Los tres hombres de la casa II
Los roles en casa se han definido. David, ahora, es el amante de su abuelo; se aplica en complacerle y ser complacido por su experiencia y sabiduría. Mientras, Rodrigo, su padre (e hijo del abu), ha ocupado el lugar natural que le corresponde en el triángulo familiar.
Desde ese momento, todo cambió en nuestra rutina diaria.
Yo llegaba de clase una hora antes de que papá llegara de trabajar. Durante esa hora, me ponía en la mesa del comedor a hacer tareas o estudiar mientras el abuelo cocinaba, hacía la compra o ponía alguna lavadora.
Me costaba concentrarme, pero el abuelo me enseñó que debía aprovechar el tiempo.
—¿Por qué, abu? —le dije el primer día—. Me muero de ganas de tumbarme en el sillón y que me la metas.
—Tienes que trabajarte esa ansiedad —dijo él—, que aprender a demorar la recompensa. Te irá mejor en la vida. Y también tenemos que esperar a tu padre. Quiero enseñarte cómo le gusta que le traten.
No estaba bien, pero esa frase me puso tan cachondo que aún hoy la uso.
Cuando ligo con algún chico, en algún momento de la conversación, cuando ambos ya sabemos lo que va a pasar, busco el momento adecuado para soltarla:
—Enséñame cómo te gusta que te traten.
Volviendo a mi historia, cuando mi padre llegaba de la oficina, siempre hacía lo mismo: entraba en su habitación, se quitaba el traje y se daba una ducha. Luego, en chándal o pijama, venía al salón con nosotros, o salíamos al balcón, si hacía bueno.
—Entenderás, Rodrigo —dijo el abuelo a mi padre, una tarde—, que ahora el chico ya es un hombre. Ya somos tres hombres en la casa.
—Claro, papá —asumió él.
—Una vez que hemos puesto las cartas sobre la mesa, David, mi nieto querido, ha subido el escalón que necesitaba subir. Desde este fin de semana, dormirá conmigo en mi cuarto y tú lo harás en el suyo.
Mi habitación era la mitad que la de ellos, con una cama de noventa centímetros y las estanterías llenas de revistas de videojuegos y libros del instituto.
—Papá —dije—, esto no me lo había dicho.
—Yo no estoy dotado para enseñarte lo que necesitas saber, hijo —dijo mi padre—, pero el abuelo sí.
—Tú no estás dotado para muchas cosas, te salva que eres un gran currante.
—Gracias, papá —le dijo mi padre, mirando al suelo.
—Está decidido. Tú y yo, querido nieto, necesitamos pasar tiempo juntos.
Yo me dejaba llevar ciegamente por el abu. Era como ir por un túnel oscuro cogido de la mano de alguien. Sabes que acabarás en algún sitio luminoso, pero no sabes dónde ni cuándo. El abuelo me daba la información justa.
—Abu, ¿tengo que hacer mudanza? —le pregunté.
—Solo trae algo de ropa, la pondremos en el armario. Pero tu padre no quitará la suya. Así, cada vez que necesite un pantalón tendrá que entrar en nuestra habitación.
—Más de una vez nos pillará follando.
—Y más de dos —dijo con una amplia sonrisa bajo su barba blanca.
La conversación terminó así. Nos fuimos cada uno a hacer nuestras cosas y no hablamos más hasta la hora de la cena.
Salí de mi cuarto, hambriento. Me extrañó ver a papá en la cocina, preparando los filetes de pollo. Casi siempre cocinaba el abu.
—Qué sorpresa —dije al llegar al salón—, ¡papá cocinando! Saca la cámara para inmortalizarlo.
El abu, sentado en el sofá, veía las noticias.
—A partir de ahora, David, eso también va a cambiar.
Me quedé de pie, junto al sofá, mirando a mi abuelo, ese Papá Noel de barba recortada que me estaba enseñando a ser un hombre.
—Abu, ¿hay más cosas que vayan a ser diferentes?
El abuelo golpeó el asiento del sofá con la mano para que me sentara. Luego se levantó, cogió un cojín y, con un suave agarrón de mi hombro, lo colocó en mi espalda. Después, tiró de mis piernas, dejándome acostado sobre la tela rellena.
—Voy a quedarme en calzoncillos —explicó, mientras se quitaba su camiseta de tirantes—, te voy a separar tus patitas para echarme encima de ti —hizo una pausa; con lentitud, se abrió el botón del pantalón, bajó la cremallera y se lo quitó—. Te voy a frotar mi polla como si te la estuviera metiendo mientras te acaricio el pecho, nieto querido, y luego te voy a besar y tú me vas a chupar mis tetillas. ¿Has entendido?
Su voz había sonado grave, segura.
La expectativa me puso el cuerpo del revés.
—No lo hacemos en la habitación... para que nos pille, ¿verdad?
—Verdad. Ahora, sepáralas...
Recoloqué el cojín bajo mis riñones. Separé mis flacas patitas, como a él le gustaba decir. Puso los puños a ambos lados de mis costados y se me echó encima. Sus calzoncillos, amarillentos por la bragueta, parecían rellenos de pelotas de tenis.
Levanté mi cuerpo para llegar con la cara a su cuello. Aspiré dos o tres veces. Quería quedarme con ese aroma de macho sudado en la cabeza. Luego, forzando el cuello, le mordí una tetilla. En seguida se dejó caer encima de mí, cubriéndome con sus cien quilos de peso, con el cuidado necesario para no impedirme la respiración.
Alcé las piernas y le abracé con ellas. Su corpachón estaba sobre el mío, mirara por donde mirara solo lo veía a él: sus hombros, sus brazacos, su barba blanca, su barriga dura.
Su paquete aplastaba mi sexo. Lejos de incomodarme, sentirme aplastado me provocó un placer intenso que me recorrió de arriba a abajo, como una corriente eléctrica que circulara por circuitos invisibles instalados en los poros de mi piel.
Aplastado bajo sus cien quilos, separé los labios. El abu me pasó su lengua por ellos antes de metérmela hasta la campanilla.
—Abu... abu... qué bien besas... —jadeaba, cada vez que nos separábamos para tomar aliento.
—Qué rico estás, nieto querido... qué ricas tetas tienes...
El abu incorporó su torso. Se quedó erguido entre mis piernas, con su paquete sobre el mío. Desde abajo vi su panza adornada por abundante pelo blanco que subía hasta las tetas y le rodeaba los pezones. Llevó sus manos a ellos para pellizcárselos. Yo le puse las mías sobre su tripa. Le palpé la carne de su barriga. Estaba dura.
Entonces, a su espalda, descubrí la figura de mi padre. Estaba sentado en una silla, con los pantalones por las rodillas y su polla. Mejor dicho, su picha.
A simple vista, se veía que polla era una manera generosa de denominarla. Aunque estaba tiesa, no conseguía ser como la mía ni mucho menos como el rabo del abu, ni en tamaño ni en grosor. Muy fina, nada cabezona. Un lapicero con dos gomitas de borrar.
—Abu, mira...
Mi abuelo miró por encima de su hombro. Al verlo de esa guisa, le preguntó si había terminado de preparar los filetes. Mi padre asintió.
—Entonces, ven a darnos el postre por adelantado.
—Cuando te lo pongas encima —dijo él.
Ambos parecían entenderse, con una especie de lenguaje propio, porque el abu supo a qué se refería.
—Nieto querido, ven, levántate. Deja que yo me siente y te sientas sobre mí. No, así no, de espaldas. Eso es. Ahora levanta un poco las piernitas. Así. No, no te muevas, yo te aguanto por las nalgas.
Me quedé sentado sobre el abuelo. Ambos seguíamos con los calzoncillos puestos. Noté su bulto palpitando bajo mis testículos.
—Ahora, Rodrigo —dijo mi abuelo a mi padre—, le comerás el agujero a tu chico.
—Sí, padre.
—Y hazlo bien, que es su primera vez y debes quedar a la altura.
Elevé las piernas. Las grandes manos del abu, situadas en mis nalgas, las levantaban desde abajo.
Mi padre dejo la silla y, de rodillas, caminó hasta quedar frente a mi culo.
—¿Hueles su ojete? —le preguntó el abu, tirando de mis cachas hacia arriba.
En lugar de responder, mi padre hundió su cara entre mis muslos.
Se me escapó un gemido cuando sus labios besaron mis testículos por encina de la tela.
—Parece que no lo estás haciendo tan mal... —dijo el abuelo, riéndose—. Ahora, quítaselos.
Levanté aún más las piernas, dejando que el peso de mi cuerpo recayera sobre el torso del abu, que no parecía estar incómodo. Con el calor de su pecho desnudo abrasándome la espalda, vi las manos de mi padre en la goma de mis calzoncillos. Tiró del elástico para quitármelos. Para ayudarle, junté las piernas.
El calzoncillo rebasó mis muslos, mis bolas asomaron aprisionadas entre ellos.
Mi padre me dio un furtivo lametón con la lengua en ellas y continuó con la tarea de desprenderme de la última prenda que vestía.
Deslizó mis gayumbos, sobrepasando rodillas y gemelos, hasta que me los sacó por los pies, que seguía manteniendo en alto.
Luego, con un estremecimiento, volví a abrirme de piernas.
Con sus manazas en mi cintura, el abuelo me reubicó sobre su cuerpo. Ahora, su protuberancia estaba encajada entre mis nalgas desnudas.
—¿La estás notando, verdad, nieto querido? —me preguntó, ciñendo sus dedos a mi cintura—. ¿Notas cómo se me ha puesto contigo?
—La noto, abu... —respondí, agarrado a sus muñecas—. ¿Estás cómodo?
—Sí. Voy a sujetarte las patitas. Tu padre debe comerte el culo antes de cenar.
—¿Me va... a comer el culo? —pregunté.
—¿No quieres?
Mi polla palpitaba, descapullada, contra mi espeso vello púbico.
—Abu, yo... me muero de ganas...
—Tiene que hacerlo... Es su tarea de hoy.
No pregunté más porque, de repente, sentí unos dedos elevando mis testículos y otros abriendo la carne de mis nalgas que ocultaban mi ojete.
Mi padre volvió a la carga, a hundir su cara en mi culo, pero, ahora, ya sin los calzones de por medio.
—Lámele el ojete al chico —oí decir a mi abuelo con voz ronca—, luego el perineo...
Cerré los ojos. Me abandoné a las sensaciones físicas que me atravesaban, con mi cuerpo sobre el del abu. Unas manos, supongo que las suyas, me sujetaron por la parte posterior de los muslos y me los levantaron.
Unos dedos tiraron de mis bolas hacia arriba. La lengua húmeda de mi padre se paseó por la sensible piel que hay entre ellas y el ojete, lamiendo con delicadeza la dura protuberancia que se me marcaba, como un hueso largo, bajo la piel.
—...ay... ...ay... ...qué gusto...
—Es el cuerpo interno de tu polla, nieto querido —me susurró el abu—. A los flaquitos como tú se os marca mucho ahí abajo. Es un punto G que tenéis los twinks. Quien conoce ese secreto de vuestros cuerpecitos, sabe lo que tiene que hacer con vosotros en la intimidad...
Quise agradecerle el descubrimiento, pero era incapaz de hablar. Tenía tal nivel de calentura que empecé a tiritar. Con el ojo del culo a la vista, me sentí expuesto, vulnerable, pero, a la vez, sentí una oleada de intensa confianza. Confiaba en la experiencia del abuelo y en la capacidad de obedecer de papá.
Con su mano aún cubriendo mis bolas, sentí que la lengua carnosa regresaba a mi ojete. El músculo frío y mojado culebreó sobre mi ojal, haciéndome vibrar con otra sensación, diferente pero igual de deliciosa, que superaba con creces lo que hacía últimamente en la ducha, lo de pasarme la esponja enjabonada por la raja del culo. Ni punto de comparación.
Estiré una mano y alcancé la coronilla pelada de mi padre. Se la apreté contra mi culo.
—Cómeme el ojete, Rodrigo, cómeme el culo... —repetí. Había usado su nombre de pila porque aún tenía cierto reparo en acabar la frase con un «papá».
—¿Lo ves? —dijo el abu—.Ya te decía yo que el chico no era como tú.
Miré hacia mi padre. Vi su incipiente calvicie bajo mis bolas y tuve una sensación de superioridad que nunca había sentido.
—Abu, ¿le puedo decir más cosas?
—Lo que tú quieras, nieto querido.
Le separé la cara de mi culo. Me levanté, con mis flacas piernas separadas y la polla como el mástil de un barco velero. Le vi relamerse los labios.
Me senté en la silla que él había usado.
—Papá —dije—, ahora escúchame. Le vas a comer el rabo al abu.
—No hace falta —dijo mi abuelo—, hoy tú eres el protagonista.
—Lo seré más veces, abu —contesté—. Quiero que los dos lo seamos, que gocemos juntos de este... este... —no sabía cómo acabar la frase.
—De este mamón beta —concluyó el abu.
—Eso —dije, incapaz de repetir las palabras—. Bastante has hecho por nosotros, así que tenemos que ser agradecidos. Abu, quítate los calzoncillos. Papá, prepárate para una ración doble de leche de macho.
Esperé mientras mi abuelo, con una sonrisa bajo su nívea barba, se quitaba la amarillenta prenda interior ante el silencio de mi padre.
Durante esos instantes de espera pasaron varias cosas. Una: se confirmó que mi padre ya no tenía autoridad sobre mí, que en la casa mandábamos el abu y yo.
Otra: sentí que había crecido de golpe, que la parte de mi alma donde estaba el coraje se había abierto, y este valor se había instalado en mi espíritu como un software en una computadora.
Así superé, años después, el terror del quirófano y los largos tratamientos médicos. Apoyado en esa misma sensación de valor, de superioridad, conseguí vencer el miedo y la grave patología.
Pero eso fue mucho después. En este momento, con el abu desnudo en el sofá del salón, tan empalmado como yo, y papá en el suelo, arrodillado, esperando con su polla coja, me sentí un hombre, un macho. Supe que, manteniendo a raya la ansiedad, como el abu decía, podría follarme a cualquiera que se me antojara: mis amigos del basket, o de la universidad a la que iría al año siguiente, o a cualquiera que me ligara en la piscina... Cualquiera, si me lo proponía, sin ansiedades ni prisas vanas, podía caer. Solo tenía que cocinar las cosas a fuego lento.
Dando tiempo, como me había enseñado el abu, a descubrir los secretos de los cuerpos que tenía delante.
Me los podría follar con él, los dos juntos. Seguro que no le disgustaba la idea de que su nieto querido trajera compañeros de clase los fines de semana a casa, twinks flacos y guapos, a «estudiar»...
—Nieto querido, ¿en qué piensas?
La voz del abuelo me sacó de mis obscenos planes de futuro. Estaba recostado en el sofá, con las piernas abiertas. Dos pesadas pelotas le colgaban al final del escroto arrugado por el peso, bajo una polla de cuyo capullo cabezón no paraba de brotar el precum.
—Te has quedado absorto —dijo.
—Nada —respondí—, cosas mías. Venga, papá, cómesela. Y hazlo bien, que nos sintamos orgullosos de lo come...pollas que eres.
Mi padre no dudó en acatar mi orden. Metió la cabeza entre las rodillas del abu. Le agarró la polla por la base, sacó la punta de la lengua por entre los labios y, lateralmente, le lamió el tronco con lengua y labios desde la base hasta el anillo del glande.
—¿Tú qué vas a hacer? —me preguntó el abuelo, mientras dejaba que Rodrigo le cosquillerara la polla.
En vez de decirle que no se preocupara, que iba a mantener mi protagonismo, decidí mostrárselo.
Así que le puse la mano junto a la boca.
—Escupe, abu.
Me soltó un gargajo espumoso.
—Echa otro.
Escupió de nuevo, sin pensárselo. Luego, yo solté los míos.
Extendí nuestros escupitajos sobre mi polla, que seguía tiesa.
Otra cosa que aprendí en ese instante: la seguridad en uno mismo es proporcional a lo dura que se te pone.
Si confías, se te puede llegar a poner durísima, te lo digo yo.
Con la polla ensalivada, me coloqué detrás de mi padre y le separé las cachas.
—Lo que voy a hacer... —dije, respondiendo a su pregunta—, es follármelo, abu...
Le apunté el capullo al agujero, empujé y se la metí hasta la mitad, donde se atascó. El culo de mi padre, por lo visto, estaba al mismo nivel que su pilila.
—Ese es mi nieto —dijo el abu, con una sonora carcajada.
Rodrigo seguía chupándosela de lado, con la lengua y los labios.
Volví a empujar. Para tener un dilatador propio, papá dilataba fatal.
—Sácala y escúpele entre las nalgas —dijo mi abuelo—. Luego se lo extiendes por el ojete.
Así lo hice. Aún noté una fricción intensa al penetrarle, como si su culo tratara de impedirlo. Pero no hice caso. Empujé hasta que le enterré la polla entera en las tripas.
—Eres el mejor, abu.
Le estaba dando por el culo a mi padre mientras él le comía la polla al suyo, mi abuelo. No había afrodisíaco mejor que estar ahí, viviéndolo en vivo y en directo.
Me hubiera gustado aguantar más. De hecho, para serte sincero, no aguanté nada. Sin haberle dado apenas dos empellones me corrí dentro de su culo, de una manera que me voló la cabeza. El salón de nuestro piso se puso a dar vueltas.
Me sujeté con ambas manos a la cintura de mi padre, estrecha como la de una mujer. Respiré con la boca abierta para oxigenarme y que se me pasara el mareo.
Logré abrir los ojos justo para ver la gorda polla del abuelo manando leche sobre la mejilla de Rodrigo.
—Bébe...tela... —dije, casi sin aliento.
No sé si lo hizo. Apoyé la frente en su espalda, sobre mis brazos. Seguí bombeando su culo, casi sin fuerza, porque seguía teniéndola dura, pero ya no me estaba corriendo. No me quedaba más leche que exprimir de mis pelotas.
Cuando el mareo se me pasó, le saqué la polla y, jadeando, me dejé caer en el sofá, al lado de mi abuelo. Estaba sudado, exhausto.
El abu me echó una mano por el hombro; los dedos de la otra jugaron con la piel caliente de mi cuello.
—Rodrigo —le dijo el abuelo a papá, sin mirarle—, pon la mesa. Si la cena se ha quedado fría, la calientas.
Papá se levantó del suelo. Tenía las rodillas rojas por haber estado todo el rato apoyando el peso de su cuerpo en ellas. No vi señales de que se hubiera corrido.
Sin hablar ni limpiarse, se puso el calzoncillo y el pantalón del pijama. Se lo ajustó a la cintura y se fue a la cocina.
—¡Y tráenos un par de cervezas! —le grité.
El abu me hablaba mientras me daba besitos cortos en los labios.
—¿Te atreves... a seguir... después... de la cena?
Con mis dedos, dibujé caminos que serpenteaban y se mezclaban entre el níveo bosque de su pecho de sexagenario.
—No sé si seré capaz... Me he quedado... puf...
Bajó su mano y, con la yema de los dedos, acarició delicadamente mi escroto, flácido.
—Ya lo noto, David querido. El sexo no es una competición. Es más que suficiente para tu primera vez conmigo.
Me senté a horcajadas sobre sus piernas. Coloqué mi polla y mis bolas, arrugadas, sobre su tripa. Le cogí las manos y las llevé a mi pecho, cubriendo mis pezones con su palma.
Después, le besé con un beso largo, lento, sin prisas, disfrutando del áspero tacto de su barba en mis mejillas.
Cuando lo di por acabado, nuestros labios brillaban por la mezcla de babas.
—Abu, ¿y papá? Creo que no se ha corrido.
—No te preocupes por él. Tiene ya, lo menos, para un mes de pajas.
Seguimos enrollándonos sobre el sofá hasta que mi padre hubo acabado de poner la mesa.
Quería preguntarle por su forma de referirse a papá, por lo de hombre beta, pajero y demás... pero no era el momento.
Cenamos filetes de pollo a la plancha recalentados y cervezas, la mía sin alcohol, en la que fue la mejor cena de mi vida.
Así estuvimos algo más de un año, hasta que el abu tuvo la mejor noticia que podía tener: nos dejaba.
Temporalmente.
Era finales de junio. Yo había cumplido los diecinueve y había acabado mi primer año en la universidad.
Era un viernes. Papá y yo almorzábamos en la mesa de la cocina cuando oímos la puerta de la calle.
—¿Abu? —pregunté, extrañado.
El abu entró con una sonrisa de oreja a oreja.
—Pensábamos que estabas durmiendo —dijo mi padre.
—Traigo noticias.
Resultó que la empresa en la que había trabajado los últimos veinte años de su vida, que lo había despedido a las puertas de la jubilación de manera inesperada e improcedente, había cambiado de gerentes. En su momento, el abuelo les denunció. Ahora, tras casi cuatro años de espera, cuando al fin iba a salir la fecha del juicio, los nuevos directivos, a través de los abogados, le contactaron para conocer el motivo de la denuncia.
Tras una reunión, la empresa entendió que la decisión de los antiguos gerentes no había sido la correcta y que, ante un juicio, llevarían las de perder, así que le propusieron ahorrarse las molestias de un procesamiento que tendría que afrontar la empresa, y le ofrecieron pagarle lo que legalmente le correspondía, más los intereses generados durante estos cuatro años.
Por si fuera poco, esa semana había vendido acciones (al abu le gustaba comprar y vender en la bolsa) por valor de casi cinco mil euros. En pocos días, tendría más de treinta mil pavos en su cuenta bancaria.
—Lo que voy a hacer es dejaros un pequeña cantidad por si tuvierais algún gasto inesperado en los próximos meses.
—¿Por si tuviéramos? —dije.
—Me voy —anunció—, una temporada.
—Papá —dijo mi padre—, ¿dónde te vas a ir, a tu edad? Además, ¿una temporada?, ¿a hacer qué, a fundirte el dinero? Porque te lo vas a fundir más rápido de lo que piensas.
—Gracias —dijo el abu—, tú siempre apoyando a la familia.
Me levanté y le puse un café en una taza blanca.
—Cuéntame, ¿qué piensas hacer?
—He reservado un billete en un crucero bear —dijo, tras un sorbo—. Cogeré un avión desde Madrid hasta Tenerife, y desde allí cruzaremos el charco hasta el Caribe.
—¿Cuánto dinero es? —preguntó Rodrigo.
—¿Qué más da? —respondí a mi padre, que no hacía más que dar salida a su obsesiva preocupación por el dinero—. ¿Cuándo te vas, abu?
—A finales del mes que viene.
Mi padre recogió los platos con los restos de la comida y se fue a la cocina.
—En el fondo, es normal que se preocupe —dijo el abu—. Me ve viejo y se cree que ya no puedo vivir la vida.
—A mí me parece genial —dije—. ¿Qué harás luego?, ¿te quedarás allí?
—Sí y no. Mi intención es saltar a Cuba y luego a Puerto Vallarta. He visto vídeos en Youtube. Hacen fiestas en las que chicos jóvenes con bañadores ajustados te bailan subidos a las mesas.
Sentí una punzada de celos. Que el abu follase con otros hombres, maduros y gordos, no me afectaba, no podía competir con hombres así. Pero que pudiera follar con otros chavales como yo... Seguro que, además, eran muy guapos y sabían mover con sensualidad esos minúsculos bañadores.
Por otra parte, era su dinero y su vida. No tenía derecho a impedir que la viviera a su manera.
—Luego, según si tengo ganas, iré a Brasil. No sé si visitaré Minas Gerais o Fortaleza.
—¿Por qué?
—Minas está lleno de negritos hermosos y corpulentos, ¿sabes por qué, querido nieto? —yo negué, divertido, ante su mirada chispeante—, porque son los descendientes de los esclavos africanos que llevaron al principio para trabajar en las minas. Echaron unos cuerpos fortotes, esos pobres hombres. Y hoy, con esa genética y el paso del tiempo, sus descendientes son unos negros guapos, guapos.
—Pues ve a Minas. ¿Por qué quieres Fortaleza?
—Porque es más europea y vive del turismo. Tienen hoteles, centros comerciales y hospitales muy modernos. Quedan lejos, la una de la otra. Ya veré cuando esté allí lo que hago. Quizá, después, regrese.
—No tengas prisa —le dije—. Disfruta de la vida. Aunque te echaremos de menos.
Nos abrazamos. Yo tenía una mezcla de sentimientos. Me alegraba por él, aunque le iba a perder. Y ser el juguete de papá, a quien ni se le ocurrían morbosidades ni se le ponía dura, pues no me apetecía. Yo quería estar con un hombre macho, masculino y un pelín sinvergüenza, como mi abu.
Como si me hubiera leído la mente, me hizo otro anuncio:
—Como no quiero dejarte solo, he hablado con alguien para que venga a vivir con vosotros.
—Papá, no hace falta —dijo mi padre desde la puerta del salón—, somos mayorcitos, nos apañaremos...
—¿Quién es? —pregunté con interés, interrumpiéndole.
—¿Os acordáis de Gloria?
Gloria era una de las dos hijas (que supiéramos) que tuvo el abuelo fuera de su matrimonio con la yaya. Venía una o dos veces al año a visitarle.
—¿Le has dicho a Gloria que venga a vivir aquí?—. El tono de papá era de incredulidad.
—No. Le he dicho que venga a su hijo.
Gloria mantenía un contacto esporádico con el abu porque sentía cariño hacia él, pero nunca nos había permitido pertenecer a su familia. Nunca había sido «la tía Gloria», ni nada.
—No sabía que tuviera un hijo —dijo mi padre.
—Ya sabes que ella me aprecia pero nunca ha querido implicarme en su vida.
Terminó de tomarse el café, le dio la taza a papá, que la cogió y regresó a la cocina.
—Bueno, nieto querido, me voy a la notaría a firmar los papeles del acuerdo. No me esperes en todo el día.
Nos dimos un abrazo y le dije que le quería mucho.
Desde la puerta, se volteó para decirme:
—Tiene veintinueve años, se llama Aarón. Creo que os llevaréis bien.
Las últimas semanas antes de su viaje las pasamos follando, bebiendo cerveza y comiendo mientras papá se encargaba de todo lo relacionado con la casa.
De manera natural, adquirimos una rutina que saciaba mi morbo: cuando el abuelo acababa dentro de mí, papá, rápidamente, se tumbaba en el suelo y yo, en cuclillas, le ponía el culo en la cara. Hacía un poco de fuerza, como si fuera a cagar. La lefa no tardaba en asomar por el agujero y gotear dentro de su boca.
Ver su cara, roja como un tomate, bajo mis huevos, tragando lo que rezumaba por mi ojete, me excitaba tanto que, de normal, se me volvía a poner dura, cosa que hacía reír al abu.
Entonces, lo habitual era que me lanzara a besarle, en la cama o el sofá, según estuviéramos, y jugáramos a espadazos, yo con mi lozana polla juvenil y el abu con su gordo rabo de señor mayor, hasta que, hartos de divertirnos y morrearnos, nos las pelábamos y eyaculábamos cada uno sobre la del otro.
Todo esto, con mi padre en algún lugar a nuestro alrededor, mirando y chorreando por su pilila.
—Podría volvértela a meter, pero necesita hacer descansos o acabaré por lastimártelo.
Esto me dijo el abu, el primer día que se corrió en mi culo.
—Tienes razón —le dije—. Disfruto mucho de tus folladas, pero después me paso dos días que parece que cago colacao con grumitos.
Papá aun estaba acostado en el suelo, con restos de lefa densa sobre las mejillas.
Lo dije bien alto, para que me oyera. El colacao grumoso era su desayuno de fin de semana.