Los tortolitos alemanes (y 2)
En la penumbra de la habitación pude admirar aquella obra de arte, una polla adolescente bien formada, curvilínea, con el glande majestuosamente desplegado y brillante de los jugos preseminales...
Los tortolitos alemanes (y 2)
(Recomiendo leer antes la primera parte de este relato, publicado hace un par de meses)
Aquella noche fue bastante pasada de copas en nuestro grupito, dentro de lo que cabe. Yo, sin embargo, procuré no beber mucho porque quería tener la cabeza clara y no quedarme dormido ante la nueva experiencia que esperaba poder sentir algunas horas más tarde.
Nos acostamos todos hacia las 12 de la noche, y mi compañero de cuarto, que se llamaba Eduardo, pronto estuvo dando ronquidos. Yo me levanté, me vestí en un pispás, y me dispuse a salir de la habitación. Pero entonces pensé que sería bueno comprobar el sueño profundo de Eduardo, no fuera a ser que se despertara y no me encontrara en la habitación, podía tener problemas para explicarlo. Me acerqué a la cama de mi compañero y me acerqué a su cara. Estaba totalmente roque, con un aspecto de estar totalmente groggy. Claro que, además, a esa distancia tan corta, observé otra cosa: como era casi verano y hacía calor, el chico dormía en slip, y en aquellos momentos tenía una erección de campeonato. Y si La verdad, no pude resistirme: imaginar lo que podría ser comerme el nabo de mi compañero hizo que mi propia tranca se me pusiera como una roca en un momento; apenas sopesé pros y contras: estaba muy dormido, así que no era previsible que se despertara, por tanto, ¿qué mal había en ello? En todo caso, lo que iba a hacer era proporcionarle un placer inesperado.
Entonces, con sumo cuidado y el corazón queriéndoseme salir por la boca, empecé a bajarle el slip. El nabo se flexionó sobre la tela que yo estaba moviendo, hasta que en un momento dado saltó fuera como un resorte. En la penumbra de la habitación pude admirar aquella obra de arte, una polla adolescente bien formada, curvilínea, con el glande majestuosamente desplegado y brillante de los jugos preseminales. No pude aguantar más, y empecé a lamer la punta de aquella polla deliciosa. Al contacto con mi lengua, el chico se removió; me asusté, pensando que tal vez estaba abusando de mi buena suerte, pero mi compañero se limitó a esbozar una tímida sonrisa, como si el sueño erótico que a buen seguro estaba teniendo fuera extraordinariamente vívido
Seguí entonces con mi tarea, ya más seguro de que Eduardo no iba a despertar, y que además lo iba a disfrutar a tope. Empecé por darle besitos en el glande, y después fui chupando aquel mástil enhiesto, desde arriba hasta abajo, notando las gruesas venas que lo surcaban como meridianos de la Tierra; los huevos los tenía casi lampiños, y fue un placer meterme en la boca aquellas pequeñas bolas de carne, tan suaves, tan potentes a la vez. Subí de nuevo recorriendo con mi lengua toda la longitud del vergajo, hasta llegar al glande y sumergirlo entero en mi boca. Empecé a meterme la polla cada vez más adentro, más adentro, hasta que noté que el glande chocaba en mi garganta; pero quería sentirlo aún más adentro, y ahuequé la garganta, casi por instinto, hasta conseguir que aquella deliciosa verga se encajara entera en mi cavidad bucal.
Noté entonces que mi involuntario amante se venía: las contracciones de la polla así lo indicaban, y entonces me saqué el nabo hasta situar el glande sobre mi lengua. Allí recibí uno, dos, tres, cuatro, hasta cinco trallazos de espesa leche, riquísima, que paladeé como si fuera auténtica ambrosía. Cuando fue evidente que ya no había más, aún rebusqué en el ojete del glande, con una gula que fue recompensada con una última, tan deliciosa gota de semen. Olí por última vez aquella esencia masculina de la esperma, mezclado con el sudor adolescente y los vapores de aquella tan íntima zona de la anatomía humana, y borracho de aquellos efluvios, muy a mi pesar, recompuse la situación tal y como estaba antes de la mamada, situando el slip en su sitio. Miré por última vez a mi compañero, antes de irme. En su rostro se dibujaba una sonrisa mirífica Lástima que, seguramente, el objeto de aquel sueño erótico sería alguna de las chicas de nuestro viaje, no yo
Aún con el sabor exquisito de la leche de Eduardo en la boca, salí de la habitación. Tras un rato de caminar por el hotel, llegué a la planta de mis nuevos amigos alemanes. Cuando alcancé la habitación, toqué quedamente en la puerta con los nudillos. No hubo respuesta. ¿Y si no se habían acordado de la cita, y estaban durmiendo como marmotas? Inquieto, volví a tocar en la puerta, ahora algo más fuerte. Por fortuna, unos segundos después me abrió el chico rubio; llevaba encima sólo una mínima toalla anudada a la cintura, y me sonrió.
Ya dentro de la habitación, me dijo que creían que no iba a ir, porque ya era bastante tarde; claro, yo me había demorado con el "trabajito" que le había hecho a mi compañero, aunque no me pareció oportuno contárselo, al menos en ese momento. En la cama estaba su amante, el chico moreno, totalmente desnudo y con la polla morcillona. Los ojos se me fueron a aquella herramienta prodigiosa, y el moreno, que entonces supe se llamaba Klaus, me hizo un gesto como diciendo, ¡toda tuya!
Yo estaba más caliente que la pipa de un indio, tras la mamada que le había pegado a Eduardo, así que no me hice de rogar: me acuclillé entre sus piernas y me metí el rabo en la boca; entonces disfruté una nueva sensación, sentir como una polla va ganando tamaño dentro de tu boca, mientras tú la chupas. Fue algo extraordinario; en un momento había algo gordo y semi fláccido en la boca, y esa cosa caliente y sin duda deseable se convertía, de repente, en un cañón de carne, en un monumento cálido y potente que apenas te cabía en la cavidad bucal
Entre tanto, el otro chico, el rubio, que se llamaba Hans, no se quedó quieto. Aprovechando mi posición acuclillada entre las piernas de Klaus, Hans se tumbó en el suelo y se metió debajo de mi culo. Desde allí me abrió las cachas y empezó a lamerme el ojete del ano. El primer lengüetazo fue como una explosión nuclear: se me pusieron, literalmente, todos los pelos y vellos de mi cuerpo de punta. Aquella lengua en un sitio tan recóndito, tan íntimo de mi anatomía, comenzó a hacer un trabajo indescriptible. Entraba cada vez más en mi más oscuro agujero, y cada lengüetazo me producía sucesivas oleadas de placer. A todo esto, la polla de Klaus, en mi boca, era ya un portaaviones: a duras penas podía comerme el glande, de grande que era (valga el casi trabalenguas: nunca mejor dicho ), pero yo quería sentirlo entero dentro de mí, así que apliqué los recientes conocimientos que había obtenido con Eduardo y, ahuecando la garganta, conseguí, poco a poco, meterme aquel aparato de exposición dentro de mi cavidad bucal. Cuando enterré mi nariz en el vello púbico de Klaus, y el labio inferior en los huevos, con todo su vergajo dentro de la boca, miré a mi amante y vi que me devolvía, extasiado, la mirada, los ojos algo vidriosos, como si estuviera en el nirvana
Entonces me dijo en inglés si quería experimentar algo nuevo. Yo, con la boca ocupada, no pude contestarle más que con un leve asentimiento, pero fue suficiente. Me instó entonces, con gestos, a que le liberara la polla, lo que hice no sin pesar. Entonces me colocó en el suelo, a cuatro patas, e indicó algo a su novio Hans. Éste se situó delante de mí y me ofreció su polla, más pequeña que la de Klaus, pero muy bonita y armoniosa. No me hice de rogar, y empecé a chuparle el glande. Klaus, por detrás de mí, se había agachado entre mis cachas y me estaba dando otra ración de chupada de culo, tan deliciosa como la de Hans; pero éste duró poco; después me metió un dedo en el culo, previamente ensalivado; yo estaba tan lubricado con la saliva de ambos, y tan abierto por la excitación del momento, que el dedo entró con facilidad; Klaus introdujo entonces dos y tres dedos, con algo más de problema. Cuando metió el cuarto, comenzó a moverlos dentro del agujero de mi culo, y aquello fue un nuevo placer a apuntar en la lista de los que estaba descubriendo aquel día.
Cuando sacó los cuatro dedos de mi culo, fui a protestar, pero Hans me mantuvo en mi posición, chupándole el glande y metiéndome entera su estaca en mi boca. Pronto entendí el motivo; a las puertas de mi culo se había posicionado algo grande, muy grande, caliente, excitantemente viscoso, y supe lo que era; con la primera embestida, vi las estrellas; menos mal que tenía la boca ocupada con la tranca de Hans, porque si no hubiera gritado de dolor; Klaus continuó enculándome, poco a poco, y aquel intenso dolor fue dando paso, paulatina pero crecientemente, a un placer devorador, como si en vez de una polla tuviera dentro de mi culo una inmensa lengua de veintitantos centímetros, gorda, caliente y vibrante, que lamiera todas mis más oscuras interioridades. Creí morir de placer, abierto en canal por detrás, con un nabo precioso entre mis labios, y así las cosas apenas me di cuenta cuando Hans comenzó a correrse en mi boca: aquello fue como la guinda sobre el pastel, esa leche corriendo, caliente, viscosa, espesa, sobre mi lengua. Klaus elevó el tono del jadeo de su metisaca y no tardé mucho en saber por qué: mis entrañas estaban siendo regadas por un líquido cálido, abundante, estremecedor
Estaba casi groggy. Hans, entonces, se salió de mi boca, donde yo aún buscaba las últimas gotas, y se metió debajo de mí, entre mis piernas. Apenas unas cuantas mamadas sobre mi polla y le descargué en la boca toda mi leche, como si nunca me hubiera corrido
Agotados, nos recostamos sobre la moqueta de la habitación, un revoltijo de órganos humanos, un amasijo de epidermis joven recién ordeñada. Permanecimos un rato en esa posición, todavía rotos, hasta que Klaus, en su inglés algo macarrónico, me invitó a pasar la noche con ellos; ante la perspectiva de poder repetir aquello durante toda la noche, no lo dudé, pero un atisbo de sentido común me recordó que debía tomar algunas precauciones. Le pedí a Klaus que llamara a recepción para que les avisara a las siete de la mañana, para tener tiempo de volver a mi habitación y poder amanecer allí, como si nada. Así lo hizo, y los tres nos metimos en la cama.
Ni que decir tiene que lo que menos hicimos aquella noche fue dormir. Cuando, a las siete de la mañana, sonó el teléfono de recepción para avisarnos que era la hora, me pilló entre las piernas de Klaus gozando por enésima vez de su deliciosa polla, mientras Hans, que se había encaprichado de mi nabo, estaba recibiendo en ese momento una nueva descarga de mi esperma en su lengua.
Con gran pesar me despedí de mis amantes; nos besamos en la boca, sintiendo el agridulce sabor del semen en nuestras lenguas, y me marché a mi habitación.
Y, ¿sabéis lo mejor? Cuando entré en mi habitación, Eduardo seguía dormido como un tronco, y en el fragor de la noche se había bajado inconscientemente los slips, y lucía, de nuevo, una tremenda erección. Así que, ¿qué iba a hacer yo? No podía más que ayudar a un compañero, y se la chupé hasta que estalló, por segunda vez aquella noche, dentro de mi boca. Después le subí el slip, lo tapé amorosamente con la sábana, como haría una buena madre, y me acosté.
Media hora más tarde ya estaban los profesores llamando a la puerta, así que apenas dormí. Me levanté molido, con una sensación de sed tremenda, quizá por la gran cantidad de lefa que llevaba en el estómago, pero anímicamente estaba estupendamente: había encontrado mi lugar en el mundo, al menos en el mundo sexual, y ya sabía lo que quería en cuestión de sexo.
Aquella tarde se marcharon a su país los tortolitos alemanes, con gran pesar por parte de los tres. Nos despedimos en su cuarto, poco antes de marcharnos, con una mamada para ambos y su correspondiente ración de leche en mi boca, pero me prometí que a Eduardo, a partir de aquella noche, y durante las que quedaban del viaje fin de curso, le iba a alegrar, sin que él lo supiera, sus sueños húmedos