Los tres hombres de la casa III

El abuelo ha recibido un dinero inesperado y se ha ido a vivir la vida. En su lugar, a la casa ha llegado Aarón, que ha hecho buenas migas con David y conoce cómo se debe entrenar a hombres beta como Rodrigo.

Aarón era un primo a quien el abu había ofrecido venir a vivir con nosotros mientras él disfrutaba de un crucero bear y los libertinos bailarines de Puerto Vallarta. Sabíamos que existía. Yo nunca le había visto en persona.

Llegó a casa el primer jueves, tras zarpar el abu hacia el paraíso mejicano.

Llamó a mi padre para concretar la hora de su llegada, por si podía ir a recogerle a la estación de autobuses. Rodrigo le dijo que no le venía muy bien porque había quedado con mamá y los abogados por cosas de la separación, así que tuvo que cogerse un autobús para venir. Me tocó quedarme en casa, a esperarle.

Había visto su foto del perfil de whatsapp y me pareció que él sí hacía justicia al abu, no porque físicamente se le pareciera, sino por la masculinidad de desprendía.

En la foto, que se había tomado con la Ciudad de las Artes y las Ciencias al fondo, se le veía un chico grandote, de piel morena. Sus ojos redondos le daban una expresión graciosa y se dejaba crecer barba solo en la papada. Llevaba el cabello corto, muy negro y rapado por los lados.

Cuando llegó a casa y le vi en persona, comprobé que me sacaba la cabeza de alto y era grueso, pero no obeso. Sus ojos eran redondos, de color miel, muy bonitos, y sus labios, gruesos también, tenían la zona interior de un rojo muy vivo, como si se los hubiera pintado. Lo que sí se pintaba era las uñas, de color negro.

Cuando entró, me saludó con un abrazo fuerte, como los del abu. Marca de la casa, pensé.

Por la noche, mi padre lo conoció. Cenamos los tres juntos en la mesita de la cocina. Aarón era muy agradable. No paraba de hablar y preguntarnos cosas del trabajo y los estudios. Tenía un sentido del humor un poco cínico que a mí me hacía mucha gracia. En seguida me sentí como si hubiera llegado un hermano mayor.

Hablamos de cómo nos distribuiríamos para dormir. Como la casa del abuelo solo tenía dos dormitorios, le propuse que compartiéramos cama hasta ver cómo nos apañábamos. A mí no me importaba, le insistí. No quise, de momento, explicarle que me había acostumbrado a dormir acompañado del abu. Creo que acerté, porque Rodrigo tampoco le dio ninguna explicación del motivo por el que se acostaba en mi cuarto. Al final, no pudimos hacerle cambiar de opinión y Aarón decidió que, de momento, dormiría en el sofá.

A medida que pasaban los días, fuimos compartiendo momentos en el balcón, donde teníamos un par de sillas de plástico y una mesita redonda, o en el baño, con lo que le pude observar con más detalle. Como te digo, era un chaval de complexión gruesa, sin vello por el cuerpo. No era grande, sino ¡grandote! Tenía unos muslazos gruesos y redondeados. Las manos, siempre con las uñas pintadas de negro, eran enormes, de las que te hacen pensar cómo será que te pajeen. Sus gemelos y tobillos eran anchos, y sus pies solo podía compararlos a los de un compañero del equipo de baloncesto, Antoñito, que a sus diecisiete años medía dos cero ocho.

Su cuerpo grandote me resultaba atractivo, pero lo que más me gustaba era su carácter cuando estábamos juntos, amable y divertido.

Como te figo, pasaron los días y fuimos cogiendo confianza, cosa que no impedía que echara de menos al abu. Su último whatsapp, por contra, daba a entender que él a mí no tanto:

En ese mensaje, el abu me envió una foto en la que se le veía junto a dos chicos morenitos, un poco más bajitos que él, con el mismo corte de cabello, lo que les daba cierto parecido físico. Los chicos, que no aparentaban más de quince o dieciséis años, tenían la piel bronceada por el sol y no vestían más que unos minúsculos speedos con los colores blanco, verde y rojo de la bandera mejicana. Uno de ellos, el que estaba más definido que el otro, que era más rellenito, tenía dos globos rojos atados a la muñeca que le tapaban una de las tetillas. En la foto sonreían abiertamente a cámara mientras posaban con las manos sobre la panza desnuda del abu, que, solo llevaba puesto un bañador en el que se le marcaba la erección. Les echaba los brazos sobre los hombros y también sonreía. No, definitivamente, no me echaba de menos.

Todo transcurrió con normalidad hasta el tercer viernes, cuando volvimos a ser la familia sexual que somos.

Cenamos los tres en la mesa de la cocina. Cuando acabé, fui al baño a lavarme los dientes. En el armarito estaba el hueco vacío del masturbador. ¡Qué buenos recuerdos...! Mi padre lo había guardado en un cajón de mi mesita de noche para que Aarón no lo viera.

Terminé de asearme y me fui a mi habitación a escuchar música antes de dormir. Ellos se quedaron en la cocina, charlando.

Como suele pasar, tuve ese momento fastidioso en el que te entran ganas de mear justo cuando empiezas a coger el sueño. Miré el móvil. Las doce y veinte de la noche.

Me levanté con la intención de ir al baño. En el pasillo, el reflejo de la luz de la cocina llamó mi atención. Cuando me acosté, ellos también habían acabado de cenar. ¿Aún seguían de tertulia?

Intrigado, me acerqué a la puerta de la cocina, que estaba entreabierta. Por alguna razón, que achaco al instinto y a haber visto cierta cantidad de porno, no encendí la luz del pasillo. Me acerqué, camuflado en la oscuridad.

Como había supuesto, en la cocina seguían ambos.

Aarón, sentado en la pequeña silla que acompaña a la mesita de la cocina, donde seguían los platos sucios de la cena, estaba con el torso al aire. Vi su redondo hombro moreno adornado con un tatu tribal, y una tetilla fofa con un pezón grande, como un fresón, atravesado por un pircing de metal.

—Bueno —le estaba diciendo—, vamos a ver si lo que el abu me ha dicho de ti es cierto.

Aarón separó la silla de la mesa de la cocina y pude ver que no estaba desnudo del todo. Iba con un bóxer negro, de esos que cierran la bragueta con un botoncito, cuya tela arrugada le cubría sus partes. Sus piernotas, recogidas, eran gruesas y cruzaba los pies, sus pedazo de pies, uno sobre el otro. Se veía tan varonil como un lanzador de disco.

Justo frente a sus piernas, arrodillado en el suelo, estaba Rodrigo. Papá... bueno, ya te comenté que era una especie de abu venido a menos, subdesarrollado, con su calvicie, su vello tieso sobre la piel del pecho y su prominente barriga. Si alguna vez había tenido algo de sexy, los años se lo habían atrofiado.

Miré por el quicio de la puerta con curiosidad. Descubrí que en sus manos sujetaba el racimo de plátanos que había comprado esa misma mañana en la frutería del morito, junto al Mercadona. También que estaba desnudo, a excepción de unos suspensorios amarillentos que le quedaban grandes.

Luego me enteré de que a mi padre, esa sensación humillante de verse incapaz de rellenar el suspensorio, le excita. Eso fue después.

Ahora, mi primo estaba flexionando los brazos y marcando bíceps frente a él. Bajo la luz de la cocina, su piel brillaba con un bronceado dorado oscuro, aunque las palmas de las manos eran ligeramente más claras.

—Mírame —le dijo—. Mira qué ejemplar de macho te ha caído del cielo. ¿Vas a estar a la altura?

—Seguro que sí —respondió mi padre.

—No me lo cuentes. Coge uno y demuéstralo.

Me sorprendió pillarles en faena. Desde su incorporación a nuestras vidas, no había detectado indirectas o juegos morbosos entre ellos. Como investigador, se confirma que no tengo precio.

Llegados a este punto, lo más probable es que no pasara nada si entraba. Quizás acabaría, como cuando el abu estaba con nosotros: follándome a mi padre. O pajeándome en su cara. Y Aarón me acompañaría, claro. Viendo la actitud sumisa de Rodrigo, arrodillado en el suelo de la cocina, con los plátanos en la mano, mi primo no necesitaba justificar nada. No iba a ser una cortada de bola que yo abriera la puerta, descamisado como iba, en chanclas y con la chorra por fuera del pijama, y entrara a participar.

Pero no lo hice. No les interrumpí. Me intrigaba mucho saber qué se le había pasado a mi primo por su calenturienta cabeza.

Así que me quedé espiando, agazapado en la oscuridad del pasillo.

Mi primo flexionó los brazos varias veces, ordenándole que mantuviera el contacto visual. Luego, estiró la espalda y se llevó las manos tras la cabeza. Me pareció entrever que hacía un gesto con las cejas y que papá asentía. Fuera lo que fuera lo que iban a hacer, parecía estar ya convenido.

Me toqué la polla. Tenía el capullo húmedo porque me estaba meando, pero, ¿cómo me iba a perder esto?, ¿cómo avisarles de que pararan, aunque fuera solo dos minutos, sin cortar el flujo de energía, la conexión erótica que parecía estarlos envolviendo? Si alguna duda tenía de que no debía perderme el espectáculo mientras aguantara mi vejiga, ésta se disipó cuando vi a mi padre dando vueltas al racimo de plátanos, elegir uno y, de un tirón, arrancarlo de los demás.

Era un plátano curvo, ancho, con algunas pintas negras en la cáscara, como de un palmo de largo.

El resto del racimo lo dejó sobre la mesita, junto a los platos.

Empezaba a hacerme una idea de por dónde iban a ir las cosas, aunque no acerté del todo.

Aarón se desabrochó el botoncito del bóxer. Acto seguido, extendió una mano para que Rodrigo, solícito, le entregara el plátano como un perrito entrega al amo su juguete favorito. Lo observó, como si le diera el visto bueno. Luego, metió uno de los extremos por dentro de la bragueta abierta del bóxer, y volvió a llevarse las manos a la nuca. El plátano parecía su polla erguida.

Mi padre, de rodillas, se inclinó hacia él hasta que su cara quedó a pocos centímetros de la fruta. Separó los labios y, con la punta de la lengua, lamió la dura piel moteada de la base, junto a la bragueta.

—Mírame —ordenó Aarón.

Rodrigo levantó la mirada. Me pareció que se sonrojaba. Quizá su cuerpo se estaba calentando, o quizá era la vergüenza de verse sometido a un chaval más de veinte años menor. El caso es que se le puso la cara como una cesta de tomates.

Llevó la punta de la lengua por la moteada piel hacia arriba, hacia el pedúnculo duro que lo había mantenido unido a su racimo hasta que él lo había quebrado. Mi primo, con sus manos en la nuca, marcando bíceps, levantó la cabeza y entrecerró los ojos.

—Continúa —dijo.

Su expresión era de estar disfrutando, y eso me rayó. No le estaban lamiendo la polla, sino un puto plátano. Pero sus gestos de placer parecían tan reales que me hicieron dudar. ¿Era un experto fingiendo? ¿O podía haber alguna forma de transmisión, de sugestión para el cerebro, que le hiciera sentir de verdad el placer de la mamada?

A lo mejor no era tanto. A lo mejor el placer se lo causaba el estar humillando a mi padre, obligándole a vestir de manera ridícula y a lamer una fruta porque le negaba su rabo, que era, en realidad, lo que él ansiaba.

No estoy seguro. Yo, que los vi, te digo que mi padre disfrutaba con su lengua sobre ese plátano gordo y largo que mi primo se había puesto entre las piernas, a modo de polla; le daba lamidas lentas y cuidadosas, como si el plátano fuera sensible a ellas.

Entonces, Aarón le agarró por los pocos pelos que le quedaban en la coronilla y le hizo detenerse. Rodrigo tenía los labios encarnados, brillantes de saliva.

—Por el momento, no vas tan mal —dijo.

—Dámela, por favor —suplicó mi padre, arrodillado, con voz aguda—, la deseo tanto...

—¿Que te dé mi polla? No te la has ganado todavía, mamón.

—Chupar esta mierda no es lo mismo —se quejó.

—¿Te crees que con pedirla es suficiente? —dijo, y le soltó una suave bofetada en la mejilla—. Si es tu placer lo que buscas, Rodrigo, vas muy desencaminado. Anda, deja de lloriquear y métetelo en la boca, a ver qué sabes hacer.

Con la mano dentro de mi pijama, me sobé la zona dura tras los testículos, sin llegar tocar mi ano. Me encanta ese gustito ahí. El pis había perdido urgencia.

Aarón le soltó la cabeza y estiró las piernas, obligando a papá a echarse a un lado. Calculé que, del plátano, debían de estar visibles unas dos terceras partes, aproximadamente. Unos doce o quince centímetros, más o menos, de amarilla curvatura sobre sus gayumbos negros.

—Por favor —insistió Rodrigo—, es una tortura tener tu polla tan cerca y no poder chupártela...

Mi primo le agarró la cara del mentón, arrugándole las mejillas con sus dedos gruesos.

—No —dijo, tajante—, aunque ver cómo suplicas me la pone dura.

—Sí es que la veo, te está palpitando bajo de la tela... ¡Y me llega toda su fragancia!

—¿Fragancia? —se burló—. Anda, mamón, cállate y descapúllamelo .

Le mantuvo la cara agarrada unos segundos más, mientras se miraban a los ojos. Creí que le iba a escupir. Yo lo hubiera hecho.

Cuando le soltó, Rodrigo asintió, en un gesto de acatamiento. Le vi humedecerse los labios con la lengua antes de sujetar, con una mano, el plátano por la base, y, con la otra, agarrar el pedúnculo de la punta superior y tirar fuerte de él. La piel moteada se curvó y agrietó por los lados, pero no se rompió.

Sin soltar la base del fruto, forcejeó con el pedúnculo, moviéndolo en círculos.

—Déjalo —le regañó Aarón, con el ceño fruncido—, ya lo hago yo.

Rodrigo soltó el plátano y miró al suelo, abochornado. Mi primo, con un movimiento de la muñeca, tronchó al primer intento la parte endurecida de la piel. La punta redondeada de la fruta asomó desde el interior.

—¿Qué difícil, no, Rodrigo? —dijo, con tono prepotente—. Ahora, bájame la piel y ponte a chupar.

Sin responder, mi padre se acodó sobre el muslo de mi primo, sujetó de nuevo el plátano y deslizó la primera tira de piel amarilla hacia abajo, hacia el bóxer. Luego, repitió la operación con las otras tres tiras en las que la cáscara moteada se había cuarteado.

—Ahora, usa la boca —ordenó Aarón, al ver el fruto pelado entre sus piernas.

Mi padre dejó escapar un suspiro y acercó, de nuevo, sus labios al plátano pelado.

Dejé de acariciarme bajo los testículos. Me cogí la polla y empecé a pajearme. Si no conseguía aguantar, me mearía en el suelo del pasillo. Ya pasaría la fregona luego.

O mejor: le ordenaría a Rodrigo que la pasara él.

Eso tendría que ser más tarde, porque ahora estaba ocupado, concentrado en deslizar su lengua por el lateral de la fruta, ya no sobre la piel sino sobre la carnosa pulpa blanquecina. La lamió por un lado, subió la lengua hasta la punta y la bajó por el opuesto.

Aarón cerró las piernas. Yo también pude ver, bajo las arrugas negras de su bóxer, que se le dibujaba el cilindro de su polla junto al muslo. Mi padre, que seguía con sus brazos apoyados sobre ese muslo, no pudo evitar mirarlo.

Después, se metió en la boca la punta del plátano.

Empezó a chupar lentamente, en círculos, como quien chupa el glande de un rabo. Mi primo empezó a gemir.

—Así... —dijo con voz grave—, así..., chúpamela..., pon la lengua sobre los dientes de abajo... eso es... cúbrelos con la lengua... eso... así solo tienes que tener cuidado con los de arriba...

Recordé haber visto, hace tiempo, un vídeo en internet: se veía el cuerpo de un hombre, tumbado en una camilla, con su pene erecto. Junto a él, unas manos sujetaban una polla gruesa de látex, con su frenillo y sus venas por el tronco, color carne, muy realista. Las manos estaban pajeando la falsa polla junto a la real, que se mantenía tiesa sin que nada ni nadie, en apariencia, la estimulase. A lo largo del vídeo, que no duraba mucho, veías la polla, sola, y las manos pajeando el juguete de látex, subiendo el ritmo, cada vez más y más rápido, más, más, más, más hasta que, en un momento dado, la polla real, sin que nadie la tocara, empezaba a eyacular a chorros, leche a borbotones durante, al menos, doce o quince segundos. Así acababa la cosa.

La primera vez que lo vi, me hice una paja con él. Luego, en frío, pensé que tenía que ser una grabación falsa, un fake.

Ahora, viendo a mi primo, empecé a creer en la idea, la excitante posibilidad, de que el cerebro fuera capaz de generar este tipo de conexiones.

Por su forma de bufar, Rodrigo le estaba haciendo una mamada en toda regla... a su plátano. Sus reacciones de placer no parecían ser fake .

Me bajé el pijama hasta las rodillas. Me agarré la polla, retiré mi piel hacia atrás. Con un dedo, esparcí el precum por la punta de mi capullo.

Tras un largo bufido, Aarón comenzó a mover la pierna que Rodrigo no utilizaba como punto de apoyo de sus brazos. Su rodilla iba y venía creando un arco suficientemente amplio, supuse, para generar una placentera presión en sus testículos, o algún roce entre su glande y los bóxers. Creo que podría haber movido también la otra, pero no lo hacía porque Rodrigo estaba apoyado y para evitar que la fruta se cayera al suelo.

Mi padre había detenido sus lamidas. Con el plátano entre sus rojos labios, esperó que mi primo le devolviera la mirada, y, cuando lo hizo, le vi separar los labios, mostrando sus blancos dientes sobre la pulpa azucarada.

Le dio un mordisco, no más que un pellizco con los dientes, un bocadito con el que arrancó un trocito de la pulpa del tamaño de una gominola pequeña, pero que hizo estremecer al grandullón como si un calambrazo de placer le hubiera atravesado la polla.

—¡Uf...!

A mi padre se le escapó una sonrisa. Masticó, tragó el bocado y volvió a chupar durante unos segundos, hasta que, de nuevo, separó los labios, y estremeció a su sobrino con otro mordisco.

Con el tercero, Aarón se tapó la cara con ambas manos, jadeando de gusto, y le llamó cabrón, cabrón, cabrón, tres veces.

Así, a mordisquitos que sacudían al grandullón con espasmos de placer en la silla de la cocina, mi padre se comió, poco a poco, despacito, como le había pedido, el plátano que le había puesto entre los muslos, hasta dejar solo la cáscara vacía.

Cuando eso sucedió, cuando acabó de comérselo, yo ya me había corrido. Fue en el momento en que mi primo meneaba su rodilla y le llamaba cabrón, cuando sentí llegar el punto de no retorno, el momento en el que el escroto se contrae como si unos dedos lo estrujaran y la polla se te pone tan dura que sientes el orgullo masculino concentrado en tu entrepierna, en tu rabo, en una polla que aún tiene muchos buenos ratos que ofrecerte, muchos culos que romper, muchas gargantas que regar y estómagos que llenar. En ese momento me tapé el capullo con la mano y, por alguna razón, me subí la cintura del pantalón del pijama para correrme en él. No sé por qué lo hice, aunque luego supe darle una buena salida al pijama lefado.

Encogido, con un hombro apoyado en la pared del pasillo, expulsé sobre la tela los chorros de lefa que la paja me había ido acumulando en los huevos, mordiéndome el labio para tratar de apagar mis gemidos y no ser descubierto en el peor y mejor momento.

Cuando acabé de limpiarme la lefa con el interior del pijama, estiré el cuello para ver qué estaban haciendo.

Mi padre, con el suspensorio por las rodillas, trataba de encajar una llave en la cerradura de un candado minúsculo que cerraba los barrotes de acero que enjaulaban su pilila. Mi primo estaba de pie, junto a él, mirando hacia el quicio de la puerta, mirándome a mí.

—Primito —me dijo—, anda, pasa.

Con mis dedos oliendo a semen, empujé la puerta y entré en la cocina.

—¿Te ha gustado el espectáculo? —preguntó.

—Joder, ¡mira cuánto! —respondí, enseñándole los dedos y el pijama pringosos.

—Aarón —dijo mi padre—, no... no consigo abrir el candado este de los huevos...

—A ver si no va a ser esa la llave —dijo, en tono irónico.

—¿Que no es...? Aarón, ¡no me jodas!

Mi primo levantó las manos e hizo una mueca de no saber.

—Hostia, que me duelen los huevos, ¡coño!

Comprendió que Rodrigo empezaba a estar realmente enfadado y eso ponía fin al juego.

—Vale, vale, ¡no te enfades! Está en tu habitación —confesó, al fin—, bajo la almohada.

Con los pasos cortos y rápidos de un pingüino, por tener el suspensorio por las rodillas, mi padre salió de la cocina sin mirarnos.

—¡De nada, eh! —gritó mi primo al pasillo. Luego, abrió uno de los armarios, sacó su taza de Darth Vader y me dijo: —Me voy a hacer un cola-cao, ¿me acompañas?

—Vale.

Cogió otra y puso ambas en la bancada de la cocina. De la nevera sacó el cartón de leche.

—Entonces, ¿qué? —dijo, mientras las llenaba—, te lo has pasado bien en el pasillo, ¿no?

—Buah...

Cogí las dos tazas llenas, las metí en el microondas y pulsé el botón del café.

—Oye, dime una cosa —dije, mientras las veíamos girar en su interior—. ¿En serio sentías la mamada?

—El mejor afrodisíaco lo tenemos aquí, primito —dijo él, tocándose con el dedo en la sien.

Pasado el minuto, sacamos las tazas del micro. Echamos una cucharada de cacao en polvo en la leche humeante y removimos la mezcla.

—Vamos al balcón —propuso.

—Esperame allí.

—¿Dónde vas? —preguntó.

—Al baño.

De repente, la vejiga volvió a decir aquí estoy. ¡Y de qué manera!

Corrí por el pasillo, aguantando la presión de la inminente orina. Entré en el baño en el momento justo en que el chorro se me escapaba del pito. Me la saqué por la cintura del pantalón y me bajé los calzoncillos de Chico Bestia. A medida que soltaba la tibia meada, me fui sintiendo más aliviado.

Cuando terminé, me la sacudí varias veces. Unas gotas de orina habían manchado la cintura del pantalón. Entonces, supe para qué me había corrido en él.

Con una mano apoyada en el lavabo, me quité el pijama. Tras ajustarme mis calzoncillos rojos de Chico Bestia, fui a la que había sido mi habitación, que ahora era la de Rodrigo, y toqué a la puerta.

—¿Puedo?

Rodrigo estaba desnudo, echado sobre la cama, con las piernas levantadas en forma de uve. En el culo se le veía la base de su dilatador. A su lado, sobre las sábanas, estaban el candado y las llavecitas.

Se estaba meneando su corta polla amoratada. Varias gotas lechosas le brillaban en el vello púbico. Una, bien gorda, resbalaba por su cadera hacia la sábana, dejando el mismo rastro en su piel que la baba de caracol.

—¡Toma! —le dije, lanzándole el pijama lefado a la cara—, ¡para ti!

Y salí sin esperar respuesta.

Mi primo, con su bóxer negro ancho, me esperaba sentado en una silla de plástico del balcón. Con una manchita de orina en mis gayumbos rojos, me senté en la otra, a su lado. Mi taza estaba sobre la pequeña mesita redonda.

Cuando la cogí, el calorcito del cacao, en contraste con la brisa de la noche, me erizó la piel de los brazos.

Bebí un sorbo y miré a Aarón, que se había recostado en su silla, con las piernas separadas. A pesar del volumen de sus muslos, las perneras le quedaban holgadas.

No pude evitar mirar su entrepierna.

—Se te van a helar las bolas —bromeé.

Él sonrió y bebió de su taza.

—Saca los cucuruchos —dijo.

—¿De qué sabor las tienes?

—Llevo días sin ducharme, ¡a saber!

Nos reímos juntos.

—Sería una buena foto —insistió—, un cucurucho de galleta con mis pelotas encima.

—Yo no la pondría de perfil del whatsapp —dije.

—Yo sí. En el del curro.

Volvimos a reír. Luego, le informé:

—Menuda corrida me he pegado.

—Bien rica, primito.

Di un sorbo a mi cacao. Desde nuestro tercer piso, veíamos la calle desierta, iluminada por el flujo amarillo de las farolas. Enfrente, otro edificio con algunas ventanas iluminadas.

—Me la habéis pegado bien —dije.

—¿A qué te refieres?

—A que no he pillado nada estos días entre vosotros —expliqué—. O sea, que no he sospechado nada hasta que os he visto en la cocina.

Mi padre llegó y se apoyó en la barandilla del balcón. Se había puesto una bata azul atada a la cintura que cubría hasta las pantuflas, del mismo color.

—¿De qué habláis? —preguntó.

—De fotos del whatsapp —dije—. Y de lo callado que lo teníais.

Rodrigo sacó una cajetilla de tabaco y un mechero del bolsillo de la bata. Encendió un cigarro y soltó una bocanada de humo. Se lo ofreció a Aarón, que lo rechazó.

—¿Te has enfadado? —preguntó; yo negué con la cabeza. —Mira, hijo. Sé que hemos formado una familia rara de cojones. Pero siempre hemos tratado de protegernos entre nosotros.

—De valeros por vosotros mismos —dije, recordando la conversación con el abuelo.

Frente a nosotros, las luces de dos ventanas se apagaron casi a la vez. ¿Qué hora debía de ser ya?

Papá siguió hablando mientras miraba el cigarrillo consumirse entre sus dedos:

—Cuando tenía más o menos tu edad, tu abuelo me llevó a un prostíbulo. Era otra época, claro, no se lo afeo ni nada. Lo hizo porque así se hacían las cosas entonces.

»Fue mi primera experiencia y fue bastante traumatizante. No por la chica, que fue muy cuidadosa conmigo. Sino porque me di cuenta de que no era exactamente lo que mi cuerpo pedía.

»Se ve que el abuelo le preguntó y la chica le dijo que yo había cumplido, pero que hablara conmigo porque parecía que algo no iba bien. Se ve que le insinuó que podía ser gay. Qué vergüenza pasé cuando llegamos a casa y me lo preguntó. Le dije que no, que solo había sentido que los tocamientos de ella no me habían excitado como se supone que tenían que hacerlo. El abuelo me bajó los pantalones y los calzoncillos. Se ve que quería asegurarse de que no era algo físico.

»A raíz de ahí, fue cuando comenzó todo el entrenamiento.

—¿Entrenamiento? —pregunté, con mi taza calentando mis manos—, ¿qué es eso del entrenamiento?

Mi padre volvió a dar otra calada al cigarrillo. Aarón le miraba, en silencio.

—Bueno... Pues eso, cosas... cosas que hacer para conocerme mejor. Me preguntaba cosas íntimas, si me gustaba esto o lo otro, cómo me sentía... Empezamos a ver porno juntos y... Yo sentía que me excitaban ciertas cosas... Incluso nos escapamos un fin de semana a Madrid, a Chueca, porque él seguía erre que erre.

—Cuando me habló de ti, al principio, también lo pensé —dijo Aarón.

Mi padre miró la colilla, casi consumida, entre sus dedos. Buscó algún lugar donde apagarla, luego miró por la barandilla hacia la calle. Finalmente se agachó y la restregó contra el suelo del balcón hasta que la brasa dejó de humear.

—Creo que soy bi. Con tu madre fui feliz, aunque a partir del tercer año las cosas empezaron a ir mal entre nosotros. Aguantamos porque estabas tú, hijo, pero como ves, en cuanto has crecido, hemos puesto fin a la relación.

»Con el abuelo experimenté muchas cosas, creo que conmigo lo hizo bien. Ojalá yo contigo lo haga la mitad de bien que él conmigo. En fin..., voy a ducharme. Nos vemos por la mañana. No os acostéis muy tarde, empieza a refrescar.

Volvió a darme un beso en la frente, que me sonó tan sincero como el primero que me dio cuando todo se desveló, y regresó adentro de la vivienda.

Bebí el último trago de mi taza la leche con cacao, que se había quedado frío.

—En el fondo —dijo Aarón, cuando nos quedamos solos—, a tu padre la van las pollas. Le va ser lo que llaman un beta.

—¿Un hombre beta? ¿Pero eso existe?

—Hay más de los que te crees.

Miré al cielo oscuro, buscando la luna.

—Pensaba que era un invento de las películas. Otra manera de llamar a los pasivos.

—No. Un pasivo puede ser muy activo, muy macho, para entendernos. Estar en experiencias y sensaciones a la misma altura del activo. Al beta lo que le gusta es ser humillado, se excita siendo servil con otros hombres y su principal órgano sexual no es la polla.

—¿Ah, no?

—¿No has visto que hay tíos que no se les pone dura cuando les dan por culo?

—Ya. Pero no es que el porno sea la mejor fuente de información, precisamente.

—Es verdad, es una mala fuente de información. Pero esto que te digo, les pasa a muchos tíos. Los pasivos pueden estar empalmados porque su órgano principal sigue siendo la polla, aunque disfruten de su culo. A los beta, no. Normalmente, no se les pone dura. Su órgano básico es otro. La boca o el culo. En el caso de tu padre, dice el abu que prima el culo. Yo no estoy tan seguro.

»Eso es lo que tu abuelo le ayudó a entender, lo que tu padre tuvo que aprender a poner en palabras para entenderse a sí mismo.

Hacía frío como para seguir en el balcón casi en pelotas, por lo que decidimos irnos a dormir.

Al levantarnos, le vi la polla balancearse dentro de sus bóxers.

—Oye, ahora que caigo, tú no te has corrido.

—No te preocupes. Ahora estoy de puta madre. Súper erotizado.

—¿Erotizado? —pregunté, extrañado—, ¿no querrás decir cachondo perdido?

Volvió a reír, con una sonrisa blanca y amplia. El óvalo de sus mejillas era muy bonito. La barba de la papada le perfilaba la curva de su mandíbula y barbilla. En la penumbra gris del balcón, me di cuenta de que mi primo tenía una belleza muy bonita. Por decirlo así.

—No exactamente —respondió—. Estoy lo suficientemente cachondo como para inventar jueguecitos, pero no tanto como para tener que correrme —cogió ambas tazas por el asa y añadió: —Tu abuelo dice que se me nota porque se me sonrojan las mejillas más de lo normal.

Miré el cielo negro. La luz artificial ocultaba las estrellas. Definitivamente, no había luna.

El abu, allí en el Caribe, seguro sí veía las estrellas. Las de los buenos polvos.

—¿En qué piensas?

—En los polvos de estrellas... Y en lo que es la vida. Resulta que lo que al principio me pareció una putada...

—¿La separación de tus padres?

—Sí... pues, al final, ha sido lo mejor que me ha pasado en la vida. Incluso te diría que lo mejor que le ha pasado a papá. Supongo que mamá no entendió su sexualidad.

—Las cosas no son ni buenas ni malas, son según las interpretemos.

Sin volver a hablar, regresamos al salón. Aarón se dirigió al sofá, donde dormía desde la primera noche, a pesar de mi insistencia en que compartiera conmigo la cama de matrimonio.

Entré en la cocina, a dejar las tazas en la pila. Cuando salí, él me llamó:

—¡Oye, primito!

Me giré. La barriga dorada le quedaba sexy sobre el abultado bóxer. Miré sus manos, enormes, apoyadas en el respaldo del sofá.

—¿Puedo dormir contigo? Hoy... no me apetece dormir solo.

¿Qué podía decirle?

Cogió su almohada y entramos en el dormitorio. Antes de acostarnos me dio un abrazo que me recordó al abu. Yo también le rodeé el cuerpo con mis flacos brazos. Así, abrazados, me besó en el cuello y dijo gracias.

Una cosa te digo: qué de puta madre se sienten esos abrazos de los chicos grandotes. Deberían ser Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Como el tango, la caligrafía china o el carnaval de negros y blancos de Colombia.

Nos acostamos en la cama de matrimonio. Me recosté de lado y enseguida me abrazó por detrás, en plan cucharita y el cucharón. Sentí su polla apoyada en mis nalgas.

—¿Para qué pedías cucurucho —dije, moviendo el culo—, si ya lo traías puesto?

—Qué gilipollas eres tú también.

Me reí.

Pasó un brazo entre mi cuello y la almohada, el otro por encima de la cintura y me abrazó. Subió una pierna encima de la mía. Si apretaba más, acabaría colándome en su barriga.

Pero no me sentí incómodo. Al revés, me sentí arropado, envuelto en la nube cálida que era su cuerpo.

—Oye —dije en la oscuridad—, si se me ocurren juegos como lo del plátano, ¿querrías jugar conmigo?

Acomodó sus manos a la altura de mi pecho. Su aliento en la nuca me provocó un escalofrío por la columna.

Me gustaría probar el sexo contigo, estuve a punto de soltar.

—Claro, primito —susurró, rompiendo el silencio del dormitorio—. Tengo amigos beta que se mueren de ganas por dejarse hacer cosas por chicos flacos como tú. Ya verás. Te divertirás siendo un cabroncete.

Pensando en si debía decirle que lo fuera conmigo, me dormí.

Sinceramente, yo creía que no le gustaba. Mientras que a Rodrigo ya lo había puesto a sus pies, conmigo no había intentado nada.

Además, ambos teníamos el mismo rol. Él no me ubicaba como beta, la víctima de sus jueguecitos, cosa que, además, yo ni lo era ni quería serlo. A mí, como a él, me gustaba mandar, ser borde, el cabroncete que jode hasta el final, hasta que, cuando te crees que todo ha acabado, aún te da la llave que no es, para llevar el puteo, aún, un poquito más lejos.

Tenía muchas ganas experimentar con él, de conocer a alguien como Rodrigo, un beta, por usar su misma palabra. De putearlo entre los dos. Los dos juntos.

Porque debía aceptar que yo a él no le gustaba. Sentir algo por Aarón sí que sería una putada.

Por la mañana, mientras desayunábamos en la cocina, Aarón me dijo:

—Oye, estoy pensando en lo que hablamos anoche. Se me ocurre que podemos hacer una quedada en algún chalé o una casa de campo. Solo los hombres de la familia. Tú, yo, Rodrigo y el abu cuando vuelva.

—No suena mal —dije.

—Tenemos la pasta que dejó el abu, ¿no? Puedo mirar el precio de los alquileres y avisar a un par de colegas que se ponen locos con twinks como tú. Ya lo verás, nos lo pasaremos muy bien.