Lucia (26)
Nueva entrega
Tumbada en el suelo, Montse miraba al techo sin ver realmente nada. Su pelo mojado por el sudor caía sobre su cara. No entendía lo que acababa de ocurrir. Jadeaba por el esfuerzo realizado y por el calor que inundaba aquella habitación. Aquella tarde todo había ocurrido demasiado deprisa. No era capaz de recordar el momento en que dejó de ser ella.
Giró la cabeza a su izquierda y pudo ver su ropa, hecha un ovillo, por el suelo, junto a las estanterías donde guardaba los libros de texto. Al otro lado, se dio cuenta después, estaban los exámenes que había empezado a corregir y que ahora se encontraban arrugados por el suelo. No sabía si se había quedado dormida o no. No sabía el tiempo que hacía que estaba así.
Se incorporó y se puso de rodillas. Encontró un bolígrafo usado por el suelo y se recogió el pelo con él. Se incorporó y fue corriendo a cerrar la puerta. Al hacerlo sus pechos saltaron libres de toda sujeción y no pudo evitar un gemido de dolor. Se los miró. Estaban rojos y con marcas de dientes. Cuando se giró vio como estaba su despacho y se llevó las manos a la cabeza. Los exámenes estaban todos tirados por el suelo, pisados incluso por una de las sillas de cortesía. La otra, estaba apoyada junto a la ventana y la repisa por donde salía la climatización, por las tardes apagada, de su despacho. Tardaré un buen rato en recoger esto, pensó mientras recogía su ropa del suelo.
Separó las prendas para tratar de dar con el sujetador y las bragas pero no las encontró. Removió todo el despacho tratando de encontrarlas, hasta que vio el papel encima de la estantería. Tenía letra de mujer.
No busques esa lencería de abuela que llevas. La he tirado por encima de la verja del cuarto de material del conserje para que la tenga de recuerdo. Te dejo mi dirección, te espero en mi casa esta noche para cenar a las 20:30. Llámame cuando estés llegando y te daré instrucciones. Se puntual … Lucía .
Su cara se contrajo en una mueca que mezclaba terror y asombro. Tenía que salir del colegio sin ropa interior. Sabía que sus pezones al contacto con la tela camiseta de algodón se endurecían y aumentaban de tamaño, con lo que serían visibles a todos. Podía notar el roce de la tela vaquera sobre su sexo y sobre el vello con el que lo adornaba. Comenzó a sudar y a pensar en cómo salir. Primero debía dejar el despacho recogido e ir a casa a ducharse. Se dijo que no iría, pero sabía que no era posible. Aquella mujer tenía la llave para destrozar su reputación y su carrera. Pensó en hablar con el marido de Lucía, pero lo descartó de inmediato. Ambos lo habían hablado muchas veces. Era sexo lo que tenían, y sin compromiso y sabía que aquel hombre no lucharía por ella.
Cuando terminó de recoger, sudaba copiosamente. La ropa se le pegaba al cuerpo marcando aún más aquellos pezones. Una fina marca de sudor recorría la camiseta en la parte de la espalda. Cuando cogió su teléfono móvil vio que tenía mensajes sin leer. Eran de Lucía y contenían fotos de ella desnuda firmando su contrato de pertenencia y desnuda en varias estancias del colegio. Los mensajes acababan con un “no llegues tarde”. Lloró por la rabia y la indignación de haberse dejado cazar de aquella manera tan sencilla. Ni siquiera había peleado, había algo en aquella mujer demasiado intenso. Quizá era su forma de hablar, quizá su manera de actuar, de forma cariñosa pero inquietantemente autoritaria.
Cerró la puerta de su despacho y caminó despacio por el pasillo donde unas horas antes había estado desnuda de la mano de aquella mujer. Notaba el dolor en los pechos y como sus pezones querían atravesar la camiseta. Asustada miraba a todos los lados. Sabía que el conserje estaba en el centro, era él el encargado de cerrar a última hora. Se puso las gafas de sol, no quería que sus ojos delataran el miedo que estaba sintiendo.
Cuando llegó a la puerta de salida al patio, le vio. Era un hombre de unos sesenta años, muy cariñoso, pero con una mirada inquietante. Le gustaba desnudar con la mirada. Ella lo había sufrido. Anselmo estaba mirando su ropa interior. La tenía en la mano. Se sintió humillada, ese sujetador y esas bragas las había llevado ella puestas esa misma mañana. Intentó esquivarle pero aquel hombre le saludó y se acercó mostrándole la ropa.
- Hola, señorita Montse, ¿ha visto usted?
- Hola Anselmo, ¿qué tal? – respondió ella intentando fingir normalidad aunque por dentro temblaba de miedo -, ¿ver qué?
- Esto – dijo él mostrándole la lencería -. Me la he encontrado en la puerta de material y me preguntaba quién habría hecho esto. Se ve lencería de buena calidad.
Y tanto, pensó ella. Me costó un dineral para que ahora me digan que es de abuela. Suspiró y contesto.
- Es vergonzoso – respondió ella – Tírela cuanto antes, a saber de quién puede ser.
- Será lo mejor, aunque quizá quiera llevársela usted – dijo él pícaramente.
- ¿Cómo? – respondió ella fingiendo enojo -, ¿qué está diciendo Anselmo?
- ¿Sabe, señorita Montse?, sé que son suyas. Usted no lleva ropa interior, y se preguntará por qué lo sé. Se lo explicaré. Además de que esos preciosos pezones del tamaño de una galleta se marcan en su ropa, la señora Lucía vino a verme. La señora Lucía siempre viene a verme y se toma un café conmigo. La señora Lucía me deja verla desnuda y me masturba a cambio de que yo controle para ella todo lo que pasa en el centro. Y hoy ha venido a verme y me ha dicho: Anselmo, necesito ducharme en tu vestuario y necesito que cuando salga la señorita Montse esté atento y la de este papel.
Montse se derrumbó. La carpeta que había cogido para tratar de cubrirse un poco se cayó de golpe al suelo. Con la mano temblorosa, cogió el papel y lo leyó.
Ya conoces que Anselmo trabaja para mí y que hoy además no ha tenido su recompensa, así que, síguele y déjate hacer, él sabe lo que puede y lo que no puede hacer. Es tu destino, tu cuerpo y tu mente no te pertenecen. Lucía.
Anselmo la recogió la carpeta y la tendió la mano. Montse se la dio mecánicamente y comenzó a andar como un autómata a su lado. Al llegar a la entrada del patio inferior, aquel hombre le hizo dejar su bolso en el suelo. Ella lo dejó sin rechistar junto a una columna. Entraron a una de las clases y con un gesto le dijo que le enseñara sus pechos mientras él se quitaba los zapatos de trabajo. Con el pecho al aire, la hizo subir a la tarima y escribir en la pizarra su nombre. Cuando lo hizo le dijo que lo borrara usando sus pechos. Montse empezó a suplicar que parara, pero él le dijo que tenía que cumplir un trabajo. A continuación, la ordenó quedarse completamente desnuda. Montse con lágrimas en los ojos le obedeció. Su cuerpo desnudo quedó a su merced. Se miró hacia abajo y pudo ver como parte de sus pezones y del pecho estaba lleno de la tiza blanca que había borrado con ellos.
Anselmo se quitó el mono de trabajo y ella pudo verle desnudo también. Tenía una buena herramienta. Le pidió que se sentara en la tarima y pusiera las manos en el cuello. Montse obedeció. Ella no sabía que Anselmo tenía prohibido tocarla. Sabía que si lo hacía dejaría de tener a Lucía desnuda para él. Comenzó a masturbarse. Montse cerró los ojos, no quería verlo, pero él la obligó a mirar. Podía ver como sacudía su cuerpo mientras acariciaba su miembro. Montse miraba con la boca entreabierta. Aquello era una pesadilla. El sonido que producía la piel al contacto con la mano del hombre, los jadeos entrecortados, la mirada perdida en su cuerpo. Anselmo tenía órdenes eran claras, sus ojos deben ver cómo te masturbas. Cuando aquel hombre empezó a temblar, ella supo lo que iba a ocurrir, pero el miedo a posibles represalias le impidió cerrar los ojos. Vio como el semen de aquel hombre abandonaba su cuerpo e iba a caer directamente sobre su cara y su pelo mientras le escuchaba jadear. Cuando acabó, le dijo:
- Ahora debes ir a ducharte a mi vestuario. Allí encontrarás la ropa que debes ponerte para tu siguiente tarea, pero antes no te muevas, la señora Lucía me ha pedido que la demuestre que has obedecido.
Y sacando del bolsillo del mono de trabajo que estaba en el suelo su teléfono móvil le sacó un par de fotografías de su cara y cuerpo y las envió donde Lucía le había dicho que lo hiciera.
Begoña se sentía inquieta. Nunca había sido infiel a su marido salvo esa vez. Se había sentido culpable y se había duchado varias veces cuando llegó a casa. Pareciera como si con cada mano de jabón a su cuerpo pudiera quitarse la culpabilidad que le imbuía por aquella orgía en la que había participado. Pero ese sentimiento fue dejando paso a otro diferente, algo que nunca creía haber experimentado. Aunque ella misma lo negaba una y otra vez, cuando su cerebro recordaba todo lo ocurrido, la excitación se apoderaba de ella. Y ahora no era capaz de distinguir si era exactamente culpabilidad lo que sentía o si un deseo incontrolable se apoderaba de ella.
Miraba continuamente su teléfono móvil. Se habían despedido dándose los números de teléfono y aunque primeramente se había maldecido por no haber desaparecido sin más, ahora no lo tenía tan claro. La parte coherente de su cuerpo suplicaba que no sonara, que nadie llamara a su número, pero su parte más animal, la parte de los instintos primarios lo deseaba.
Y hoy era un día especialmente difícil para controlar sus instintos. Su marido acaba de salir de viaje toda la semana y su hija Alejandra, quinceañera, estaba en casa de unas primas en la costa. Había salido de compras con la idea de despejar su mente y había acabado comprando un tanga y un sujetador transparentes en una tienda del centro comercial. Irene, la dueña de la tienda, le había dicho que nunca hubiera esperado, conociéndola como la conocía, que hubiera escogido ese conjunto tan atrevido. Ella primero se había ruborizado y hasta había estado a punto de devolverlo, pero luego había deseado que la vieran así. Estaba desatada.
Intentó sentarse a ver un rato la televisión, pero apenas la hacía caso. Tenía puesto un programa de viajes que había grabado unos días antes, pero no despertaba su atención. Decidió ir a darse una ducha a ver si la calmaba. Justo cuando estaba a punto de meterse en el agua, sonó el teléfono. En otras ocasiones lo habría dejado sonar, pero cerró el agua y salió corriendo al dormitorio donde tenía el móvil. Descolgó sin mirar siquiera quien llamaba y maldijo cuando vio que era su marido, que acababa de llegar a París. Mantuvo con él una conversación automática e intrascendente sobre el vuelo, el viaje y el hotel. Cuando se quiso dar cuenta estaba frente al espejo mirándose desnuda. Instintivamente la mano libre se deslizó por su cuello y agarró uno de sus pechos con fuerza. En un último esfuerzo de coherencia separó la mano y se sentó. Quería llorar, pero no podía hacerlo, no al menos mientras tuviera a su marido en línea.
Cuando colgó fue directa a la ducha, pero esta vez se llevó el teléfono. Entró en la ducha y dejó que el agua fría recorriera su fiel mientras jadeaba por la impresión. Estaba terminando de enjabonarse el pelo, cuando sonó de nuevo el teléfono. El terminal le devolvió el identificador: Miguel Ángel.
- Hola – dijo ella con una voz alegre -. ¿cómo estás?
- Hola – respondió él al otro lado del teléfono -. Bien, ¿y tú?
- También – replicó ella -, me alegro de oírte. No sabía si alguien me llamaría o no.
- Sí – dijo él -, a mí me pasó lo mismo, pero me llamó Isabel hará una media hora y me dijo que te llamara.
- ¿Has tardado media hora en llamarme? – preguntó ella de forma melosa. No podía creerse que estuviera haciendo eso. Le estoy provocando.
- Bueno, ya sabes, Isabel y yo – dijo él riendo -. Además, tenía que buscar un sitio tranquilo para decirte que me muero por morderte esas tetas de vicio que tienes.
Begoña se rio abiertamente.
- Ahora están llenas de jabón. Me has pillado en la ducha.
- Pues haces bien – dijo él -, porque me han dicho que si puedes acercarte en un par de horas al apartamento.
- Sí, bueno, claro – respondió ella mientras su cuerpo se excitaba sólo de pensarlo -. ¿pero yo sola?
- No, los dos. Así que, si quieres podemos ir juntos. Yo no tengo coche, pero podemos quedar para ir en transporte público – le invitó él.
- ¿Qué pasa, quieres repetir lo del otro día? – preguntó ella.
Miguel Ángel le respondió que estaría encantado pero que Isabel le había dicho que debía ser un chico bueno.
- Si quieres puedo recogerte donde me digas en mi coche – sugirió ella.
- Sería genial – dijo él, y a continuación le dio las señas de un centro comercial -. Nos vemos allí en una hora si te parece bien. Quedamos en el parking cubierto, junto a las escaleras, así no tienes que dejarte ver si no quieres.
- Perfecto – sentenció ella -. Un beso, cariño.
Y colgó. Dejó el teléfono y comenzó a aclararse. Dudó si ponerse la lencería nueva o no. Finalmente apostó por un vestido blanco estampado de apertura en pico sin sujetador y unas bragas de encaje blancas. A todo hombre le gustan los encajes concedió. Se maquilló concienzudamente y se miró en el espejo. Parezco mi hija, intentando ligar como sea para apagar esta sensación. Madre mía, estoy muy cachonda, se dijo. A continuación, cogió su bolso y salió de casa.
Conduce con calma, se dijo, no hay prisa, llevas tiempo de sobra, mejor esto que no darse un golpe. Notaba como la respiración era agitada, trataba de ocultar sus nervios con las gafas de sol. Cuando llegó al centro comercial, descendió por la rampa del parking y aparcó. Has llegado demasiado pronto, se dijo, eres una ansiosa. No me puedo quedar aquí. Trata de aparentar normalidad.
Subió las escaleras que conducían al propio centro comercial y caminó de forma distraída. Estaba en la otra punta de la ciudad, y era un centro que no conocía. Miraba los escaparates, pero no veía lo que había expuesto, si no su reflejo. Quería estar lo mejor posible, y es que a sus cuarenta y cinco años, Begoña seguía siendo coqueta.
Le vio entrar por una de las puertas laterales. No sabía qué hacer, si acercarse o no y saludarle. Parezco una quinceañera estúpida se dijo. Decidió ir caminando detrás de él a una distancia prudencial. No sé si me habrá visto, pensó mientras caminaba mirando para evitar posibles contactos.
De repente, alguien la llamó. Begoña giró la cabeza y vio a una antigua vecina que salía de una tienda de ropa. No, por favor, se dijo mientras buscaba con la mirada a Miguel Ángel.
- Hola, Claudia – saludó por compromiso.
- Hola, cuánto tiempo, ¿cómo que vienes por aquí?
Por favor que no se enrolle, tengo que deshacerme de ella rápidamente, pero no puedo ser borde, no quiero que ande con el cuento por ahí.
- Ay, chica, ya sabes, que me aburría en casa y me he venido a dar un paseo por este centro comercial. Desde que lo abrieron no lo he visto.
La conversación de aquella mujer le estaba cansando. Respondía de forma automática mientras su cerebro se preguntaba donde se habría metido Miguel Angel. Notaba que estaba poniéndose nerviosa y aquello la enfadaba y la excitaba al mismo tiempo. Es absurdo que esté así, pero desde aquella única vez en la que había participado en una orgía sus instintos primarios mandaban sobre su cuerpo.
Consiguió despedirse de aquella mujer no sin antes prometerla que tomarían un café un día. Salió corriendo por el centro comercial. Le daba igual que la mirara la gente, que observaba como sus pechos saltaban dentro del vestido. Tendría guasa que se salieran y enseñara las tetas a media ciudad, pensó mientras seguía corriendo. Se agarró a la barandilla de la escalera mecánica y bajó corriendo hacia el parking. Cuando llegó no había rastro del chico
Eres imbécil, lo has perdido porque eres una estúpida impaciente incapaz de mantener la calma y llegar a tu hora. En vez de eso ahora ¿qué vas a hacer?, se dijo a sí misma.
Comenzó a caminar por el parking, buscando una señal que le indicara donde estaba. Dio varias vueltas mientras se ponía nerviosa. Miraba a todos lados de forma frenética, quería encontrarle, lo necesitaba. Al girar una columna notó unas manos en su cintura. Suspiró, era él.
- Hola – dijo él -.
- Hola – respondió ella mientras perdía todo el pudor y le besaba en la boca -. Hueles muy bien – menuda frase, pensó, no se puede ser más tonta.
- Te vi entretenida con una mujer y me bajé a esperarte. He estado intentando averiguar qué coche tendrías – dijo él, mientras sus manos la rodeaban sin dejar que se girara.
- Aquel crossover rojo. ¿Te gusta? – preguntó ella mientras apoyaba su trasero en aquel bulto que pugnaba por salir del pantalón de su amigo.
- Sí, me encantan esos coches. – respondió el.
- Pues si quieres, toma las llaves y me llevas – dijo ella sonriendo -, pero no apartes eso de mi culo, quiero sentirlo. ¿Me lo harías aquí y ahora? – dijo impulsivamente.
- Me encantaría, pero Isabel me pidió expresamente que no me corriera y que tú tampoco lo hicieras.
Se acercaron al coche y subieron. Ella se subió al asiento del copiloto, como cuando iba con su marido y el chico arrancó. Begoña cerró los ojos y puso la mano en la pierna de su acompañante. El viaje de ambos acababa de empezar.
Montse salió de la ducha y se dirigió hacia la silla donde Anselmo le había dejado la ropa. Una falda de algodón blanca y un top dorado que se cerraba en su cuello y en la parte inferior de sus pechos, dejando el ombligo y toda la espalda libre.
Había llorado desconsoladamente en la ducha, apoyándose con las manos en los fríos azulejos. Una persona se había corrido en su cara y ella no había hecho nada. Se sentía impotente y sin voluntad. Si aquel hombre hubiera querido tener sexo con ella, ni se lo habría pensado, se lo hubiera dado y punto, sin preguntar.
Cuando salió vio que no tenía toalla con la que secarse. Genial, pensó, encima no me puedo secar. Qué más me puede pasar, se preguntó. Caminó por el vestuario hasta que encontró un papel apoyado en la pared con la letra de un hombre.
- Vístete y sal a la calle. Hay un coche esperándote. No le hagas esperar.
Cogió el papel con la mano y lo dobló mientras volvía hacia la silla. Escurrió como pudo el pelo y se hizo una coleta con un coletero que encontró al coger el top. Se puso la falda blanca, el top y salió descalza a la calle. Anselmo la esperaba con una bolsa de plástico con su ropa.
- Está todo menos la lencería que la señora Lucía me dijo que podía quedarme – le dijo.
- Gracias Anselmo – respondió ella mirando hacia el suelo tratando de ocultar la vergüenza.
- Pase buena tarde, señorita Montse – se despidió él.
Montse iba descalza por la calle. Notaba el calor de la acera en sus pies y las imperfecciones del suelo. Me cogeré una infección y todo. Un coche le dio las luces y ella se acercó. La puerta estaba abierta. Ella se subió y miró a la conductora.
- Hola Montse, soy María – dijo la mujer y acercándose a ella la dio un beso corto con la boca abierta -. Te están esperando, estás preciosa.
- Hola – dijo cuando pudo recuperarse de la sorpresa de aquel beso.
Miró a la mujer. Pelo corto, bronceada, de una edad madura pensó. Podía verla un pecho a través de la blusa sin mangas que llevaba. María se dio cuenta de la inspección y se abrió todavía más la blusa hasta apenas dejarla sujeta por el botón central. Montse podía ver la piel morena sin ninguna marca de bikini.
- Así podrás verlos mejor – le dijo. Y cogiendo su mano la metió por la blusa y la colocó sobre el pecho izquierdo -. Tranquila, me gusta conducir así.
Dicho esto, arrancó.
Begoña iba recostada en el asiento. Ni siquiera sabía por dónde iban. Con los ojos semicerrados, sentía las caricias que aquel chico le hacía en las piernas. Se había subido un poco la falda y se había recostado para dejarle tocar a su gusto. Sentir aquellos dedos por su piel la hacían sentirse joven y deseada de nuevo. Ella, por el contrario, no apartaba su mano de aquel falo. Le había metido la mano dentro del pantalón y había notado como había crecido en el interior. De vez en cuando, él la miraba buscando su aprobación. Cuando ella le sonreía, su mano se deslizaba hacia su sexo y lo acariciaba por encima de la tela de la braga empapada.
Aparcó en el parque donde hace unos días había empezado todo. Begoña recordaba todos y cada uno de aquellos momentos. Salió del coche al mismo tiempo que él y se colgó de su cuello mientras su lengua ansiosa recorría cada centímetro de la boca de su joven amante. Él le devolvió el beso con la misma intensidad levantándola y haciendo que ella la rodeara con las piernas.
Begoña sudaba por la excitación y por el calor de primera hora de la tarde. Notaba las manos de aquel chico sobre sus bragas, amasando su trasero, mientras la besaba. Sus pechos parecían quererse salir de su cuerpo mientras los aplastaba contra él. Su cuerpo pedía más, pedía que aquel chico la empujara contra un árbol y la hiciera suya. Sentía la excitación de su amante aplastarse contra ella y deseaba aún más que aquello entrara en su interior. De repente, aquel momento mágico se esfumó al escuchar un teléfono móvil.
Miguel Ángel la dejó suavemente en el suelo y sacó el terminal de su bolsillo trasero. Era un número desconocido. La llamada terminó y ambos se miraron. Jadeaban. Justo cuando iban a juntarse de nuevo, aquel mismo número apareció en la pantalla. Decidió descolgar y escuchó una voz de mujer:
- Os estamos viendo. Estas son las instrucciones. Pon el altavoz.
El chico conectó el altavoz y la voz volvió a escucharse.
- Begoña, tendrás que quitarte las bragas y meterlas dentro de su pantalón. Miguel Ángel, tendrás que quitarte tus calzoncillos y que Begoña los guarde en tu bolso. Hacedlo aquí y ahora. Deberéis quitaros la ropa para sacaros la interior. Cuando las tengáis en la mano, levantadlas en alto para que pueda verlas.
Begoña preguntó:
- ¿Quién eres? ¿Por qué tenemos que hacerlo?
- Porque a partir de ahora, si queréis seguir disfrutando de lo que tenéis, deberéis obedecer.
Acto seguido el teléfono enmudeció y un mensaje apareció en el teléfono. El chico lo abrió. Ambos enmudecieron. Eran fotos de ambos juntos, besándose, de Miguel Angel desnudo con Isabel y siendo penetrado por una mujer, de Begoña, dormida en la cama abrazada a él y a Cristina.
Los dos se miraron aterrados, sin saber qué hacer. Apenas articulaban palabra. Sus ojos parecían decir, no tenemos alternativa. Como esto se difunda, ambos perderemos todo. Aquello era un punto sin retorno. Sólo había dos opciones: ceder al chantaje o exponerse a lo que quisieran hacer con esas fotos.
Begoña tomó la iniciativa y tras mirar a ambos lados, se desabrochó la cremallera de vestido blanco. Maldita la hora de no haberme puesto una falda. Le dijo a Miguel Angel que le sujetara el bolso, y se sacó el vestido. Su cuerpo quedó expuesto al aire. Una fina línea de sudor corría entre aquellos pechos que se movían al aire. Sin pensar en lo que estaba haciendo, apoyó su trasero en el coche y se sacó las bragas. Estaba desnuda en un parque, sólo cubierta por unas gafas de sol. Con una mano las agitó por encima de su cabeza como si estuviera loca y las dejó sobre el capó del coche. No podía meterlas dentro del pantalón del chico. Se quedó mirándole y la expresión era: vamos no puedo estar mucho más tiempo desnuda, quítate la ropa y dame esos malditos calzoncillos.
Miguel Angel se había quedado boquiabierto del valor de la mujer. Miraba la fina línea de vello púbico negro que adornaba el sexo de Begoña. Estaba bloqueado. Fue el grito de Begoña diciéndole “vamos”, lo que le sacó de su ensimismamiento. Se quitó la camiseta que llevaba y la dejó junto a las bragas. A continuación se deshizo del pantalón. Ella pudo ver el final de aquel falo que asomaba por el calzoncillo húmedo. Cuando se lo quitó, lo agitó también sobre la cabeza.
Begoña le pasó de nuevo el pantalón y él se lo puso. Con manos temblorosas le introdujo sus bragas por dentro y las aplastó bien contra su falo. Tenía la boca seca. Podía sentir los rayos del sol en su trasero. El sudor caía sin control por su espalda. Cuando sacó la mano se giró y cogió el vestido. Se lo puso notando como el forro rozaba sus zonas íntimas y se estremeció de placer. Se apoyó en el coche, una vez que los nervios por haber estado desnuda al aire libre pasaron. Se sentía agotada, pero también tremendamente excitada. ¿Qué me está pasando?, pensó mientras ponía sus manos en la cintura del chico y apoyaba su cabeza en su pecho.
El teléfono volvió a sonar. Él descolgó y conectó el altavoz mientras le temblaban las manos.
- Buen trabajo. Salid andando de la mano del parque y dirigíos hacia el apartamento. Allí recibiréis nuevas instrucciones.
Los dos amantes se miraron y comenzaron a andar uno al lado del otro, sin mirarse ni hablar. Acababan de asumir implícitamente que ya no eran un ser individual con voluntad propia. Lentamente Begoña cogió la mano de Miguel Angel y salieron del parque. Necesitaba sentirse protegida, y ahora mismo, aquel chico significaba la única protección posible.
María había aparcado frente a la puerta del bloque de apartamentos. Sabía que arriba estarían todos los miembros de su nueva familia. Llevaba a Montse al lado. Ésta estaba irremediablemente entregada a su nueva situación. Caminaba de la mano de María como un ser sin voluntad. Al llegar al portal, Clara les abrió la puerta fingiendo ser una vecina del edificio. Montse entró y sintió el frescor de la sombra del edificio. Se acercaron en silencio al ascensor. Cuando éste llegó las tres mujeres entraron en él.
Una vez dentro, María pulsó el botón del ático y sonrió al ver que Clara pulsaba el de la planta anterior. Comentó como haría cualquier otra persona el tiempo:
- Madre mía, esto es un no parar. No sé dónde vamos a llegar con este calor.
- Sí, es horrible, la ropa se le pega a una y encima dicen que la semana que viene más – respondió Clara cortésmente
- Sí – repuso María -, dan ganas de ir desnuda toda el día.
Ambas mujeres se rieron sin mirarse. María se acercó a Begoña y le dijo en el oído:
- Desnúdate
- ¿Aquí? – preguntó ella - ¿y esa mujer?
- Esa mujer, ¿qué? – respondió Maria –
- Que me va a ver desnuda – susurró Montse.
- Ah, ¿es por eso? – sonrió burlona la mujer más madura.
María levantó la voz y le dijo a Clara.
- Perdona, ¿te importaría que esta mujer se desnudara?
Montse dio un respingo. Pero, ¿qué clase de mujer era ésta? Le acababa de preguntar a una total desconocida si se podía desnudar. Su garganta estaba seca, su boca abierta de par en par. Clara se acercó y le dijo:
- ¿Me has preguntado realmente si se puede desnudar? – fingió indignarse -. ¿Realmente necesitas hacer esa pregunta?
Dicho esto, se abalanzó sobre María y se enroscó a su cuerpo mientras sus lenguas se exploraban. Montse se quedó boquiabierta. Pero qué era todo aquello, se preguntó mientras oía los ruidos que ambas bocas llenas de saliva producían en cada momento en que se unían. Podía ver las manos de María levantar el vestido de la otra mujer y dejaba ver un minúsculo tanga de hilo de color verde. No pudo por menos que fijarse en las nalgas morenas y bien moldeadas. Cuando consiguió levantar la vista vio que María ya no llevaba la camiseta puesta.
- Y ahora - le dijo Clara mientras notaba como el ascensor se paraba -, desnúdate de una vez.
Cuando salieron del ascensor, las tres mujeres estaban completamente desnudas. Montse tenía los ojos fuera de las órbitas. Habían dejado sus ropas tiradas en el suelo. Aquella mujer llamada Clara sacó un collar del bolso y un antifaz. Sin mediar palabra, se lo puso a Montse y la obligó a arrodillarse. María se arrodilló a su lado y del suyo sacó una mordaza de bola que colocó sobre su boca mientras Montse trataba de zafarse. Notó como su mejilla estallaba de dolor ante el bofetón de aquella mujer y supo que estaba perdida.
- Quietecita ahí hasta que yo te avise – le dijo María mientras la dejaban en el descansillo y aquellas mujeres entraban en la casa.
Begoña caminaba de la mano de Miguel Angel. Estaba aterrada. Aquello no era un juego. Ella se lo había tomado como una aventura, pero aquello no era una aventura. Esa gente, aún no sabía quiénes eran, estaban jugando con su vida y con la de aquel chico. La habían engañado para participar en una orgía de la misma manera que se engaña a un ratón con un trozo de queso para cazarle. Y a ellos les habían cazado. No habían pensado en las consecuencias. Pero ahora, la amenaza velada de que su marido y su hija supieran lo que había ocurrido, la humillación de tener que contarles aquello, de tener que suplicar perdón la bloqueaba por completo.
A su lado Miguel Angel no sabía que pensar. Sus hormonas ansiaban más, llevaba de la mano a una mujer con la que se había acostado camino de lo desconocido. Por otro lado, la mujer que la había encelado la había engañado. Qué pensarían sus padres si en vez de estar centrado en sus estudios se enteraran de que andaba acostándose con mujeres y participando en orgias. En su caso, no tenía pareja y no tenía que dar explicaciones como suponía Begoña, pero sí vivía con unos padres que no iban a entender en qué líos andaba hijo. Por no hablar de sus amigos si las fotos siendo enculado por una mujer embarazada se hacían públicos. Ambos no tenían más camino que seguir adelante. Llevaba el teléfono en la otra mano. Notaba las bragas mojadas que llevaba dentro de su pantalón apretándose contra su herramienta. También notaba que la excitación no disminuía. No sabía qué hacer. Sólo caminar y seguir adelante. Ninguno de los dos tenía alternativa.
Ensimismados iban que no escucharon una voz que les llamaba desde un banco. Tuvo que repetirles el saludo varias veces para que se dieran cuenta. Cuando se giraron vieron una mujer morena con un vestido blanco ibicenco. Llevaba unas gafas de sol y unas sandalias a juego blancas. Se levantó, se acomodó el vestido y les dijo:
- Seguidme.
Ellos automáticamente la siguieron hacia la salida del parque. Antes de llegar, se giró y les dijo:
- Me llamo Ana. Desde este momento haréis caso a todo lo que se os diga. ¿Entendido?
Ambos balbucearon un ininteligible sí como respuesta. Ana se acercó al chico y apretó con su mano derecha su herramienta. Sonriendo, le dijo:
- Pues es cierto lo que dicen mis hermanas de ti, bonita pieza llevas aquí.
Miguel Angel no supo que decir. Ella tampoco le dio tiempo. Se giró y se encaró a Begoña. Sin siquiera darle oportunidad a hablar introdujo la mano por el escote del vestido y amasó uno de sus pechos.
- Lo tuyo también dicen que están bien puestos. Vamos, llegamos tarde.
Caminaron al lado de Ana. Ambos miraban lo corto del vestido. Parecía más desnuda que vestida. El vestido apenas tapaba la parte inferior de sus nalgas. El escote pronunciado en forma de pico dejaba bien claro que no llevaba sujetador. Cuando vieron acercarse el portal, Begoña le preguntó:
- ¿Qué nos espera allí?
- Placer – respondió ella -. O dolor, eso depende de vosotros.
Cuando llegaron al portal, Ana les condujo al garaje, donde estaba el coche del amo. Allí, abrió su bolso y sacando unos antifaces negros, se los entregó:
- Poneros esto, rápido.
Ellos obedecieron sin rechistar. A continuación, Ana les dijo que se arrodillaran. Una vez lo hicieron, abrió el maletero y cogió las mordazas. Si esto me lo hubiera hecho a mí, hubiera salido corriendo. En el fondo me dan pena, pensó. Yo tuve un aterrizaje duro, pero nada comparable con el de ellos. Les ordenó que no se movieran y que abrieran la boca. Fue primero por el chico. Le colocó la mordaza de bola en la boca y ajustó el correaje. Begoña no sabía qué ocurría. Sólo pudo oír la arcada y el sonido de la correa al ajustarse. Estaba intentando analizar lo que podía percibir cuando notó la bola en la boca. Intentó zafarse pero aquella mujer sabía lo que hacía. Clavó uno de los tacones en su pierna y la dijo:
- No te muevas, o será peor. ¿De acuerdo?
Begoña asintió con la cabeza y dejó que la amordazaran. Ana les ordenó levantarse y quedarse quietos. Sacó del maletero unas tijeras y un par de cuchillos. No sabía lo que tendría que utilizar, así que los dejó a mano.
Con una mano sujetó el cuello del vestido de Begoña y con la otra, empuñando las tijeras cortó la tela. Miguel Angel no sabía qué pasaba, mientras la mujer se quedaba helada. Estaba rompiendo su ropa. Lucía de manera compulsiva fue cortando forros y tela por igual. El vestido caía hecho girones. Las palabras “ o será peor” retumbaban en su cabeza. No quería ni pensar qué sería lo peor. Aquel vestido que tanto le gustaba estaba destruido completamente. No se atrevió ni a cubrirse con las manos.
Una vez acabó con el vestido de Begoña se giró y repitió la operación con el polo del chico. Lo destrozó con las tijeras, cortando por ambos lados, sin control. Era humillante. Podía sentir el miedo de ambos. Estaba excitada. A continuación tuvo que usar el cuchillo con los pantalones. Miguel Angel notó el frío metal en su cuerpo y se asustó. No te muevas le dijo la mujer o la liaremos. Cuando el pantalón cayó hecho trozos al suelo, las bragas de Begoña cayeron también. Son bonitas, le concedió Ana.
Les hizo recoger toda la ropa que había caído por el suelo. Sólo podían guiarse por sus manos, ya que no veían nada. Chocaron entre ellos varias veces, las tetas de ella se apoyaron en la cara de él. Su miembro duro se rozó varias veces con la mejilla de ella. Ana estaba excitada. Eran dos buenas adquisiciones. Cuando cogieron todo lo que creyeron que se había caído, ella les condujo hasta el coche donde las depositaron. Ana se desabrochó el vestido y dejó que sus pechos bronceados fueran libres. Se acercó a ambos y los abrazó. Quería que la sintieran como ella los sentía a ellos. Notó el miembro duro de Miguel Angel sobre su tripa y como los pechos palpitantes de miedo y excitación rozaban los suyos.
Les ordenó que se dieran la mano y los condujo por el garaje hasta el acceso del portal, desde donde subieron directamente al ático. Cuando salió, vio a Montse desnuda que giraba la cabeza hacia el ruido mientras gimoteaba. Saludó con la mirada a Lucía que estaba en la puerta vigilando a la candidata. Les ordenó que se arrodillaran sin decirles que estaban acompañados. Cuando los tres estuvieron juntos, entre Lucía y ella los colocaron frente a frente en un triángulo, haciendo que los tres supieran que no estaban solos.
Una vez hecho esto, las dos mujeres se besaron lentamente como saludo y aguardaron a que el amo los hiciera entrar. Su bautismo de fuego estaba a punto de comenzar.