Lucca, 1369
El emperador Carlos IV y su esposa entran en la ciudad de Lucca después de haberla ayudado a liberarse del yugo de Pisa.
Lucca, 1369
Toda la ciudad de Lucca estaba engalanada para recibir al emperador Carlos IV. El soberano y su esposa llevaban en Italia desde el año anterior, cuando fueron a Roma para ser coronados por el Papa y desde entonces habían permanecido allí, ocupándose de las posesiones italianas del emperador.
Lucca llevaba décadas reclamando su independencia de sus más odiados rivales, los pisanos, y había sido a través del emperador Carlos que la ciudad había alcanzado su ansiada libertad. Era por ello que, a medida que la comitiva imperial cruzaba las murallas de la ciudad, hombres mujeres y niños salían a saludar. Había música en las calles y los estandartes de la ciudad pendían por todas partes junto a las imágenes de los santos patrones.
Isabel, miraba desde la ventana de su carruaje con cierto aburrimiento. A sus solo 21 años, había visto ya ese tipo de escenas demasiadas veces. Durante el último año había estado viajando con su esposo de un lado a otro, innumerables ciudades, innumerables recepciones… Isabel era hija del duque de Pomerania, de la antigua casa de los Grifos, súbditos leales del emperador. Y por parte de madre, era nieta del gran rey Casimiro III de Polonia, en cuya corte de Cracovia se había criado. De él y de su esposa había heredado Isabel sus largos cabellos rizados y rubios y su piel clara. Allí había conocido a Aldona, su amiga y dama de compañía, que viajaba junto a ella en el carruaje. Y en Cracovia también había contraído matrimonio con el emperador. En el momento de su boda, ella solo tenía 16 años y él 47, pero ahora él ya sobrepasaba los 50 y ella le veía como un anciano. Isabel sabía perfectamente que el matrimonio había sido solo un trámite necesario para sellar la alianza entre su abuelo y Carlos, dejando solos a los enemigos del emperador. Para Carlos ella era su cuarta esposa y el cuerpo de la tercera llevaba poco tiempo enterrado cuando se ofició la boda. El emperador tenía ya hijos de sus matrimonios anteriores, a los que preferiría sobre los que la joven Isabel pudiera darle. Pensar eso siempre la entristecía…
La comitiva imperial se detuvo frente a la Augusta, la inexpugnable fortaleza de la ciudad, situada en pleno centro. Durante las guerras de las décadas previas había servido para defender la ciudad y refugiar a la población, pero ahora servía como sede del gobierno local y lugar de reuniones para su Consejo de Ancianos. Frente a la puerta de la Augusta, esperaban las autoridades locales, dignatarios, eclesiásticos, ciudadanos distinguidos… Todos ellos acompañaron solemnemente a la pareja imperial al interior de la fortaleza, hasta el rico salón donde tuvo lugar la recepción. Isabel caminaba detrás de su esposo, que se detenía a saludar a todas aquellas gentes. Ella le notaba cada vez más cansado y con más canas en su oscura barba, pero aun así con su mirada severa y su rostro enjuto seguía infundiendo gran respeto.
De entre todos los ilustres ciudadanos de Lucca, destacaba el gobernador de la ciudad, Matteo d’Arezzo, que se encontraba en el centro del salón junto a toda su familia y con quien el emperador se detuvo a conversar. Aquel hombre de aspecto noble y respetable tenía varias hijas y muchas sobrinas, así que a su derecha estaba su único sobrino varón y heredero, llamado también Matteo. Isabel no pudo evitar fijarse en el joven. Tendría aproximadamente su misma edad, con una estatura similar a la de ella, no demasiado alto para ser un hombre, pero delgado y estilizado. Su cara era hermosa, prácticamente imberbe, con nariz fina y puntiaguda y labios pequeños, que le daban un aspecto delicado y elegante a su rostro, pero ojos verdes y algo rasgados, lo que le dotaba también de una mirada inteligente y felina. Su cabello castaño claro le colgaba a ambos lados de la cara y llegaba hasta sus hombros, con algunos mechones cubriendo su frente. Vestía ropas ricas y de vivos colores, como el resto de su familia, pero Isabel no pudo evitar fijarse en cómo sus ajustadas calzas se ceñían a sus piernas jóvenes, largas y bien formadas. Isabel reprimió al instante aquella mirada, tan habitual cada vez que veía a un joven apuesto. Se sintió avergonzada y dio gracias a Dios por haberle dado a su marido.
Acabada la recepción, Isabel subió junto a su esposo y el cardenal hasta la torre más alta de la fortaleza, donde la pareja imperial se alojaría mientras estuvieran en la ciudad. Se asomaron a una de las ventanas y se recrearon con la vista de la ciudad. Desde allí, Lucca no parecía muy grande, podían ver cada rincón desde allí hasta la muralla. Mientras el emperador y el cardenal hablaban de sus asuntos, la joven emperatriz se entretuvo observando cada detalle desde las alturas. A muy poca distancia, casi pegada al castillo, estaba la iglesia de San Michele, e Isabel podía ver desde allí con claridad la plaza que había frente a ella y las gentes que por allí pasaban. Isabel se fijó también en las bandas de música, con sus tambores, que aún permanecía rondando por las calles; y los patios interiores de aquel enorme castillo, todos visibles desde arriba. Le sorprendió comprobar que en aquella intrincada fortaleza había multitud de patios pequeños, algunos parecían no tener un uso frecuente, a juzgar por lo descuidados que estaban. En uno de ellos le pareció ver… Isabel no pudo contener un grito de sobresalto cuando se dio cuenta de lo que estaba viendo, lo que hizo que el emperador y el cardenal interrumpieran su conversación para mirar en la misma dirección. Allí, en un pequeño patio del castillo, junto a lo que parecía un establo en desuso, estaba Matteo, el sobrino del gobernador, sodomizando a otro joven.
El cardenal trató de expresar a la pareja imperial la vergüenza y horror que sentía porque hubieran tenido que contemplar un crimen tan atroz en su ciudad. El emperador, sin embargo, se mantuvo impasible. Mientras él permaneciera en Lucca, era la máxima autoridad, y como tal, a él le correspondía ejercer justicia. Sin perder el tiempo, llamó al mariscal de su guardia, que se llamaba Bosch de Villartiz, y le ordenó detenerlos de inmediato. La guardia imperial sorprendió a los dos jóvenes en pleno acto, los separó a la fuerza y los condujo a rastras, aún semidesnudos y resistiéndose, al interior de la fortaleza, entre gritos de pánico de los dos.
La sala de justicia de la fortaleza se preparó para la ocasión. Muchos de los ciudadanos ilustres que hacía un rato habían estado recibiendo al emperador, se encontraban ahora allí, preparados para escuchar la sentencia. Carlos entró a la sala cuando ya todos estaban reunidos, acompañado de su esposa y parte de su guardia. El emperador y la emperatriz se sentaron ceremoniosamente en el estrado que presidía la estancia y, con un gesto, Carlos ordenó a su mariscal que llevase ante él a los detenidos.
Los dos jóvenes fueron conducidos a través de la larga sala hasta el estado donde permanecía sentado el emperador. Llevaban sus ropas sucias y rotas por la resistencia que opusieron a su detención, pero al entrar en la sala de justicia parecían dóciles. Llevaban las manos y los pies encadenados con grilletes y miraban al suelo con vergüenza y arrepentimiento. El otro joven se llamaba Simone, era algo menor que Matteo, de pelo rubio y corto, aunque el flequillo le cubría la frente. Al parecer era hijo de Biaggio Guiducci di Lucca, un rico y respetado ciudadano. Los ilustres ciudadanos de Lucca apenas podían mirar a aquellos dos jóvenes de tan altas familias y que se encontraban en una situación tan miserable a causa de un crimen tan vergonzoso. El gobernador también estaba presente y trataba de mostrar entereza.
El emperador, con rostro severo y voz firme, pronunció la sentencia. El crimen era grave y el soberano debía hacerse respetar en aquella ciudad, por lo que el castigo debía ser ejemplarizante y no podía mostrar debilidad, por mucho que aquellos jóvenes pecadores parecieran suplicarle. El sábado serían quemados en la hoguera después de sufrir vergüenza pública. Se escuchó un revuelo entre los asistentes y el gobernador trató de mostrarse impasible incluso entonces. Los dos jóvenes fueron conducidos al calabozo entre gritos de súplica para permanecer allí hasta el día en que se cumpliese la sentencia.
Durante los días siguientes, un hombre llamado Alderigo degli Antelminelli, que era posiblemente el más rico de Lucca, al oír que Simone estaba en apuros trató de salvarlo por todos los medios, porque era buen amigo de su padre. Junto con otros ciudadanos, juntó una gran suma de dinero, que ofreció al emperador y al mariscal, para financiar sus futuras campañas, y además alegaron que el joven era algo débil de mente y no era responsable de sus actos. Carlos pensó que era mejor no enemistarse con aquellos nobles ciudadanos, así que aceptó, y Simone fue rescatado y devuelto con su familia, que por esta acción estuvo siempre en deuda con el dicho Alderigo.
Pero Matteo no tuvo tanta suerte. Su tío el gobernador sabía que su fama se vería muy manchada si usaba su cargo para tratar de salvar a su sobrino y que la única forma de conservar su posición con dignidad era tratar de dar ejemplo con el castigo del joven.
El día de la ejecución, las calles se llenaron de bullicio. La multitud se agolpaba en torno a la gran iglesia de San Michele, en la plaza principal de la ciudad, donde tendría lugar el castigo previo a la ejecución. Desde allí, el condenado sería conducido hasta las afueras, donde ya estaban preparados los haces de paja y broza. El emperador y las autoridades estarían presentes en el lugar de la ejecución, considerándose el castigo previo solo un vulgar escarmiento para que el pueblo tomase ejemplo y no cayera en aquellos vicios.
Desde la ventana de su aposento, Isabel podía ver a la multitud agolpada en San Michele. Desde allí podía oír las risas y la animada conversación. Para las gentes sencillas, siempre era un acontecimiento especial el ajusticiamiento de alguien notable, y en aquella ocasión se trataba nada menos que del sobrino mayor del gobernador. Todos estaban expectantes.
Mientras Isabel miraba por la ventana, su doncella preparaba con paciencia una tina con agua tibia para bañarla. La emperatriz escuchó las voces de los asistentes ascender cuando Matteo entró al fin en la plaza, siendo conducido por la guardia de la ciudad, comandada por el propio gobernador en persona. Lo hicieron subir por una escalera hasta una tarima que habían preparado, y una vez allí, le soltaron los grilletes de metal, sin dejar de sujetarle, y lo desnudaron por completo. La multitud gritó alterada al verlo. Durante las guerras que mantuvo Lucca con las ciudades vecinas en las décadas previas, alguna vez se había degollado públicamente a algún ciudadano ilustre por traición, lo cual era también un acontecimiento, pero las gentes de Lucca no recordaban nunca haber visto un castigo tan degradante para alguien poderoso y se deleitaban viendo a aquel joven de aspecto antaño arrogante siendo humillado de aquella manera. Su tío debía hacer grandes esfuerzos para no cerrar los ojos.
Desde su ventana, Isabel sintió un punto de excitación al contemplar el cuerpo denudo, blanco y delgado de aquel joven. Pudo apreciar la tensión de los músculos de sus brazos y de su cuello cuando le tendían bocarriba sobre un banco; sus axilas apenas sin vello cuando le levantaban los brazos para atarlos en uno de los extremos; la esbeltez de sus piernas cuando las ataban flexionadas bajo el banco, de forma que quedasen totalmente abiertas; el pelo oscuro y frondoso del pubis, que le subía levemente hacia el ombligo, siendo la única zona velluda de aquel cuerpo joven y hermoso, lo cual hacía que inevitablemente la mirada se dirigiera hacia a ese punto y hacia esos genitales que en ese momento parecían temblar, totalmente expuestos, mirando hacia el cielo. Isabel pudo leer la angustia y el pavor en el rostro de aquel chico, que respiraba aceleradamente con mirada implorante.
Aldona ayudó a su señora a desvestirse, hasta que Isabel quedó completamente desnuda, como Matteo. Mientras los verdugos continuaban asegurando las ataduras del joven, Isabel introdujo sus pies en la tina, alejándose ya de la ventana. Mientras la mierda que lanzaba el populacho manchaba la blanca piel de Matteo, la mano de Aldona frotaba la fina piel de Isabel. La imagen de aquel joven desnudo, aunque fuera en una situación tan calamitosa, había excitado a la emperatriz, y ahora el tacto del agua y de aquella mano femenina no hacían sino aumentar la excitación, hasta el punto en que no pudo reprimir las ganas y guio la mano de la doncella hasta su entrepierna. No era la primera vez que hacían aquello durante un baño. Isabel estaba segura de que mientras no se introdujera ningún objeto, no había pecado. La doncella se agachó y con suavidad estimuló a su señora, que permanecía de pie sobre la tina, aunque no pudo evitar agacharse ella también. Las dos jóvenes acabaron tumbadas en el suelo, Isabel toda desnuda y Aldona con su sencillo vestido empapado. La doncella intentaba complacer a su señora, sin despegar la mano de su entrepierna. Mientras tanto, una mano también se acercaba a la entrepierna de Matteo. Una mano enguantada que portaba un cuchillo. Isabel, desde el suelo, escuchó los vítores del populacho, que parecían celebrar el orgasmo que Isabel estaba a punto de sentir, tendida mojada en el suelo de su torre. La joven no pudo reprimir un profundo gemido, que sonó a la vez que el agudo grito que Matteo profirió en el instante de su castración. Le cortaron el escroto y los testículos y los pasearon pinchados en una vara. Isabel debía darse prisa en vestirse, la ejecución empezaría pronto.
Con la compañía de Aldona, Isabel llegó hasta la entrada de la fortaleza, donde la esperaba la guardia del emperador. Subió en silencio al carruaje, que pronto se puso en marcha. El trayecto desde la Augusta hasta la plaza de San Donato fue rápido. No había gente por las calles, pues todos seguían aún agolpados en torno a la plaza de San Michele, aunque pronto empezarían a moverse, a medida que el condenado fuese llevado penosamente hasta el lugar de la ejecución.
La plaza de San Donato era en realidad una explanada no demasiado amplia junto a la muralla de la ciudad, que recibía tal denominación por estar al lado de una de las puertas de acceso a Lucca, del mismo nombre. El emperador ya estaba allí, había llegado rato antes acompañado de algunas autoridades. Estaban asomados al ventanal de una de las torres de la muralla, donde Isabel y Aldona subieron también, colocándose a su lado. El emperador apenas miró a su esposa al llegar, mientras seguía enfrascado en su conversación con el resto de hombres. Isabel tenía la mirada fija en el palo rodeado de haces de paja y broza, y en la calle por la que, de un momento a otro, traerían al reo. Había visto aquellas escenas muchas veces y nunca sentía nada más que un deseo de que Dios se apiadara de aquellas almas, porque sus crímenes siempre eran lo bastante inmundos como para merecer ese horrible final. En aquel caso no era diferente, aquel repugnante pecado que Isabel había tenido la desgracia de contemplar con sus propios ojos ofendía tanto a Dios que podía provocar su ira, castigando la tierra donde se había cometido y a los habitantes que la moraban, por eso era justo que las leyes de los hombres castigasen con severidad aquel crimen. Lo que sí era diferente era el deseo que había sentido al contemplar a aquel hermoso joven. Rezó en silencio, avergonzada, suplicando perdón y confiando en que el diablo no volviera a tentarla nunca haciéndola mirar así a otro hombre. Pensó que pronto todo habría acabado, el objeto de su deseo desaparecería entre las llamas y ella podría olvidar lo ocurrido.
La macabra comitiva entró en la plaza. La encabezaban la guardia de la ciudad, que iban despejando el camino de curiosos que se paraban a mirar cómo se acercaban. Detrás traían a Matteo, completamente desnudo, con sus dos manos atadas a una cuerda de la que tiraban los guardias, arrastrándole como a un perro enfermo, porque apenas le quedaban fuerzas para tenerse en pie. Tenía todos los muslos empapados en sangre e iba dejando un rastro rojo oscuro tras de sí, pero aún seguía vivo y consciente. Junto a él iba el gobernador, con el rostro lívido y la mirada perdida. Aquello era más de lo que había pensado que podría soportar. Era él quien había tenido que sostener la vara, que aún llevaba fuertemente asida en sus manos, como si se tratase de un estandarte, en cuya punta estaban clavados los atributos masculinos de su sobrino. El futuro del linaje de los Arezzo había sido cercenado hacía un momento, reducido a un saco de carne sanguinolenta que él mismo transportaba. Tras ellos iba la muchedumbre, riendo y gritando.
La guardia de la ciudad cogió a Matteo, que ya no oponía ninguna resistencia. Lo ataron con cuerdas hasta la mandíbula al palo que había en el centro de la plaza, mientras se aseguraban de que los haces estuvieran bien cerca de él. Y fue preciso que el gobernador fuera el verdugo de su sobrino, para dar ejemplo, y que prendiera el fuego en el que ardería hasta que muriese. Aquello fue demasiado para el gobernador, que renunciaría a su cargo y abandonaría Lucca unas horas más tarde.
En aquel último momento, la mirada perdida de Matteo se encontró con la de Isabel y ella se sobresaltó al sentir sus ojos conectándose. Isabel nunca sabría qué era lo que pasaba por la mente de Matteo en aquellos últimos y penosos momentos, pero en la suya se dibujó un mundo distinto al que le había tocado vivir. En el que ella no estuviera también atada hasta la mandíbula por los gruesos lazos del deber. En el que aquellos dos jóvenes de la misma edad se hubiesen conocido y amado. En el que ella hubiese podido acariciar aquel pelo castaño que le caía sobre los hombros, aquel cuerpo lampiño, aquellos brazos delgados pero fuertes, aquel pubis con poblado pelo negro y aquel sexo entre sus piernas que ya no estaba. Hubiera amado tiernamente a Matteo, por muy horribles que fueran sus pecados. Que Dios la perdonase.