Lucía es un poco puta.

Antes del divorcio yo era el cornudo y él, el amante. Ahora es al revés.

Lucía es especial. Dentro de poco va a dejar de ser mi mujer (nos vamos a divorciar), y ahora mismo la estoy ayudando a abrocharse el vestido de luto a la espalda. Ella, mientras, se arregla delante del espejo el peinado desbaratado por el polvo que acabamos de disfrutar.

Siempre estuvo conmigo a mi lado, por supuesto estuvo conmigo después del accidente. Su familia siempre estuvo muy unida con la mía; mi hermanita y ella eran uña y carne y su pérdida le dolió tanto como a mí. Lucía también me ha ayudado mucho con mis sueños horrendos, esos sueños de muerte y tristeza.

Empecé con las pesadillas hace casi un lustro después del accidente. No me asaltaban todas las noches, pero parecían que sí. Durante un mes anoté en un calendario los días en que soñaba con la muerte, dibujando una cruz sobre el día nefasto, un círculo sobre el día fasto. Al cabo de un mes, las cruces parecían dibujar una cara burlona, a punto de sacarme la lengua, insultándome y tratándome de ingenuo al creerme capaz de desentrañar mi desquiciado cerebro.

Las pesadillas solían tener la misma secuencia de sucesos para, al terminar, súbitamente, despertar de madrugada, cubierto de sudor y con el corazón aún al galope. Acabábamos de estrellarnos como cada noche contra el muro. En el sueño mi madre chilla desquiciada y mi padre se gira en el asiento del coche hacia nosotros, mi hermana y yo, dos micos revoltosos, protestones, chillones y ansiosos por recibir una buena hostia. Papá nos separa y me señala con el dedo a los ojos porque he hecho llorar a mi hermanita, mantiene la mirada sobre mí mientras mi hermana sigue llorando y yo pienso que sus lágrimas son fingidas, para acrecentar el enfado de papá sobre mí. Y luego me pregunto por cuánto tiempo seguirá mirándome, descuidando la atención de la carretera. Y mi madre vuelve a chillar, mi padre sigue mirándome, yo señalo el muro al que nos precipitamos. Mis ojos desorbitados me muestran a cámara lenta el impacto súbito de la colisión. Un mezcolanza de gritos, chillidos, lamentos y gemidos, rechinar de chapa, desgarros y miles de pedazos de cristales alrededor nuestro. Miles de gotitas de sangre salpicando todo el interior del coche mientras el salpicadero se va encogiendo sobre sí y el motor del coche aplasta inmisericorde huesos, órganos, músculos. Huesos aflorando, sangre espesa que se libera en el aire y flota ingrávida. Cinturones de seguridad olvidados, patillas de las gafas que se hunden en las órbitas oculares gracias al encuentro de airbags mortales.

En la pesadilla yo muero, mis padres mueren, mi hermana muere. Todos morimos.

Pero yo me despierto con un grito después de estrellarnos y mis padres y mi hermana no.

Lucía gruñía despertándose y se daba la vuelta hacia mí. Su aliento me calmaba y me hacía recuperar la realidad de esta irrealidad. Me posaba una mano sobre la frente sudorosa y luego me tomaba de la cara, me besaba en la oscuridad, y llevaba mi cabeza abajo, entre sus picudos pechos, mientras murmuraba una canción de cuna.

En la quietud de la noche, lejos del muro donde mi familia y yo moríamos, yo desabotonaba el camisón de mi mujer y posaba mi mejilla en el desfiladero de sus pechos, mi piel caliente contra su piel caliente. Escuchaba el suave latir del corazón de Lucía y su acompasada respiración como melodía de fondo para su canción de cuna. Su corazón acariciaba mi cabeza con su latir bajo el pecho, sus pulmones siseaban al hincharse de aire. En la oscuridad, el latir y el respirar de mi mujer eran el único sustento que me guiaba hacia algún destino.

Algunas noches buscaba con mis labios sus pezones erizados, los montículos oscuros de sus cerros, y, de paso, deslizaba mi mano camisón abajo, entre sus muslos. Amasaba el contenido de su braga y sus pechos se volvían roca en la cumbre, piedra entre mis labios, granito entre mis dientes, y escuchaba como su corazón cambiaba de registro, pasando de la calma a la tormenta. La canción de cuna moría y una sucesión de gemidos y resoplidos nacían en su lugar. A mi mujer la invadía un estado de agitación implacable en la que mi mano sobre su sexo y mis labios sobre sus pezones eran el combustible de su desdicha. Las manos de Lucía se deslizaban como serpientes reptando por su cuerpo y buscaban debajo de la braga la húmeda cascada de carne y viscosidad que yo había hecho aflorar. Luego, aún húmedos sus dedos, se apoderaban de mi cara y me la subía junto a la suya, sobre la almohada, para comerme la boca mientras yo la relevaba en su prospección vaginal y seguía horadando su sexo por debajo de la braga.

Solíamos, si quedaban condones, desnudarnos bajo las sábanas en invierno y hacer el amor hasta que caíamos rendidos por el sueño. Las sábanas eran nuestro refugio y el único testigo de nuestros escarceos nocturnos. Mi mujer buscaba mi dureza bajo los pantalones y me los bajaba con una risa (aún reía como una chiquilla traviesa cuando tomaba la iniciativa). Lucía siempre quería ser la primera en llegar al orgasmo, no porque yo despreciase el suyo en favor del mío, sino porque, una vez corrido, como todos los hombres, yo no daba para mucho más. Me ocupaba de su sexo mientras la besaba por todo el cuerpo, cuidando de no sacar mucho las sábanas de debajo del colchón y que el calor se perdiese. Ella reía cuando le pellizcaba los pezones pero luego se llevaba las manos a la cabeza y gemía al sorberla el contenido del coño. Cuando sollozaba a punto de correrse, me colocaba el condón y la penetraba; me gustaba pensar que la llevaba al éxtasis con la sola ayuda de mi polla dentro de ella (valiente inútil; así era yo). Se corría derramando lágrimas y me susurraba palabras de amor. Buscaba mi cara en la oscuridad de la habitación como si le faltase la vida y me besaba y abrazaba mientras sufría los embates del orgasmo. Yo me movía muy despacio dentro de ella, manteniendo la herramienta a punto, buscando mi turno, esperando a que se humedeciese de nuevo y, cuando llegaba el momento, Lucía me pedía más velocidad. A esas alturas, si era invierno, teníamos ambos tanto calor en el cuerpo que teníamos que destaparnos y, así, desnudos y al aire, con la piel de nuestros cuerpos cubierta de embriagador sudor, estábamos más a gusto a la hora de follar. Me movía deprisa, con la certeza y tranquilidad que daba el saber que ella ya estaba servida. Su interior estaba anegado y era fácil deslizarse. Lucía arqueaba la espalda como un arco cuando le tomaba los pechos al correrme, con su cabeza apoyada en la almohada y sus pechos vibrátiles y picudos despuntando en la oscuridad mientras se prodigaba en una pantomima orgiástica para hacerme creer que mi sola penetración bastaba para llevarla a la locura. Me gemía como una parturienta y yo, ufano, contaba mis trallazos de semen, siempre contenidos dentro del condón, buscando pasar de la media docena, aunque nunca fuesen más de cuatro. Pasado el teatro, recuperábamos el resuello bajo las sábanas y nos dormíamos a gusto. Si era invierno nos vestíamos y, si no, nos tapábamos con las sábanas, desnudos, y dormíamos abrazados aunque luego despertásemos separados. Eran las noches del luto sexual porque empezaban con una pesadilla que era mi particular duelo por el accidente de mi familia y terminaba a veces con una profusión de fluidos desparramándose de nuestros sexos.

Fui muy feliz por las noches durante aquella época, aún a pesar de la pesadilla recurrente previa al sexo.

El primer domingo de cada mes nos levantábamos temprano, sin mirarnos ni hablarnos. Sin besarnos ni preguntarnos qué tal la noche. Ese domingo era lúgubre porque lúgubres eran nuestras intenciones, lúgubres nuestros pensamientos, lúgubres nuestras ropas negras. Llevábamos flores a las tumbas de mis padres y mi hermana, enterrados en el cementerio municipal. Ese día, haber intercambiado palabra, al llegar a casa, aún vestidos de negro absoluto, de negro irreprochable, de negro desolador, Lucía me miraba con sus ojos todavía enrojecidos de las lágrimas vertidas. Y yo, con mi pesadumbre aún reciente, el recuerdo imborrable de aquel muro infame que me arrebató a mis seres queridos, con la pesadilla rediviva a la luz de día, tomaba la mano de Lucía y lloraba sobre las palmas de sus manos para, a continuación, llevarla hasta el salón donde la poseía. La levantaba la falda (porque Lucía es más de faldas que pantalones) y mis dedos trepaban por las medias oscuras que tapizaban sus piernas, la bajaba las bragas y Lucía consentía la intromisión sexual  inclinándose sobre la mesa del salón, ofreciéndome su trasero desnudo, su sexo latente. Me bajaba los pantalones y enfundaba mi pene con un condón mientras ladeaba la cabeza, con las lágrimas de mi duelo aún recientes, con el único deseo de mancillar la piel temblorosa y rosada de sus nalgas, en contraste con el negro mortaja de nuestros vestidos. Era la única vez en la que Lucía me dejaba correrme primero.  Quizá era su particular tributo a mis familia, ofrecer su vagina al vástago superviviente; nunca se lo pregunté. Me movía rápido, como siempre. Su interior respondía igual de vertiginoso y sus humedades catalizaban mi orgasmo en segundos. En vez de contener mi semen dentro del profiláctico, me lo quitaba y eyaculaba sobre su piel, nunca más de cuatro trallazos, aunque a veces contaba mal y creía haber eyaculado cinco, a uno de la mística media docena. Vertía mi simiente sobre la confluencia de sus nalgas, como un arroyuelo entre riscos. Tenía ya preparada una silla con respaldo y apoyabrazos donde me sentaba con el pene aún húmedo, contemplando embobado como mi semen discurría en la confluencia de nalgas sonrosadas y se internaba entre las oscuridades del ano y la abertura de su vulva. Lucía esperaba pacientemente, mientras el segundero del reloj de la cocina era el único ruido que nos acompañaba. El semen espeso bajaba lento por la confluencia de su culo. Cuando mi pene volvía a recuperar su condición de mástil, la colocaba sobre mí; Lucía se dejaba hacer,  con las piernas arqueadas y dobladas, sentándose sobre mi polla, y nos besábamos y abrazábamos mientras cabalgaba sobre mi sexo para llegar al orgasmo, usualmente fingido.

Luego, hace casi un año, ya no me acuerdo porqué, discutimos, nos separamos y ya no nos volvimos a ver durante una temporada. Ella tenía su propia casa antes de casarnos y no nos hablábamos más que lo justo: facturas, cartas y recuento de pertenencias. No nos divorciamos porque ambos teníamos mucho que perder; nos casamos a lo tonto y sin pensar que estas cosas podían pasar.

Hace unos dos meses vino a casa. Camiseta suelta, falda pecaminosa y pantis con bordados. Decía que se había echado novio y me enseñó una sortija de compromiso entusiasmada. Supe que ella quería que yo supiera de su felicidad y que los celos me invadiesen. La tomé de la mano y la llevé a la ducha. Protestó y gritó, me golpeó y me arañó los hombros y el cuello. La rasgué los pantis y la comí el coño como si fuese alimento divino hasta que sus muslos temblaron, chilló al llegar al orgasmo y sus pechos picudos bajo el sujetador se agitaron presos de un terremoto. Cuando el agua caliente nos envolvió enteros y empapó nuestras ropas, nos abrazamos y nos besamos como dos chiquillos. Se agachó y me comió la polla hasta correrme dentro de su boca. Seis, siete, ocho trallazos en su paladar; no, no conté mal, incluso se atragantó. Pero Lucía no tragaba mi semen, no lo había hecho en una docena de años de matrimonio. Quería follarla y así se lo dije (ya no éramos nada entre nosotros y me creía en el deber de expresarla mis pretensiones). Lucía tragó mi semen, se apartó varios mechones de la frente por donde discurría el agua de la ducha sobre su cara y me llamó idiota, se rió de mí y luego me besó. Cuando mi pene volvió a endurecerse, la arranqué la falda, terminé de romper sus pantis y aparté la tira del tanga para follarla con la ropa puesta, rota y calada. El agua caliente nos llenaba la boca abierta con su calidez viscosa. Mi pene desnudo horadaba su interior mientras me decía cuánto me quería, cuanto me amaba. Su cabello empapado y pegado a su cuello me hizo gemir hechizado mientras me movía en su interior. Su boca entreabierta, sus ojos temerosos, sus cejas arqueadas y su mentón arrugado me llevaron a la locura. Por primera vez, y con la sola ayuda de mi polla, llevé a Lucía al orgasmo. También, por primera vez, mi semen se vertió dentro de su cuerpo. Mientras se ponía otra ropa, la pregunté si realmente me quería como me había dicho. Me miró mientras chasqueaba la lengua y negó con la cabeza.

Hoy, dos meses después, acaba de marcharse de casa. Es el primer domingo de mes. Fuimos al cementerio, vestidos de negro mortaja. Más tarde, mientras contemplaba mi semen discurrir por entre su ano y vulva, me pregunté si habíamos follado la vez anterior con condón. Como no tenía mi silla de respaldo y apoyabrazos, hemos follado en la cama, desnudos, con sus cumbres vibrátiles al alcance de mis dedos, su mirada lánguida evocando orgasmos fingidos. Su cuerpo para mí, el mío para ella. Después de correrme sobre su vientre, me ha confirmado que no voy a poder recuperar su corazón, pero sí su sexo; ella también quiere mi polla pero no lo que hay tras ella, lo quiso dejar bien claro. Yo me encogí de hombros, acatando su dictadura sexual.

Luego me enseñó unos papeles. Los redactó su abogado, son un acuerdo de reparto de pertenencias para el divorcio. He aceptado sus condiciones y nos vamos a divorciar. Se casará el año que viene con el otro. Me contó que hace meses yo era el cornudo y ahora lo es su prometido. Yo la contesté que era un poco puta y se rió para contestarme a continuación:

—Un poco sí que lo soy.

Yo solo puse una condición para firmar, una que no está escrita. La hice prometérselo y Lucía no puso objeciones: seguirá acompañándome a visitar a mis padres y mi hermana el primer domingo de cada mes. Ella vestirá de negro y yo también. Vendrá sola y se irá de mi casa sola.

---Ginés Linares---