Lucía

En apenas algunos meses, las dos personas a las que hace mención éste relato, se han marchado para no volver. A una de ellas simplemente la conocí, por la otra he sentido verdadera admiración y ternura. Sirva este relato como homenaje póstumo a su memoria...

El pasado día 25 Diciembre, enterramos a mi prima Lucía. Tan solo tenía 45 años. Un cáncer terminal se la llevó de entre nosotros. Era la crónica de una muerte anunciada, sabíamos que se iría, pero no sospechábamos que fuese tan pronto. Con su muerte he perdido uno de los vínculos más fuertes que me unían con mi pasado. Ella fue durante mi niñez y parte de mi adolescencia, mi compañera inseparable de juegos de aquellos tórridos veranos en el pueblo. También fue mi confidente, mi rival e incluso mi única amiga. Con ella descubrí algunos de los aspectos más rebuscados del sexo adolescente, que ahora tenía ya muy olvidados, y que tan solo su recuerdo, me ha traído de nuevo a la memoria.

Últimamente no nos frecuentábamos demasiado, tenía miedo a verla carcomida por la enfermedad, y sin embargo, sabiendo que el pasado puente de la Inmaculada, mi santo, estaría en el pueblo, me atreví a compartir con ella algunos momentos, que quedarán para siempre como un grato recuerdo, en lo más profundo de mi alma.

Permanentemente rivalizaba conmigo; yo era su modelo a mejorar, quizás porque representaba para ella la oportunidad que nunca tendría, tanto por la falta de recursos económicos, como por la diferencia de mentalidad y sensibilidad que para la educación tenían nuestros padres. Sin embargo, dentro de sus posibilidades, ella nunca se quedó atrás. Siempre inconformista, el pueblo le supo a poco, y aspiró a mucho más. Estudió y supo salir de aquella cultura ancestral, de aquel ambiente machista y rural que representaba el pueblo, y del que sus padres, a diferencia de los míos, estaban tan orgullosos.

Durante aquellas largas vacaciones en el pueblo, cuando soñábamos y jugábamos y ser las mujeres que algún día vanamente nos gustaría ser, me hacía relatarle durante horas, como era el mundo de la ciudad en el que yo me desenvolvía. Mi día a día en el instituto, mis estudios en el conservatorio, mis salidas con mis padres y amigos, al cine, a los conciertos, los restaurantes. Todo aquello ejercía una especial fascinación para ella, y mucho me temo, que durante las interminables tardes de estío, soñaba a ser yo, y que era ella la que vivía y se prodigaba en aquellas sensaciones que para mí, entonces, representaban tan poco y que para ella, encerrada en aquel oscuro mundo, lo eran todo.

Le gustaba que le hablara de los chicos de la ciudad, de los primeros escarceos de adolescente, de las primeras manifestaciones del sexo. Ese mundo le estaba vedado totalmente, primero por el miedo al que dirán y la presión que ejercían sobre ella padres y educadores en un ambiente tan insignificante, y segundo y más importante, porque ella se reservaba para momentos mucho más trascendentes. Los chicos del pueblo no representaban nada para ella, es más odiaba sobremanera relacionarse con ellos, no quería "atarse" como solía decir, y eso le hacía llevar una vida aún más austera y difícil de lo que ya la tenía.

Comíamos juntas, dormíamos juntas, correteábamos juntas por aquellos campos de paja tostada y amarillentos por el sol de agosto, para después bañarnos en el río; lo que teníamos terminantemente prohibido, tanto por lo peligroso, como por lo que representaba de inmoral, el que dos chicas jóvenes, se bañasen semidesnudas, sin estar acompañadas de sus padres o hermanos. Le gustaba probarse mi ropa, mis zapatos, ponerse mis primeros maquillajes y pintalabios, mis medias e incluso mi ropa interior, que para ella era sumamente seductora. Yo la dejaba hacer, complacida y divertida a la vez, porque sabía que la hacía feliz, y con aquellos entretenimientos nos pasábamos las horas muertas. A veces se enfadaba sin motivo, y entonces sacaba lo peor de ella misma. Me insultaba llamándome puta de ciudad y me tiraba del pelo, para terminar revolcándonos por el suelo a puñetazos como si fuéramos dos chicos. Entonces hacía valer su fuerza y su mayor envergadura, para terminar la mayoría de las veces sentada a horcajadas sobre mi cuerpo, sujetándome ambas muñecas con sus manos. Yo sabía que aprovechaba esas ocasiones para restregarse sobre mí, lo que me producía una reticencia enorme, sentía entonces la proximidad de su cuerpo, pegajoso por el sudor, su olor a hembra manifestándose por todos y cada uno de los poros de su piel, su aliento pegado a mi cuello, en incluso a veces su saliva resbalando por mi piel…En aquellos casos me daba por vencida rápidamente, quería librarme de su abrazo lo antes posible, porque sabía que mi resistencia no hacía sino excitarla aún más y aumentar su espíritu combativo…Cuando jadeante se apartaba de mí, y se tumbaba boca arriba con los ojos cerrados, podía sentir su temblor, y la electricidad que desprendía su cuerpo. Yo me volvía sin mirarla, pero no tenía valor para apartarme de ella. Nunca hablábamos de ello, y luego como si nada hubiera pasado, retomábamos nuestros juegos y nuestras travesuras, para seguir viviendo el día a día

Las pocas veces que conseguimos tras muchos ruegos, y la divina intervención de mi padre, que pasara algún fin de semana con nosotros, en la capital, se convirtieron para ella, en un acontecimiento digno de ser recordado. Entonces, lejos de su ambiente rural, fuera del alcance de quienes la controlaban, era cuando salía de ella su faceta más femenina y cautivadora, convirtiéndose en una tigresa que arrasaba con todo y con todos, dispuesta a vivir cada minuto, y a saturarse de sensualidad y diversión, que recordar durante los meses siguientes. En aquellos momentos, era cuando se convertía en mi rival, dejaba de ser la cenicienta y se transformaba en princesa, compitiendo conmigo en simpatía y belleza, apareciendo como una joven desenvuelta y seductora, que sabía relacionarse con todo el mundo, y convertirse en el centro de atención. Yo, con mi carácter apocado y tímido, seguía dejándola hacer, y no me importaba que tonteara con el chico que más me gustaba, o que se pasara las horas muertas en la discoteca bailando con él; porque en definitiva, daba igual los chicos que hubiera, a ella siempre le gustaba el que me gustaba a mí. Más de una vez tuve que soportar, conteniendo las lágrimas y muerta de rabia e indignación, como se besaba apasionadamente y se dejaba tocar por alguno de mis ligues, con el que yo no había llegado más que a algún inocente beso robado en la comisura de los labios. Pero en seguida se me pasaba y la perdonaba, a sabiendas de que volvería a hacerlo a la primera ocasión que se le presentara de nuevo.

Durante aquellos veranos en el pueblo fue cuando comencé a conocerme y deleitarme conmigo misma. Siempre tuve fascinación por los lugares cerrados y oscuros, y hasta donde me alcanza la memoria, quiero recordarme escondida durante horas en el sótano o la vieja bodega de la casa de mis abuelos en el pueblo. Me gustaba aquel olor a rancio, aquella oscura humedad. Allí fue donde inocentemente aprendí a conocer las reacciones de mi cuerpo, y donde mucho más tarde empecé a disfrutar de mi intimidad, torpemente y a solas. Recuerdo así muchos veranos, durante la hora de la siesta, cuando nadie me veía, escondida por aquellos rincones llenos de telarañas. Allí solía escribir mi diario a solas, a la luz de una linterna, allí me gustaba quitarme la ropa y pasear mi desnudez entre las sombras de aquella viejas tinajas de barro. Recuerdo la seducción que ejercía sobre mí, el pasear descalza, por aquel suelo de tierra, y sentir la suciedad pegada a mis pies. Si, recuerdo haberme agachado desnuda, y en cuclillas orinar en el suelo, sintiendo como aquellas gotas de orín, salpicaban mis pies, para luego subir todavía descalza al patio con los zapatos en la mano y lavarme los pies en el agua fría y cristalina que salía del pozo.

Tan unidas estábamos, Lucía y yo, que me fue difícil sustraerle aquellos momentos de intimidad. Montaraz y sigilosa como ella sola, era observadora y nada pasaba desapercibido para su fino olfato e intuición. Era cuestión de tiempo que descubriera mis secretos, y que me espiara sin que yo fuera consciente de ello. En mi ingenuidad, que me hacía sentirme segura y protegida en la intimidad de mi refugio, me enteré demasiado tarde, de que solía esconderse en lo más profundo de bodega, durante aquellas bochornosas tardes de estío, y allí, disfrutaba espiándome mientras me acariciaba casi a oscuras, o simplemente gozaba paseando desnuda y descalza, entre las viejas tinajas de barro. Incluso llegó a descubrir el escondite donde guardaba mi diario, que fue devorado por su mente inquieta y ávida de sensaciones.

Fue un día en el que habíamos peleado, supongo que por cualquier tontería relacionada con los chicos, pero que a ella debía de haberle afectado sobremanera, cuando surgió súbitamente de entre las sombras, sorprendiéndome cuando me acariciaba desnuda y arrodillada en el suelo. A veces cuando la violencia del placer era intensa, me gustaba disfrutar de los restos de mi orgasmo, orinándome sobre mi misma. Aquella práctica me producía un morbo y una fascinación especial, sentir los chorros de orina correr entre mis piernas mojándome toda, aquel olor, aquella suciedad… prolongaba la sensación de deleite durante un tiempo que me a mi se me antojaba eterno, y que la mayoría de las veces hacía que terminara postrada sobre el suelo, revolcándome sobre mis propias miserias. Fue en aquella humillante situación en la me sorprendió, apareció de repente, con una perversa sonrisa en los labios, y esgrimiendo mi diario entre sus manos en una franca exhibición de victoria.

Me quedé petrificada, sin habla, toda sensación de placer desapareció de repente, mientras ella me agarraba del pelo y hundía mi cabeza en la tierra, a la vez que me llamaba puta y amenazaba con llamar la atención de todos, para que se enteraran lo puta y sucia que era, la señorita de la capital… Yo inerme, avergonzada, humillada, no hacía sino sollozar sin palabras, estaba en sus manos y me sentía aterrorizada; no quería ni pensar en mis padres o en mis abuelos, entrando en aquella bodega y encontrándome de aquella manera, no quería otra cosa que morirme

Sin embargo ella tenía otros planes, lo había planeado todo con minuciosidad, y no estaba dispuesta a privarse de disfrutar su victoria. No me permitió que me levantara ni que me vistiera, y en aquella misma posición en la que estaba, me ató desnuda boca abajo sobre el suelo de tierra, con los brazos y piernas en equis, entre los soportes de madera de dos de las tinajas. Allí me hizo jurar que haría todo lo que ella quisiera, durante el resto del día, y que tal vez entonces, no me delataría. Acepté sin pensar, no me amilané, nada de lo que pudiera hacerme, podría ser peor que la vergüenza y la humillación mía y de mis padres, de ser descubierta en mis más íntimos secretos.

Pude ver como se desnudaba con deleite, y se ponía mi ropa, mientras me decía que me iba a dar una lección que no olvidaría. Mis vaqueros recién comprados, mi blusa, incluso mi sujetador y mis bragas pasaron a ser desde aquel momento de su propiedad. Luego de esparcir sus ropas por el suelo y ensuciarlas todo lo que pudo, metió sus bragas en mi boca a modo de mordaza y con un rollo de pitas, de las de atar pacas de paja, comenzó a golpearme la espalda. No fue tanto el dolor que me produjo como la humillación; el sentirme atada y a su completa merced, el revolcarme una y otra vez sobre el fango de mis propios orines, al ritmo de los latigazos que propinaba, el sentir el sabor de sus bragas usadas en el interior de mi boca, el escozor de mis incipientes pezones por el continuo roce contra el suelo… Desde mi posición no podía verle la cara, pero sabía que estaba disfrutando su venganza; de vez en cuando cesaba durante algún momento los golpes, y arrancaba alguna hoja de mi diario, leía algún párrafo y se reía haciendo burla de mis sentimientos allí expresados.

Cuando se marchó, quedé allí vejada y dolorida, junto a un montón de hojas de papel rotas y arrugadas, que representaban la violación más profunda de mi intimidad, que había sufrido hasta entonces. Todos mis sentimientos y sensaciones, todos mis miedos y frustraciones, toda una vida, ¡¡ mi vida!! y mi ingenuidad hecha pedazos

Debí de quedarme dormida, cuando desperté tenía los brazos entumecidos; tenía hambre y sed, ella estaba junto a mi observándome, mientras se comía con deleite un bocadillo de tortilla de patatas. No se el tiempo que llevaría allí, pero seguía teniendo la misma sonrisa sardónica de antes. Me libró de mis ataduras cortando las cuerdas con una vieja y desdentada navaja, que sabe Dios de donde habría sacado, y se recreó en ver como me incorporaba con dificultad. Mi aspecto debía de ser lamentable, sucia y desnuda, con la espalda cubierta de verdugones. Tenía la boca reseca y los labios agrietados. Cuando quise ponerme en pie, me ordenó con voz autoritaria que no lo hiciera, y yo le supliqué con amargura; estaba preocupada por la hora, y deseaba poder lavarme cuanto antes y saciar el hambre y la sed que me embargaba. Ella sonrió y cortó un pedazo de pan de su bocadillo, y lo tiró al suelo, a escasos pasos de donde yo continuaba arrodillada.

--Por la hora no te preocupes, les he dicho a todos que nos íbamos comer un bocadillo a la piscina. Durante el resto del día me perteneces, así que harás todo lo que yo te mande, y si no, atente a las consecuencias. Ahí tienes pan, si quieres comértelo, arrástrate por el suelo sin ayuda de las manos, y lo coges con la boca

No era capaz de creerme lo que me estaba pasando, pero ahí estaba yo, tirada en suelo, desnuda, sucia y amoratada, con todo el pelo revuelto y sin nada que ponerme: estaba en sus manos. Al principio me resistí, pero al cabo de unos minutos, carcomida por el hambre, me arrastré por el suelo, tal y como me había ordenado y cogiéndolo con la boca tragué casi sin masticar aquel trozo de pan que me había arrojado. Durante un rato se entretuvo en tirarme trozos de su bocadillo, por distintos sitios de la bodega. Disfrutaba viéndome reptar sin ayuda de mis manos por aquel suelo pedregoso, en busca de aquel cacho de pan que mi estómago reclamaba. Pronto, comencé a moverme con dificultad, mis pechos estaban arañados por el continuo roce con el piso, los pezones estaban literalmente en carne viva, pero por encima de todo el dolor de mi cuerpo, y la humillación tan intensa por la que estaba pasando, estaba la sed. Necesitaba agua con premura, mi garganta estaba reseca por la sed, la tierra que mascaba sin cesar, y aquellos polvorientos coscurros de pan cada vez más difíciles de tragar. Ella, divertida, reía y reí sin cesar, mientras bebía y bebía a cada mordisco de su bocadillo, de una botella de agua fresca, dejando incluso resbalar aquel liquido por la comisura de los labios, y empapando todo su pecho.

De repente se levantó, y se dirigió hacia mí. Pensé que quizás mi cautiverio había terminado, pero nada más lejos de la realidad. Al cabo de unos instantes, comenzó a desnudarse con parsimonia, primero los zapatos, luego la blusa y el pantalón, por fin mis braguitas y mi sujetador. Lo hizo con mimo, doblando con sumo cuidado aquella ropa que antes había sido mía. Al principio no comprendí que es lo que aquella mente retorcida y calenturienta pretendía, pero pronto me di cuenta que su crueldad conmigo no tendría límites. Se arrodilló ante mis desorbitados ojos y me ofreció una espectacular visión de su coño, era la primera vez que veía el coño de una mujer tan cercano; lo que no imaginaba, o mejor dicho, no quería ni por un momento imaginar, es que me lo iba a tener que comer. No dijo nada, tan solo se agarró con brusquedad de mi pelo y restregó su sexo contra mi cara. Instintivamente saqué mi lengua y comencé a lamer, e inmediatamente aquellos tirones de pelo se convirtieron en una suave caricia. Yo no sabía absolutamente nada del sexo entre mujeres, no sabía exactamente que tenía que hacer, pero lo que si sabía es que debía lamer y lamer, si no quería quedarme sin pelo en mi cabeza. Fue entonces cuando comenzó a verter su orina sobre mi cara. Primero fueron unas gotas, luego un torrente cálido e intenso, que me pilló desprevenida y me inundó la garganta. No me dio tiempo a cerrar la boca, y me atraganté hasta casi vomitar, pero aquel chorro parecía no tener fin.

Yo me sentía literalmente plana. No tenía capacidad para reaccionar, mi mente se había quedado en blanco. Hacía rato que ya había perdido la facultad de rebelarme, pero a partir de aquel momento, aún más; ya no tenía miedo, ni asco, ni sufría dolor, solo tenía la extraña sensación de querer dejarme hacer, de ofrecer mi sumisión más absoluta. Y sin embargo, esa sumisión, esa disposición al sufrimiento voluntario, fue la que la hizo reaccionar y cambiar su comportamiento para conmigo. A partir de aquel momento, comenzó a tratarme con dulzura, y pedirme que la perdonara. Me besó los labios, acarició mis pechos malheridos y me abrazó con ternura. Yo seguía sin entender nada, pero ahora, ninguna lágrima manaba ya de mis doloridos ojos.

Me trajo agua fresca para beber, y fue ella misma quien con jabón blanco de aceite, lavó y limpió mis heridas. Con una toalla me secó, envolviendo mi cuerpo en ella, mientras una dulce y cálida sensación de bienestar, me invadía, inundando de placer mi dolorido cuerpo. Me trajo ropa limpia para ponerme, y también fue ella quien me vistió; nunca olvidaré su imagen fresca y bella, iluminada por los últimos rayos del sol de la tarde, arrodillada ante mí, mientras acariciaba mis pies, antes de calzarlos.

Los siguientes días, los pasé acostada, acobardada y encerrada en mi habitación, sin querer ver a mi prima ni a nadie, alegando que me encontraba enferma, mientras a duras penas procuraba esconder los moratones y arañazos que cubrían mi cuerpo. Tan solo ante la firme amenaza de mi madre de llevarme al médico, decidí reponerme con prontitud y volver a salir de nuevo a la calle.

Aquellos hechos marcaron un antes y un después en mi relación con Lucía. Nunca más volvimos a hablar sobre ello, jamás volvimos a mencionarlo, pero poco a poco nos fuimos distanciando y nuestra confianza jamás volvió a ser la misma. En lo que a mi respecta, nunca más volví a bajar a aquella bodega, y aquel día quedó enterrado en lo más profundo de mi subconsciente, fue como si nunca hubiera ocurrido, y hasta hace muy pocos días, no había vuelto a recordarlo, ni a hablar con nadie de ello. Pero a veces el destino te juega malas pasadas, y todo aquello que creías tener sepultado, olvidado para siempre, emerge con una fuerza infinita desde lo más profundo de tu memoria, para recordarte que todo en la vida tiene un por qué, y que las cosas no suceden porque sí. En el fondo, siento que soy presa de mi destino, un destino que no acepto, y del que haga lo que haga no puedo escapar, lo único que consigo es desesperarme, nadando inútilmente contra corriente.

Fue mi hermano mayor quien me puso al corriente. Como siempre que la situación lo requería, él ejercía como jefe del clan, intentando mantener una mínima cohesión familiar, que hacía tiempo ya que no existía. Me llamó para informarme que Lucía pasaría el puente de la Constitución en el Pueblo, y que tal vez debería de ir a verla.

--Nunca se sabe lo que puede pasar—me dijo.

Yo ya tenía mis planes hechos, pensaba en viajar a Galicia y pasar unos días tranquilos junto al mar; sin embargo, algo dentro de mí, una sensación extraña, que llevaba ya tiempo rondándome la cabeza, me instaba a detenerme algún día en el pueblo. Había algo que debía de hacer allí, y éste era tan buen momento como cualquier otro para llevarlo a cabo. Hice una copia de toda mi historia, que encuaderné en papel, incluso de lo que aún no había publicado ni publicaré, me armé con mi cuaderno de notas, mi grabadora, y mi cámara digital, y emprendí el camino sin avisar a nadie de que iba.

Y a punto estuve de volverme, pues conforme me alejaba con mi coche de la carretera general, y comencé a divisar la sombría y borrascosa sierra que rodeaba a mi pequeño pueblo, una manifiesta congoja se fue apoderando de mi débil espíritu. Una llovizna tan lánguida como liviana, colaboraba con aquellos nubarrones en cerrarme la visión del cielo, la única en la que mis ojos podían haberse aspirado a perderse en la distancia. A pesar de las veces que había recorrido aquel camino, me sorprendía por lo oscuro y angosto de aquella carretera, que se me hacía casi irreconocible a cada paso. Sin embargo, no tardé en vislumbrar a la lejanía la torre de la iglesia, y el humo con que las chimeneas de los hogares se empeñaban en ennegrecer la ya de por si oscura lluvia de la mañana. Tantos recuerdos, tantas sensaciones ya olvidadas se agolpaban ahora en mi memoria en un inevitable afán de ser recordadas.

El viejo y conocido fantasma de mi madre me recibió a la entrada del pueblo, como cada vez que volvía a casa, y me acompañó por toda la vereda hasta la entrada del antiguo caserón que se erguía aún noble y orgulloso, sobre sus ruinosos cimientos. Aquel olor a pueblo, aquel olor a madera quemada, aquel olor a campo y a vacas, aquel olor a hierba mojada, aquel olor a pan recién hecho, aquel olor a matanza, colmaron por completo mis sentidos, transportándome a un mundo lejano, de una infancia y adolescencia ya perdidas. El pueblo parecía vacío, hacía frío y una bruma pegajosa y gris parecía envolverlo todo, sin embargo conforme me acercaba cada vez más a la casa, una algarabía de voces infantiles, salidas de no se donde, me hicieron volver la cabeza en busca de nadie. El murmullo de la fuente, ahora seca de la plaza; el correr del agua del caño vacío, pero antiguamente atestado de mujeres que lavaban a mano y a golpes la ropa, sumergiendo las manos llenas de sabañones en aquel gélido chorro; las lecheras de cinc a la puerta de la antigua vaquería, hoy ya abandonada… incluso no pude disimular una sonrisa, al verme a mi misma llevando la pesada cántara de barro repleta de agua, y apoyada sobre la cintura, por la empinada cañada. Nada había cambiado y sin embargo nada era lo mismo.

Dejé el coche junto al portón de la casona y como por instinto, las piernas me condujeron hacia la casa de mi tía, en busca de afecto, reposo y compañía. La vieja y pesada puerta de madera, no estaba cerrada, como siempre había sido costumbre; y al empujarla, pude sentir el ruido de sus goznes herrumbrosos que delataban mi indiscreta presencia. La agradable calidez del ambiente y un sinfín de sensaciones conocidas, volvieron de repente del pasado y me envolvieron por completo. La casa reposaba tranquila y a oscuras, excepto por la luz y el bullicio que provenía del hogar, donde se vivía el día a día, de aquellos sombríos y tristes meses de invierno. La voz enérgica y amistosa de mi tía, emergió desde el fondo del pasillo, mientras yo inmóvil, trataba de desprenderme de aquellas emociones que me tanto me atenazaban.

--¿Quién va?...

Aquella tenue y nerviosa luz, me animó a penetrar con paso de ladrona en la estancia contigua. Luego vinieron los saludos y los agasajos, las alegrías y los abrazos, y toda aquella hospitalidad que por sincera, resultaba a veces empalagosa. Entre todos, sentada en una vieja mecedora de madera, y con una manta sobre las piernas pude distinguir la frágil figura de mi prima. Me pareció verla aún hermosa, a pesar de su enfermedad, siempre había sido una mujer lozana y esplendorosa, con una belleza natural rebelde y plena. Sin embargo ahora aquel cuerpo fibroso y fuerte resultaba más bien escuálido, y su rostro tenía los rasgos mucho más definidos. Alta y huesuda, ahora sonreía de manera forzada, pero sus ojos seguían conservando aquel azul taciturno tan inquietante como su personalidad. Cuando la abracé me miró fijamente a la cara. Sus duras pupilas brillaban como diamantes y unas incipientes lágrimas intentaron escapar de sus ojos enrojecidos. Sus manos quedaron con fuerza cogidas a las mías durante algún tiempo, queriendo agarrarse a aquel presente, como a un salvavidas, a sabiendas de que la vida se le escapaba a chorros de entre sus dedos. Lo primero que eché en falta fue su resplandeciente melena, y también aquel excesivo ímpetu, que me hacía parecer tan tímida y sencilla a su lado. Sin embargo su apariencia más o menos agradable, para mí dejó de tener importancia en seguida, lo que más me impresionó fue aquella serenidad, que le proporcionaba un atractivo que tenía algo de intemporal, como si fuera una esencia, y que me hacía sentirme conmovida.

Durante el tiempo que permanecí en la casa no nos perdimos de vista ni por un momento, a la espera de poder disfrutar de algún momento de una intimidad tan deseada, de la necesidad de hablar a solas. Ella me dejó hacer, con solo mirarnos, parecía que nos comunicáramos casi sin hablar, nuestros ojos parecía querer decir mas que miles de palabras, y me alegró comprobar que a pesar del tiempo pasado, seguía existiendo entre nosotras la complicidad de aquellos días tan lejanos.

No pude declinar la invitación a comer, tampoco tenía una mejor alternativa, pero ciertamente me agradaba compartir con mi familia aquellos momentos de alegría y felicidad contenida alrededor de la mesa, era algo que echaba tanto de menos…Disfruté y envidié de ver a mi prima rodeada por el éxito de lo que tanto trabajo le había costado crear: su familia, un marido, unos hijos y todos los que la querían. Ella había triunfado allí donde yo, con más medios y oportunidades había fracasado. Durante la comida me fascinó ver crecer en todos, yo incluida, aquella idolatría, aquella extraña obsesión que se siente por alguien a quien se ama apasionadamente; y todo por culpa de todo aquel tiempo perdido que ahora se me antojaba irrecuperable. Sus gestos, sus formas, el brillo de sus ojos, la suavidad de sus manos, todo en ella me recordaba al pasado, todo evocaba a tantos sentimientos contrapuestos y me dolía el haber renunciado a aquellas emociones de forma tan temprana.

Después de la comida llegó el tan ansiado momento de la intimidad, Lucía se retiró a descansar e insistió en que solo yo la ayudara a acostarse. No quiso ahorrarse ni ahorrarme el pudor ni el dolor, de que la viera como estaba en realidad, y pude comprobar en primera persona, como poco a poco se había consumido, y la degradación a la que la enfermedad había sometido a su cuerpo.

-- No quiero que te engañes, ni que te agarres a falsas esperanzas--, me dijo. Soy consciente de que no me queda demasiado tiempo, así que por favor ahorrémonos las lamentaciones y las tristezas, y compartamos como cuando éramos niñas, estos momentos, que en realidad son para mí como un regalo.

No pude reprimir las lágrimas, y sin poder articular una palabra más, puse entre sus manos lo que había escrito, y me senté en un sillón junto a su cama, a contemplarla, mientras ella leía, y dejaba volar su imaginación. Por momentos, me miraba y esbozaba una sonrisa; al poco, me quedé adormilada y cuando desperté, era ella la que soñaba plácidamente, abrazando aquellas hojas con sus manos, con una sonrisa de satisfacción en sus labios y una expresión de felicidad en su rostro.

Cuando sugerí la intención de pasar la noche en la vieja casona, me tildaron de loca. Mi tía ya había dispuesto una habitación para invitados, a lo que yo me negué en rotundo. No me veía durmiendo en aquella casa, como cuando éramos niñas. Inconscientemente, de niña, siempre había temido el momento, de quedarme a solas con Lucía en el dormitorio. Sabía que era cuando mi prima aprovechaba la proximidad que le brindaba, la intimidad de compartir la cama, para apretarse y restregarse contra mi, para así, torpemente, dar rienda suelta a las hormonas que empezaban a dominar su cuerpo, mientras soñaba con que yo era el chico de sus sueños. Solo que en ésta ocasión, la que no estaba segura de poder dominar mis instintos era yo misma, y me imaginaba al abrigo de la oscuridad, yendo en busca de la habitación de Lucia, para desnuda introducirme en su cama y abrazar aquel cuerpo exhausto, y poder obsequiarle algo de mi calor, y de insuflarle con mis besos y mis caricias un poco de aliento con el que fortalecer su espíritu.

Su marido me ayudó a abrir la vieja casa, a conectar la luz y el agua caliente, a trasladar mi exiguo equipaje y a encender la chimenea, para caldear en lo posible el ambiente. Hacía más de un año que la casa no se habitaba, y tan solo durante unos pocos fines de semana, mis hermanos o incluso yo misma, solíamos dar una vuelta por el pueblo, para mantenerla minimamente habitable. Simulé preparar mi vieja habitación, por pequeña y recogida, y por ser la más cercana al calor del hogar. Deshice en ella mi maleta, y preparé la cama, con sábanas limpias, a sabiendas de que no dormiría en ella y volví a casa de mi tía para la cena.

Aquella noche no volví a ver a Lucía, estaba demasiado débil y cansada para levantarse. Cenamos en silencio, sin la fingida alegría del medio día, y apenas nadie probó bocado. Nadie hizo el más mínimo comentario, ni el más mínimo reproche, ni el más mínimo llanto. Todos había asumido como irremediable le pérdida y estaban resignados. Tan solo en su presencia, todos parecían transformarse, para poder ofrecerle y ofrecerse, en aquellos últimos momentos, el mejor recuerdo que podían llevarse de ella, la felicidad y la satisfacción por haberla conocido.

Cuando me despedí, pesaba en el ánimo de todos, el disgusto causado por no aceptar la invitación para quedarme a dormir, sin embargo antes de marchar le pedí a mi tía que hiciera el favor de dejarme los restos de aquella tortilla de patatas que había sobrado de la cena casi intacta. Elle insistió en hacerme otra reciente, por la mañana, para el viaje, pero ante mis súplicas al final se avino a razones, y con sumo cuidado envolvió los restos de la tortilla en papel de aluminio, para que se conservara mejor, además de añadir por su cuenta algún trozo de carne asada. Luego convenientemente abrigada, partí hacia la vieja casona de mis abuelos que me esperaba, fría y tenebrosa. Antes de encerrarme a solas en aquella casa, me quedaba una última cosa que hacer, y no era otra que guardar el coche en el viejo pajar anejo a la casa, y que siempre habíamos utilizado de garaje. Quería esconderlo a las miradas curiosas de los pocos vecinos de la cañada, y por supuesto dar la impresión de haberme marchado muy temprano. No quería intromisiones en mi intimidad, quería disfrutar con tranquilidad de aquellas horas para mi sola.

Y entonces llegó el momento de enfrentarme con la noche, ese tiempo en el que la fantasía y los miedos olvidados acuden a nuestra mente a cara descubierta, y con ellos nuestros más viejos y conocidos fantasmas surgen de nuestro interior para decirnos en realidad quienes somos. Una vez dentro de la casa, desconecté de nuevo la luz, y cerré ventanas y cortinas para que mantuviera el mismo aspecto desierto y abandonado de siempre. Con el único resplandor de unas velas, y la acogedora luz que desprendía la chimenea, procedí a desnudarme con parsimonia, gozando de la sensualidad del momento. Primero el grueso jersey de cuello alto, luego mis cálidas botas altas de tacón, después mis pantalones de pana, por fin mis medias. Me excitaba el dulce cosquilleo que me producía el desprender de mi piel aquellas suaves prendas. Me entretenía en doblarlas con esmero, en oler el dulce aroma de mi perfume impregnado en ellas. Durante un buen rato disfruté de mis caricias a través de la ropa interior, sintiendo como se endurecían mis pezones, o como palpitaba mi clítoris, reclamando una dignidad menos liviana. Por fin, me decidí a liberar mi intimidad, de las últimas prendas que la oprimían, y me dispuse a esposar mis muñecas y mis tobillos, con sólidas cadenas, rematadas en pequeños candados cuyas llaves deposité sobre la mesa. La que unía mis pies, que era la más larga, la cerré alrededor de mi cuello, y así, sintiendo el frío roce del metal sobre mi cuerpo, me entregué de nuevo y por entero a mis propias caricias, de una forma voluptuosa y concupiscente, consciente de que no tenía ningún otro público más que yo misma. No pretendía el orgasmo, tan solo quería provocarme una sensación de ansiedad y excitación que me acompañara durante el resto de la noche.

Un poco más tarde, cuando comprendí que un solo movimiento más de mis dedos sobre mi enfervorecido clítoris, desencadenaría la catástrofe, abandoné la seguridad y el calor que me proporcionaba aquella habitación, y comencé a recorrer desnuda y encadenada toda la casa en un afán de descubrir en el silencio de la noche todos sus secretos. Mis pechos se endurecían con el frío, y a cada paso, el suave tintineo de los eslabones sobre mi cuerpo, el y el dulce contacto de la cadena entre mis muslos me producía una corriente eléctrica que se transmitía hasta mi vulva, incrementando el umbral de mis sentidos. No tardé en llegar a la cocina y pararme frente a la puerta que la comunicaba con el exterior. Ya lo había planeado, en definitiva era lo que había venido a hacer: tenía la necesidad compulsiva de experimentar una vez más, esa sensación de angustia que te produce el no ser dueño de tus propias sensaciones. Sin embargo, el temor y el desconcierto se apoderaban de mi ánimo. La mujer sensata que había dentro de mí, me prevenía contra ésta locura, ¡locura maravillosa!, pero mi corazón me obligaba a hacerlo, y hacerlo, yo sabía que me produciría dolor.

Era una noche fría y oscura, sin apenas luna; aunque a pesar de aquella oscuridad, las siluetas vacilantes de los árboles, se perfilaban al resplandor de una luz espectral, que iluminaba tenuemente las sombras. Bajé con cuidado la empinada escalera de piedra que llevaba al patio; en la oscuridad costaba distinguir las siluetas de los escalones, por lo que a cada paso tanteaba con mis pies descalzos el escurridizo suelo, por temor a pisar algo que me hiciera resbalar. Unos minutos más tarde me encontraba en medio del patio frente al muro de piedra que lo circundaba. A oscuras, aquella pared se me hizo mucho más imponente; después de unos segundos de vacilación, aterida por el frío, me detuve por un momento, para terminar por recorrer en silencio, sintiendo crujir las hojas de los árboles bajo mis pies, el camino que me separaba de la entrada de la bodega.

Después de forcejear durante algunos segundos con la pesada puerta, conseguí que la hoja se desprendiera de su marco y me franqueara, no sin un cierto estrépito, que quebró el silencio de la noche, la entrada a la estancia. Nerviosa, empapada por la incesante llovizna y poseída por el miedo, aquella actividad física fue la mejor medicina para hacerme olvidar mi extraña situación. Me detuve sofocada por el esfuerzo, me sentía excitada y desorientada, pero agradecí extraordinariamente la seguridad que me brindaba aquel refugio, al abrigo del viento y del agua. El silencio y la oscuridad eran casi absolutos, pero reconocí aquél lugar como la llave de la puerta de mi niñez, que cerrada durante años, había permanecido allí, pacientemente, esperando mi regreso. Con cuidado y aprensión me introduje en la habitación tratando en vano de recordar su aspecto. Sin embargo, la primera impresión fue que, desde entonces, todo había encogido, aunque permanecía la antigua tenebrosidad, y sobre todo se conservaba el olor, el mismo olor de entonces. Aspiré una mezcla de penetrantes aromas, un olor a rancio, un olor a añejo, un olor a humedad, que recordaba al musgo y maderas viejas, ¡un regalo para los sentidos! Todo estaba a oscuras, negro como la muerte, y sorprendentemente cálido y seco. No lo recordaba de antes, pero en seguida pude percibir con las plantas de mis pies desnudos que en el suelo había mucha tierra, tierra que me proporcionaba un suelo blando y sedoso, estanco a la humedad de la noche que se avecinaba. Busqué a tientas la argolla enclavada en la pared, ansiosa por recuperar antiguas sensaciones, y al encontrarla, no pude evitar un gritito de satisfacción. Herrumbrosa y oxidada, había permanecido olvidada en el mismo sitio donde la habíamos dejado, lo que demostraba que nadie había estado allí después de nuestra última visita. Después de comprobar que el candado funcionaba, dejé caer sobre el suelo, los restos de la cena que hasta allí había traído, y que con tanto mimo y esmero mi tía había preparado para mí, y volviendo sobre mis pasos, salí de nuevo al patio.

Ahora a través de mi cuerpo estremecido, ya sentía el frío de la noche y aunque solo se escuchaba el ulular del viento y el ladrido de algún perro lejano, percibía con mayor intensidad el palpitar de mi propio corazón que me hacía temblar con sus latidos. Colgando del armazón metálico que servía de soporte al emparrado, localicé casi por instinto, los sólidos ganchos de donde mi abuelo solía colgar los corderos para desollarlos, y a los que mi amante fue encadenado la última vez que lo azoté. Solo que ahora no sería él humillado, sino yo misma, la que deseaba con ansia degustar en mis propias carnes, el embriagador néctar del dolor. Con ayuda de lo que quedaba de una vieja banqueta de madera, conseguí encaramarme y enganchar las argollas que aprisionaban mis manos, para dejar después resbalar mi cuerpo, tocando el suelo tan solo con las puntas de los dedos de mis pies.

Allí suspendida, cerré los ojos y dejé que mi imaginación se remontara hasta tiempos ya olvidados, mientras aquel deseo que devoraba poco a poco mis entrañas se iba apoderando paulatinamente de mi cuerpo. Durante aquellos momentos de imaginación desbordada, pude oír el chasquido del cuero impactando sobre mi piel; pude sentir el dolor de mi dorso a cada trallazo, el contoneo de mi cuerpo en cada azote y como se rasgaba mi piel a cada latigazo. Confundí las gotas de lluvia que resbalaban por mi espalda, con pequeñas lágrimas de sangre que brotaban de las heridas abiertas por el castigo incesante; y degusté mi propio sudor producto de aquel dolor y aquel deseo, y que se derramaba a borbotones, a pesar del frío de la noche, por cada poro de mi piel. Y en cada golpe, en cada punzante opresión de la disciplina; más que soñé, percibí la imagen de Lucía, con aquella particular sonrisa burlona, dibujada en su rostro que impasible ante mi sufrimiento, se aplicaba con crueldad en el castigo, mientras leía en voz alta, al tiempo que iba rompiendo y arrojando al suelo, mis notas escritas.

Poseída de aquel deseo inexplicable, froté mis muslos con fuerza en pos de un orgasmo imposible, que calmara el ardor que me consumía por dentro, pero no conseguí otra cosa, más que extenuarme en un esfuerzo sobrehumano por conseguir el placer. No se el tiempo que permanecí allí colgada, helada, empapada, incapaz ya de sostener el peso de mi cuerpo, solo con las puntas de los dedos de los pies, que resbalaban una y otra vez en el barro, y añadían al dolor ficticio producto de mi fantasía, el real de los eslabones que se clavaban alrededor de mis muñecas.

Sin embargo, cuando agotada y quebrantada, quise soltar mis manos, para dar rienda suelta al deseo que me embargaba, me di cuenta de la imposibilidad de una marcha atrás, y sentí crecer el temor dentro de mí. Poco a poco mis fuerzas me iban abandonando, mis músculos iban poniéndose extraordinariamente tensos; y casi era incapaz de articular el más mínimo movimiento. Me obligué a respirar, a tratar de recobrar el control de la situación, pero no veía la salida. Traté de conservar la calma, y haciendo acopio de todas mis fuerzas, presa del más absoluto coraje, logré trepar por la cadena, con el ímpetu solo de mis manos, en un esfuerzo casi sobrehumano, hasta que pude desenganchar la argolla que sostenía el peso de mi cuerpo.

Inmediatamente caí como un plomo sobre el suelo, para terminar rodando por el empedrado. Estaba como bloqueada y era incapaz de levantarme. Tumbada en el barro, exhausta, con la cabeza hundida en la tierra, me pregunté durante un momento que hacía allí. Sin embargo, entre mis piernas; mi sexo, era una brasa ardiente, que enmascaraba las demás sensaciones, por culpa de aquel maravilloso cosquilleo que no me había abandonado durante toda la noche, y reclamaba una atención que yo me había negado a procurarle. Aquel sabor espeso de la tierra entre mis labios, me trajo viejas sensaciones ya olvidadas, y lejos de repugnarme, me hizo sentir aún más estimulada por el deseo.

Me olvidé por completo de donde estaba, solo podía pensar en aquella sensación, y fue entonces cuando, mis manos exploraron mi vientre en busca de aquel contacto íntimo tan deseado; aquel contacto que me hizo gemir de gozo. Mis piernas temblaron, mientras mis dedos tentaban mis labios en una caricia liviana, con solo sutiles y delicados roces por encima del clítoris, que me hacían emitir profundos gemidos de complacencia. No quería tocarme, no quería sucumbir tan pronto ante aquel torrente de sensaciones del ineludible orgasmo que se aproximaba. Puse las manos sobre mis pezones, y solo tuve que empujar…todo acabó con un cálido e intenso río que resbalando por labios de mi vagina, y salpicando entre mis muslos, se diluyó entre el barro y el agua de la lluvia fría, que incesante, caía sin descanso.

Me rendí sin protesta a la magia del placer, intentado retener todo lo posible, el dulce sabor de aquel éxtasis. Había perdido por completo el control y me revolqué entre aquel barro, poseída por un deseo animal, mientras las hojas marchitas, que cubrían el suelo del patio, crujían pajo el peso de mi cuerpo. En la distancia, sentí de nuevo a un perro aullar, y su sombrío lamento, mezclarse con el eco de los árboles, cuando el gélido viento nocturno azotaba sus ramas. Las nubes se abrieron durante un instante, quizás en un vano intento de darme un respiro, y un rayo de luna, iluminó el camino, de la seca y abrigada guarida, que me serviría de cobijo el resto de la noche.

Hechizada por aquella fantasía exquisita, elevé los ojos al cielo y contemplé una inmensidad de un azul purísimo preñada de estrellas que se abría paso en medio de las tinieblas; pero poco a poco, los efectos embriagadores de aquel sueño se fueron desvaneciendo; el impávido muro de piedra que circundaba el patio, fue tomando forma de nuevo ante mis doloridos ojos, y el frío gélido y abrasador de la noche, se fue apoderando de mi cuerpo.

Yacía empapada y aterida en medio del barro, y casi sin levantarme, me arrastré por el suelo, avanzando a trompicones, camino a la bodega. Por momentos me sentí desfallecer, estaba mareada y pensé que iba a desvanecerme. Al entrar, con las últimas fuerzas que me quedaban, pude cerrar la pesada puerta tras de mi, y noté que la pobre luz de la noche se atenuaba, y que me envolvía un manto de oscuridad y silencio. Todavía tenía que consumar la última tarea, que no era otra que inmovilizar mis manos y mis pies juntos, por detrás de mi espalda, para trabar la cadena a la vieja argolla con el candado, después de haber arrojado la llave lejos de mi alcance. La vista se me nublaba por momentos, y ya no podía oponer mayor resistencia. Incapaz de hablar, incapaz de pensar…me desvanecí con la imagen de aquella inmensidad de estrellas en mi mente, y con el recuerdo, de esa sensación permanente de deseo que aún seguía palpitando entre mis piernas.

Cuando abrí los ojos de nuevo ya había amanecido. Por entre las rendijas de la puerta, tenues rayos de luz, invadían la oscuridad de la bodega. Me dolía todo el cuerpo, y tenía los brazos adormecidos por lo forzado de la posición. Seguía teniendo frío, y me encontraba muy débil. Lentamente y con mucho esfuerzo, me acomodé sobre el suelo para intentar coger con mis labios algún resto de comida, de los que había dispersado por el suelo la noche anterior, para intentar alimentarme. No sabía la hora que era, ni tampoco sabia el tiempo que estaría allí tirada.

Por el rabillo del ojo pude contemplar algo tan maravilloso como la llave del candado reposando inerme sobre el suelo, lejos de mi alcance y entre las sombras como unas figurillas siniestras, que se reían y me señalaban con sus diminutos dedos, esperando que la debilidad y el frío de la noche vencieran mi tan quebrado espíritu, para venir a por mí. Ni tan siquiera lo intenté, sabría que nunca llegaría hasta la llave. Por un momento me invadió el pánico. Luego, poco a poco dejé de preocuparme, ya nada tenía importancia. Cerré los ojos y me acomodé lo mejor que pude, y mi mente voló de nuevo hacia aquella inmensidad de estrellas.

Desde la penumbra a la que mis ojos se habían acostumbrado, la lóbrega estancia pareció inundarse de luz. Ante mí, sentada en silencio como una aparición estaba Lucía. Vi ante mí a un ser escuálido, pálido, con los ojos inyectados en sangre, que venía revestido por el hábito tétrico de la muerte. Tenía la respiración cansada, pero seguía conservando algo de aquella seductora hermosura. Parecía aturdida, observándome sin tan siquiera pestañear, perpleja, como si mi presencia allí, significara algo que no llegaba a comprender. De repente, por un momento pareció transformarse ante mis ojos y se arrodilló ante mí, con la boca entreabierta, de labios rojos y apetecibles. Tomó mi rostro entre sus manos frescas y depositó un dulce beso en mis labios. Entre sueños pude oír su voz cálida y armoniosa que me decía:

-- Si pudiera, me quedaría aquí, contigo, y te abrazaría para protegerte de todo éste dolor.

Cegada por la luz que venía de la puerta, sentí que me estallaba la cabeza. Refugié mi cabeza entre las sombras, y embriagada por el sopor que me embargaba, fui incapaz de responderle; mis sentidos me abandonaron y sentí que volvía a sumirme en un sueño muy, muy profundo.

Cuando desperté, yacía sobre el suelo, toda sucia y desaliñada, degradada. La primera impresión fue percibir mi propio olor, percibí el olor de mi orina y mi sudor acre, mezclado con el barro, adherido a mi cuerpo. Me sentía oprimida por aquella enorme oscuridad y aquel silencio. ¿Qué día era? ¿Cuantas horas llevaba allí dentro? Miré con sorpresa mis manos libres; aún con las marcas de las cadenas, alrededor de mis muñecas laceradas, que me producían un intenso dolor. Intenté levantarme y no pude, las náuseas eran insoportables y me sentía como pegada al suelo. Giré la cabeza en busca de la llave, y la vi sobre el suelo, en el mismo lugar para mi inaccesible de la noche anterior. Pasados unos minutos conseguí tambaleante, ponerme en pie. Al dar los primeros y vacilantes pasos hacia la puerta tropecé con algo que no recordaba haber visto allí al entrar la noche anterior, y al agacharme descubrí con sorpresa que se trataba de mis sentimientos, mis sensaciones, recopiladas en forma de relatos, que había regalado a Lucía.

Sin prisas abrí la puerta y salí al exterior, la claridad hería mis ojos y una bocanada de aire fresco, despertó de nuevo a mis pulmones, y estimuló mis sentidos, haciéndome que dejara de respirar la enrarecida atmósfera de la bodega. Fuera, anochecía de nuevo, y el repiquetear incesante de las gotas de agua contra el suelo, me confirmó que no había cesado de llover. De repente, percibí el murmullo de las hojas de los árboles, y el intenso olor dulzón de la hierba mojada y me pareció que todo resplandecía y brillaba de nuevo.

Al salir me volví por última vez hacia la bodega y me pareció que no estaba sola. Entre sombras, creí contemplar la imagen de Lucía, sentada, divertida, comiendo su bocadillo ante mí, como antaño. Su rostro resplandecía como una luz dorada en medio de tanta oscuridad. Hablaba conmigo, con mi trastornada y confundida mente, invocando a mi propio sentido común, para que no me dejara llevar por el desánimo. Mi corazón se detuvo un instante en mi pecho, tendió sus manos hacia mi, y yo quise ir hacia ella, sin embargo, retrocedí unos pasos hasta quedar inmóvil bajo la lluvia. Aún estaba lejos de suponer que aquel sería nuestro último encuentro.

--No es justo que tú te quedes aquí…-- pensé mientras intentaba cerrar mis ojos para no contemplar tanto desconsuelo.

Poco a poco, la presencia de Lucía se ha ido difuminando de mis recuerdos. Mi pasado más reciente, incluso mi niñez, constituyen tan solo algunos retazos en mi memoria, pero por extraño que pueda parecer, guardo un maravilloso recuerdo de aquellas horas que pasé en su compañía. No sabría ahora como describir con palabras otras muchas emociones que experimenté a través de Lucía aquella noche, no me siento capaz, creo que traicionaría su recuerdo si así lo hiciese

Guadalajara, veintidós de Febrero de 2005

Inmaculada