Lucia (24)

Vuelvo a escribir después de mucho tiempo... Espero que os guste

Sentada en el office y mirando las luces de las farolas que iluminaban una de las últimas noches de verano, Lucía esperaba tranquilamente la llegada de Lucas. Llevaba un vestido floreado blanco y un sujetador rojo que, si bien, no se transparentaba totalmente, sí dejaba ver el cambio de color. El pelo, suelto en su media melena rizada peinada con espuma y sus ojos maquillados le daban un aspecto arrebatador. No había casi nadie en la oficina. Era un día festivo de finales del verano y habían quedado allí. Oyó la puerta de la oficina y sonrió mientras sorbía otro poco de café. Hoy se suponía que iba a ser un día especial.

La puerta se abrió y apareció María vestida con un pantalón de lino y una blusa ibicenca transparente. Lucía sonrió al verla:

  • ¿Qué haces en la oficina?
  • Me han dicho que ibas a estar aquí y decidí venirte a hacer compañía – respondió ella -. Ya me he enterado de lo de tu exmarido. ¿cómo estás?
  • Liberada – respondió Lucía -. Extrañamente liberada. Me estaba ahogando con esta doble vida. Sabía que estaba perdiendo terreno con vosotras y el no poder seguiros me hacía bloquearme. No quería romper mi matrimonio, ni quería alejarme de esto. Al final, mira, alguien tomó la decisión por mí.

María sacó un café de la máquina mientras se abría la blusa y dejaba al aire aquel escote que Lucía tanto conocía.

  • ¿Qué vas a hacer ahora? – preguntó mientras se sentaba enfrente de su amiga.
  • Lo primero, separarme – repuso ella -. Luego, volcarme en mi hija y mi hijo, que no les falte de nada. Y finalmente…
  • Finalmente… - María repitió esa última palabra como incitando a su amiga a seguir la conversación.
  • Finalmente, convertirme en la mejor sumisa posible. Mejorar mi entrega, cambiar mi forma de ser y entregarme al 100% - respondió Lucía decidida mientras se desabrochaba la cremallera lateral del vestido y dejaba que cayeran los tirantes por sus hombros.

María sonrió e incorporándose acercó su cara hacia Lucía. Ésta hizo lo mismo y las dos se dieron un beso corto juntando sus labios.

  • Ya sabes que me tienes para todo lo que necesites, ¿verdad?
  • Os tengo a todas, ya lo sé.
  • Y esa chica, entonces, ¿quién es? – preguntó María mientras miraba como los pezones de Lucía se iban poniendo cada vez más duros a través del sujetador.
  • Una profesora de mi hija. Se llama Montse – respondió Lucía mientras empezaba a notar el calor interior de sentirse observada -. Si la ves por la calle parece una mosquita muerta, pero la zorra no sabes cómo cabalga. Me dieron ganas de salir del baño y unirme a la fiesta, tirar al idiota éste al suelo y comerme esos pezones que parecían galletas.
  • Menudo cuadro habrías montado – respondió María mientras subía su pie por debajo de la mesa acariciando las piernas de su compañera
  • Sí – respondió ella -, y para por favor que desde aquello no puedo controlarme.
  • ¿Qué vas a hacer? – preguntó juguetona mientras pasaba la mano por su escote y su pie se apoyaba dulcemente en el asiento de la silla permitiendo a sus dedos alcanzar el sexo de su amiga -.
  • Ufff – jadeó ella -, como sigas así, voy a tener que levantarme y arrancarte esos pantalones que entregué al grupo. Por cierto, te hacen un culo...
  • No te va a hacer falta – dijo María

María se levantó de la silla y mirándola fijamente se desabrochó el botón del pantalón y dejó que cayeran a sus pies. Lucía no pudo por menos que admirar las piernas morenas y fuertes de su amiga. María, sonriendo, puso las manos en las caderas y deslizó el tanga negro transparente completamente mojado que llevaba. Acto seguido, se sentó en la mesa y girándose colocó sus piernas una a cada lado de los hombros de Lucía mientras la invitaba con la mirada. Ésta no pudo resistir más tiempo y se lanzó al sexo de María, lamiendo los labios exteriores, mientras jadeaba extasiada al encontrar aquella fuente. María apoyó los brazos en la mesa para curvar aún más cuerpo, permitiendo que la blusa se retirara y comenzara a caer hasta sus codos.

Lucía mordía salvajemente ese cuerpo mientras notaba como su boca se humedecía al contacto de la carne de su compañera.

  • No pares – jadeaba María -, no pares.
  • ¿Te gusta que te muerda, verdad? ¿te gusta así? – preguntaba Lucía.

María cogió el móvil de Lucía y encendió la cámara mientras la llamaba por su nombre. Ésta levantó sus ojos para ver el flash sobre su cara. María envió la foto al grupo de mensajería instantánea que tenían todas las sumisas y el amo para comunicarse. Cuando dejó el teléfono se incorporó para llegar a la espalda de su amiga y soltar el cierre del sujetador mientras sus jadeos se intensificaban aún más. Cómo me conoce, pensaba, cómo sabe dónde tocar y dónde no para mantenerme así…

  • No puedo correrme – acertó a decir -, aún no, para. El plan es mantenernos calientes, pero no podemos acabar aún.

Lucía mordió por última vez aquellos labios y sacó su cabeza mientras su cuerpo era una convulsión continua por la excitación.

  • ¿Y cuál es el plan? – preguntó
  • Esperar sus noticias. Perdóname, pero no podemos seguir
  • Al menos, ¿puedo quitarme la ropa y refrescarme en la pila? Estoy empapada en sudor.

María asintió y suspiró con pena mientras terminaba de quitarse la blusa y se quedaba completamente desnuda. Lucía la imitó y dejó caer su sujetador encima de la mesa y se sacó el vestido por los hombros quedándose como su amiga. Dejando su vestido sobre una silla para no marcarlo más de sudor, se levantó y fue a lavarse la cara y a quitarse el maquillaje para aliviar aquella excitación que recorría su cuerpo. Ansiaba sexo, necesitaba sexo, pero sabía que no podía. Notó los pechos de su amiga en su espalda mientras el agua caía por su rostro y oyó una voz que le decía: “me vuelves loca”.

Lucas conducía por la carretera observando el paisaje. Iba bien acompañado: 2 madres y 2 hijas. Clara iba delante con él. Llevaba una camiseta blanca moderna de su hija de ésas que dejan ver la ropa interior por los laterales y unos shorts vaqueros de Elena que dejaban ver la parte final de sus nalgas. En el asiento de atrás Ana iba en el asiento central con un vestido abotonado vaquero, por encima de la rodilla, completamente abierto dejando ver su incipiente tripa de embarazada y los pezones ya oscurecidos por su estado. Sus manos iban atadas, por unas cuerdas que pasaban discretamente por detrás de la espalda de Elena y de Carmen, al asidero encima de las ventanillas. Su hija con un top blanco y una falda negra estaba a su lado derecho. Llevaba las piernas abiertas, montando la izquierda sobre la pierna de su madre. Al otro lado Carmen, que se había vuelto a cortar el pelo hasta llevarlo como un chico, vestía un vestido ibicenco escotado en V con la espalda al aire  rematado por un tanga transparente. En el asiento delantero, Lucas llevaba junto al teléfono móvil cuatro pequeños mandos a distancia que manejaban los diferentes consoladores que cada una de ellas llevaban insertados. Los jadeos de las cuatro se mezclaban con la música que sonaba en el equipo de audio del coche.

Fue Carmen la que vio la foto enviada por María y se la pasó a Ana, que tuvo que hacer un esfuerzo para abrir los ojos y comentó:

  • Uff, vaya foto, eso necesitaría yo ahora, que alguien hiciera algo con mis bajos.

Elena que tenía la mano de su madre encima de uno de sus pechos comentó al verla:

  • Qué ganas tengo de desnudarme ahora mismo…, mmm, aprieta, mamá, aprieta sin miedo…, necesitaría ahora mismo un mordisco y buen revolcón. Carmen, cariño, uff, te necesito.

Ana levantó el top y comenzó a pellizcar el pezón de su hija que iba emitiendo gruñidos de placer mientras Carmen a una orden de su madre mordía los de Ana. En el asiento de delante, Lucas comentó:

  • Eso es, hacedme agradable el viaje. ¿Tú, Clara no vas a hacer nada?

Clara, como un autómata se levantó la camiseta y se liberó del cinturón de seguridad. Iban a entrar a la autopista pero eso ya no era un impedimento. Era domingo de madrugada y no circularían muchos coches. Como si fuera la cosa más natural, abrió los botones del vaquero de su amo y metió la cabeza entre sus piernas para engullirse su miembro. Lucas le recordó que no quería correrse, sólo disfrutar de la compañía. Ella lo entendió perfectamente y simplemente alojó en su boca a su amo procurando lamer sólo cuando notaba que ya no llenaba su boca.

Lucas, una vez se hubieron incorporado a la carretera, cogió uno de los mandos que llevaba en la bandeja y lo subió un punto. No sabía de quien era, pero el gemido ahogado fue inconfundible. Elena. La joven acababa de dar un respingo y abrió la boca. Le costaba controlarse, pero cada día llegaba un poco más. El amo decidió probarla, ver cómo respondía. Su madre notó rápidamente como sus pechos, que en principio, habían saltado por el cambio de intensidad, volvían a su ritmo habitual.

Mirando a Clara le dijo: “desnúdate pero no pares de hacer lo que haces”. Clara se desabrochó los shorts vaqueros y se los bajó poniéndose de rodillas en el asiento. Lucas redujo un poco la velocidad para poder darle un poco más de seguridad a lo que hacía la mujer. Su hija ayudó, desde el asiento de atrás, a tirar de su camiseta y sacarla de sus hombros quedando como un collar alrededor del cuello. Lucas sonrió y como premio aumentó otro punto la intensidad de Clara, que jadeó de placer y siguió en su posición.

Clara notó que el amo reducía la velocidad y encendía la luz dentro del coche y tembló por verse expuesta. Afortunadamente supo controlarlo. Lucas adelantó a un camión y se mantuvo unos metros en paralelo para que el hombre viera a la mujer realizar la felación completamente desnuda. Carmen le dijo a su madre: “Clara, cómo se está poniendo el camionero”. Ésta dio un respingo pero la mano del amo en su cabeza impidió cualquier movimiento. Se sentía muy excitada, tanto que podría poner el cristal lleno de sus jugos en un orgasmo, pero supo contenerse, era otra prueba. Un bocinazo del camión al alejarse  el coche de él, supuso el descanso necesario.

Isabel se despertó en su cama, pero sabía que no estaba sola. Apenas podía recordar qué había pasado hace dos días pero desde entonces, sólo había salido de la cama para ir al baño y para preparar algo de comida. A su lado, una mujer de color africana dormía desnuda plácidamente. “Y todo había sido por un descuido”, pensó. Madre mía, un descuido había provocado un reclutamiento. Le parecía increíble.

(“Recuerdos de Isabel. Hace dos días”)

Era viernes por la tarde, la oficina estaba tranquila y en silencio. Había salido como hacía siempre a comprobar que todos los compañeros se hubieran marchado. Isabel, volvió al despacho, se relajó y se quitó los zapatos. A continuación fue al archivador cerrado con llave donde guardaba la lencería que su nueva familia le había regalado y se quitó la blusa quedándose en sujetador. No era un sujetador suyo de los de antes, pero tampoco era la lencería que le gustaba usar desde hace un tiempo. Echó las manos hacia atrás y liberó el cierre dejando que su talla 120 respirara libre de la opresión de la prenda. Sus pechos cayeron libremente y pudo notar como los pezones se erizaban por el aire acondicionado. Cogió del armario el sujetador rojo de media copa transparente y se lo puso ajustando luego sus enormes senos dentro de la prenda. Repitió la misma operación con la falda de tubo negra que usaba en la oficina y su sexo quedó al aire. Ya no lo llevaba con vello como anteriormente. Ahora una fina línea negra recorría desde el inicio de su sexo hasta el fin del nacimiento del vello. Le gustaba que le hubieran mandado llevarlo así. Desde que se había separado por orden del amo, montando una bronca en su casa a causa de Cristina, llevaba una vida mucho más liviana.

Cogió la pequeña toalla que guardaba para ponerla encima de la silla de su despacho y se sentó a trabajar en una oferta que tenía pendiente. Empezó a sentirse inquieta, aquella oferta era mucho dinero y si la ganaban supondría una inyección económica para la empresa que, intuía podría derivar en una gratificación para ella. Como no se concentraba se retiró hacia atrás de la silla y sacó sus pechos por encima del sujetador para relajarse. Decidió quitarse el sujetador y quedarse desnuda a trabajar como hacía cuando estaba en “la sede”, nombre cariñoso que ella le daba a casa de su hermana. Volvió a concentrarse en lo que hacía y esbozó una sonrisa pensando en el viaje de la semana que viene donde volvería a ver a su amo y disfrutaría del contacto carnal con sus amigas y su hija.

Se enfrascó de nuevo en su trabajo y no oyó los golpes en la puerta. Cuando la puerta se abrió, Mercy, la encargada de la limpieza entró y la vio desnuda. Isabel levantó los ojos y se sintió morir. El tiempo pareció detenerse y ni siquiera atinaba a hacer nada. Aquella mujer la estaba viendo completamente desnuda. Al estar su mesa colocada de forma lateral a la puerta, a poco que entrara la vería desde el cuello hasta los pies. Sabía que tenía que hacer algo, pero qué se preguntaba. La nigeriana rompió el hielo:

  • Perdón, no sabía que hubiera alguien. Volveré en otro momento.
  • Sí, sí, gracias – balbuceó Isabel

La puerta se cerró de nuevo e Isabel se sintió derrumbada. Si aquella mujer contaba lo que sabía, su vida profesional estaría acabada. Se levantó sobresaltada y cogió la blusa sin mangas y la falda del perchero donde las había dejado y se vistió todo lo rápido que pudo. Salió del despacho al pasillo y maldijo en voz baja. No estaba allí. Se acercó a la sala de reuniones y abrió la puerta. Tampoco había nadie. Fue al office donde estaba la máquina de café, obteniendo el mismo resultado. Se acercó al baño y entró en ambos baños, sin hallar huella de Mercy. Cuando salió del baño se la encontró de bruces.

  • Mercy, tenemos que hablar de esto – dijo Isabel.
  • Señora, no tengo mucho de qué hablar – respondió ella -. De hecho, debería pedirla perdón yo en vez de usted a mí.
  • ¿Por qué? – preguntó Isabel con voz entrecortada -. Soy yo la que ha montado esta escena. Por favor, no digas nada a nadie.
  • Señora Isabel, no se preocupe, no diré nada.
  • Gracias – agradeció ella -. Si alguna vez necesitas algo, no dudes en pedírmelo, estoy en gratitud contigo.
  • Señora Isabel, de verdad, no es necesario. Si ya le digo que la culpa es mía – respondió Mercy.
  • Ya lo has dicho dos veces, ¿por qué dices eso? – preguntó a continuación Isabel.
  • Pues porque hoy he hecho lo que nunca pensé que haría, dar el paso.
  • No te entiendo, ¿qué paso? – volvió a preguntar Isabel.
  • Señora, por favor, no me despida por lo que le voy a decir – imploró Mercy.
  • ¿Despedirte? No entiendo.
  • Llevó varios días queriendo abrir esa puerta, desde el día que la escuché hablar con aquel hombre, al que le preguntó si su hija estaba bien.

Isabel comenzó a ponerse inquieta. ¿Qué sabía aquella mujer de su vida? Decidió ser prudente y aguardar. Mercy continuó:

  • Un día, señora, descubrí por casualidad al limpiar el archivo que siempre cierra con llave, su consolador y su lencería. Como sabía que siempre lo cerraba pues aprovecho para limpiarlo más rápido porque sé que nunca se abre, pero ese día se abrió y al cerrarlo no pude por menos que mirar lo que había dentro. Sé que no está bien, pero me pudo la curiosidad. Al verlo, la imaginé con ello puesto.

Isabel la miraba con la mirada ausente. No podía creerlo. ¡Cómo podía haber sido tan descuidada!. Aquel maldito jueves que su marido la llamó a la oficina y salió corriendo. El jueves de la ruptura me dejé el cajón abierto. Trataba de imaginar cómo podía acabar aquello.

  • Al día siguiente, cuando todos se fueron, me escondí en el cuarto del material de oficina. Vi que usted abría la puerta para comprobar que no había nadie y que se volvía a meter en su despacho. Me descalcé y fui corriendo hasta la puerta y vi a través del cristal cómo usted se desnudaba y se ponía la ropa que guardaba. Luego vi que se sentaba y hablaba con el ordenador con alguien y como a continuación…

Isabel la interrumpió con la mano, como queriendo decir: “sí, ya, las dos sabemos qué pasó a continuación”. Pero Mercy prosiguió:

  • Cuando usted terminó, ya sabe, señora Isabel, me fui corriendo y cerré la puerta de la oficina con cuidado. Fui a casa y me masturbé pensando en usted. Me había puesto muy caliente y necesitaba sacarlo de encima. Desde entonces, procuro esconderme todas las tardes y verla y cuando usted se marcha, limpio su despacho desnuda imaginándola allí conmigo. Dígame usted, señora, quien debe pedirle perdón a quién.

Isabel estaba perpleja. Aquella mujer se masturbaba pensando en ella. Trató de adivinar cómo lo haría: sobre su mesa, en el suelo. Se sintió sucia al pensar en aquello, pero a la vez excitada. Trataba de mirar a través  de los botones como sería aquella piel negra. Mercy pareció leerle el pensamiento y le dijo:

  • Si le parece bien y para olvidar el asunto, ¿quiere que le limpie el despacho?
  • Sí, sí, claro. Vamos para allá.

Mercy fue a buscar el carro de la limpieza y entró en el despacho. Isabel estaba sentada en su mesa con la mirada aún perdida, como buscando una solución a todo. Mercy, entró y cerró la puerta.

  • Si le parece bien, limpiaré como suelo el despacho cuando usted no está
  • Claro, claro, si quieres puedo salir un rato – propuso Isabel.
  • No será necesario, señora.

Mercy se la quedó mirando y empezó a desabrocharse la bata. Isabel se quedó con la boca abierta al ver aquel cuerpo negro en contrapunto a una lencería blanca. Mercy tenía un cuerpo lleno de curvas. Parecía un clon en negro de su cuerpo. Enormes pechos, grandes caderas, culo prominente y una barriguita que caía por encima de las bragas. Mercy mirándola a los ojos se quitó el sujetador y lo dejó encima de las sillas de cortesía. Isabel pudo ver unos enormes pezones tan negros como el resto de la piel. Al retirarse las bragas vio un monte de Venus cuidado pero con “el césped alto” como le gustaba decir al amo.

  • Siga trabajando señora, procuraré no molestar.

Isabel trataba de concentrarse pero no podía apartar los ojos de aquel culo que se movía de un lado para otro. Procuraba mirar discretamente pero sabía que aquello no tenía sentido. Estaba deseando tirarse encima de esa mujer y acostarse con ella.

En un esfuerzo supremo la llamó:

  • Mercy, voy a la máquina a por un café, necesito para un momento ¿quieres uno?
  • Señora, usted siga trabajando, ya se lo traigo yo. Permítame que la invite.
  • Gracias, pero toma el dinero, quiero invitarte yo – insistió Isabel -, pero de acuerdo tráemelo. Cortado por favor, sin azúcar.
  • Claro señora – dijo Mercy cogiendo las monedas y sonriendo -. Ahora mismo los traigo.

En cuanto Mercy hubo salido, Isabel se levantó y se quitó los zapatos al tiempo que desabrochaba la blusa. Esto no es normal, se repetía, “esto no puede ser normal”. Se desabrochó el botón de la falda y la tiró al suelo. Salió corriendo sin hacer ruido hacia el office donde estaba la cafetera. Cuando llegó allí, la puerta estaba abierta y Mercy de espaldas a ella. Se acercó y la abrazó por detrás, poniendo sus manos sobre aquellos enormes senos mientras apretaba los suyos contra la espalda de la africana.

  • Señora Isabel… - dijo Mercy
  • Isabel, me llamo Isabel, yo no soy señora de nada. Soy una zorra salida a la que has puesto encendida – le dijo al oído mientras la lamía la oreja.

A Mercy se le cayeron las tazas al fregadero e intentó girarse, pero Isabel no la dejó. Empezó a morder el nacimiento del pelo negro en el cuello de la nigeriana mientras sus manos amasaban los pechos. Instintivamente su compañera puso las manos en el cuello y empezó a balbucear palabras en igbo, su lengua materna, palabras inconexas. Isabel la besó en la boca desde atrás, como había aprendido a hacerlo con su amo: lamió los labios, entró dentro de su boca con la lengua buscando acariciar los dientes y succionar la lengua de aquella mujer a la que en ese momento deseaba poseer.

Cuando se separaron ambas jadeaban. Ninguna hablaba, sólo se comían con los ojos, deseando más. Isabel la cogió de la mano y la llevo andando a su despacho donde se metió y cerró con llave. Dejó la llave encima de la mesa y le dijo:

  • Si te quieres ir, coge la llave y vete y esto no habrá pasado nunca.

Mercy por toda respuesta se tiró a los pechos de Isabel y empezó a lamerlos. Desde la cara interior hacia el pezón, alternaba mordiscos y lametones. Mordía con ansía, succionaba con pasión. Isabel la guiaba con sus manos mientras jadeaba de placer. Cuando tuvo en sus dientes el pezón, Mercy tiró hacia atrás e Isabel gimió mitad de placer y mitad de dolor. Al separarse de ella, la mujer blanca empujó contra la pared a su compañera y hundió su cara dentro de su sexo. Allí decidió devolver todos y cada uno de los mordiscos que le había dejado marcados la africana. Ésta a su vez emitía balbuceos que mezclaban insultos y peticiones de mayor placer. Isabel notó que a ese ritmo ambas se correrían y se separó y le dijo estando de rodillas:

  • Túmbate, voy a por ese consolador que viste la otra vez.
  • Sí, gracias, pero déjame metértelo yo primero –imploró Mercy
  • No, lo haremos juntas – sugirió Isabel

Isabel sacó aquel artefacto y se lo colocó a Mercy en la entrada de su sexo. Después le dijo que le diera la mano y tumbándose ambas en el suelo una al lado de la otra jugó a meterlo y sacarlo alternativamente de las dos cuevas de ambas. Las dos ya ni siquiera trataban de mantener el pudor, simplemente gritaban de placer cuando era su turno. Lo introducían, contaban hasta 5 juntas y cambiaban. Las dos tuvieron sendos orgasmos que se encargaron de avisar y ambas se corrieron sobre la tarima flotante del despacho. Isabel le dijo:

  • quiero probar otro agujero, ¿quieres?

La respuesta de Mercy fue girarse completamente y ponerse a cuatro patas. Isabel lo apoyó y poco a poco empezó a hundirlo dentro de Mercy. Ésta acompañaba con sus caderas las acometidas hasta que Isabel pudo meterlo todo. Cuando lo tuvo, Mercy la dijo:

  • ¿Y tú? Déjame ayudarte.

La africana fue hasta la fregona con aquel elemento en su interior y cogió el mango y le dijo: “no te preocupes, la limpio en mi cuerpo cuando acabo de arreglar la oficina” y se lo insertó a Isabel que, acostumbrada a su consolador de crin de caballo, lo aceptó sin apenas inmutarse. Mercy violó literalmente el culo de Isabel, entrando y saliendo con el mango de su ano y escuchando los gemidos e insultos que se profería a si misma Isabel, hasta que esta estalló en un orgasmo que la hizo perder las manos y caer con la cara al suelo.

Cuando se pudo incorporar, la nigeriana la miraba con ojos agradecidos, pero Isabel decidió que aquello debían compartirlo ambas y tras extraer el consolador, insertó el mismo palo de fregona y profirió el mismo castigo a su compañera amasando a su vez sus tetas.

Una vez que ambas se corrieron de nuevo, se tumbaron uno junto a la otra y se rieron mientras se daban la mano.

  • Señora Isabel, ¿y ahora qué? – preguntó Mercy.
  • Uno, no me llames más señora y más después de esto – respondió -. Y dos, no podemos quedarnos aquí. ¿Quieres venirte a mi casa a cenar?

(Fin recuerdos de Isabel)

Clara estaba dolorida. Había pasado más de 20 kilómetros de rodillas y desnuda mostrando su trasero a todos los coches que circulaban por la carretera. Se enteraba de su presencia por los continuos bocinazos  que atronaban cada cierto tiempo. Apenas levantaba la vista para lamer el miembro de su amo y cuando lo hacía la vista de los sexos de Elena y Ana la hacía excitarse aún más. Aquella madre y su hija habían supuesto un cambio radical en su vida: Lucas había ordenado que Ana se fuera a vivir con él, que su marido Paco ahora fuera su pareja dentro de la nueva familia y que su única hija adquiriera un rol más lésbico con su hija Carmen. “Y lo más extraño de todo es que me gusta, no me imagino mi vida de otra manera”, pensaba Clara.

Lucas las había despertado a las tres de la mañana y las había sacado de la cama. Todas ellas iban camino de la ciudad porque el amo había decidido dar un giro radical e iba a realizar unas gestiones. “En domingo unas gestiones, ¿qué gestiones se tendrían que realizar un domingo?”, pensaba ella. Pero realmente, no le importaba mucho, su vida era obedecer y desde que obedecía todo se había simplificado: su ex marido fuera de su vida, apenas salía de casa, vivía desnuda y hacía cosas que la excitaban y para las que se entregaba con cuerpo y alma. No necesito mucho más, pensaba mientras poco a poco se levantaba de aquella postura y se sentaba de nuevo en el asiento.

Carmen le pasó de nuevo la ropa que se había quitado y se volvió a vestir. A continuación y a una orden del amo comenzó a maquillarse en el coche. Lucas le había dicho que la quería arrebatadoramente morbosa y en ello estaba. De hecho, pensaba, “parezco más una furcia que una mujer respetable y arrebatadora, pero, ¿qué importa?”

Cuando llegaron al garaje del edificio donde trabajaban Lucas, Lucía y María, las tres mujeres se miraron sorprendidas: ¿Vamos a la oficina un domingo a las seis de la mañana? Lucas las indicó que soltaran a Ana y se recompusieran porque iban a la oficina. Salieron del coche y el amo aprovechó para inspeccionar sus vestimentas y modificó el de Ana, abrochando solo dos botones del vestido de tal manera que las curvas interiores de los pechos y la casi totalidad de sus muslos fueran visibles. Las otras tres mujeres como se dijo Lucas para sí, no tenían más que ocultar, cualquiera que las viera podrían ver su cuerpo casi al completo.

Al subir en el ascensor las dijo:

  • Vamos a la oficina. Ya conocéis el protocolo. No hay mucho más que decir.

Ellas asintieron con la cabeza y salieron del ascensor detrás de él. Lucas abrió la puerta de la oficina y entraron. Sin que ninguna tuviera que recibir otra indicación, fueron hacia el despacho de Lucas y entraron. A los pocos minutos, las cuatro mujeres, salieron completamente desnudas y gateando. Sus cabezas iban entre los hombros en señal de humillación. Llegaron hasta él y permanecieron quietas. A los pocos segundos, la puerta del office se abrió y María y Lucía salieron en idéntica postura y se unieron a sus compañeras ocupando los huecos que entre ellas dejaban. Lucas aprovechó el momento para colocarlas la cinta americana en grupos de dos. Así, María y Elena formaron el primer grupo, Clara y Lucía el segundo y Ana y Carmen el restante. Lucas las sujetó en tres puntos: a la altura de las caderas, a la altura de los pechos cruzando por el escote para dejarlos libres y por último las muñecas derecha e izquierda de cada grupo. Ana gimió un poco al sentirse sus senos aplastados pero una vez estuvieron comprimidos, se serenó. Después de atarlas las dejó allí de cara a la pared y fue por la oficina preparando la prueba. Dejó unos clips negros de oficina en la mesa y se fue al office donde dejó unos post-it en la máquina del café indicando que debían sacar un café cada una (les dejaba dinero en la mesa), verterlos sobre ambos pechos, pasar por la mesa de María y colocar cada una de ellas un clip sujetando sus labios mayores. Al volver, les dijo:

  • Hoy tenemos una prueba interesante. La pareja que gané la competición me acompañará a realizar una gestión. Las otras dos parejas perdedoras deberán esperar en mi casa hasta nuestro regreso. Deberán quedarse atadas en la cama una sobre la otra el tiempo correspondiente sin moverse. Podrán comer y pasar por el baño antes de irnos, pero luego deberán aguantar así hasta nuestro regreso. No podréis hablar durante el recorrido de la prueba ¿Entendido, chicas?

Todas ellas asintieron. No sabían cuáles sería la prueba, pero el simple hecho de quedarse atrás no entraba dentro de los planes de ninguna de ellas. El amo prosiguió:

  • Cronometraremos el tiempo que tardáis gateando en ir hasta la máquina del café, allí tendréis una nota indicando los dos siguientes pasos. ¿Entendido? Ana y Carmen, pareja 1, María y Elena, pareja 2, Clara y Lucía pareja 3. Hay tres papeles en esta bolsa, cada pareja cogerá uno y ése será su orden de salida en la prueba. ¿Quién empieza?

María hizo una seña a Elena y ambas lentamente fueron avanzando. Tiraba de la mano atada de su compañera y ésta se movía a trompicones, estando a punto de caerse al suelo. Se acercaron hasta la bolsa y metieron ambas la mano atada: el papel contenía el número 2. A una orden del amo se colocaron a su lado. A ambas les dolían las rodillas de caminar por aquella moqueta verde.

A continuación se acercaron Lucía y Clara. El número que sacaron era el 1. Ya sabían quién empezarían. Ambas comenzaron a sudar. No podían hablar, se miraron nerviosas y excitadas. La respiración agitada hacía que la cinta apretara más en el pecho. Ana y Carmen sabían que serían las últimas. Se acercaron y recogieron su número.

Lucía y Clara se pusieron en posición y cuando les dieron la salida comenzaron a gatear. Clara empezó queriendo gatear muy deprisa, pero Lucía la iba reteniendo. Sabía que no era cuestión de velocidad si no de coordinación. Su compañera se dio cuenta y acompasó su gateo al de ella. Poco a poco llegaron a la esquina de entrada al office y entraron. Cuando llegaron hasta la máquina, vieron las notas y se asustaron. Una vez vencido el miedo inicial cogieron las monedas para el primer café y esperaron a gatas a que terminara. Cuando hubo acabado y una vez metieron las siguientes monedas, Lucía lo cogió y cerrando los ojos lo derramó en dos golpes sobre ambos pechos. Un alarido de dolor se escapó de su garganta. Sus compañeras que no sabían lo que estaba sucediendo se asustaron.

Clara cogió el segundo café y lo sostuvo en la mano mientras veía como pequeñas lágrimas asomaban a los ojos de Lucía. Tenía miedo pero sabía que no podía defraudar el sacrificio de su compañera y girándolo lentamente lo dejó caer sobre ambos senos. El grito fue pronunciado y más largo. Ambas dejaron el vaso encima de la mesa y se giraron para salir. El dolor por la calentura de echarse el café por encima unido al movimiento libre de los pechos hacía que tuvieran que hacer esfuerzos por moverse. Salieron y Lucía guió a Clara hacia la mesa de María, donde Lucas había dejado previamente los dos clips negros para la siguiente fase. Clara cogió uno de ellos, respiró y unió los dos labios menores con una mano y con la compartida con Lucía colocó el clip. Una pequeña blasfemia salió de su boca mientras  jadeaba buscando aire. El dolor era muy intenso aunque poco a poco fue calmándose y aislando el dolor de su mente. Lucía viendo aquello trató de no dudar. Sabía que si dudaba, dolería más, así que sujetó con la mano compartida ambos labios y colocó su clip. Una sacudida recorrió su cuerpo de dolor. Trataba de retorcerse para que pasara, pero eso hacía que Clara se retorciera también. Ésta, con un supremo esfuerzo, tiró de su amiga y la hizo colocar las manos en el suelo. Ambas, jadeando y con un dolor terrible en el sexo, avanzaron casi arrastrándose hasta llegar a los pies del amo, donde él, les aplicó agua fresca y unas toallitas refrescantes en los pechos y les retiró los clips tras apuntar en un papel el tiempo.

El siguiente turno correspondía a María y a Elena. Elena temblaba al ver las caras de dolor que tenían sus compañeras. María la tranquilizó con la mirada. Sus ojos traslucían una expresión de “¿y qué?, tenemos que hacerlo, no hay más vuelta atrás, lo hemos elegido nosotras”. Ambas salieron compenetradas. La juventud de Elena se combinaba con la experiencia de María. Giraron rápidamente y llegaron a la máquina del café donde, como sus compañeras leyeron la nota y se miraron aterradas. Cogieron las monedas y sacaron los dos cafés uno detrás de otro. María cogió uno de ellos y sin dudarlo un segundo se lo echó a Elena en dos golpes por el pecho al tiempo que la sujetaba la mano compartida para darle ánimo. Un grito ahogado por el puño salió de la joven. María la invitó con la mirada a que hiciera lo mismo. Parecía decirlo: “no dudes, o me harás más daño”. Elena lo entendió a la primera y cogiendo el café lo vertió de golpe de izquierda a derecha para que regara ambos senos. María no pudo remitir el grito pero sus ojos agradecían que lo hubieran hecho así. Ambas salieron gateando juntas, jadeando por el esfuerzo. Curiosamente, Elena sonreía. Le molestaba a rabiar el pecho pero con su sonrisa trataba de decirle a su veterana compañera que no pasaba nada, que debían seguir. Llegaron a la zona de los clips y no lo dudaron, la estrategia debería ser la misma. Elena cogió con su mano libre el clip y con la compartida, juntó aquellos labios gruesos y, cerró el clip, mientras María estallaba en lágrimas, pero sin soltar ni un solo gemido. Pensó que había apretado demasiado y pensó en soltarlo, pero la mano de su compañera lo impidió. Sus labios deletrearon un “estoy bien, ¿lista?” mezclado con las lágrimas que corrían por las mejillas. Elena asintió y se mordió el brazo libre mientras notaba como su sexo se estiraba y como una descarga de dolor subía hasta su cerebro. Mordió instintivamente su brazo tratando de que el dolor se aliviara. De repente notó cómo María tiraba de ella con una mirada de comprensión. Parecía decirle, “no podemos parar, aguanta”. Elena, tirando de orgullo volvió a gatear y ambas cruzaron la meta recibiendo la mirada de respeto de sus compañeras. El amo anotó el tiempo y se giró para dar la salida a la tercera pareja: Ana y Carmen.

Ambas temblaban de miedo. Las dos no tenían un gran umbral de dolor y no estaban seguras de si lo soportarían o no. Salieron gateando muy rápido. Sabían que debían ganar todo el tiempo en el movimiento para perderlo en las dos zonas de dolor. A Ana los riñones le dolían por su estado de gestación, pero no decía nada, apretaba los dientes y seguía imprimiendo el ritmo. Carmen sufría al mover sus grandes senos. Ambas sudaban ya por el esfuerzo y por la excitación. Llegaron al office y cuando leyeron las notas, ambas se derrumbaron. Se miraron como diciendo: “no vamos a poder, ¿qué hacemos?”. Carmen, tomó las monedas y  sacaron los cafés. Se volvieron a mirar. Ana, con una mueca de dolor por lo que intuía iba a ocurrir, indicó, con la mano compartida, a Carmen que contaría hasta tres y que en ese momento deberían tirarse los cafés encima. Su compañera asintió y cuando vio el tercer dedo de Ana levantarse tiró de un golpe el café de lado a lado de su pecho acompañándolo de un grito que se mezcló con el de su compañera.

Los pechos les abrasaban, por más que trataban de aliviarse tratando de abanicarse con las manos libres, no podían. Cuando recuperaron el control de sus sensaciones, se lanzaron como locas a gatear. Ana gruñía a cada paso pero no aflojaba. Dejaba el peso de la cadencia a Carmen pero no se retrasaba, si no que ayudaba en cada desplazamiento. Así llegaron a la parte de los clips. Las dos mujeres se miraron asustadas. Les temblaban las manos. Ana volvió de nuevo a indicar con los dedos hasta tres y se señaló a ella. Carmen negó con la cabeza y dijo que ella primera. Ana asintió y cogió con la mano libre los labios de su compañera y empezó a contar con la compartida. Al tercer dedo, Carmen ni se lo pensó y ató su piel con el clip. Casi se cae de bruces del dolor, pero Ana lo frenó tirando de la mano compartida y así evitar vencerse ella también. Consiguió incorporarla. Carmen se rehízo y colocó los labios de Ana entre sus dedos. Ésta se mordió el labio y sin esperar a la cuenta, se pinzó. Un aullido de dolor recorrió la estancia, al mismo tiempo que se lanzaba a gatear como una posesa. Necesitaba llegar al final, necesitaba quitarse ese dolor de encima. Carmen, con los restos de lágrimas por sus mejillas y arrastrada de inicio, lo entendió y apretó el paso del gateo. Cuando llegaron y les hubieron quitado el clip, no esperaron ni a las toallitas y se dejaron caer boca abajo en el suelo.

Lucas intervino:

  • Estoy muy contento de vuestra entrega. Ha sido increíble y os habéis superado todas. Pero es una competición y debe haber una ganadora. No voy a decir los tiempos de cada una, pero por quince segundos. María, Elena, os venís de compras conmigo. Las demás, os quedaréis en mi cama atadas.

Un par de horas más tardes, Lucas terminaba de atar a Ana encima de Carmen. Se habían duchado y dado crema hidratante en el pecho. Las cuatro mujeres habían desayunado copiosamente y ahora estaban colocadas en dos bloques, una a cada lado de la cama. Lucas había pasado las cuerdas por debajo de la cama con la ayuda de Elena de tal manera que cada una de las mujeres estaba atada por las piernas y por las manos al cabecero y al pie de la cama. Las cuatro mujeres sonreían deseando buena suerte a sus dos compañeras que iban a un sitio desconocido. Una vez se despidieron de ellas, Lucas las dijo que se prepararan porque esperaba mucho de ellas.

María llevaba un top negro escotado con la espalda al aire y una falda corta por encima de la rodilla. Elena llevaba la camiseta que llevaba por la mañana Clara y un vaquero cortado por encima del trasero que dejaba ver la parte final del mismo. Ambas subieron al coche sin decir nada. Lucas les dijo:

  • Os llevo como compañía a realizar una gestión. Espero todo de vosotras.
  • ¿Puedo preguntar qué vas a comprar? – dijo Elena desde el asiento de atrás.
  • Una esclava – respondió él sin inmutarse -. Vamos a comprar una esclava.

(Isabel)

Isabel se despertó en la cama a primera hora de la mañana con los primeros rayos de sol. Le dolía todo el cuerpo. Se había pasado la noche “batallando” con Mercy y teniendo sexo a todas horas y en todas las posiciones conocidas. Se giró buscando aquel cuerpo de ébano y encontró a aquella mujer mirándola. Se acercó a ella y se besaron.

  • Buenos días Mercy
  • Buenos días – respondió ella mientras ponía la mano en el trasero de Isabel y lo atraía para sí -.
  • ¿Llevas mucho despierta? – preguntó Isabel
  • Lo suficiente para tener ganas de subirme ahí encima, pero entiendo que tendrás cosas que hacer y que debo irme.

Isabel se acercó más a ella hasta que pudo sentir la respiración de aquella mujer en su piel.

  • No tengo nada más que hacer hasta el lunes que preparar una maleta para el viaje. ¿Quieres irte? Yo no quiero que te vayas.
  • ¿No quieres que me vaya? ¿De verdad? – preguntó Mercy.
  • No quiero que te vayas – a continuación de decir esas palabras abrió las piernas de Mercy con su mano y dejó que sus dedos palparan aquella zona del cuerpo de la africana que amenazaba con estallar de nuevo -. ¿Te espera alguien?
  • Sabes que no, sabes como es mi vida – respondió Mercy -. Sola.
  • Sola porque quieres – continuó ella -. Mi cama, en lo que a mí respecta es tuya. Esta casa es muy grande para una mujer sola. Pensaba venderla y mudarme a un apartamento más pequeño, pero si no estuviera sola…
  • ¿Me estás pidiendo que me quede a vivir? No será una broma, ¿verdad? – preguntó Mercy con los ojos cerrados al notar como los dedos expertos de Isabel acababan de encontrar su clítoris y lo masajeaban lenta y parsimoniosamente.
  • No es una broma, Mercy. Si te quedas conmigo, descubrirás a la verdadera Isabel y te aseguro que dinero y  comodidades no te van a faltar. – sugirió Isabel al tiempo que empezaba a mordisquearse el labio inferior para provocarla.
  • Sí, sí, si quieres que venga, vendré. Me encargaré de la casa, la tendré limpia y ordenada, y te daré el mejor sexo que pueda darte esta africana.
  • Pues dámelo ahora – dijo Isabel mientras se subía encima de Mercy la mordía los labios.

Isabel se subió encima de ella y tras besarla la boca y morderla el cuello cogió y abrió la mesilla sacando un arnés acabado en un falo blanco. Se puso a horcajadas sobre ella y se lo ajustó. Sin dudarlo, se colocó en posición y se lo insertó a Mercy. Las enormes tetas de la africana brincaron al acomodar en su interior semejante trozo de látex. Isabel, excitada de nuevo, penetraba salvajemente a Mercy que jadeaba mientras amasaba los pechos de su amiga. Gemían incontroladamente, se daban la mano cuando Isabel se tumbaba encima de ella. Mercy le pidió que le pegara.

  • Pégame en la cara, pégame, hazme daño, necesito que me hagas daño. Quiero sentirme humillada, inferior, quiero ser un objeto, un cuerpo para darte placer.

Isabel sonrió para sí. Era otra sumisa y lo acababa de descubrir. Ni en sus mejores sueños podría imaginar que podría ofrecer, quizá, una sumisa a su amo. La agarró de las tetas para fijarla estirando sus pezones hasta que los tensó. Pero Mercy le decía que tirara más. Isabel pensaba que iba a arrancarlos de cuajo. La espalda de la africana se curvaba tratando de seguir a la piel que se elevaba. Isabel volvió a tirar y los gritos de dolor y placer se mezclaban. Cuando la soltó, Mercy la miraba con una mueca de placer e Isabel, como poseída por otro ser, la abofeteo. El golpe sonó seco y a los pocos segundos se notaba la marca de los dedos. Mercy, levantó los brazos y se agarró al cabecero en señal de entrega absoluta. Isabel seguía barrenando su interior mientras trataba de mantener controlada su excitación. Se paró dentro de ella y con la mano izquierda empezó a tirar del pezón sin piedad. Notaba como su compañera estaba a punto de correrse y quería mezclar su dolor y el orgasmo de ambas. Mercy volvió a arquear la espalda y justo cuando levantaba la cabeza, Isabel la abofeteo con la otra manera, haciendo que se cayera de golpe contra el colchón. En ese mismo momento, ambas mujeres, exclamaron un “Sí” y se corrieron, cayendo Isabel de golpe contra el pecho de la nigeriana. “Tendrás lo que deseas y más, yo lo haré posible”, pensó la española mientras besaba tiernamente la boca de Mercy.