Luis

Quien espera, desespera...

Salió disparado de la oficina en dirección a su casa. Tenía dos horas para prepararse, y deseaba causar muy buena impresión. Estaba lloviendo, pero no importaba. Atravesó la calle casi sin mirar, en dirección al metro, mientras mentalmente iba repasando una y otra vez cada paso, a fin de no dejar nada al azar. Tuvo suerte y pudo alcanzar el vagón y subirse a él, segundos antes de que cerrara la puerta. No veía a nadie, inmerso en sus pensamientos desbocados. Repasó de nuevo todo lo necesario imaginando, a saltos, como sería ella. Tan ensimismado estaba que un poco más y se salta su parada. Hubiera sido terrible esa pérdida de tiempo, pues tenía los minutos contados. Al subir a la calle, el temporal arreciaba. Dos manzanas más y estaría en casa. Ya llevaba las llaves en la mano, para ir más deprisa. No tomó el ascensor. Las escaleras eran la opción más rápida. Abrió la puerta de su piso.

Se dirigió directo al cuarto de baño, mientras dejaba la ropa sobre el sofá. Se depiló completamente con la cuchilla, pasándola una y otra vez a riesgo de dejarse la piel. No deseaba que quedara ni un solo pelo de cuello para abajo. Luego se enjabonó y aclaró tres veces. Deseaba que ese olor a aceite de coche y taller de coches desapareciera completamente. Lo mismo hizo con su pelo, a pesar de llevarlo cortísimo. Por último, se afeitó dos veces para asegurar una suavidad absoluta.

Se puso las zapatillas, y volvió al comedor para poner orden. Recogió su ropa y la dejó en la cesta de mimbre que tenía junto a la lavadora, en la terracita del patio ciego. Luego fue al dormitorio, y colocó las sábanas de seda. Sabía que las de color rojo eran sus preferidas. Se fijó en que cada pliegue quedara perfecto. Quedaban unos 50 minutos… tenía el tiempo muy justo. Iba a llegar pronto. Corrió a la cocina para prepararle sus tapas preferidas. Tal como le dijo, lo hizo desnudo, soportando en su piel las pequeñas pero dolorosas quemaduras del aceite que saltaba de la sartén. Una vez listas, las colocó juntas en una fuente de cerámica. Cada tapa en su pequeño compartimiento. Cuando estuvo listo, puso la fuente en el microondas y la programó para calentarlo todo al cabo de  (miró el reloj de la pared de la cocina)… 50 minutos.

Puso en un vaso el Martini seco perfecto. Ginebra, Martini blanco y cinco aceitunas. Las medidas exactas de cada una, según sus órdenes recibidas. Verificó que hubiera hielo en el congelador.

Subió al altillo del pasillo y bajó la pesada maleta. La colocó abierta sobre la mesita del comedor. La mesita, colocada a dos palmos de la butaca. Y a la butaca le quitó el fondo, dejando ver un agujero ovalado perfecto, rodeado de suave y delicado terciopelo. Quitó la falda de la butaca, dejando ver un elaborado soporte, unos 30 cms por debajo del agujero.

Puso el cenicero junto a la butaca, y verificó que el encendedor (un pequeño soplete de cocina) estuviera completamente cargado y funcionara a la perfección. Al lado, el grueso anillo con sus iniciales, que sobresalían del mismo un par de milímetros, hechas con puro hierro.

Quitó los cuadros de la pared, dejando ver las gruesas argollas de acero de las que colgaban. Los cuadros los guardó en el despacho. Apartó a un lado el pequeño mueble de debajo de los cuadros, llevándolo a hacer compañía a los cuadros. Y aparecieron nuevas argollas de acero a un palmo de altura del suelo. Por último tomó las cuerdas del altillo del pasillo, y las colocó sobre la mesa del comedor y en las argollas de la pared.

Faltaban apenas 30 minutos. Luis estaba ahora nervioso. Volvió a repasar todo, para no caer en el error de que algo no estuviera listo y en su sitio. Cuatro minutos para dar la vuelta a la casa, habitación por habitación. Le empezó a temblar el pulso. Veinte minutos.

Volvió al cuarto de baño para darse la última ducha. Luego se secó. Tomó el aceite de bebé, y se untó bien el ano. El plug era enorme, pero una orden era una orden. Lo mojó en el aceite, y poco a poco lo fue introduciendo en su ano, hasta que la base quedó pegada a sus nalgas. Le caían las lágrimas. Luego tomó el pequeño cepo de acero, dejó totalmente al descubierto su glande, y metió su pene entero dentro. Fue con sumo cuidado, pues el cepo llevaba en su interior una pequeña sonda que debía introducirse en el interior del pene. Además, el nerviosismo le hacía temblar las manos. Luego cerró el cepo alrededor de sus testículos, con un candado. Era un cepo muy especial, pues su medida era exactamente la mitad de la longitud de su pene. Eso le impedía tener una erección, además de tener el pene ensartado en la sonda.

Diez minutos. Se quitó las zapatillas. Fue a la cocina, y puso las tapas en la mesita del comedor. Luego puso hielo a la bebida, y dejó el vaso junto a las tapas. Se colocó dos pinzas metálicas con dientes en los pezones, de los que colgaban sendas cadenitas para que se pudieran colocar pesos. Luego se puso la mordaza que le obligaba a tener la boca totalmente abierta.

Un último vistazo al comedor mientras se colocaba los grilletes de hierro y el collar a juego. Se volvió hacia la puerta y se puso de rodillas. Las manos atrás, la vista fija en el suelo. Las rodillas separadas y los tobillos pegados a las nalgas.

Cinco minutos. Luis temblaba. Ya había empezado a babear. Con aquella mordaza le era imposible retener nada en su boca. El pene empezó a crecer de una manera totalmente involuntaria, pero el dolor de las pequeñas púas del cepo clavándose en él, hicieron que se quedara a medio camino. La sonda se clavaba dentro, dando un paso al dolor.

Pasaban 5 minutos y no llegaba. Miedo. Pánico. Dolor. ¿Y si no venía? ¿Y si no quería ya nada de él? El nerviosismo se mezcló con el terror. No sabía que debía hacer. Si levantarse y llamar, o esperar. Pero si entraba en aquel momento y no estaba según le ordenó, podría ser mucho peor. Empezó a sudar. Y entonces recordó que no había ido al cuarto de baño a orinar. Con las prisas… Tenía la vejiga a punto de explotar. No lograría esperar su llegada. Pero debía hacerlo…

Se escuchó el ruido de la llave entrando en el cerrojo. La puerta se abrió lentamente, muy despacio. Luis vislumbró a medias únicamente los zapatos de quien entraba. No estaba autorizado a levantar más la vista… y no pudo soportarlo más. Allí mismo, en el preciso instante en el que la puerta quedaba abierta, su esfínter no pudo aguantar más, y un sifón de orina medio taponado por la sonda empezó a empaparle los muslos hasta mojar el suelo. Lloraba de nervios, de miedo por ser abandonado, de la presión soportada durante tres días esperando ese momento. Lloraba porque no era nada, porque todo le salía mal, porque por mucho que se empeñara, jamás estaría ni a la altura de sus zapatos, por el dolor de la sonda y del plug que llevaba en su interior…

Una mano le acarició la cabeza muy dulcemente, con cariño. Y Luis pasó del infierno al mismo cielo en apenas un segundo. Olvidó todo, y besó aquellos zapatos mientras se cerraba la puerta del piso, quedando el mundo detrás de ella.

-        Hola, mi perro. ¿Estabas esperándome y no has podido contener la alegría?