frío, Luís?

  • ¡No! – exclamó como despreocupado -, se está muy bien.

Así pasamos la mañana hasta que le dije que íbamos a buscar una terraza para comer. Le hizo mucha ilusión, así que le puse una gorra que traía en el macuto, su camisa abierta y sus zapatillas sin calcetines. Comencé a notar que me miraba la cara constantemente y emocionado o agradecido. Notaría que yo ya sabía lo que tenía que hacer con él y que lo estaba haciendo. Recogimos todo y subimos los escalones hasta el paseo. No sé qué se me pasó por la cabeza, pero me volví a él, le miré profundamente a los ojos y le dije que podía agarrarse a mi cintura. No dijo nada. Soltó mi brazo y lo pasó por debajo de mi camisa con su cara bien alta y su gorra amarilla.

Nos sentamos en un restaurante no muy caro que estaba un poco en alto y desde donde se veía el mar mientras se comía. Se echó a reír.

  • La arena dentro de los zapatos me hace cosquillas – dijo -, cuando nos sentemos, ¿puedo comer descalzo?

  • ¡Por supuesto! – le dije con seguridad -, vamos a buscar la mejor mesa y te quitaré las zapatillas ¡Ah! Y no olvides tu pastilla del almuerzo.

Así lo hicimos e hice gestos para que el camarero creyese que era mi hermano un poco anormal. Se lo tragó.

  • ¿Qué va a tomar este joven caballero? – le dijo el camarero sonriéndole - ¿Arroz?

Luís hizo un gesto de aprobación y, volviéndome hacia el camarero mientras me sentaba, le dije:

  • A mi hermano le gusta mucho el arroz ¿sabe? Aunque supongo que tendré que preparárselo un poco si trae muchas cosas… Ya sabe… almejas y eso.

  • ¡Nada de eso, señor – me dijo casi al oído -, sabiendo que hay que prepararle el plato, se le preparará en la cocina!

  • No sabe cuánto se lo agradezco – le dije -, aunque estoy acostumbrado a pelarle las gambas y esas cosas.

Volvió a inclinarse sobre mí y dijo con mucha prudencia:

  • Ya lo he imaginado, señor; he visto que tenía que quitarle las zapatillas.

Y volviéndose hacia el restaurante, le oí decir: «¡Dios le da pan a quien no tiene dientes!».

Aquel camarero nos atendió casi exclusivamente. Se llamaba Ángel. Se acercaba a Luís y le hablaba con muchísimo cariño y le retiraba del plato todo aquello que veía que no se comía.

  • ¡Ay, Luís! – dijo una vez en voz alta -; cuando acabes de comer te voy a invitar a un helado.

Luís miró a aquel camarero y me miró luego a mí sonriendo.

  • ¿Ves? – le dije -, en la playa hay gente muy buena. Ángel te va a regalar un helado después de comer.

  • ¿Y puede ser de fresa?

6 – Se va el sol

Después de comer, volví a ponerle las zapatillas. No me importaba que le hiciese cosquillas la arena, sino que pisase algún cristal. Estuvimos viendo tiendas y le regalé una postal del lugar, que le gustó mucho. La observó durante un rato, la metió en su funda de papel y la guardó con cuidado en la mochila para que no se le arrugase. Paseamos por el pueblo con la camisa, el bañador y las zapatillas, pero quiso ir a la iglesia (como él decía) y lo senté en un banco con un helado (de fresa, claro) y me puse a quitarle la arena, a abrocharle la camisa, le puse sus pantalones y sus calcetines y las zapatillas y le dije que ya podíamos ir a ver a la Virgen.

Lo llevé hasta la basílica y entró en ella embobado y siguió caminando hasta acercarse al altar y arrodillarse en el primer banco. Por respeto, me quedé en el de atrás, pero pude oírle dar las gracias por haberme conocido, por ir a ver el mar y pidió por su madre y por su padre que estaba en el Cielo y, finalmente, pidió por mí y se volvió un momento a mirarme: «¡Lo quiero mucho, Madre del Cielo!».

No soy religioso, pero puedo asegurar que lo que me dejó ciego fue un reguero de lágrimas que no supe cómo disimular. No quería que Luís me viese llorar, así que hice que estornudaba varias veces.

Cuando salimos, el sol ya estaba bajando y volviéndose rojizo.

  • Vamos a volver a casa ya – le dije -, no quiero que mamá se asuste porque lleguemos muy tarde.

  • Ella sabe que estoy contigo – me respondió - ¿Cómo nos va a pasar nada?

Recorrimos todo el paseo marítimo hasta el faro agarrados de la cintura y pusimos los macutos en el maletero y le dije que si quería hacer el viaje echado en el asiento de atrás y durmiendo un poco.

  • No – respondió bajando el cristal de la ventanilla -, quiero seguir viendo cosas.

Durante el camino, anocheció y llegamos a la ciudad recién caída la noche. Paré casi enfrente de su casa, atravesamos el jardín y lo subí arriba. La madre abrió con cara de preocupación, pero Luís empezó a contar cosas con entusiasmo y se movía de un lado para otro. La cara de su madre fue cambiando, se dibujó en ella una sonrisa, me miró y se acercó a mí a besarme.

  • ¿Crees que no sé lo que has tenido que hacer por él?

7 – Un sucedáneo

Estaba al día siguiente en casa. No quería salir a la calle porque tenía que estudiar mucho, pero pensé en ir a ver a Luís aunque fuese un rato. De pronto, sonó el timbre de la puerta. Me levanté con desgana pensando en que podía ser cualquiera menos quien era: Luís.

  • Pasa, amigo, pasa – me dio un beso -; pensaba en ir a verte un rato, pero estoy terminando de estudiar.

  • ¡Ah!, lo siento – exclamó - ; me voy, no quiero molestarte.

  • ¿Qué dices? – le alboroté los pelos -, pasa, pasa, que para estudiar tengo mucho tiempo.

  • Es que

  • Es que ¿qué? – me asusté - ¿Pasa algo?

  • No, no, no, Quintín – me cogió la mano -, sólo quería decirte una cosa.

  • ¿Y eso es un problema o es que es una cosa muy larga?

  • Depende.

  • Te pasa algo, Luís - miré el reloj -, no me engañes.

  • Nunca te engañaría – dijo -, te quiero.

No sabía en qué sentido lo decía, pero me temblaron las piernas.

  • Lo sé, Luís – le dije asustado -, yo también te quiero. Somos muy buenos amigos ¿no?

Se sentó en el sofá y me senté a su lado. Tenía la mirada perdida al frente y fue volviendo su cara hacia mí poco a poco y acercando sus labios a los míos. Se me aceleró la respiración y sentí pánico, pero no me moví. Me besó simplemente en los labios durante un rato cerrando los ojos y puso sus manos sobre mis piernas. Mi mente era pura confusión. Sus manos fueron resbalando despacio hacia mi entrepierna y comenzó a acariciarme sin dejar de besarme.

Me retiré asustado.

  • ¿Qué haces, Luís? – le dije con cariño -; no pienses que me enfada esto, pero no lo esperaba.

  • Me he enamorado de ti – me dijo mirándome fijamente - ¿Cómo voy a vivir ahora sin ti?

  • No vas a vivir sin mi, Luís – le acaricié sus preciosos cabellos -, pero en esta vida, cuando nos llega el amor, debemos primero estar muy seguros. Yo sé que a lo mejor quieres expresarme algo. Sé cómo me lo quieres expresar, pero hazme caso, bonito, ya sé que me quieres y yo te quiero más que a nadie; lo sabes. Ahora, es importante estar seguros de lo que sentimos. Cuando pasen unos días, volveremos a hablar de esto y, cuando ya estemos muy seguros, además de darnos un besito en la cara, haremos lo que tú quieras.

  • ¡Quiero ahora! – gritó - ¡Te quiero mucho! Me has demostrado que me quieres y por eso me he enamorado de ti.

  • ¡Perfecto! – miré al suelo -, pero la gente siempre espera a estar segura de esos sentimientos. Vamos a hacerlo así ¿no?

Me miró con una enorme tristeza, separó sus manos y su cuerpo de mí, se levantó sin hablar y, antes de salir de casa, me dijo:

  • Gracias por llevarme a la playa.

Cuando salió me eché a llorar desesperadamente, me fui a la cocina y comencé a beber. Poco a poco me fui quedando dormido en un suave sopor. Cuando desperté, eran las once y media de la noche. Me levanté muy decidido, me di una ducha, me vestí y me perfumé. Salí de casa como un loco y me fui al Opencor. Entré y cambié mi expresión por una sonriente y sensual. El chico de las hamburguesas, me miró con picardía. Me acerqué a él un momento y le dije:

  • ¿Tienes algo que hacer cuando termines?

  • Si me voy contigo – respondió sin mirarme -, puede que sí.

  • Te espero – le dije -; podemos ir a casa si quieres.

No contestó, pero supe que decía que sí porque la visera de su gorra se movió arriba y abajo.

Salimos de allí mirándonos insinuantes. Sabía que estaba deseando de pillarme para echar un buen polvo, así que nos fuimos a mi casa. Pero la naturaleza y algunas otras cosas que jamás vamos a entender, me jugaron una mala pasada. No pude entrar en erección.

El chaval se fue un poco extrañado, pero le prometí que otra noche iría a por él, que algo raro me estaba pasando.

No. No era nada raro lo que me estaba pasando. Estaba tan enamorado de Luís, que no podría compartir mi vida con nadie más, sólo con él, aunque me llevase todo el tiempo pendiente de peinarlo, de darle sus pastillas, de ponerle sus zapatillas… Pero lo que era para mí más grave es que diciéndole que había que esperar y poniéndole otras excusas por el qué dirán, lo iba a hacer un desgraciado. Tenía que buscar la solución y no imaginaba ninguna.

8 – La consulta

Aquella mañana, cuando desperté desganado, me pareció oír ruido en el salón. Era lunes. Mi madre había ido a limpiarme un poco el piso, pero al ver que seguía durmiendo, procuró hacer poco ruido.

  • ¿Te acostaste muy tarde anoche, hijo? – me dijo al besarla -; no he querido llamarte.

  • No mamá – le dije casi dormido -, es que no puedo dormir muy bien. Tengo la cabeza llena de cosas.

Y como una madre conoce muy bien a su hijo, me hizo señas con la mano y nos sentamos en el sofá. Cuando vio que estaba tan dormido (no le dije que había tomado pastillas), se levantó y me trajo una taza de café.

  • Algo te pasa – dijo en serio -; a mí no me la das y quiero una explicación sincera desde el principio. Nada de rodeos ¿Pasa algo con Luís?

No pude remediarlo y me eché a llorar abrazándome a ella.

  • Mamá – le decía -, sabes cómo soy. No voy a engañarte. Me gustan los chavales, pero mi amistad con Luís es completamente sincera. Lo quiero mucho y estaría toda mi vida a su lado, enseñándolo, vistiéndolo… aunque tuviese que olvidarme de buscar a un chico con quien vivir. No busco eso con Luís. Lo quiero demasiado.

  • Entonces… - me miró extrañadísima - ¿Te ha dejado? ¿Se ha enfadado contigo?

  • No mamá – bebí café y me quedé en silencio -. Luís se presentó aquí hace ya unos días, poco después de venir de la playa. Lo mimé, procuré hacerlo feliz sin ninguna otra intención, lo sabes, pero yo no sabía que iba a enamorarse de mí y ahora dice que me quiere y se me ha insinuado

Mi madre me escuchó en silencio y se quedó muy callada acariciándome la cara.

  • Si le pongo excusas o lo rechazo – le dije -, le voy a hacer mucho daño, pero si acepto sus deseos ¿Qué van a pensar?

  • La gente puede pensar lo que quiera ¿sabes? – me dijo con firmeza -; ni voy a permitir que ese muchacho sufra ni quiero verte así. Y a ver si dejas las pastillas, que te conozco. Déjame hablar otra vez con Carmen. Nos conocemos muy bien. Debe saber algo sobre los sentimientos de su hijo y, si no lo sabe, es que no es una buena madre. Espérame aquí y tómate otro café ¡Ah! Y date una ducha que me huele a que no te lavas desde hace unos días.

Salió de casa y se fue a hablar con doña Carmen. Yo no imaginaba si aquello iba a ser positivo o iba a estropear aún más las cosas, pero confiaba en mi madre a ciegas. No sólo me defendía a mí como su hijo homosexual, sino que defendía a cualquier homosexual que conociese. Luís, además de haber nacido con retraso, tenía aquellos sentimientos homosexuales y había pasado por una violación. Su madre podría tomarlo muy mal.

Esperé más de dos horas y oí la cerradura de la puerta. Al instante, entró Luís corriendo, se sentó a mi lado y, respetando que mi madre estaba delante, me besó en la mejilla y me agarró por la cintura. Lo miré casi riéndome de alegría: «¿Qué hace mi mejor amigo aquí?».

  • ¡Vamos, Quintín! - dijo mi madre muy seria -, tenemos que hablar, pero a solas. Os dejo un ratito juntos, pero luego volveré para llevar a Luís a su casa.

Luís la miraba atento y sonriendo. Cuando mi madre se volvió y salió otra vez de casa, Luís me abrazó con mucho cuidado.

  • Te he dejado solo – me dijo -; tienes que perdonarme. Ya sé si lo que sentía era de verdad.

  • ¿Ah, sí? – le pregunté acariciando su cuello -; yo también. A ver, dime si era cierto.

Puso sus manos una a cada lado de mi cuello, cerró los ojos y me besó en los labios casi sin hacer presión.

  • ¡Era cierto, era cierto! – dijo luego -; ahora estoy seguro.

Estuvimos sentados en el sofá echados en el respaldar y acariciándonos la cara y los cabellos. A veces, nos acercábamos y me besaba en la mejilla muy feliz. No entendía lo que había pasado. Imaginé que mi madre me lo contaría todo, pero yo era feliz en ese momento teniendo a Luís a mi lado y observando su rostro y su mirada.

Mi madre no es tonta, claro, llamó al timbre como un aviso, porque cuando fui a levantarme para abrir, oí la cerradura y apareció por la puerta del salón.

  • ¡Vamos, Luís! – exclamó -; tengo que llevarte a casa un rato, pero después, te traeré con Quintín y os pondré de comer y tienes permiso para quedarte aquí hasta que te lleve Quintín a la noche a casa.

Se puso muy contento, se levantó y corrió a besar a mi madre. Mientras salía, no dejaba de mirar atrás. No quería perderme de vista.

9 – Una razón

  • Mira, Quintín – comenzó a hablar mi madre cuando volvió -, a veces todos nos equivocamos. Los mayores también. Lo único que he hecho es ir a hablar con doña Carmen y averiguar qué estaba pasando. Luís, inocentemente, le había dicho que se había enamorado de ti. Su madre me dijo llorando que Dios le había enviado a un hijo con dos enfermedades. Le levanté la voz y le dije que ser gay no es una enfermedad, pero insistía en que era un pecado. Después de mucho llanto y mucha discusión, sólo se me ocurrió decirle una frase: «Dios le ha dado un hijo precioso, pero está roto por un lado y tiene un corazón grande por otro que quiere hacer feliz a mi hijo porque se ha entregado a él ¿Va usted a romper esa parte de su vida también haciéndolo un infeliz? Es usted una madre que no entiendo». Le he confesado que tú eres gay, pero que eres el hijo más bueno que he tenido y que jamás se te ocurriría hacerle daño a Luís porque también lo quieres ¿Sabes? No hemos hablado demasiado para lo que hablamos las mujeres, pero al final hemos sacado la conclusión de que los dos sois hijos de las dos. Os cuidaremos sin meternos en vuestras vidas. Yo, particularmente, te admiro por lo que has hecho y por lo que vas a hacer ¡Ya quisieran muchas personas entregarse así a un chico que necesita atención constante! Me siento ahora todavía más orgullosa de que seas gay.

No pude acercarme a ella siquiera; estaba paralizado.

  • Voy a por Luís – terminó su discurso – y me entretendré un poco para que te asees y te pongas guapo para él. Has encontrado un diamante sin pulir del todo. Ya sabes lo que tienes que hacer.

  • ¡Pero la gente va a pensar que me estoy aprovechando de él, mamá! – grité - ¿Qué puedo hacer?

  • ¡Fácil! – respondió ya yéndose - ¡No escuches lo que digan; escucha a tu conciencia!

(*) Noli me tangere: (Latín) No me toques.