Lost-town II

Solo pude concluir algo, necesitaba volver.

El letrero de bienvenida a Lost-town completamente oxidado por los años nos recibió a las 12 en punto en el pequeño pueblo. A pesar de nunca haber estado en aquel lugar, había un aire familiar en cada una de las casas, lo pasé por alto cuando mi estómago empezó a gruñir. Jem me codeó en las costillas mientras reía.

– Alguien aquí tiene hambre – dijo.

– Si no te hubieses comido todas las papas, podría haber aguantado un poco más – le reprendí, recordando cómo había engullido las dos bolsas de papas en unos minutos.

– Te brindaré el almuerzo entonces – dijo apenada y yo sonreí por el triunfo.

Laura me miraba por el retrovisor, sonreía como si supiera algo que yo no. Al ver mi cara de confusión, negó con la cabeza y volvió su vista hacia el frente. Definitivamente sabía algo que yo ni me imaginaba.

Nos detuvimos en un restaurante típico de turistas y ordenamos: Pizzas, hamburguesas, bizcochos, sándwiches, pastichos y alitas de pollo.

– Creo que debemos brindar – dijo Laura levantando su copa con cerveza, porque la delicadeza reinaba en ella. Y porque no le gustaba beber directamente de la botella. Reí.

– A ver, pasaremos seis días en este pueblo, merece la pena brindar por algo, cualquier cosa – dijo Pablo apoyando a su novia.

– Creo que podemos brindar por la metamorfosis – dije – ya saben – agregué al mirar sus caras confundidas – la oruga que se vuelve mariposa – sus miradas se suavizaron y asintieron. Sonreí, porque yo ya empezaba a sentirme diferente.

Al salir del restaurante el clima había empeorado, la niebla hacía parecer mucho más viejo y olvidado a aquel pueblo.

– ¿Cómo es que tu familia compró una casa en este sitio? – le pregunté a Pablo.

– Un anciano llegó un día y nos la ofreció, dijo que necesitaba salir urgente de aquí. Su esposa lo había abandonado, sus hijos lo habían abandonado y el lugar le traía demasiados recuerdos. Parecía un poco perdido, pero a mi papá le pareció una buena idea comprar la casa. Estaba casi regalada – explicó mientras nos subíamos al Jeep.

– La verdad no está tan mal – dijo Jem – Tiene su encanto.

Los demás asentimos, además del sentimiento conocido que yo traía desde que llegamos, parecía un lugar agradable.

Las casas se veían apretadas entre sí, como abrazadas unas con otras y los colores que, tal vez en su buena época, fueron vivos y llameantes, se veían agotados por el tiempo. Los niños jugaban en jardines descuidados y columpios oxidados. Algunas señoras limpiaban el frente de sus casas, de forma tan mecánica que parecían exhaustas de la terrible rutina.

Nos detuvimos en una casa pequeña, de dos pisos. La fachada estaba cubierta de ladrillos opacos. La hierba nos llegaba a las rodillas y los grillos se nos pegaban de los pantalones. Jem me tomó de la mano espantada por el montón de bichos. La ayudé a caminar, porque ya había cerrado los ojos y me apretaba la mano con fuerza. No pude evitar sonreír, la chica que siempre parecía tener todo bajo control, le temía a los bichos.

Entramos a la casa. Lo primero que vi fue la pequeña sala y los muebles cubiertos en plástico, de color marrón ya inundado en polvo.

Dos baños en la esquina opuesta debajo de la escalera que daba al primer piso y justo al frente tres puertas que supuse eran habitaciones. Había una puerta al final que daba a la parte trasera de la casa, donde estaba la cocina al aire libre, una piscina y muchos kilómetros cuadrados de vegetación.

– Creo que hace falta limpiar un poco – dijo Laura.

– Primero a descansar – y le di la razón a Pablo mientras bostezaba.


Sentí la cama moverse debajo de mí, la oscuridad espesa también se movía a mi alrededor. Empecé a sudar y a sentir convulsiones atravesar mi cuerpo, luego el suelo frío y con el golpe mis ojos se abrieron.

Jem dormía en la cama de al lado. Estaba desorientada, me puse de pie y salí de la habitación. Necesitaba aire.

Aún no oscurecía del todo, salí de la casa y crucé la puerta de entrada para dar un paseo. La calle estaba vacía. Mientras caminaba por el asfalto noté un camino de tierra que me pareció conocido.

Había una enorme cerca que bordeaba todo el terreno y dentro de ella una casa abandonada. Junto al letrero de «No pasar» la cerca estaba rota, irónicamente, permitiendo el paso. Eché la vista hacia atrás y mordiendo mis labios de curiosidad, entré.

Lo primero que noté fue el cambio de clima. Antes empezaba a hacer frío y ahora la calidez me inundaba los huesos, el sol resplandecía en lo alto y me entró el pánico. Donde antes había visto la casa abandonada, se encontraba una casa en plena construcción. Estaban las paredes alzadas, y parte del techo construido. Un montón de árboles en ambos lados. Parecía la casa donde yo había crecido, exactamente igual. Sentí mi corazón detenerse al ver a una niña de cabello negro, por encima de los hombros, caminar hacia mí.

Ella apoyó sus manos en la cerca y me miró.

– Hola – le dije acercándome.

– ¿Buscas a alguien? – preguntó.

– La verdad es que me he perdido – respondí. Apoyando mis manos en la cerca, igual que ella - ¿Cómo te llamas? – pregunté, sin estar preparada para la respuesta.

– Aiz – Dijo.

Me despegué bruscamente de la cerca, ella también, la había asustado. Al darse vuelta para irse, la cerca se tambaleó hacia su lado, a punto de caerse.

Recordé entonces, cuando era niña, un día en el que yo me encontraba en un sitio parecido y era aplastada por una cerca igual. Corrí hacia ella antes de que cayera sobre la pequeña, intentando no arañarme con los alambres de púas que sobresalían.

Aiz, la niña, me miró con sus enormes ojos y salió corriendo. Y yo hice exactamente lo mismo, hacia el lado contrario.

Cuando atravesé la cerca por la que había entrado, el frío me recorrió la espalda. Miré hacia atrás y, nuevamente, la casa yacía desolada y en ruinas. Gotas de sudor caían entre mi ropa y corrí lejos de ahí.

Caminé los pocos metros que quedaban, jadeaba de cansancio y en la puerta de la casa estaba Jem esperándome.

– Les dije que regresarías en cualquier momento – dijo sonriendo - ¿estás bien? – preguntó preocupada al notar mi estado.

Las palabras no salían de mi boca, intenté calmar mi respiración.

– Creo – logré articular – necesito una ducha.

– La piscina está casi llena – dijo sin dejar de mirarme.

– Perfecto – solté y entré a cambiarme.

Ella cerró la puerta detrás de mí y siguió mis pasos.

– ¿Qué ha pasado? – preguntó curiosa.

– Nada, nada – dije tratando de sonar despreocupada.

– Que pálida estás – escuché decir a Laura que entraba a la habitación - ¿Por qué te fuiste sin avisar? – maldecía mi suerte, deseaba que dejaran de preguntar cosas que ni yo podía responder.

– Necesitaba aire – dije mientras me quitaba la camisa.

– Aiz… - dijo Laura – tu espalda.

Giré a mirarla confundida. Sus ojos estaban completamente abiertos y confusos.

– ¿Mi espalda? – pregunté sin entender.

– Tus cicatrices – dijo Jem – no están.

Me acerqué a un pequeño espejo que colgaba de la pared y miré mi espalda.

«Cuando tenía nueve años, visitaba regularmente la casa que mi papá construía para nosotros. Un día, por curiosidad intenté salir para mirar el terreno. No contaba con que la cerca por la que se entraba y se salía estaba rota y en mi intento por salir, ésta se despegó de los soportes y cayó sobre mí. Las púas se clavaron en mi espalda, y al querer salir la rasgaron con líneas perfectamente horizontales, dejándome cicatrices de por vida» y ahora, esas cicatrices habían desaparecido.

Mi cerebro no asimilaba lo que acababa de ocurrir. Laura y Jem me miraban estupefactas y yo solo miraba el vacío, analizando todo cuidadosamente.

Solo pude concluir algo, necesitaba volver.

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