Los viudos

Indalecio jamás pudo disimular las dimensiones de su verga, ni con pantalones de excelente sastre en la ciudad ni con bombacha campera, amplia y plisada, en su comarca. El mayúsculo paquete se marcaba como un sobremuslo, y ni digamos si veía algún culito que le apeteciera, porque entonces para disimular la carpa tenía que meter la mano en el bolsillo para sostener la inoportuna.

El aviso fúnebre de Indalecio García Fuentes aparecía en todos los periódicos, noticieros de televisión y portales de Internet: se había ido un prócer, que excepto la presidencia del país había pasado por todos los cargos electivos y políticos durante casi cincuenta años.

Sus restos eran velados en el complejo más lujoso de la ciudad, a la sazón atestado hasta casi la puerta de acceso con coronas y arreglos florales, que lucían nombres oficiales y privados de la más variada especie.

Y como no podía ser de otro modo, en torno del féretro principesco en el centro del salón que presidían doña Luisa y Luisita -la esposa viuda y la hija de Indalecio- unas cinco decenas de viudos de edades variopintas, desde los diecisiete o diecho años hasta la cincuentena larga, hacían coro de rezos y llantos por el alma del finado. Porque vamos adecirlo claramente: a Indalecio los coños ni ahí, apenas se casó con la única heredera de interminables tierras y ganadería porque era lo que debía hacerse y se esperaba de él. Cuando la mujer quedó preñada, ambos respiraron. Indalecio porque prefería los culos apretaditos y juveniles; Luisa porque sentía verdadero pavor a la herramienta que su esposo gastaba, y ni bien la sintió por primera vez, se juró que apenas se embarazase haría ofrenda de su castidad a la Virgen, que era madre de un solo niño y bien le había ido.

Indalecio, por su parte, se sintió libre de seguir sus preferencias que si bien se comentaban sotto voce nadie, ni sus más acérrimos oponentes políticos, se atrevían a mencionar en su presencia. También es cierto que, a la hora de escoger lo que coger, hasta los hijos de sus opositores resultaban deseables y más de uno tuvo la osadía de cambiar de partido para complacerle.

Pero Indalecio era selectivo: nunca estaba más de un año con un mozalbete, a quien ubicaba en buen trabajo o ayudaba a hacer una carrera universitaria. Su pasión eran los culos frescos, a los que irremediablemente destrozaba con su tranca. Iremos al grano: eran veintisiete centímetros de verga gruesa, venosa y recta, con un terrible glande en forma de pera que destruía para hacerse paso los más elásticos ojetes. Doy fe, porque en el tiempo en el que fui su “sobrino” predilecto, nunca pudo meterme más de un tercio del total, y eso que era experto a la hora de comer el culo que iba a perforar, inundándolo de saliva, dedos y lubricantes para poder poseerlo... Creo que a lo largo de su vida solo pudo entrar definitivamente en el culo del actual arzobispo, que al apenas introducir la cabeza comenzó a rezar con desesperación, y al constatar que el tremendo tronco le golpeaba la próstata entre llantos y letanías prometió hacerse cura, seguramente sintiendo el llamado en la urgencia del horroroso báculo.

El cadáver expuesto a los ojos del público mostraba con dignidad al ahora anciano prócer, muerto de un infarto a sus setenta y un años después de perforar por primera vez a un chico meritorio, que solicitaba una ayuda para conseguir una casa para su madre. El joven, con buena voluntad y verdadera valentía, esperó pacientemente que Indalecio le introdujera la cabeza en el estrecho culete, y se sorprendió del suspiro del anciano cuando consiguió meterla, esperando el resto que nunca llegó: el cuerpo inerte le cayó encima como una bolsa de papas, y en la caída se salió de su orificio, aún rígido, pudiendo constatar que el benefactor había muerto en su ley.

Por suerte tuvo la idea de llamar al doctor Montaño, que fue quien lo derivara a Indalecio, contarle lo que sucedía y dejar que el médico y correligionario se ocupase de los detalles. Una hora después, munido de certificado de defunción declarando un infarto fulminante mientras revisaba unos papeles en el despacho de su casa capitalina, avisó a la viuda para que acudiese a la capital.

Así, con discreción, llegamos al momento en que, cuerpo presente, era velado en la cochería más tradicional, cajón abierto, blanquísimo sudario y sonrisa esbozada plácidamente debajo del bigote cano del influyente caudillo político.

En eso llega el arzobispo, paramentado y con acólito, a dar las postreras bendiciones.

El muchacho le acerca un hisopo dorado que, curiosamente, hace que los “viudos” se miren de soslayo, atónitos. El hisopo, o mejor dicho su cabezal por donde asperge el agua, era sospechosamente parecido a la cabeza de la verga de Indalecio. Claro que solo la cabeza, el cuerpo labrado era más fino y notoriamente más corto, pero aquel bálano de metal sí que supo arrancar suspiros de recuerdos compartidos, trabajos conseguidos y lágrimas vertidas...

Seguramente el buen arzobispo debía mucho al difunto, porque llenó demasiado el depósito de agua bendita al punto que, al asperger sobre el cadáver, humedeció de tal manera la blanca tela del sudario que provocó que las formas aparecieran debajo de éste con total nitidez. Porque bueno es que se sepa: Indalecio jamás pudo disimular las dimensiones de su verga, ni con pantalones de excelente sastre en la ciudad ni con bombacha campera, amplia y plisada, en su comarca. El mayúsculo paquete se marcaba como un sobremuslo, y ni digamos si veía algún culito que le apeteciera, porque entonces para disimular la carpa tenía que meter la mano en el bolsillo para sostener la inoportuna.

El agua vertida no dejaba lugar a dudas, debajo del sudario y del pantalón del traje seguramente empapado, una parte de Indalecio se negaba a desaparecer sin más, ofreciendo a sus correligionarios, adversarios políticos, directores de entes estatales, legisladores de todos los partidos, miembros de la masonería, clientela partidaria y varias generaciones de culos partidos la insigne visión de su atributo masculino apenas disimulada por una delgada tela adamasquinada...

Menos mal que la hija, que notó el innegable cruce de miradas que iban de la entrepierna del finado a las caras acongojadas que lloraban su recuerdo, pidió que cerraran la caja de caoba porque ya era casi hora del sepelio.

Dos diputados y un veterano senador que inútilmente con sus pañuelos secar el río formado en las pudendas de Indalecio dejaron contrariados su tarea para acercar la tapa que escondería para siempre la arrobadora visión postrera del verdadero símbolo nacional que sirviera de ariete para varias generaciones de prohombres de la patria.

Por cierto, fuimos muchos los que nos peleamos por llevar el féretro hacia el carro que le conduciría a su postrer descanso. El arzobispo, azorado, iba recitando delante, y detrás la viuda y un séquito de viudos rengueantes acompañó el cortejo, ofreciendo con el caminar de piernas abiertas el último homenaje a aquella verga portentosa que abriera tantas puertas de progreso y eficiencia.