Lucía (22)

Prosiguen las aventuras de nuestras chicas. Hoy primera parte de un día clave para Lucía

01:30 am

Isabel estaba tumbada en el sofá de aquella oficina. Su tanga andaba por el suelo, junto con su blusa. La falda estaba apoyada en el respaldo de una silla. Llevaba oda la noche en la gasolinera como Miguel. Así se llamaba aquel chico que desde hacía un mes frecuentaba cuando venía, cada vez más asiduamente, a ver a su hija. Su vida, desde que Cristina estaba con su hermana y las demás chicas, se reducía a trabajar todo lo que podía y a estar en casa el menor tiempo posible. La relación con su marido, desde que echo a la hija de casa, era inexistente: no se divorciaban porque el amo no se lo había pedido, pero para él su marido era ya un extraño. No compartían cama, ella dormía en la habitación de Cristina, y apenas mantenían las apariencias con sus amistades. Él había intentado reconducir la situación pero ella no había accedido: tenía órdenes que ella camuflaba con el rechazo por lo hecho a la niña.

Se quedaba horas y horas en la oficina trabajando: de hecho, había conocido a la mujer de la limpieza: una nigeriana llamada Mercy con la que había trabado cierta amistad. Mercy era una mujer no muy alta, de constitución fuerte y musculatura dura, con un trasero grande y respingón y unos pechos generosos. Era una mujer  acostumbrada al trabajo duro. Muchas veces se había tomado un café con ella en el office de aquella oficina y le había constado su historia: inmigrante ilegal, había venido en una patera y, aunque ya había conseguido los papeles, había pasado por muchas calamidades. Ahora, a sus 35 años, al menos tenía un trabajo y una habitación en una pensión, decía. Muchas veces, Mercy terminaba su turno e Isabel se quedaba en la oficina: eran los momentos en los que bajaba las persianas y cerraba con llave el piso que era aquella oficina. Una vez tranquila y en silencio, comenzaba su ritual: se desnudaba y dejaba la ropa en su oficina. Sacaba del cajón las pinzas rematadas con dos pesos en forma de bolas y se los colocaba. Del armario donde escondía su lencería favorita cogía el dildo acabado en crin de caballo y se lo insertaba en el ano. Para calmar la excitación inicial recorría a cuatro patas toda la oficina, pasando por debajo de las mesas y obligándose a que los pesos rozaran el suelo. Era como le habían enseñado a caminar. Repetía el ejercicio durante quince minutos y luego volvía de nuevo a su mesa, donde sin sentarse, trabajaba dos horas más. Cuando terminaba, se vestía y se iba a casa como si nada de aquello hubiera pasado.

Isabel se levantó del sofá procurando no hacer ruido. Junto a él Miguel dormitaba. La orden de Lucas había sido tajante: según te bajes del avión, alquilas un coche y te vas a seguir pervirtiéndole. Ella, al principio, se había sentido mal por hacer aquello con un chiquillo de apenas veinte años, pero cuando él decía algo, se obedecía sin discutir. Ahora se había encaprichado un poco de aquel joven que se desvivía por ella y le hacía regalos: ella siempre le había dicho que no hacía falta, pero que si quería regalarle algo, que fuera a los sex-shops a comprar lencería. Tenía un enorme surtido de tangas, sujetadores, picardías que Isabel guardaba en casa de su hermana para uso y disfrute de sus amigas. Si bien, ella siempre se reservaba lo más novedoso para que él la viera con ello puesto.

(Recuerdos de Isabel)

Había llegado en el vuelo de media tarde. Se le había hecho extraño no ver a nadie a recogerla esta vez. Como siempre en el avión, el pasajero de al lado se había entretenido en mirarle el escote. Ella como cada vez le había dejado hacer y como siempre se decía, si hubiera ido de frente, le habría abierto algún botón más de la blusa. Había alquilado un coche pequeño y nada más salir del aeropuerto, se había desabrochado la blusa casi hasta la totalidad dejando ver el sujetador de copa baja rojo que había sido el último regalo recibido.

Salió a la autopista y pudo notar el sol a través del cristal. Condujo a velocidad normal con lo que muchos conductores que la adelantaban apenas se dieron cuenta del hecho de que iba enseñando su cuerpo. Cuando se sintió más cómoda se subió la falda blanca ibicenca que llevaba hasta dejar la totalidad de sus muslos al aire. El tanga a juego que se había puesto en los baños del aeropuerto contravenía las reglas de su amo, pero estaba autorizada con el fin de que aquel chico siguiera cayendo en sus redes.

Salió a la carretera secundaria y miró el reloj del coche: le faltaban quince minutos para llegar. En ese momento sonó el teléfono móvil. Era él. Paró a un lado de la carretera y descolgó:

- Hola, guapo – saludó

- Hola, ¿dónde estás? ¿te queda mucho? – sonó la voz al otro lado del teléfono.

- Un poquito – respondió ella con voz melosa-, aunque no sé si me preguntas por la distancia o por la ropa que me queda por quitarme.

- ¿Qué llevas? – preguntó él excitado.

- Ya lo verás – respondió ella -, pero tranquilo, creo que te gustará. Es rojo.

- ¡ Lo llevas! – gritó él -, estoy deseando verte.

- Lo sé – dijo ella - ¿ya estás solo?

- Aún no, mi padre se va en cinco minutos y ya me quedo yo en el turno de noche – respondió.

- Bueno, llegaré en unos veinte minutos. Espérame como a mí me gusta: ardiente. Hasta ahora – se despidió de él con un beso y colgó. Soy una guarra, está claro, pero por el amo...

Arrancó de nuevo y tras pasar el último pueblo antes de la gasolinera terminó de abrirse la blusa. Era una carretera estrecha pero lo suficiente para permitirse soltar un segundo las manos del volante. Al llegar a la altura de la gasolinera vio que un coche intentaba salir de ella y se dijo que seguiría hasta el siguiente cruce y daría la vuelta: era el padre de MIguel. Se incorporó detrás de su coche. Al llegar al cruce giró hacia la carretera comarcal y le dejó pasar. Una vez lo perdió de vista, cambió de sentido y se detuvo antes de incorporarse. Miró a ambos lados y lo único que vio fueron las sombras de los últimos rayos de sol. Con total tranquilidad, se desabrochó el cinturón de seguridad y se quitó la blusa. Salió del coche y bajó la cremallera de la falda ibicenca que sujetó antes de que se cayera al suelo. Guardó ambas prendas en el asiento del copiloto y antes de arrancar se miró en los cristales del coche. No podía llevar menos tela en su cuerpo: el sujetador al ser de copa baja apenas escondía sus enormes pezones.. Además al ser transparente dejaba poco a la imaginación. El tanga apenas escondía el vello de su sexo, y eso que se lo había arreglado hasta dejarlo en una mínima línea por encima del clítoris. Su cuerpo al no ser perfecto proyectaba un poquito de tripa por encima del elástico. Por detrás, la tira de la prenda apenas era visible entre sus dos nalgas. Estaba hecha una auténtica furcia, pero esa lo que más le gustaba de todo: que era capaz de mostrarse a cualquiera y de cualquier manera. Arrancó. Al llegar a la gasolinera vio que todo estaba tranquilo y que Miguel había abierto la puerta trasera. Aparcó junto a su moto y bajó del coche. Estaba sudando por la excitación y el aire de la tarde ayudó a refrescar su cuerpo. Subió los tres peldaños y entró en la tienda.

Miguel salió de la oficina. Estaba desnudo y ella no pudo por menos que mirarle con cariño. Tenía un buen cuerpo y ella le había enseñado casi todo lo que se podía hacer en la cama. Era atento y bueno. Se giró para que le viera entera y luego le dijo:

- ¿Me lo dejo un rato o me lo quito ya?. Por cierto, ¿me dejarás trabajar hoy o tengo que seguir escondiéndome si viene alguien?

- ¿Vas a ponerte en el mostrador así? – preguntó él a modo de respuesta.

- Voy a ponerme como quieras tú, desnuda, vestida y de todo – añadió ella mientras se acercaba y se frotaba contra su cuerpo -. Ahora, hazme el amor todo lo salvajemente que quieras y luego ya veremos.

Miguel la cogió en brazos y ella se enroscó a su cintura. Los botes y bolsas caían por el suelo a causa de los golpes que les pegaban mientras caminaban. Al mismo tiempo él la besaba y le sacaba los pechos por encima del sujetador. Se los había mordido mientras la aplastaba contra los cristales de la tienda. Al principio, había temido que se rompieran y se le clavaran en la espalda, pero luego ella los había utilizado como soporte para volver a engancharse con sus piernas en la cadera de él. En un momento determinado, ella le sugirió la mesa del despacho, “así cuando veas a tu padre allí trabajando te acordarás de que allí hemos follado como locos”. Él sonrió y le dijo que de acuerdo. Habían ido dando tumbos y tirando más cosas entre risas, jadeos y besos y al llegar a la mesa, ella se había tumbado tras deslizarse agarrada a su cuello y él la había penetrado entre gemidos de placer Miguel siempre preguntaba y ella le decía que no fuera tonto, que a su edad, hijos no iba a engendrar, y con eso siempre conseguía que él estuviera mucho más enganchado a ella. Así él estuvo penetrándola durante unos minutos mientras ella le guiaba, le hacía que la besara los pechos y se los mordiera. Y cuando él iba a vaciarse, ella le aguantó un poco más para que su orgasmo fuera más intenso. Tras correrse, Isabel se levantó y tras besarle le dijo que fuera al coche a buscar su ropa. Miguel salió corriendo y ella aprovechó para tumbarse en el sofá hasta que llegara el primer cliente de la gasolinera.

02:15 am

Estaban terminando un bocadillo cuando oyeron la sirena de que un coche llegaba a la estación de servicio. Habían hablado de ello e Isabel había conseguido que le dejara ayudar. Para eso, habían acordado que se vestiría normalmente si bien ella le había dicho que si quería que hiciera alguna diablura. Él se había asustado y ella le había prometido ser buena. Salieron juntos de la oficina. Ella llevaba la falda ibicenca sin nada debajo y la blusa abierta con un escote generoso que mostraba el sujetador. El cliente, un hombre de aproximadamente cuarenta años, les saludó y pidió que le abrieran el surtidor. Isabel, a instancias de Miguel habilitó que pudiera repostar mientras él se quedaba con su carné. Cuando se hubo girado, Isabel, tras el mostrador se levantó la falda hasta dejar su sexo al aire y desabrochó un poco más la blusa. Miguel la miraba alucinado, mientras notaba como se iba excitando. Ella se remetió la parte trasera de la falda por el elástico de la misma, de tal manera que mostrara totalmente sus nalgas.

El cliente volvía de nuevo. Había habido un problema con la apertura del surtidor y Miguel trató de bajarle la falda pero ella se lo impidió. Le sonrió y pudo ver como aquel hombre trataba de deslizar sus ojos por aquel escote. Ella se fijo y le preguntó si estaba todo en orden. El hombre, asustado al verse descubierto, balbuceó una disculpa y ella le dijo que no era necesario, que entendía que hubiera querido mirarle los pechos. El hombre replicó que no había sido su intención y ella le volvió a preguntar si había algún problema. Él respondió que no se había abierto bien porque no salía gasolina. Ella se disculpó y le dijo que ahora salía. Miguel, que empezaba a conocerla, se asustó. Esa mirada significaba una sola cosa: iba a hacer una locura.

Isabel salió por la puerta trasera y el frescor de la noche erizó sus pezones de tal manera que casi eran visibles a través de la blusa. Se acercó al cliente y se dirigió con él al coche. Seguía mostrando el trasero como si no se hubiera dado cuenta de que la falda se le había enganchado. Éste, cuando se percató no dejó de mirar en ningún momento las nalgas de la mujer. Miguel desde la ventanilla lo observaba incrédulo pero ya tenía el miembro en su mano.

Llegaron al coche y vio que estaba su mujer en el interior. La saludó y se dispuso a revisar el surtidor. La mujer vio lo mismo que el marido y tampoco dijo nada, simplemente observó a través del espejo retrovisor. Menos mal que no llevan niños, pensó Isabel. Le dio la espalda al cliente con la mayor naturalidad y fue hacia el surtidor mostrándole todo su trasero y su sexo hinchado por la excitación. Cuando descolgó la manguera, Miguel accionó la apertura de gasolina y ella vio que el contador se ponía a cero. Se giró y le dijo:

-          Esto ya está. Ahora puede repostar

-          Muchas gracias – contestó él.

-          De nada, ¿quiere que le reposte yo? – preguntó ella con la manguera en la mano.

-          Si no es mucha molestia – respondió él deseoso de que no se fuera y así poder seguir viéndola.

-          Veo que está interesado en mis pechos – dijo ella de un modo natural -. ¿le gustan?

-          Perdón, no he podido resistirlo – se disculpó él.

-          No le he preguntado eso, le he dicho si le gustan – insistió ella.

-          Desde luego, lo que se ve desde aquí, sí – admitió él.

-          ¿Quiere verlos? – preguntó ella.

-          ¿Perdón? – respondió él.

-          Que si quiere verlos, como le veo tan interesado – dijo Isabel.

-          Hombre – admitió él -, pero no sé qué dirá mi mujer.

-          No debe decir mucho, porque lleva todo el rato mirándome el culo – se rió ella -. Háblelo con ella y luego me dice, porque tengo una oferta para usted. Vaya, vaya.

Isabel se quedó esperando mientras aquel hombre, todo asustado, se dirigía a hablar con su mujer. Ésta pasó de la sorpresa por verse descubierta mirando el culo de otra mujer a la incredulidad por la oferta. Ambos iban un poco acaloradillos, seguramente por la cena. El hombre volvió y le preguntó:

-          ¿Qué oferta?

-          Por diez euros más, le echo gasolina desnuda, por veinte le limpio el cristal. Ustedes deciden.

-          Si le doy cincuenta, ¿puede meterse en el coche con nosotros? – preguntó el.

-          No, lo siento, ya tengo a mi amigo, pero por treinta puede verme besar a su mujer – sentenció ella.

El hombre fue a hablar con su mujer y dijo que aceptaban la oferta de los veinte euros. Isabel, una vez que él le dio el dinero, le pidió que sostuviera la manguera y se quitó la blusa dejando ver su minúsculo sujetador. La dejó sobre el surtidor y se quitó la falda dejando al aire su sexo y su trasero, aunque como les dijo, éste lo habéis visto ya bien, ¿verdad? Por último se quitó el sujetador y se quedó completamente desnuda. La mujer salió del coche y se quedó mirando como Isabel les llenaba el depósito. Era una mujer alta, delgada, con buena figura, con unos pechos bastante pequeños.

Cuando acabó de repostar cogió el cubo y las bayetas y se acercó al cristal. Comenzó a mojarlo con la esponja metiendo bien las manos en el agua y dejando que ésta se deslizara por su pecho, mojando todo lo que había a su alrededor. Espero que Miguel tenga una toalla pensó. Se ponía de puntillas para llegar bien hasta arriba, de tal manera que sus enormes pechos golpeaban el cristal una y otra vez. Su sexo rozaba el frío chasis del coche, mientras sus nalgas subían y bajaban cada vez que se ponía de puntillas.

Una de las veces les miró y vio a la mujer amasarse los pechos y a él restregarse el pantalón con la mano. Les miró y les dijo:

-          Si quieren, pónganse cómodos. No hay problema.

Ellos le dijeron que estaban bien así. Cuando acabó dejó el cubo en el suelo y se acercó a ellos diciéndoles que estaba todo listo. Les acompañó desnuda por toda la gasolinera hasta la ventanilla para que pagaran. Mientras lo hacían se dejaba sobar por los ojos de aquel hombre. Cuando acabaron, se acercó y le lamió la boca.

-          Esperemos verles pronto, buenas noches – les dijo

-          Muchas gracias – tartamudeó él.

Se acercó a la mujer y guiñándole un ojo le dijo:

-          Sé que te gustan las mujeres. Ven otro día tú sola – y le dio un beso en la mejilla.

Cuando se fueron, Isabel fue al surtidor y recogió sus cosas. Miguel salió a su encuentro desnudo y cuando la alcanzó, la abrazó y la cogió en brazos hasta llevarle de nuevo al interior, donde acabaron por el suelo haciendo el amor salvajemente.

07:30 am

Aquella mañana Lucía no podía ni imaginar que si vida iba a terminar de cambiar de una forma tan radical. Eran los primeros días de octubre y el colegio ya había comenzado. Como cada mañana había preparado el desayuno a sus hijos y a su marido y los había despedido en la puerta, ya que era él quien los llevaba al colegio. Una vez vio que el coche doblaba la esquina, fue a su habitación y se quitó el camisón blanco que llevaba. Lo dejo caer sobre la butaca y se quitó la ropa interior frente al espejo. Miró el reloj y calculó que tendría menos de una hora para estar lista.

Se recogió el pelo en una coleta como hacía cada mañana y empezó a hacer su cama. Una mueca de desagrado surcó su cara cuando recordaba que todas las noches dormía con su marido mientras sus compañeras podían disfrutar de las atenciones y la exigencia de su amo. Una vez colocó la colcha, fue corriendo por el pasillo a la habitación de sus hijos donde recogió la ropa sucia del suelo y arregló la habitación. Estaba acelerada y lo sabía. Sabía que el tiempo se le echaba encima y que si no terminaba a tiempo llegaría tarde. Dejó la ropa que llevaba en la puerta del baño y se metió rápidamente en la ducha. Confiaba en que llegaría a tiempo. Hoy era un día especial: volvía a verle después de una semana de vacaciones.

Lucas estaba tumbado en la cama con los ojos cerrados. Acababa de sonar el despertador pero no quería abrirlos. A su lado, dos mujeres, madre e hija dormitaban. Ana y su hija Elena habían pasado la noche con él, mientras que Paco estaba atado en el jardín. Había hecho el amor con las dos, obligándolas a jadear y chillar delante de quien antes había sido su marido y padre. Había podido ver su humillación combinada con la excitación en su mirada. Había sentido como aquel hombre deseaba más y como se depravaba viendo a su antigua familia sometida por Lucas. Paco posteriormente había sido masturbado con Yelena hasta su orgasmo, para acabar siendo penetrado por una Carmen desposeída de todo sentimiento que apenas había escuchado sus lamentos mientras le taladraba el ano.

Elena se removió en la cama. Le costaba despertarse, pero al notar una mano en su cara, abrió los ojos. Su madre estaba junto a ella, de pie, indicándola que se levantara con un dedo en los labios, reclamándole silencio. Ana había cambiado mucho este verano. Su cuerpo, mucho más estilizado que hace dos meses lucía ya unas curvas más sugerente. Dos tatuajes adornaban su cuerpo: el primero de ellos era el nombre de su amo. Estaba en la zona izquierda de su pelvis justo sobre el muslo. El segundo de ellos, en su espalda era su nombre en caracteres árabes junto a otra cadena. Ambos significaban que pertenecía completamente a Lucas por voluntad propia. La mirada de aquella mujer significaba solo una cosa: determinación. Estaba entregada y enamorada de aquel hombre que había hecho que su vida girara sobre un único eje: el placer.

La madre con un gesto indicó a la hija que se levantara. Elena se incorporó y se quedó parada esperando instrucciones. Aún le costaba estar desnuda, y mucho más delante de su madre. Desde ayer que el amo la mandó llamar vivía en una nube extraña. Había pasado mucho tiempo aprendiendo con Clara y Carmen, viviendo tutelada por ellas que se había asustado cuando él la había reclamado. Su vida, hasta la fecha había sido muy metódica: Había conseguido un trabajo en una tienda de ropa juvenil para el verano y se iba por las mañanas a trabajar, luego Carmen iba a buscarla y las dos se volvían juntas. Elena la había presentado como su novia, ya que oficialmente, y siguiendo instrucciones de su amo, para los demás, eran una pareja de lesbianas. Sus amigos se habían extrañado, ya que nunca les había dado la impresión de que lo fuera, pero se habían acabado acostumbrando a que aquella chica que tanto morbo les despertaba nunca podría acabar con ellos en una cama.

Elena, que a indicación del amo llevaba el pelo muy corto y estaba completamente depilada, miró a su madre y salió detrás de ella hacia el baño. Notaba rara a su madre, prácticamente distante, pero se dijo que quizá es que apenas eran ya madre e hija y sí dos compañeras de viaje en una vida diferente a la convencional. Sin dudarlo se metió tras ella en la ducha aunque no esperaba que sucediera lo que ocurrió a continuación.

Ana abrió la boca y mordió salvajemente el labio de su hija. Ésta, sorprendida en primera instancia, trató de apartarse pero se topó con el azulejo de la bañera,

-          Elena, nunca rechaces un beso, cariño – le dijo su madre.

-          No, no, no me lo esperaba – balbuceó ella -. O sea, he visto a Carmen y a Clara besarse en casa y con el amo delante, pero no pensé que tú y yo tuviéramos que hacerlo.

-          Otra vez, ahora tú – insistió ella -, y piensa en mí como una mujer, como un cuerpo al que tienes que darle placer

Elena se tiró al cuello de su madre como hacía cada noche con Clara y con Carmen. Con ellas todo era diferente, la habían ayudado a vencer el tabú de estar con una mujer en una cama, a vivir desnuda cada mañana, a acariciar y ser acariciada sin temores ni miedos. Ana recibió el envite y la dejo tomar la iniciativa hasta que decidió que ahora le tocaba a ella. Giró a su hija y la apretó entre sus brazos.  La obligó a poner los brazos sobre su cuello y comenzó a lamerla mientras el agua caía sobre ellas. Notaba la tibieza del agua caer sobre su cuerpo, la reconfortaba. Había estado hablando de ello la noche anterior con Lucas hasta altas horas de la madrugada. Ella sabía que se lo iba a pedir, y aunque le suplicó que esperara un poco más, él fue inflexible: las quería a las dos en la cama con él.

Ana acarició sus pechos, no tan grandes como los suyos, pero sí más duros y rematados por unos pezones oscuros. Jugó con ellos hasta ponerlos duros, presionando, acariciando y por último estirándolos. Podía ver como su mano trabajaba la zona ya que su hija había dejado caer la cabeza hacia un lado para sentir mayor placer. Descendió lentamente su mano derecha por su estómago mientras su lengua entraba en la oreja de su hija. Ésta, jadeaba sin parar con los ojos cerrados. Su cuerpo sentía cada centímetro de su piel, el contacto con unos dedos que sabían cómo y dónde tenían que acariciar, presionar, estirar. Cuando aquella mano llegó a su sexo, sintió que le flaqueaban las rodillas.

Ana procuraba no pensar en la cámara de video escondida bajo las toallas. Se había levantado antes que ella para preparalo todo. Debía seguir, su mente que, en otros tiempos, se hubiera bloqueado, parecía desconectada de su cuerpo. Y es que había llegado al punto donde sólo se sentía una máquina de dar placer, daba igual a quien. Apretó aún más sus pechos en la espalda de su hija justo en el momento en que introducía dos dedos en el interior de Elena.

Elena se tensó al notar como era penetrada. Sintió que se caía al suelo. Comenzó a jadear salvajemente, su cuerpo se descontrolada en un intento de sentir, de no perder esa sensación. Cuando su madre hacía el gesto de sacar los dedos, ella empujaba su pelvis hacia delante para impedirlo: no quería que saliera. Apretaba el cuello de su madre en un intento de acercarla. Levantó la pierna y la apoyó en un saliente de la bañera para que aquellos dedos tuvieran mejor acceso a su interior. Giró la cabeza y sacó la lengua en un intento de encontrar la boca de su madre.

-          Mamá, para, no puedo controlarme – gemía.

-          Sí, si puedes – imponía su madre -, debes aguantar hasta que él llegue

-          No puedo, de verdad que no. Quiero correrme, lo necesito – imploraba.

-          Si lo haces, primero te castigará él, pero luego lo haré ello. ¿Es eso todo lo que has aprendido en este tiempo? ¿A pensar en ti? – la preguntó mientras mordía con fuerza su lóbulo.

Elena pataleaba con la pierna que tenía en el agua de la bañera buscando no correrse. No puedo más, pensaba, no puedo más, por favor, que venga ya. En ese momento, oyó la mampara abrirse y sintió que una mano aprisionaba su pecho derecho con fuerza, amasando y estirando esa zona de su cuerpo. Abrió los ojos y sonrió.

Lucas la miraba con deseo. La mano de Ana salió de su cuerpo y ella no pudo dejar escapar un gemido de desesperación. Lucas besó a la madre con furia mientras cogía en brazos a la hija. La sacó de la bañera, y con un gesto ordenó a la mayor de ellas que terminara de ducharse y luego fuera a la habitación. La llevó a la cama y colocándola boca abajo la penetró de forma salvaje. Ella es retorció de placer y comenzó a jadear. Él la iba controlando, quería que se corriera cuando él deseara. Cuando ella iba a hacerlo, él la azotaba el trasero mojado con una pequeña paleta. Las nalgas se iban poniendo rojas a medida que él la golpeaba. Elena suspiraba, hacía tanto que lo deseaba. Había visto a su madre hacerlo delante de ella y de su padre que acababa envidiándola. Nunca había sentido la necesidad de ser tan salvaje, pero desde que llevaba al servicio de su amo, su vida había cambiado: ya sólo tenía sentido una cosa, ser la mejor de todas, y para ello se esmeraba todos los días.

Cuando oyó pasos a su espalda supo que Ana ya estaba con ellos en la habitación chorreando agua y comenzó a acelerar. La madre miraba a la hija con envidia aunque aún quedaba un poso de culpa por consentir esto. Él notó que su orgasmo estaba cerca y la hizo arrodillarse delante de ella. Elena no estaba preparada para lo que vino después. Dos fuertes descargas de semen sacudieron el miembro del amo y acabaron en los ojos y en la nariz de la chica. Trató de quitarse de en medio pero su madre que conocía la sensación, lo había previsto y se había colocado a su espalda, sujetándole la cabeza. Cuando acabó de correrse, Lucas acarició su barbilla y la dijo:

-          Buen trabajo, eres como tu madre.

-          Gracias, mi amo – respondió ella.

-          Ahora deja que eso se seque y disfruta. Ven a la cocina cuando veas que está seco.

Se giró y cogiendo a Ana de la cintura fue hacia el baño para ducharse.

08:45 am

Lucía estaba como siempre en las escaleras de acceso a su casa desde el garaje. Ya ni siquiera dejaba la puerta abierta, le había dado llaves de todo y para ella era mucho más cómodo. El café humeaba en la taza que sostenía en las manos. Notaba el frescor del recinto a oscuras y sonrió al recordar el día en que él había llegado a su casa por primera vez siendo su amo. El ruido de la puerta al abrirse le hizo volver a la realidad: llegaba su hombre.

Se levantó al oír como el motor se paraba y comenzó a bajar despacio. Las sandalias de tacón alto que él le había pedido que llevara eran un riesgo para aquellos escalones tan altos y estrechos. Cuando llegó abajo, él estaba apoyado en el coche, pero no estaba solo. María había venido con él. Sonrió al ver a su primera compañera como se iba desnudando y dejando la ropa en el asiento del copiloto. Dejó la taza de café en el suelo y se acercó a su amo. Le abrazó como quien abraza algo que ha encontrado después de mucho tiempo alejado de él. Él le permitió que lo hiciera y después la besó en los labios, lentamente, notando en contacto de su lengua con la de la mujer. Cuando se separó le dijo:

-          Buenos días, ha sido una semana demasiado larga.

-          Sí, Lucas, demasiado. Os he echado de menos.

Después se acercó a María y sin dudarlo la besó. Se besaron con pasión, como dos viejas amigas que después de mucho tiempo juntas, hubieran pasado una eternidad separadas Cuando se soltaron, él le preguntó si estaba lista y ella respondió que sí, que sólo tenía que vestirse y podrían salir. Lucas con un gesto indicó a María que fuera arriba y cogiese la ropa, que llegaban tarde a la oficina.

María subió por las escaleras como si caminara por su casa. Había estado muchas veces allí: unas vestidas y otras desnuda. Había hecho el amor con Lucía en muchas estancias y había pasado alguna noche durmiendo con ella y con Lucas. Sus pechos se endurecieron cuando llegaron al final de la escalera. Abrió la puerta y recorrió con la mirada la cocina. Se le agolparon recuerdos de cafés desnudas en el suelo, de aquella vez que prepararon la cena y acabaron revolcándose en la mesa. Sonrió y cogió el segundo tramo de escaleras hacia el dormitorio. Cuando llegó al dormitorio, entró y se sentó en la cama. La ropa estaba al otro lado. Un elegante pantalón gris y un jersey sin mangas negro. Le encantaba como vestía: era elegante y morbosa. No había rastro de sujetador y sí de un tanga de hilo negro, si es que aquello se podía llamar tanga: era una pieza ínfima de tela. A los pies de la cama, unos elegantes zapatos negros de tacón medio y un bolso. Recogió con mucho cuidado la ropa y volvió a bajar. Cuando llegó al garaje, Lucía estaba en cuclillas en la puerta del conductor, lamiendo con esmero el miembro del amo.

María apoyó la mano en el hombro y le dijo:

-          Vete vistiéndote, yo te sustituyo.

Y dicho esto comenzó a lamer a su amo como le encantaba hacer: muy despacio, de arriba abajo. Notaba su sexo húmedo pero sabía que no debía acariciarse. Mientras tanto, Lucía se recostó en el coche y comenzó a vestirse. Cuando hubo acabado, se recogió con una pinza el pelo y se sentó en el asiento de atrás. Lucas la miró asintiendo con la cabeza y tras hundir en la garganta de María su miembro la ordenó salir y que se vistiera. Una vez lo hubo hecho salieron del garaje.