Lucía (17)

Lucía y Ana se preparan para un día importante

Como cada mañana, Lucas se despertó temprano. Estaba en su casa pero como desde hace un tiempo no estaba solo. A su lado, una mujer dormitaba. Ana llevaba ya unos días viviendo con él, desde aquel día en que junto a su familia decidió embarcarse en aquella aventura. Sabía con certeza que ella se arrepentía por momentos, pero dada su actual situación sólo podía mirar hacia delante. Al no poder pagar su casa, habían tenido que abandonarla. Su ropa estaba en casa de María en unas cajas y apenas le había concedido un par de vestidos y unas sandalias. Lucas, que pensaba que la humillación era el mejor camino para que se diera cuenta lo que era, tenía un plan para ella.

Apenas tocó su cara con la mano, ella se despertó sobresaltada. Él pensó para si que no se había acostumbrado a convivir con él: en muchas ocasiones trataba de cubrirse con las manos o de esconderse cuando él se acercaba. Pero de igual modo la veía crecer como sumisa y cada vez era más valiente a la hora de afrontar sus obligaciones. Lucas recordaba el primer día que ella pasó en su casa: miraba al suelo llorando, preguntaba a todas horas por su hija y su marido, apenas prestaba atención a las lecciones que le daba para aprender a comportarse. Ahora poco a poco iba aprendiendo. De hecho ahora podía vérsela en casa desnuda con mayor naturalidad viendo la televisión, cocinando o planchando.

Lucas la acarició un poco más y ella poco a poco fue entregándose a las caricias. Llevaba el collar de cuero con herrajes para poder colocar la cadena. Aún no la dejaba dormir desatada. Poco a poco, se dijo. Liberó la cadena de la pata de la cama y la permitió levantarse. Aún era madrugada, pero Lucas tenía planes para ella.

Ana se incorporó despacio y se estiró una vez de pie. Sabía que sus obligaciones comenzaban por ducharse y secarse sin toalla. Sin abrir siquiera la boca fue hacia el baño buscando la hora en el reloj de la mesilla de noche: las cuatro. ¿Cómo era posible?. Con la mirada atónita continuó caminando hacia el baño mientras escuchaba el sonido de la cadena al deslizarse sobre la tarima flotante del pasillo.

Lucas le dio un par de minutos de ventaja y luego fue a ver cómo se duchaba. La visión a través de la mampara transparente era impactante. Podía ver como el agua resbalaba por su cabeza, serpenteando por las curvas de su cuerpo, saltando desde el pecho hacia sus piernas, cómo pequeñas gotas resbalaban desde el cuello hacia su espalda. Podía ver su trasero moviéndose rítmicamente mientras ella se frotaba el pelo con champú con los ojos cerrados. Cuando acabó de enjabonarse, el amo entró dentro de la bañera y se dejó bañar por aquella mujer.

Ana sentía como su cuerpo se excitaba al contacto con el cuerpo de aquel hombre. Se odiaba a si misma por ello pero cada vez le costaba más recordar al del hombre que un día fue su marido y ahora no era más que otro juguete como ella. Lentamente lavó el pelo y el cuerpo de Lucas y posteriormente permitió que su amo aclarara con la ducha su cuerpo. Salió antes que él de la bañera como siempre hacía y permaneció de pie mientras su amo activaba la ducha de hidromasaje y disfrutaba de unos momentos de intimidad.

Cuando Lucas salió de la bañera se enrolló una toalla en la cintura y volvió a colocarle aquel collar que cada vez detestaba menos y siguió sus pasos cuando el amo dio un suave tirón de la cadena. Ana miraba hacia un lado y a otro, estaba cambiando la rutina. Normalmente le dejaba en el baño hasta que se secaba, pero hoy era diferente. Caminaron por el pasillo y pensó que quizá iban a la cocina, pero al dejar atrás y entrar en el salón lo comprendió. Allí estaba el acceso a la terraza. Se frenó en seco pero Lucas se había adelantado a su reacción y recogió aún más la cadena. Ella trató de zafarse pero aquel hombre tenía más fuerza que ella. El amo giró la cabeza y simplemente le dijo:

  • No lo hagas más difícil. De ti depende la intensidad de la prueba y si lleva añadido algo más.
  • No por favor – suplicaba ella -, me verán, todo el mundo me va a ver.
  • No te va a ver nadie... – respondió él mientras mentalmente anotaba en su mente la palabra aún -, así que sal, recoge la ropa tendida y vuelve aquí.
  • Amo, de verdad, no me hagas hacerlo, haré lo que quieras, pero no me hagas salir – imploraba ella.
  • O sales o te saco a rastras – dijo él en apenas un susurro. Notaba como toda ella temblaba y no se decidía -. Muy bien tú lo has querido.

Y sin darle tiempo a poder responder dio un tirón seco a la cadena e hizo que Ana involuntariamente comenzara a andar. Aunque trataba de no andar, los pies mojados se deslizaban sobre la tarima. Viendo que si no andaba se caería, comenzó a dar pequeños pasos. Lloraba mientras sus pies la conducían hacia aquella puerta de cristal que daba paso a la terraza del ático. Lucas, con el corazón dolido por tener que obligarla, no cedía en su esfuerzo y tras abrir la puerta salió a la terraza. Ana, al llegar a ese mismo punto hizo intención de agarrarse al marco pero la mirada de su amo la dejó sin respuesta y caminó humillada. Notó el frescor de la madrugada sobre su piel mojada y tuvo un escalofrío. Podía ver las luces de la ciudad y las ventanas abiertas de los pisos de enfrente. Poco a poco una sensación de sosiego fue poseyéndola. No había ninguna luz en ninguna ventana y por lo tanto, pensaba, nadie está mirando hacia aquí. Giró la cabeza hacia su amo y éste asintió soltando poco a poco la cadena.

Ana acercó el barreño y empezó a quitar las pinzas del tendedero y dejando la ropa en él. Lucas observaba como su cuerpo se doblaba y como aquellos pechos apuntaban hacia el suelo mientras el agua que caía desde su pelo mojaba el suelo de la terraza. Asimismo su trasero se levantaba ofreciendo una imagen de aquel sexo húmedo. Cuando hubo acabado, Ana le miró con ojos cada vez menos desafiantes y más agradecidos. Había disfrutado con esta nueva prueba. Nunca había estado desnuda fuera de la protección de las cuatro paredes de una casa y ahora allí viendo la ciudad por primera vez desde aquella terraza se sentía feliz. Lucas recogió la cadena del suelo y le dijo:

  • Sabes que me has desobedecido.
  • Lo sé y te pido perdón – asintió ella -. Tenía miedo.
  • Nunca te haré nada que yo sepa que no puedes hacer – respondió él -. Pero te dije que tienes que ser castigada, así que es tu momento.

Ella bajó la cabeza. Había sido castigada otras veces y se podía imaginar lo que iba a pasar. Lucas la ordenó que no se moviera de la terraza y para asegurarse de que no la seguía cerró la puerta de la terraza tras de si. Ana se quedó sola mirando a la lejanía. Poco a poco la intranquilidad comenzó a apoderarse de ella. Procuro ocultarse tras las cuerdas del tendedero ya libre de prendas y esperó mientras oía algunos coches pasar por la calle. Trató de imaginar qué pasaría si alguna persona se asomara a la terraza buscando el frescor de la madrugada.

El ruido de la puerta la hizo volver de aquellos pensamientos. Lucas llevaba una caja que ella conocía demasiado bien. Allí estaban los objetos que él utilizaba para su educación. Salió de detrás del tendedero y colocó sus manos en la nuca como le habían enseñado. El amo sonrió complacido de la reacción y dejó la caja en el suelo. Cogió a continuación la cadena y la llevó hacia las argollas de la pared fijando en la superior el enganche del collar. Ana notó como su cuerpo se estiraba por la obligación del collar. Lucas con total naturalidad sacó la mordaza de bola y la colocó en su boca. Ella conocía aquella sensación y aunque molesta, comenzaba a acostumbrarse a ella. Su boca comenzó a ensalivar al contacto con la goma.

Lucas se arrodilló y sujetó los tobillos con las esposas para luego fijarlas a la argollas de la pared. A continuación sujetó en la intermedia los grilletes de las manos. Colocó la pequeña pelota, que utilizaban como medio de seguridad para que el adiestramiento se detuviera, en sus manos. Cuando se levantó completamente observo la escena. La mujer jadeaba por la excitación y podía comprobar como sus pechos subían y bajaban rítmicamente. El pelo que comenzaba a secarse caía lacio sobre sus hombros. Las luces de la calle daban al ambiente una sensación de intimidad violada.

Lo primero que hizo fue colocar unas gomas alrededor de los pechos de la mujer de tal manera que ambos quedaran duros y comprimidos, ofreciéndole un mayor placer para las siguientes técnicas. Ana miraba como rodeaban sus senos y como éstos se iban enrojeciendo al quedar parcialmente inmovilizados. Notaba una sensación cada vez más familiar, el pequeño dolor por la presión la provocaba un estremecimiento de placer. Una vez que ambos estuvieron listos, colocó la primera de las pinzas sobre los pechos de Ana. Tenían una pequeña pesa de forma cuadrada para provocar un poco más de dolor con cada respiración y un cierre de seguridad para impedir que pudieran abrirse por un movimiento brusco. Ana pegó un pequeño salto y movió ligeramente los brazos. Sus ojos se abrieron de par en par para luego volver a cerrarse. La segunda pinza provocó idéntico efecto. El dolor se intensificaba debido a la hipersensibilidad, provocada por las gomas, de sus pezones que iban logrando cortar la circulación sanguínea si bien no de forma total, sí lo suficiente para lograr ese efecto. Una vez que ambas pinzas estaban listas, colocó la cadena que las uniría. Ana miraba sus pezones y como ambos se encontraban apresados por aquel metal. No podía creer lo que veía. Ni siquiera sentía el dolor, sólo algo que crecía dentro de ella y no podía controlar.

Lucas se agachó y tomó de la bolsa un par de bolas metálicas rematadas en una argolla y una pinza. Ana empezaba a jadear. Apretó con fuerza la pelota cuando Lucas tomó uno de sus labios vaginales y lo pinzó. Sintió como si su cuerpo fuera atravesado de parte a parte. Sin dejarla apenas respirar, colocó la otra. La mujer tenía los ojos abiertos y gemía todo lo que la mordaza dejaba. Pequeños gritos salían de su taponada boca. Lucas le preguntó si quería abandonar y ella movió la cabeza indicando que no mientras apretaba la pelota con su mano derecha.

Decidió pues seguir adelante. Cogió otra cadena y unió las argollas de las pinzas con bola. Posteriormente tomó otra y unió esta última con las que previamente colocó entre ambos pechos. Ella gimió poderosamente buscando energía para aguantar. Lucas notando la intensidad de los sentimientos de la mujer, decidió esperar. Poco a poco notaba como la respiración se iba acompasando. Notaba como decidía entre qué dolor era más insoportable, si la opresión de los pechos por las gomas o los pesos colocados. Sabía que cuando respiraba, sus senos se levantaban castigando los pezones, pero al soltar el aire los pechos caían con más fuerza al no poder apoyarlos. Sabía que estaba luchando contra ella misma. Por otro lado, la cadena central actuaba uniendo ambos grupos de pesos haciendo que con cada respiración, los labios vaginales sufrieran. Lucas vio como pequeñas gotas de sudor iban apareciendo por la frente, las axilas y el hueco entre ambos pechos. Se sentó en el suelo y se deleitó en comprobar la lucha interna que mantenía esa mujer.

Ana, por su parte, estaba atravesando por sentimientos encontrados. Odiaba a aquel hombre por el daño que le estaba infringiendo pero a la vez se sentía cada vez más unida a él. Le estaba descubriendo un mundo increíble a cambio simplemente de su fidelidad. Ella nunca pensaba que le pudiera gustar tanto verse rebajada a poco más que un animal, que alguien le dictara las normas, y sobre todo ser simplemente una otorgadora de placer. Su vida había estallado para dar lugar a una nueva. Una vida donde la familia como se concebía en la sociedad no existía, su hasta entonces marido convivía ahora con otra sumisa del grupo y su hija se encontraba en idéntica situación.

Lucía se despertó al primer sonido del despertador. Lo había puesto a las cinco y media de la mañana. Sabía que no tenía excesivo tiempo. Tenía muchas cosas que hacer antes de llegar a la oficina, entre ellas recoger a Lucas. Ojala le permitiera trabajar desde casa de María, porque si no iba a tener demasiado estrés. Se levantó y subió la persiana de su dormitorio. Vio los primeros coches por la carretera en primer termino y se quedó contemplando el inmenso campo que quedaba en segundo término. El frescor de la mañana erizó sus pezones. Cómo me gusta dormir desnuda, pensó, cada día más. Se hizo una coleta con una goma que llevaba en la muñeca y se volvió para hacer la cama. Quería dejar todo listo antes de salir de casa. Decidió cambiar las sábanas con una mueca de pena. En esas mismas sábanas habían estado su amo y María ayer a la salida del trabajo. Habían hecho el amor los tres con pasión y desenfreno. Lucas las había poseído a las dos y luego ellas le habían ofrecido un dúo lésbico. Sus manos recorrieron toda la cama y no pudo por menos que sonreír.

Dejó las sábanas en el cesto de la cocina y encendió la cafetera. Calculó que entre ducharse, arreglarse y tomarse un café no tardaría más de media hora, tiempo suficiente para ir a casa de su amo y recoger a la nueva adquisición y a Lucas sobre las seis y media. Entró en la ducha y se lavó el pelo y el cuerpo, que aún tenía los recuerdos de la tarde anterior. Estaba tan agotada que en cuanto se fueron, se tumbó en la cama y se quedó dormida. Una vez fuera, bajó empapada como siempre a la cocina y se tomó el café mientras la radio comentaba las noticias y el tráfico. Cuando terminó el café, cogió un poco de hielo del congelador y subió a su habitación. Aunque luego iba a llevar tanga cogió el sujetador de la tarde anterior, no sabía si era suyo o de alguna de sus amigas, ya que de mutuo acuerdo compartían toda la ropa cuando estaban juntas y se lo puso colocándose el hielo entre la copa y la tela. El frío contacto le hizo gemir de placer y empezó a seleccionar la ropa, notando como sus pezones se endurecían al tiempo que el sujetador se empapaba por el hielo derretido. Eligió un tanga blanco de hilo y se puso encima un vestido ibicenco con un escote de vértigo que dejaba ver la totalidad de su canalillo y la media luna interior de sus pechos. Fue al baño a cepillarse el pelo y una vez que estuvo lista, se quitó el sujetador y se puso el vestido y el tanga. Por último se perfumó y tras coger las llaves del coche salió de su casa rumbo a casa de su amo.

Conducía despacio por la carretera, consciente de que no quería ir demasiado deprisa para evitar un accidente. Antes de salir del garaje había colocado el consolador en forma de huevo en su interior y lo había accionado colocando el selector en la posición más baja. La orden era tajante, debía llegar excitada pero no demasiado. No había tenido problemas en colocarlo. Simplemente la visión de aquel artefacto le provocaba el estado apropiado para introducirlo. Ahora mientras llegaba a la ciudad notaba como el tanga estaba empapado y la toalla que por precaución llevaba en el asiento también comenzaba a oscurecerse. Miró por el escote de su vestido y vio que aquellos pezones estaban ya enhiestos por el efecto del consolador en su cuerpo. Volvió a fijarse en la carretera tratando de aislarse de aquel zumbido que amenazaba con provocar un cataclismo en su interior. Ni siquiera se daba cuenta de que aquel pequeño vestido se había subido demasiado y dejaba ver todas sus piernas. Cuando llegó a la ciudad condujo por las calles desiertas hasta aparcar cerca de casa de su amo. Llamó por teléfono y cuando le autorizaron se bajó del coche no sin antes guardar aquel tanga empapado en el bolso.

Lucía subió en cuanto se abrió la puerta. Entró en el ascensor y se descalzó. Al amo le gustaba verles sin calzado. Pulso el botón del ático mientras se terminaba de arreglar mirándose en el espejo del ascensor. Al llegar, abrió la puerta y vio luz en el interior del piso de Lucas. Estaba abierto y ella conocía el significado. Dejó el bolso y las sandalias que antes se había quitado en el suelo y se desabrochó el vestido. Éste se deslizó por sus piernas bronceadas hasta quedar a sus pies. Cuando estuvo desnuda, dio un paso y se apartó para recogerlo. Lo dobló con cuidado y entró en la casa.

Al llegar al recibidor vio la percha con su nombre en el perchero y colgó allí el vestido y el bolso. Dejó la sandalias en el suelo y con se encaminó hacia el salón siguiendo las luces encendidas de la casa, que eran como un pequeño mapa hacia su amo. Al llegar a la puerta del salón, encontró una nota que le indicaba que debía accionar el control remoto hasta un cuarto de potencia. Suspirando y con una sonrisa en los labios movió el potenciómetro sintiendo como aquel elemento que llevaba en su interior aumentaba su zumbido. Se tuvo que sujetar al marco de la puerta y suspiró. Ya empezamos, comentó.

Cuando fue capaz de sostenerse de nuevo sobre las piernas con seguridad entró en el salón y vio que la puerta de la terraza estaba abierta. ¿Están allí? Se preguntó. Cuando se asomó, el cuadro que apareció ante sus ojos provocó en ella un temblor en todo su cuerpo. Ana estaba atada y pinzada amarrada a una pared. Podía ver sus pechos casi amoratados por las gomas y el sexo dilatado por la excitación y la tensión provocada por las pesas. Se acercó y tras arrodillarse, saludó a ambos. Lucas la dijo:

  • Ven, te estamos esperando
  • Si, amo – dijo ella mientras cogía la mano que él le ofrecía y notaba como su cuerpo empezaba a tomar el control.

Lucas la acercó a Ana y le susurró al oído:

  • Vamos a ayudar a Ana, la pobre está pasándolo mal.

El amo se acercó y tomó una de las pesas del pecho y liberó el de aquella mujer que suspiró por la sensación de libertad en su pezón. Cuando soltó la goma, el dolor por la insensibilidad aumentó al notar como la sangre volvía a fluir por la zona comprimida. Lucas colocó la goma en la misma zona pero de Lucía. Ésta notó cómo su cuerpo se tensaba al saber que la pesa que llevaba en la mano era para su pecho. Al colocarla tuvo que morderse los labios para no gritar. Estaba sujeta a Ana por la cadena, si una de las dos se movía el dolor por la tensión aumentaría. Trató de acercarse a ella para disminuirlo pero el amo ordenó que la cadena se mantuviera tensa.

Lucas se arrodilló y soltó de uno de los labios vaginales de Ana otra de las pesas y la colocó sobre el clítoris de Lucía. Repitió la operación sobre la sumisa de menos tiempo a su servicio. Ambas ahogaron como pudieron un grito de dolor. Lucas les dijo:

  • Voy a soltar a Ana. Necesito que me hagáis el desayuno. No podéis quitaros las pinzas. En caso de que no lo cumpláis, aumentaré el tamaño de la pesa y las dos lo sufriréis.

Dicho esto, soltó la mordaza de Ana y la liberó de las cadenas.

  • Os espero dentro. Tenéis media hora para preparar el café y las tostadas. Voy a afeitarme – dijo mientras abandonaba la terraza.

Las dos mujeres se miraron la una a la otra y se saludaron con la mirada. Podía ver el cansancio provocado por la tensión en Ana. Me va a tocar a mí tirar de ella, no puede más, pensaba Lucía. Poco a poco se fue dando cuenta de la situación. Habló con Ana.

  • ¿Cómo estás? ¿Puedes moverte?
  • Bien, bueno cansada y dolorida – respondió ella -. Pero creo que sí podré moverme.
  • Debemos movernos muy despacio, en la misma dirección y sobre todo a la vez – argumentó Lucía – Yo te guío.

Lucía comenzó a arrastrar uno de los pies y Ana la imitó. Se juntaron hasta casi abrazarse para tratar de mantener lo menos tensa posible ambas cadenas. Con cada paso, sus pechos se movían y hacían oscilar las pesas, los que les provocaban tirones y dolores en los pezones. Por otro lado, si una de las dos se adelantaba o retrasaba con el paso, la cadena inferior se tensaba estirando sus sexos haciendo que se detuvieran gritando. Poco a poco, fueron acompasando los pasos y consiguiendo moverse.

Ana vio a su amo en la entrada del salón con algo en la mano. Lucía no podía verlo porque estaba de espaldas. No sabía lo que era hasta que oyó un zumbido y un gemido de Lucía. Lo comprendió en el momento que su compañera comenzó a jadear y a retorcerse buscando sus hombros para apoyarse. Era el mando de un consolador.

Lucía empezó a temblar. Aquel artilugio comenzaba a agitarse en su interior. Trató de asilarse de aquella sensación y siguió caminando. Ana le suplicaba que fuera despacio, que no caminara deprisa. Notaba como Lucía empezaba a desestabilizarse y como las cadenas se tensaban. Su pezón parecía querer salirse de su cuerpo.

Lucía respiraba entrecortadamente y ahora sus pechos subían y bajaban con mayor intensidad. Buscaba un punto de apoyo donde sujetarse al tiempo que notaba como aquel consolador zumbaba con mayor intensidad. Su sexo clamaba por tener vida propia y la pinza inferior comenzaba a apretar todavía más la carne de su cuerpo. Miraba a Ana y le pedía perdón constantemente:

  • Lo siento, no puedo parar – decía mientras sus dedos se clavaban en el respaldo de una silla.
  • Por favor, detente – imploraba la otra -. No te muevas más, no puedo soportarlo, me duele.
  • No puedo – gemía ella -. Es muy fuerte. Amo, por favor, basta.
  • No, me gusta lo que veo – sentenció él mientras aumentaba el potenciómetro -. Puedes correrte Lucía pero puede que yo no lo pare y quiera más.

Lucía jadeaba y soplaba. No sentía ya dolor. Había quedado atrás. Con un gesto supremo de sacrificio, se soltó de la silla y se abrazó a Ana mientras sus piernas comenzaban a flaquear.

  • Ven conmigo al suelo no aguanto – le rogó.
  • No se si podré, quédate quieta, por favor – imploraba a su vez Ana

Ambas se arrodillaron como pudieron. Lucía bajó demasiado pronto la cadera y provocó un gemido ahogado de Ana al tensar demasiado la cadena. Ésta última se tiró casi a continuación haciendo que con la caída sus pechos saltaran descontrolados provocando tirones en ambas mujeres. Las dos gimieron de dolor. Posteriormente, Lucía le pidió que se tumbara encima de ella y Ana accedió.

Lucas estaba disfrutando. Pese al dolor y la excitación, Lucía se estaba preocupando de Ana. Eso le gustaba. Provocaba un profundo respeto por aquellas dos mujeres. Estaba encantado de aquella nueva familia que ahora tenía.

Las mujeres apoyaron uno de los brazos en el suelo y Lucía de dejó caer al mismo tiempo que Ana subía sobre su cuerpo. Lograron colocarse una encima de la otra. Ana se levantó un poco para buscar que las pinzas no se rozaran y el dolor aumentara debido a la sensibilidad de los pechos. Lucía, con los ojos cerrados ya sólo gemía rítmicamente. Trataba de controlar su cuerpo pero sabía que el final era inminente.

Lucas dejó el mando en el suelo junto a los pies de las chicas. Sin dudarlo dos veces, se apoyó sobre la cadera de Ana y, tras apartar la pinza con la pesa, la penetró sin detenerse a esperar si estaba preparada o no. Ésta saltó de placer al notar como su amo entraba en ella. El saltó le provocó una punzada de dolor ya que su cuerpo se curvó provocando que la cadena del pecho se tensara. Lucas se movía rítmicamente en el cuerpo de Ana, un cuerpo que le acogía con un calor tenue pero atractivo. Ésta a su vez sentía un placer diferente. Al estar mezclado con la humillación de estar desnuda, pinzada, encadenada y sobre otra mujer hacía que la sensación fuera inexplicablemente morbosa y placentera.

Lucía por su parte había notado el tirón y había abierto los ojos de nuevo para ver la cara de su compañera convertida en una mueca de jadeo continuo. Era preciosa, convino Lucía, de aquellas mujeres que pueden atar a un hombre para toda la vida y sabía que su amo se había encaprichado también de ella. Le dolía tener que compartirle y no poder disfrutarle como seguro lo haría Ana pero comprendía su situación y sabía que ella no podría darle más, pero que su amo lo comprendía y no pedía más. Su jadeo aumentó con aquella sensación y tras gritar una última vez estalló de placer en un orgasmo salvaje mientras se incorporara y besaba la boca entreabierta de Ana.

Lucas por su parte aceleró el ritmo al notar que Ana comenzaba a emitir signos inequívocos de que no podría aguantar más. Cuando notó que aquella mujer iba a alcanzar el clímax se vació en su interior. Ana notó que su orgasmo coincidía con la llegada del primer empujón de semen a su cuerpo y mordió con placer la boca que le ofrecía Lucía. Aún pudo notar dos vaciadas más mientras su cuerpo se relajaba disfrutando de aquella sensación única y extraña para ella. Había coincidido en alcanzar el orgasmo con dos personas más. Cayó rendida sobre aquella mujer mientras su amo descansaba dentro de ella.

El amo se levantó y miró a aquellas dos mujeres que abrazadas en el suelo le habían proporcionado un placer intenso. Decidió soltarlas y ellas se lo agradecieron con una sonrisa. Gimieron de dolor al notar como sus cuerpos volvían a estar libres.

  • Me debéis el desayuno, vamos tarde. Nos espera un día duro. Voy a ducharme. Luego podréis hacerlo vosotras.

Diciendo esto, abandonó el salón mientras ellas trataban de incorporarse. Se dieron la mano y fueron juntas a la cocina.