Los tres hombres de la casa

David, su padre y su abuelo comparten piso. A medida que pasa el tiempo, David descubrirá los secretos familiares más oscuros y morbosos.

No pensaba yo que cuando mis padres se separaron acabaría viviendo en el mismo piso con mi padre y, además, con el abuelo. Se llevaban unos treinta años de diferencia. Ambos eran hombres de complexión similar: mi padre algo menos gordito, sin barba, con las mismas tetillas, prominente barriga y buenas piernas.

Yo acababa de cumplir los dieciocho años y estaba todo el día ha salido. Me gustaba morbosear con las chicas de clase y cuando estaba en casa me buscaba vídeos porno en Internet. Me hacía mis buenas pajas viendo a un hombre macho en la postura del misionero, dándole por el coño y por el culo.

El misionero era mi postura favorita, casi una obsesión. Yo, que aún no había pasado de toqueteos en los cumpleaños y en la piscina en verano, me ponía cachondo imaginando qué se sentiría metiendo mi cara entre unas enormes tetas mientras la tenía metida en el coño.

Era inexperto pero no tonto. Lo digo porque también me daba cuenta de que me gustaba mirar los cuerpos de los hombres, que en las pelis porno necesitaba que estuviera presente el elemento masculino, porque me ponía mucho más on fire. Por esto me consideraba bisex.

Lo mantenía en secreto, nadie de mi familia o amigos lo sabía ni tenía por qué saberlo. Mi intimidad era mía, yo la contaría a quien quisiera cuando quisiera.

Llevaría cosa de tres meses viviendo con ellos, cuando vi a mi abuelo desnudo por primera vez. Fue un sábado por la mañana. Me levanté temprano y con unas ganas terribles de mear. Teníamos solo un baño en la casa y lo estaba ocupando el abuelo. Golpeé en la puerta, encogido.

—¡Estoy yo! —dijo.

—Abuelo, ¡que me meo!

—¿No puedes aguantar?

—¡No, no puedo!

—Bueno, anda, ¡pasa!

Mi abuelo estaba en la ducha. A través de los opacos cristales mojados de la mampara se veía su opulenta figura de hombros anchos, tripa prominente y culo gordo.

Mientras vaciaba mi vejiga en el váter, él abrió la puerta acristalada y salió como su madre lo trajo al mundo.

—Voy a comprar chocolate y churros —dijo— mientras se levanta tu padre.

Cuando salió de la ducha, no pude evitar mirar su cuerpo. A su edad, era un hombre atractivo, con espesa barba blanca, cuerpo fornido, y el pecho cubierto de pelos también blancos.

Se agachó para coger algo de bajo del mueble del lavado. Sus muslos se estiraron hasta que casi le vi el ojo del culo.

De debajo del mueble sacó una báscula y se pesó.

—¡Joder! —exclamó—, ciento cinco quilos. Se me quitan las ganas de churro.

—No sé, abu —contesté—, la vida solo es una.

—Tienes razón. Tu abuelo no está para desaprovechar placeres. Además, casi nunca compramos.

—Pues eso.

Cogió la toalla que colgaba de un enganche de la pared y se la puso al cuello.

—Voy a vestirme. Hasta luego, nieto querido.

—Adiós, abu.

Cuando se fue, me di cuenta de lo nervioso que me había puesto. Mi abuelo tenía el cuerpo duro y robusto de un gorila de pelo blanco. Cien quilos de hombre viril y masculino.

Me miré la polla entre mis dedos. Se me había puesto dura.

Nunca le había mirado como un hombre, porque era el padre de mi padre. Me sacaba cincuenta años de diferencia y cincuenta quilos de peso. Sin embrago, me fui a mi habitación algo turbado, a esperar que volviera.

No dejaba de pensar en su cuerpo. Y eso que solo le había visto el culo y el pecho velludo.

En mi cama, agarré el móvil y metí en internet. Busqué escenas en las que un hombre mayor se follara a una chica más joven. Encontré algunas que me pusieron a mil. Machos maduros que se follaban de manera ruda o dedicada a jovencitas flacas, que se mordían los labios bajo sus corpachones, o gritaban como si les estuvieran destrozando el coño.

Abrazarte a un macho de 100 quilos y dejar que te folle debía de ser una experiencia brutal. Pensé en el abuelo tirándose a alguna de mi clase. La idea me calentó tanto que tenía que hacerme la paja. Una rápida. Me levanté de la cama para ir al baño cuando escuché que la puerta se cerraba.

Joder, papá, qué oportuno.

Me senté en la cama, con la polla tiesa. La cabeza volvió a traerme la imagen de mi abuelo desnudo, dándole a cualquiera de las de mi clase: a Nuria, a Cati, a mi amiga Bea, la que me ha prometido algún día hacerme una paja en clase de Historia, mientras el profesor nos explica cualquier tontería en la pizarra.

De todas, ella era la más atrevida. Seguro que, si el abu se le insinuara, se dejaba manosear por él. Y yo podría estar ahí, a su lado, con la polla sobre su boca...

—Chupa, chupa, Bea —susurraba en mi cama mientras me la pelaba muy rápido, montándome mi película en la cabeza—, y fóllatela, abu, fóllatela por el coño, rellénala de carne...

La polla me explotó en chorros de lefa que cayeron sobre la alfombrilla de los pies. Me limpié los restos del glande con la sábana. Cuando acabé, metí la alfombrilla debajo de la cama, hasta que la leche se secara.

Entonces mi padre llamó a la puerta de mi habitación.

—¿Niño? —dijo—, ¿David?

—Sí, papá, dime —contesté con los anillos de semen en los dedos.

—¿Has visto al abuelo?

—Salió a por churros hace un rato. No creo que tarde.

—Vale. Estoy en el salón.

—Voy enseguida.

Menos mal que mi padre es un hombre educado y respeta mi espacio. Si en lugar de llamar, abre la puerta, me pilla desnudo, con la polla en la mano, chorreando la corrida.

Pasaron un par de semanas sin que sucediera nada digno de contar. Lo único que había cambiado era mi predilección por las pelis guarras. Ahora, solo buscaba las porno en las que un maduro se follara a una persona más joven. Empezaba con escenas hetero, que me servían para calentarme, y terminaba con las que de verdad me hacía que me corriera encima, las gays.

Esas escenas de señores mayores, de cien quilos de peso, que se follaban a sus supuestos sobrinos o nietos (que sí, que ya sé que son actores, que pongo de mi parte), eran las que más rápido y más intenso me hacían acabar.

Lo que menos me gustaba era cómo abusaban de palabras como putita y zorrita, que a mí no me acaban de agradar. Será porque, en una clase de Historia de la Filosofía, en la que salió el tema, nos enseñaron su problemática y aprendí que las putas son mujeres que merecen todo nuestro respeto.

Y lo que más, cuando encontraba una escena en la que hablaban en español en el original; casi siempre eran actores argentinos.

Lo que hacía era abrirme de piernas en la cama, casi siempre con la almohada encima, y abrazarla mientras me imaginaba un macho maduro como mi abuelo, de cien quilos de peso, encima de mí.

No sé cómo, un día pasé de hacerme pajas pensando en un hombre «como» mi abuelo a convertirle a él en el protagonista de mis corridas.

Cuando me di cuenta, ya llevaba semanas frotándome contra las almohadas, susurrando «abuelo, fóllame, fóllame, abuelo» hasta que me corría de gusto.

Poco después fue su cumpleaños: sesenta y siete, aunque no los aparentaba. Nos reunimos algunos miembros de la familia, unos tíos, una hija de una relación extra matrimonial y su hija, su otra nieta. Como no nos veíamos más que tres o cuatro veces al año, se me ocurrió proponer que nos disfrazáramos para intentar que el ambiente fuera menos frío.

Me busqué un traje de Robin en la tienda Todofiesta del Centro Comercial Las Arenas. Solo tenían dos tallas, adulta e infantil, y por las medidas de la etiqueta uno me quedaría un poco grande y el otro un poco corto. Me decidí por este segundo, que, además, era más barato.

La fiesta estuvo muy divertida. Para estar una veintena de personas que casi no se conocían, la pasamos muy bien.

Sacamos la tarta, cantamos el cumpleaños feliz, y, conforme se fueron terminando sus raciones, los invitados se fueron marchando. Cuando quedábamos nosotros tres y un par de primos que habían venido en metro, empecé a recoger los vasos y platos de plástico. Mi abuelo vino y me acarició la cabeza.

—Hacía tiempo que la familia no se lo pasaba tan bien —dijo—. Lo de los disfraces ha sido una gran idea. Gracias, nieto querido.

Entonces me abrazó. Me rodeó con sus brazos con tal fuerza que me levantó del suelo. Sentí una de sus manos en mi espalda y la otra bajo la cintura, donde me nacen las nalgas. Como el pantalón verde de Robin me quedaba un poco apretado, cuando me bajó, mi polla se restregó por toda su panza, hasta que mis pies tocaron de nuevo el suelo. Él también debió de notarla.

—Ha sido el mejor cumple en mucho tiempo —dijo, y me besó en la mejilla, raspándome con la barba.

Yo seguí recogiendo los restos de la fiesta, con la polla marcada en el pantalón verde, como si en lugar del follamigo de Batman fuera disfrazado de atleta de lucha grecorromana. No se me pasaba la sensación del tacto de su barriga.

Cuando terminé de limpiar, mi padre aún no había regresado. Había ido a llevar a su casa a mis dos primos que no habían venido en coche. Dejé al abuelo viendo un western en la televisión y me fui a mi cuarto.

Me senté a horcajadas sobre la almohada y me hice una buena paja reviviendo la sensación de sus brazos y su panza en mi cuerpo.

Por la noche, después de cenar, les dije que me iba a dormir.

—¿Tan temprano? —preguntó papá.

—Estoy cansado y mañana tengo clase a primera hora.

Le di un beso en la mejilla.

—Te quiero, papá —dije.

Luego me acerqué al abu. Tenía una de sus camisetas de tirantes puesta. Le puse la mano sobre una tetilla y le di un beso. Estar tocándosela con mi padre al lado fue un subidón increíble.

—A ti también te quiero, abu —dije. Deslicé la mano hasta su tripa y me fui a mi habitación con un cosquilleo en los dedos.

—¿Y a este qué le pasa? —preguntó el padre.

—Déjalo —dijo el abuelo—, a ver si se abre y expresa sus sentimientos.

—No estoy yo para dramas adolescentes.

—Si tú te expresaras mejor, a lo mejor no te habrías divorciado.

—A lo mejor, ni casado.

—Pues lo que te estoy diciendo.

Al siguiente sábado por la mañana, al levantarnos, vimos una cucaracha en el suelo de la cocina. Se desató una discusión entre mi padre y el abuelo. Era verdad que limpiábamos poco en general, pero la mierda no se acumulaba. La basura se sacaba, como máximo, cada dos días, aunque la bolsa estuviera a medio llenar.

Entre lo que hablaron, unas frases me llamaron la atención. En ese momento, no las comprendí del todo.

—Aquí lo que falta es una mano femenina —oí que dijo mi padre.

—No seas machista —le contestó el abuelo—, no te pega nada.

—Tienes razón. Ya nos apañaremos entre nosotros.

—Como hemos hecho siempre, hijo. Valernos por nosotros mismos.

Unos días más tarde, llegó un paquete de correos. No tenía ninguna etiqueta identificadora del remitente. Yo sabía que ciertas cosas compradas por internet se envían de forma discreta, sin muchas indicaciones del origen. Especialmente, si están pensadas para el consumidor adulto.

La etiqueta venía a nombre del abuelo. ¿El abuelo se había comprado algún juguete? Recordé la conversación: valernos por nosotros mismos. Como siempre.

La caja era de cartón, del tamaño de un libro grande, bastante ligera para su anchura. Debía de ser algún juguete, deduje, no una muñeca completa, pero sí, quizás, un masturbador o algo así.

Lo dejé en el mueble de la entrada. Como no era cuestión de abrirlo, con el móvil fotografié el código de referencia de la etiqueta. Realidad, los tres que tenía.

Cómo cada código empezaba por «CP», entré en la página de correos. Obviamente, esas letras no querían decir código postal. Busqué en el menú la opción para comprobar los códigos de los envíos. Cuando los puse, me llevé un pequeño chasco: los tres dieron error de código. O sea, esas letras tampoco significaban «código de paquete», como había supuesto. La otra posibilidad, pensé, era «código de producto».

Lo tecleé en Google, junto a las palabras «sex shop» y ¡bingo! Los códigos pertenecían a tres productos de una web erótica: un masturbador, un bote de lubricante y un plugin anal.

¿Un plugin? ¿El abu se había comprado un plugin? Decidí investigar.

Por la noche después de cenar, cuando se levantó a limpiar la mesa, me levanté con él.

—Te ayudo —dije.

Recogimos los platos y los llevanos a la cocina. Cuando empezó a fregarlos, me rasqué el culo.

—¿Qué te pasa? —dijo.

—Joder, me pica la nalga.

—¿Te pica la nalga?

—Sí... Como si tuviera un granito o algo. A lo mejor me ha picado un mosquito. Joer... ¿Me miras a ver qué tengo?

El abu me miró de reojo, sin sacar las manos de debajo del chorro del grifo.

—¿No crees que te lo debería mirar tu padre?

—Es que me pica... Venga, abu, solo es la nalga de tu nieto.

—Díselo a tu padre, anda.

Me fui a mi habitación confuso y enojado conmigo mismo. Mi plan había fracasado. Ahora sé que era una mierda de plan, pero no se me ocurrió otra cosa.

Cuando el abuelo regresó de la cocina, el padre estaba sentado en el sofá, frente al televisor.

—¿Has visto a tu hijo? —preguntó.

—Está en su cuarto, creo. ¿Por?

—¿No te ha dicho nada?

—¿Qué me tiene que decir?

El abuelo se quedó de pie, a su lado.

—Dice que le pican las nalgas.

—¿Que le...? No, no me ha dicho nada.

—Pues ya te lo dirá. Me voy a la cama.

—Este crío, cada día está más raro.

—¡En eso ha salido a su padre! —gritó el abuelo desde el pasillo.

Los siguientes días estuve atento al humor del abuelo. Quizá el plugin era para alguna señora con la que podía estar tonteando. En ese caso, debía de estar especialmente contento y feliz.

Pero no parecía ser así. Estaba como siempre.

No entendía nada.

Una noche, hacia las tres de la madrugada, me levanté a mear. Mientras soltaba el chorro, me fijé que la puerta del armarito del baño no estaba del todo cerrada. La abrí y vi que dentro estaba el masturbador. Lo reconocí al instante, porque era igual al de la foto que había visto en la web que lo vendía.

Era una especie de cilindro de plástico negro. Estaba colocado sobre su base, más ancha que el extremo opuesto, entre la crema de afeitar y un par de botellas de colonia baratas de Hacendado y Bustamante.

Lo cogí y lo sopesé. Para su tamaño, no pesaba nada. Muy despacio, desenrosqué la tapa. El tubo estaba relleno de un látex cuya abertura simulaba unos labios. Mi polla, que goteaba orina entre mis dedos, empezó a ganar grosor.

Se me ocurrió meter un dedo entre los labios falsos. Ojalá algún día Laura o su prima me dejen que se lo meta. O Eric, el gordito de su primo. La calentura que me entra cuando le veo el culo a ese nalgón...

Metí el dedo índice y sentí su interior rugoso y húmedo. Cuando lo saqué, los restos que lo cubrían no eran del todo transparentes. Esto no era solo lubricante.

Debía de hacer poco que el abu lo había usado. Qué cabrón.

Con una excitación nerviosa, caí en la cuenta: mi abuelo se acababa de hacer una paja y había dejado toda la leche dentro del juguete. No me podía creer haber tenido tanta suerte.

Me olí el dedo. Como el olor mezclado de lefa y látex no me dijo gran cosa, me lo lleve a la boca. Lo lamí primero con la lengua, para probar su sabor. Luego, me lo metí en la boca. Era mi primera experiencia probando semen. El hecho de que fuera suyo y de que no debía hacerlo me sacudió la cabeza.

De adulto, he sentido esa sacudida unas pocas veces más, no muchas; cada vez que he roto un tabú.

Bajé la tapa de la taza del váter y me senté con mis calzones de Chico Bestia por las rodillas y la polla tiesa. En mi cabeza, sabía que no debía ir más allá, pero mi cuerpo actuaba a su bola, manejado por mis instintos más básicos.

Llevé los labios del masturbador a los míos y los chupé. No me gustó. Era como lamer la tapicería de un coche nuevo. Saqué la lengua y la introduje por la abertura. Levanté el aparato como si fuera un porrón y esperé. En unos segundos, los jugos de su viejo escroto asomaron por la boca falsa.

Abrí la mía y el primer gotarrón cayó sobre mi lengua. Lo paladeé despacio. La verdad, no me gustó demasiado. Parecía haber cogido el mal sabor del látex. Otro gotarrón blanco surgió. Antes de que cayera, me lo puse sobre el capullo cabezón de mi polla y lo empujé para adentro.

Recordé el momento del abrazo, sus manos casi tocando mi culo, y luego la mía sobre su tetilla y su tripa. Separé las piernas mientras me hacía la paja con su juguete, lubricado por las babas del abuelo.

Me la meneé deprisa, imaginando al abuelo, gordo, con su pelo y su barba blancos, entre mis piernas, empotrándome con sus cien quilos de peso... y, susurrando «ay abu, ay abu», me corrí dentro.

No debí haberlo hecho pero el morbo me pudo. Dejé el artilugio donde estaba, con su tapa enroscada, y cerré la puerta del armarito. No tiré del agua para no despertarlos.

Cuando volví a mi cama, fui consciente de lo que había hecho: dejarle mi lefa en su juguete. Yo solito había complicado la situación, pero me dio tanto morbo pensar que, a lo mejor, la próxima vez que él se pajeara lo haría con mi semen que no pude evitar hacerme otra paja para detener mis pensamientos guarros y poder dormir.

Si se dio cuenta o no, no lo supe, porque no me dijo nada. Papá tampoco, pero lo veía más serio. A lo mejor es que lo hablaban entre ellos.

En esos días, me bastaba con entrar al baño y ver el aparato en el armarito para excitarme y tener que pelármela. Cuando lo buscaba y veía que no estaba, era peor. Sabiendo que lo iba a usar, me entraba la ansiedad y esperaba hasta las tantas de la madrugada para ir al baño a por él, meter mi polla dentro y pajearme lubricado con su semen recién exprimido.

Una tarde, estaba cachondo en mi cama pensando qué podía hacer para saber cuándo el abu lo usaba sin tener que estar espiándole a cada rato. Porque, cuando estaba recién usado, me corría de una manera riquísima, con todos sus mocos por mi polla adolescente... Era muy intenso saber que nuestras leches se mezclaban.

Supongo que la necesidad agudiza el ingenio, porque, de repente, se me ocurrió una idea mucho mejor que la de los picores. De hecho, tan infalible que casi salto en la cama del entusiasmo que me entró.

Esa misma noche la puse en práctica. Esperé que papá y él se hubieran acostado para salir al baño. Mi excusa tenía que ser que me estaba cagando. En el baño, era la única actividad en la que nos permitíamos cerrar la puerta por dentro con el pestillo. Con el resto de actividades de aseo no entrábamos, para respetar a quien estuviera adentro, pero la puerta no se cerraba.

Así que entré, cerré por dentro, y abrí el armarito. Allí estaba el juguete de plástico y látex que tanto me había alborotado la cabeza. Lo cogí y desenrosqué su tapa. Lo vi muy limpio. Metí la nariz y aspiré. Solo noté olor a látex seco. Metí el dedo índice en su interior. No encontré ninguna clase de residuos. Seguramente, porque llevaba varios días sin usarlo. Y era jueves.

Eso significaba que mi abu se estaba reservando para el fin de semana.

—Mira que eres, abu —dije en voz baja—, que te estás reservando...

Dejé el juguete junto al lavabo. Me bajé el pijama y el calzoncillo hasta medio muslo. Mi polla colgaba flácida, babeando con un hilillo transparente que caía del prepucio.

La primera idea había sido un pelo, pero después pensé que sería más normal encontrar un vello púbico que un cabello. Un pelo de la cabeza tendría una explicación más complicada que un pelo del pubis.

Así que tiré de mi vello y me arranqué dos pelillos del pubis, que dejé en el lavabo. Cogí el juguete y le enrosqué la tapa. Poco antes de llegar al final de la rosca, cogí los vellos y los puse encima. Después, terminé de enroscarla. Los pelillos quedaron pillados entre la tapa y el cuerpo de plástico del juguete. Lo dejé donde lo había encontrado, en su lado del armarito, tiré de la cadena y me fui a dormir, excitado como un niño la noche de Reyes.

Al día siguiente, después de cenar, les dije que me iba a duchar. Al entrar en el baño, cuidadosamente, abrí el armarito. Mis dos vellos seguían allí, pillados en la tapa de plástico. El abu aún no se la había meneado aún.

El sábado a mediodía, volví de jugar al basket con mis amigos. El abu y papá ya habían comido. Mientras calentaba mi pasta con tomate en el microondas, entré a mear y lavarme las manos. El masturbador seguía en el armarito. Pero, nada más abrir la puerta, vi que no estaba en el mismo estante que el día anterior. Sentí un latigazo de gusto en mi polla al comprobar que mis vellos ya no estaban pillados por la tapa.

Comí contento y excitado. No hacía más que mirar al abu, que dormitaba en el sofá, roncando como un oso, con «Pretty Woman» en la tele. Vestía una de sus camisetas de tirantes y un pantalón vaquero. La camiseta, blanca, le marcaba los pezones y la gran tripa. El botón del pantalón lo tenía abierto, dejando a la vista el agujero del ombligo.

Papá salió del baño.

—Nene —dijo—, me voy a Leroy Merlín. ¿Te vienes?

—Estoy cansado y, además, tengo que estudiar.

El abuelo soltó un ronquido.

—A él no se lo digo, que veo que también está ocupado.

Papá se marchó. Terminé de comer y llevé mi plato a la cocina. Entré al baño. Ahí estaba, el aparato que nos daba placer al grande y al pequeño de la casa.

Lo cogí y lo abrí y. Madre mía, ¡cómo brillaba el látex! ¡Qué de pringue! Metí la nariz y la lengua como si fuera el becerro más hambriento. El olor a lefa era muy fuerte... ¡Qué buena paja debía de haberse hecho, para no necesitar lubricante! Yo también quería una así de buena, así que, dominado por el morbo, me lo llevé a mi habitación, me cambié el chándal del equipo por otro viejo, y regresé al salón.

—¿David? —dijo el abuelo, somnoliento, desde el sofá.

—Abu, soy yo —dije, escondiendo el cacharro a mis espaldas—. He acabado de comer y voy a sacar algo de postre. ¿Quieres algo?

—No no... Estoy viendo la película... —balbuceó.

Volví a la cocina, saqué de la nevera el plato con trocitos de melón y volví a la mesa del comedor.

Me senté con el plato delante. El cabello canoso del abuelo sobresalía por encima del sofá mientras, supuestamente, veía a Julia Roberts probarse vestidos caros. En realidad, lo que hacía era añadir nuevos arreglos a las canciones de Roy Orbison.

Me baje el chándal lo justo para sacármela. En cuanto me la toqué, se me empinó. Cogí el juguete que había dejado entre el respaldo de la silla y mi cintura, escondido por si el abu se levantaba o giraba la cabeza para hablarme. Desenrosqué su tapa, metí el dedo y rebañé, como hago a veces en la tarrina de la mantequilla. Lo chupé con los ojos cerrados. Saboreándola se me puso tiesa.

Pendiente de cualquier cambio en sus ronquidos, eché la silla para atrás, para separarla un poco de la mesa. Mi polla estaba súper tiesa bajo el tablero de madera. Me la sujeté con una mano y con la otra llevé los labios de látex sobre mi glande. Metí eso solo, el capullo, y lo giré en redondo. Pensé en los labios del gordito de Eric y luego en la polla del abu. Empujé el cacharro. La metí hasta el fondo, hasta que el plástico golpeó mis bolas, y porque no pude más. La polla resbaló por todo el túnel con un gusto que me estremeció las mismas pelotas. Sentía que, en su interior, las paredes que me la lamían estaban calientes y pegajosas, cosa que me encantó. Subí el juguete por mi tronco y volví a deslizarla otra vez hacia adentro. Con el abu aquí delante, estaba loco de morbo y de gusto. Me estaba haciendo la paja con su juguete, con su lefa embadurnando mi polla, metiéndola por el mismo agujero por el que él la había metido antes.

No pude contenerme y me corrí dentro del cacharro. Mi polla bombeó varias veces mientras aguantaba, sin hacer ruido, rojo como un tomate, hasta que paré de echar leche.

Cuando acabé de bombear, perdí la erección y la saqué. Antes de que mi lefada goteara le puse la tapa. No quería que pringara el suelo, pero dejarlo dentro me delató. Eso, y que lo puse en el primer estante del armarito, y no en el que me lo había encontrado.

Dos días más tarde, mi padre me dijo que el sábado no tenía basket, ni nada, porque teníamos reunión familiar.

Me habían pillado.

Estuve dándole vueltas a las cosas y el único argumento de defensa que se me ocurría, mínimamente creíble, era culpar a las hormonas. Tengo 17 años y voy más salido que un mono. Me paso los días cachondo, haciéndome pajas con un montón de cosas (esto era relativamente verdadero: desde que me había fijado en el abuelo solo me hacía pajas pensando en él y usando su juguete, no me acordaba ya de las tetas de ninguna de mis amigas; solo el culo de Eric, el nalgón, conseguía ponérmela tan dura que me acababan doliendo las bolas).

Con esta excusa, esperaba que se les pasara el cabreo, o, por lo menos, que no me tomaran por un pervertido.

Cuando llegó el sábado, ahí estábamos los tres, alrededor de la mesa del comedor, con unas latas de Coca-Cola y unos vasos de cristal.

Tras unos segundos de silencio, mi padre empezó a hablar:

—A ver, creo que todos sabemos por qué estamos aquí.

El abuelo y yo nos miramos.

—Yo no me meto con vosotros —continuó mi padre—, ni con vuestra vida sexual, aunque no es fácil pensar en la vida sexual de tu padre y tu hijo... Yo... sé... que aquí somos tres hombres adultos... Sí, hijo, sí, que faltan unos meses para que cumplas los diecinueve, pero ya sabes lo que traes entre las piernas —hizo otra pausa y continuó: —Así que somos tres hombre adultos, por lo que espero sinceridad por vuestra parte.

—Vale —dijimos al abuelo y yo al unísono.

—Vale —repitió él—. A ver, lo que os quiero preguntar es sobre el paquete que llegó el otro día.

—El que no ponía de dónde venía —puntualizó el abuelo.

—Ese mismo.

Me di cuenta de que no había sido una pregunta y me puse colorado. Sentí que entre los dos se habían puesto de acuerdo para intentar acorralarme, así que decidí soltar la bomba. Cuanto antes explotara, antes recuperaríamos la normalidad. Nuestra extraña normalidad.

—A ver —dije—, si de lo que estamos hablando es del juguetito...

—Pues sí, hijo, del juguetito hablamos.

—Vale, pues, lo siento, abu.

—Espera, David —dijo papá—. ¿Por qué te disculpas con tu abuelo?

—¿Que por qué?

Tocaba soltar la bomba:

—A ver, papá. Que tengo dieciocho y voy más salido que yo que sé. Que a las tías de clase no les gusto, y para una que me deja tocarle las tetas, pues luego no me hace nada. Que, además, no me va a servir de mucho porque me he dado cuenta de que lo que de verdad me la pone dura son los hombres como tú, abu, que lo que me la pone a reventar es pensar en machos maduros, que es en lo que pienso cuando me hago mis pajas. Y tú, abu, es que no deberías dejar tu masturbador a la vista de un adolescente pajero como yo, joder, que eres muy desordenado, te lo dejas en cualquier parte y a mí me gana el morbo y acabo usándolo sin quitarle tus mocos ni nada, que es una guarrada, lo sé, no digo que no, pero menudas corridas que me pego... Yo, que soy curioso, vengo salido, lo veo ahí pringoso... y me pasa lo que me pasa...

El abuelo, con una sonrisilla, miró a mi padre.

—Así que por eso te levantas tantas noches a las tantas de la madrugada, nieto querido.

Me sentí molesto. ¿Pero, qué quería?, ¿más detalles? Ya estaba confesando mis crímenes, no necesitaba que se regodeara en mis miserias.

—Vamos —insistió—, cuéntanos cómo empezaste. Tu padre tiene que saberlo.

Qué cabrón, el abu. Suponía que lo haría fácil.

Ya hablaría luego con él.

—Pues... —dije—, fue un día, que entré al baño, vi el juguetito en el armario, y me dio curiosidad. Lo cogí, vi que estaba lefado... metí la nariz, luego un dedo, lo caté... —las orejas me ardían de la vergüenza; miré al abuelo, que seguía sonriendo bajo su barba blanca—, luego, metí la polla... me corrí dentro y ya no pude parar...

—¿Te has corrido mucho? —preguntó el abuelo—. ¿Muchas veces?

—Un montón, abu. Hasta quedarme seco.

—¿Has dicho que piensas en hombres? —preguntó mi padre.

—Sí, papá. ¿Me estás escuchando? Como poco soy bisex. A lo mejor es una fase o no, a lo mejor soy gay porque, ya que estamos sincerándonos, cuando pienso en el culo de un tío me entra una cosa que o me entra cuando pienso en un coño. Y cuando pensaba en ti, abu, follándome en ese sofá, con tus ciento y pico de quilos encima de mí... Joder, es que con los hombres es todo más... más... muy intenso, no sé cómo deciros. No es que se me ponga la polla dura, es que se me estremece todo el cuerpo.

El abuelo se levantó, fue hacia el mueble bar y sacó una botella de ron. Echó un chorro en su vaso, luego en el de mi padre, y, finalmente, en el mío.

—No le pongas alcohol al niño —dijo mi padre.

—Le vendrá bien cuando acabes de hablar con él —dijo, dejando la botella en la mesa, junto a las tres latas.

—No hace falta que me tires la bronca, papá —dije—. Ya me siento bastante avergonzado.

—Calle, calla, nieto querido, que te vas a reír.

Miré a mi padre, confundido.

—Es que, verás, hijo... El masturbador no es del abuelo.

—¿Qué dices? —dije—, ¡pero si venía a su nombre!

—Sí, abrí la ficha de cliente de la web con sus datos, no quería poner los míos...

—Para, para, para... Entonces, ¡es tuyo!

—Si, hijo.

—¿Y todo ese semen...?

—Todo ese semen que has chupado, lamido y que has usado para tus pajas es suyo —dijo el abuelo, enarcando las cejas.

—Así es, David.

—Joder, papá... No sé qué decir. ¿Y desde cuándo sabes que lo uso?

—Casi desde el principio.

—Joder, ¿y no dices nada?

—A ver, hijo, que me agobia verte en la adolescencia, que estoy muy solo desde que tu madre me dejó, que es muy patético que un tío de mi edad salga solo a ligar los sábados por la noche, que estoy medio calvo y nunca he pisado un gimnasio... Y de putas, ni hablar. ¡Con todo lo que tienen que pasar, las pobres!

—Así que la solución fue un juguete —apuntó el abuelo.

—Pues sí, una paja normal ya no me dejaba satisfecho.

—Joder, papá... —repetí, asimilando la información—, pues, pues... ya podías haber comprado otro para tu hijo, que también se mata a pajas...

Entre nosotros se hizo el silencio. Por lo visto, no había mucho más que añadir.

—Entonces —dije—, ¿cómo queda esto? ¿Me tenéis que perdonar a mí?, ¿o yo a ti?, ¿o cómo hacemos...?

Mi padre se levantó y, por primera vez desde que tengo uso de razón, me dio un abrazo que sentí sincero.

—Hijo —dijo, con un beso en mi frente—, experimenta con tus morbos, que nosotros lo haremos con los nuestros.

Y salió del salón.

Nos quedamos mi abuelo y yo sentados en la mesa, con nuestras bebidas.

—Gracias, abu —dije.

—¿Por qué?

—Por el ron. Me viene muy bien el alcohol, ahora.

Me bebí mi vaso de un trago. El sabor del ron había matado el de la cola.

—Oye, abu —dije—. ¿Qué ha querido decir papá con lo de los morbos?

El abuelo rellenó el vaso con lo poco que quedaba en mi lata y le echó otro chorrito del licor.

—Teniendo en cuenta que somos tres hombres adultos, que nos queremos porque somos familia, ¿qué crees tú?

Lo que entendí desordenó aún más mis esquemas mentales.

El abuelo se levantó y se sentó en el sofá, con las piernas separadas. En una mano sostenía su vaso de ron. La otra la llevó a su entrepierna.

—O sea —dijo a David, su nieto adolescente—, que todas esas pajas tuyas, todas esas veces que te corriste y chupaste el semen del cacharrito ese... ¿pensabas que era mi semen?, ¿que te comías la corrida de tu abuelo? —el sexagenario se frotó la bragueta—. ¿Te gustaría follar conmigo, nieto querido?

David, su nieto, sintió que esa era una de las situaciones que te marcan en la vida. Con el tiempo se daría cuenta de que tuvo la oportunidad de levantarse de la mesa y salir del salón, dejando allí al mayor de la familia. Pero, en ese momento, no se le pasó por la cabeza otra cosa más que caminar hacia él, con el cuerpo estremecido por los nervios y una excitación que nunca había sentido.

Cuando se sentó ahorcajadas sobre su abuelo y sintió sus manos rudas sobre su cintura, desaparecieron para siempre todas las mujeres del mundo.

—Abu —dijo David, con cierta timidez—, no sabía que te gustaran... que te gustáramos...

—Una polla —dijo el abuelo—, es una pieza más en el puzle del sexo, y la mente es otra. A mí me gustan ambas. Si eres capaz de aprender sus trucos, tendrás chicos y chicas por igual.

—Yo ya no quiero estar con mujeres —dijo su nieto, con ambas manos sobre las tetillas del abuelo.

—Ay, nieto querido... ¿Tú sabes el tiempo que hace que no tengo un culo como el tuyo encima? Anda, que me vas a contar todo lo que imaginabas cuando te hacías tus pajas. Pero, antes, vamos a desnudarnos.

Se levantaron del sofá. El sexagenario se quitó la camiseta y los pantalones. Era un oso polar, con su barba blanca, las manos grandes y la tripa bien dura.

David levantó los brazos para que él lo desnudara.

—Qué pezones tan rosados —dijo, al ver su pecho—, y qué pequeñitos.

Le desabrochó el botón del pantalón y se lo bajó. Su nieto se lo sacó por los pies, con una mano apoyada en su hombro.

Se quedó frente a su abuelo, con sus calzoncillos a rayas.

—Ven, nieto querido. Siéntate sobre mí y bésame. Quiero que me cuentes tus pajas.

A David le temblaban las piernas. Volvieron al sofá, donde el nieto se sentó a horcajadas sobre los muslos del abuelo. El hombre colocó su bulto bajo los testículos del muchacho.

—¿Me vas a follar, abu? —dijo él al sentirlo.

—Sí. A su debido tiempo.

David sujetó la cara de su abuelo con ambas manos, hundiendo los dedos entre el pelo blanco y áspero de la barba, y lo besó.

El abuelo acarició su cintura, su espalda, y acabó con los dedos pulgares jugando con las tetillas del muchacho.

—Ay, abu... ay, abu...

David no pudo más. Desinhibido por el alcohol, se dejó llevar. El masaje en sus vírgenes pezones y el contacto del duro sexo del abuelo entre sus delgadas piernas fue demasiado para él y se corrió dentro de sus calzoncillos, entre jadeos mudos y con la piel de los hombros erizada.

Hundió la cara en el cuello de su abuelo, mareado por la intensidad del orgasmo y el ron ingerido.

—Qué rico, nieto querido —dijo el abuelo, cuando lo separó de su tripa y vio la mancha en el calzoncillo.

—Abu... ¿Qué pasa con papá?

—¿Por qué no le preguntas a él?

David se giró. Su padre, una versión de su abuelo muchos años más joven, les observaba desnudo desde la puerta del pasillo, con su incipiente barriga canosa y su polla colgando sobre dos flácidos testículos.

Cogió una silla y se sentó frente a ellos. Levantó las piernas y vieron que algo le sobresalía del culo.

—¿Recuerdas que había algo más en el paquete? —preguntó el abuelo.

David recordó que una de las tres referencias correspondía a un plugin anal.

—Me había olvidado del plugin, abu.

—Papá ha descubierto el placer anal, hijo —le dijo su padre.

—Y tú, nieto querido, vas a descubrirlo hoy. Levántate, deja que me quite el calzoncillo y te sientas encima de mí.

—¿Estás seguro, abuelo? —preguntó el padre, mirando a David.

—Eso, ¿estás seguro? —dijo David, devolviéndole la mirada.

Ninguno de los tres habló durante unos segundos, por lo que, tácitamente, todos dieron por buena la nueva situación.

El abuelo se recostó en el sofá. Había dejado el vaso en el suelo, junto a sus pies. Alrededor de uno de sus tobillos estaba enrollado su calzoncillo. Tenía la polla recta. Era corta y cabezona, y estaba rodeada de abundante vello blanco.

David se quitó sus calzoncillos recién lefados. Los tenía en la mano, sin saber muy bien qué hacer con ellos.

Entonces se le ocurrió la última idea.

Se acercó a su padre y se los refregó por la cara.

—Toma, papá, así huele la última lefa virgen de tu hijo. Cuando el abu y yo acabemos, te traeré la primera corrida del nuevo hombrecito de la casa, para que la cates también.

Mientras le hablaba, le mantuvo la cara tapada con sus interiores a rayas.

—Mira la polla de tu padre —dijo el abuelo.

David la vio girar con un movimiento circular, como si fuera la aguja de un reloj, hasta que el glande tapó el ombligo.

—A tu padre no le veía excitarse tan rápido desde que me la chupaba.

—¿Papá te la chupaba? —preguntó David. Luego, le quitó el calzoncillo de la cara: —¿Es eso verdad, papá? ¿Se la has chupado?

—Hasta que me hice novio de tu madre —respondió.

A David, de repente, sus sentimientos de vergüenza le parecieron ridículos al conocer el pasado de los otros dos hombre de su familia.

—¿Me contarás eso, abu? ¿Me contarás la historia de esta familia algún día?

El abuelo tiró de la piel de su cipote hacia arriba. Una gota transparente asomó por el ojo del glande. Con su dedo índice, la extendió por él.

—¿Seguro? ¿No pensarás que somos unos degenerados?

—No —respondió David, con seguridad.

Dejó los calzones lefados sobre el pecho de su padre y regresó al sofá, donde su abuelo, con la polla tiesa, le esperaba.

—Yo te cuento mis pajas, abu, con una condición.

—¿Cuál?

—Que tú me cuentes lo que me vas a hacer antes de hacérmelo.

El abuelo sonrió, con algo parecido a un destello de maldad en el fondo de sus ojos.

El padre se abrió más de piernas y se metió el dildo por el culo mientras lamía la lefa de su hijo, directamente de su prenda íntima.

—Anda, túmbate aquí, nieto querido. Vas a sentir los cien quilos de un macho sobre ese cuerpecito tan hermoso que tienes...