Los soldados no lloran

Basado en hechos reales personales.

Los soldados no lloran

1 – Campamento

Todavía era obligatorio el servicio militar cuando me llegó la hora. Yo soy una persona demasiado sensible y creí que eso de hacer la mili no iba a poder soportarlo. El día que llegamos y nos entregaron el uniforme, la ropa de faena, las botas y todo lo demás, sentí que me quitaban la identidad. Afortunadamente, yo había decidido pelarme mucho para que no me metieran allí la maquinilla y me dejasen lleno de trasquilones, pero cuando me probé la ropa y me pude mirar a un espejo con el gorro puesto, me vi como un pelele con cara de gilipollas.

Estábamos numerados (allí no había nombres) y en ese orden nos asignaron las literas. A mí me tocó dormir en la parte de debajo de una. Menos mal que el chico que dormía arriba no se movía demasiado. A los pocos días, me pareció oír a gente que se levantaba y corría en la oscuridad unas cinco literas más hacia la derecha. Se oía mucho movimiento. Algo pasaba allí que yo no llegaba a entender. Pocos días después me pareció descubrir el secreto, pues aparte de movimiento de litera en litera, comencé a oír risas y gemidos contenidos. Sabía que me la jugaba si me pillaban levantado por la noche, pero mi curiosidad pudo más que yo. Me levanté con sigilo y, agachado, fui andando por los pies de las literas hasta una que parecía moverse y donde se oían voces. El bulto de la colcha era bastante grande (el doble) y se movía a un lado y a otro. Abrí bien los ojos para ver mejor y me pareció que allí había dos cabezas. Alguien se estaba follando a alguien; al soldado de aquella litera, supuse. Volví rápidamente a mi sitio e intenté dormirme lo antes posible.

Al día siguiente, se acercó uno de los que yo más conocía y con el que más hablaba, el número 35, que era un chico aparentemente tímido, pero muy cachondo. Mientras nos tomábamos el bocadillo del descanso (a media mañana), me dijo claramente que si ya me habían dado la vez para follarme al mariquita y no supe que decirle: «¡No!»

Algún listillo, que se había dado cuenta de que aquel chaval se dejaba follar sin rechistar, era el que daba los permisos para follárselo. Yo no quería hacer eso.

Una noche, casi un mes después, nos avisaron de que había un soldado en el botiquín con síntomas de meningitis y no había vacunas suficientes para todos. Eso significaba que deberíamos dormir con las ventanas abiertas, en pleno enero y con una temperatura bajísima. Pero cuando me asusté fue cuando vino el 35 con otro soldado y me dijeron que, si quería, podía follarme al mariquita aquella noche. Puse la excusa de lo de la epidemia de meningitis. Dije que me daba miedo a contagiarme, pero aquella noche me acerqué tiritando a la litera-prostíbulo que habían montado y seguían pasando los soldados a darle por culo a aquel pobrecillo que, para colmo, debería sentir que nunca iba a tener a tanto hombre a su disposición.

2 – Pedrera

Acabó el campamento y, sin previa despedida, nos enviaron a cada uno a un sitio distinto. A mí me enviaron a un cuartel muy grande y bonito, aunque las instalaciones eran un poco antiguas. Cuando formamos filas por primera vez, me di cuenta de que allí estaban el número 35 y el mariquita. Debido a mis conocimientos, me enviaron a las oficinas y fui averiguando los nombres de todos. Poco después, cuando pasaban lista, ya iba reconociendo a los que estábamos allí. El tímido mariquita se llamaba Pedrera y siempre que intentaba acercarme a él para decirle algo, sacaba las plumas y bromeaba. No había forma de hablarle en serio. Supongo que esa era la técnica que había elegido para protegerse de los demás.

Como no podía ser de otra forma, me llegó mi primera imaginaria. Todos se acostaron, se apagaron las luces y yo tuve que seguir dando vueltas por allí con una serie de datos memorizados por si aparecía algún oficial ir a darle el parte. Dejé pasar más de una hora hasta que noté que casi todos estaban dormidos y me pareció que al otro extremo de la sala se movía alguien. Tenía que ser un soldado; la puerta de entrada estaba detrás de mí en ese momento. Me acerqué sin hacer ruido y vi una luz en un pasillo donde pernoctaba el sargento de semana. Había abierto la puerta y alguien entró allí. Me acerqué a mirar con más atención. La litera de Pedrera estaba descubierta de haberse levantado. Inmediatamente pude comprender que el soldado mariquita se había ido al dormitorio del sargento. El resto me dio igual imaginarlo.

No hubo otra novedad en muchos días. Más de una noche que tardé en dormirme vi la luz en el pasillo y cómo entraba Pedrera a complacer al sargento. Intenté hablar con el chaval en un descanso, pero seguía haciendo ademanes y quitándose de en medio. No pensaba follármelo, por supuesto, sólo quería conocerlo y saber algo de él. Era imposible.

Un día, aquellos lunes en que se hacía instrucción con los fusiles, hubo una gran revuelta. Las peleas en los cuarteles son muy peligrosas. La disciplina es férrea. Pero cuando pude acercarme disimuladamente a ver qué pasaba, encontré a Pedrera en el suelo con la cara empapada en sangre. Pregunté a mi alrededor preocupado. Un soldado le había dado con el fusil en la cara y le había roto la nariz, según me dijeron. Vino una vetusta ambulancia del ejército y se lo llevó al hospital. A uno de los soldados se lo llevaron escoltado para los calabozos. No sé lo que sentía por aquel chico (que empezaba a resultarme antipático a veces), pero le dije al 35 que si sería buena idea ir al hospital a hacerle una visita. Me miró horrorizado. Me dijo que no se me ocurriera, que en este caso había ajustes de cuentas o algo así.

3 – Nada es casual

Hablaba unos días después con otro soldado (guapísimo y que sólo sé que se llamaba Cayetano) sobre el tema de Pedrera. No recuerdo haber dicho nada especial, pero vi cambiar la mirada de Cayetano y alguien puso su mano sobre mi hombro golpeándome con mucha fuerza. Pensaba volverme y llamarle, como mínimo, hijo de puta y cagarme en toda su familia, pero me encontré con el temido sargento Román, que era capaz de aplicarte un castigo por llevar las manos en los bolsillos o una mancha en las botas. Esperé a ver lo que decía, pero se limitó a mirarme sin expresión y a pedirme que estuviese en su despacho a primera hora de la mañana siguiente. Me di cuenta de que iba a caerme un buen castigo.

Tras el desayuno, y asegurándome de que llevaba el uniforme en perfecto estado de revista, me dirigí a su despacho, pero me dijo un soldado que había salido y vendría pronto. Lo esperé allí, junto a la puerta, sin echarme en la pared, con las manos atrás, descubierto (estaba en el interior de un edificio) y revisando cada botón.

Apareció por la puerta que entraba al pasillo y me puse firme y le di el saludo:

  • Buenos días, mi sargento – le dije -, se presenta el soldado

Me interrumpió y entró en el despacho.

  • ¡Vamos, pasa, satélite!

Me quedé en pie frente a su mesa y se limitó a decirme que aquella misma tarde me tenía «un trabajito» y que volviese tras el descanso del almuerzo.

Al menos, me dije, no me va a enviar a los calabozos. Pero no sabía lo que me esperaba. Me llevó a los almacenes, buscó una azada y, estirando el brazo, me indicó que la cogiese. Sígueme, dijo, y fui tras de él andando hasta un paseo de los jardines, me llevó al comienzo y me dijo:

  • ¡Vamos, satélite! Aquí hay mucha hierba. Arráncala desde aquí hasta el quinto árbol.

  • Sí, mi sargento – dije sin opinar -; a la orden de usted.

Pero desde donde yo estaba, había un ancho paseo abandonado y lleno de hierba y el quinto árbol, hubiese yo dicho que estaba en el quinto pino. Cabrón. Había puesto a un soldado de oficina a hacer un trabajo muy duro y no se movió de mis alrededores en todo el tiempo. El dolor de mi espalda era ya tan fuerte en cierto momento, que prefería no ponerme en pie nunca. Así seguí aguantando hasta el cuarto árbol, cuando pensé que mi cuerpo no podía seguir haciendo aquello, me puse en pie con dificultad y le dije al sargento que no podía más. Esperaba un gesto de compasión de aquel cruel hombre, pero me miró indiferente:

  • ¡Sí puedes, hombre! – me dijo -, pero seguiremos hasta el sexto árbol.

Volví a agacharme creyendo que se deshacía mi espalda y seguí arrancando hierba hasta el sexto árbol, pero no me levanté para decirle que había terminado; no quería arriesgarme a una continuación del castigo.

  • ¡Soldado! – gritó desde atrás - ¡Ya puede dejar eso y, si le apetece, irse a descansar un poco hasta la cena!

Me crujió toda la espalda al levantarme, le entregué la azada y caminé como pude hasta mi litera. Sin quitarme el uniforme de faena ni las botas, caí allí sintiéndome muerto.

Al despertar por la mañana, el dolor era aún peor. Fui a los servicios caminando lentamente como pude y, al comenzar a orinar, no perdí el conocimiento de milagro y me apoyé en la pared; mi orina era sangre pura.

Me apunté para que me viese el médico y me hizo beber mucha agua y orinar al rato lo que pude. Al ver el color de la orina no pudo disimular su asombro.

  • Te llevaremos al hospital – dijo -, pero… ¿Has hecho algo en especial?

No quise nombrar al sargento Román, sino que le dije que me habría lastimado quitando hierba el día anterior.

Me llevaron al Pabellón de Urología y Plástica y me asignaron la primera cama a la derecha. En aquella sala había hasta ocho camas; cuatro a un lado y cuatro a otro. Siguiendo, se pasaba a la sala de Plástica. Me hicieron análisis y me tomaron la temperatura, pero en ese corto espacio de tiempo, pasó contoneándose Pedrera hacia la sala de Plástica. Los dos habíamos ido a parar al mismo lugar por diferentes cosas.

4 – Difícil amistad

Me pusieron un tratamiento, pero ni siquiera me dijeron qué tenía. Sin duda me había dañado los riñones. Pedrera seguía pasando hacia afuera y hacia adentro, pero me miraba, se reía y se contoneaba como una maricona. Intenté llamarlo varias veces para hablar con él, pero se ponía a decir tonterías o a cantar. Miré al chico que estaba a mi derecha y me sonrió:

  • No le hables – me dijo -, no hace caso. Sé que está mal y tienen que arreglarle la cara; se la han destrozado. Pero no le hables.

No podía estar todo el día en silencio. Pero un atardecer, vi que entraban por las ventanas los murciélagos y me asombré. No me gustaba mucho verlos volar por allí. Entonces, el soldado de mi derecha se echó a reír:

  • No temas nada – me dijo -; no hacen nada. Entran y nos hacen un favor; comerse los mosquitos.

  • ¿Cómo te llamas? – le pregunté -.

  • Ramón – dijo a secas -; tengo un riñón que no me funciona y el otro está un poco mal. Eso me han dicho. Se me hacen los días muy largos. Este que tengo a mi otro lado no habla nada y tu cama estaba vacía.

  • Pues yo me llamo Servando y siento lo mismo que tú – le dije -; el día se me hace muy largo.

  • Y a ti, ¿qué te pasa? – preguntó -; supongo que también es del riñón.

Así que le conté por encima lo sucedido y se asombró porque yo estaba allí por un motivo relacionado con el mariquita.

Hicimos una amistad muy buena, pero me pareció que no comía casi nada y tenía mal color. Cuando pasaron los días y Pedrera había dado ya cientos de paseos ante nosotros, vino un médico a ver a Ramón y estuvieron hablando algo durante mucho rato. Cuando se fue el doctor, le vi volver la cara y me pareció que lloraba. Tendí mi mano lo más que pude hacia su cama y lo llamé repetidas veces: «¡Ramón, Ramón, por favor! ¡Dime qué pasa!».

Al cabo de un rato volvió su rostro para mirarme con una mezcla de sonrisa y llanto y sacó su mano de debajo de la colcha, estiró su brazo y apretó mi mano.

  • Ramón – insistí -, dime qué te han dicho ¿Cómo estás?

Respiró profundamente varias veces y se volvió a hablarme en voz baja:

  • Mis riñones no funcionan – dijo; voy a morir.

Apreté su mano. Era un chico muy sensible, pero ese tipo de noticias hieren hasta a los hombres de piedra.

  • Bueno – le consolé -, de momento estaré aquí contigo. No pienses ahora en nada.

  • Me mandan a casa. A morir, supongo.

En ese momento pasó Pedrera contoneándose y se paró en seco al vernos cogidos de la mano. Se acercó y nos miró extrañado. Le miré muy en serio y le dije casi en voz alta:

  • ¿Qué pasa, Pedrera? ¿Es que no se puede hablar contigo en serio?

Se quedó estupefacto y se acercó otro poco y se sentó a los pies de mi cama. Cuando empezó a hablar, nos dimos cuenta de que no era afeminado.

  • ¿Qué pasa? – preguntó - ¿Pasa algo?

  • ¿Tú qué crees? – le dije -; nuestro amigo Ramón no está bien y está solo ¿Tampoco ahora le vas a hacer algo de compañía?

Me miró como arrepentido.

  • Lo siento – dijo asustado -, no sabía esto.

  • Pues estás en un hospital ¿sabes? – le dije - ¿Te parece que aquí viene la gente por gusto?

  • Lo siento, lo siento, de verdad – miró a Ramón - ¿Tan mal estás?

Ninguno de los dos le dijimos que iba a morir, pero fue entonces cuando nos contó que él iba a cuidar a los enfermos de Jesús Abandonado; los lavaba, les cortaba las uñas, los peinaba y los consolaba en el dolor y en la muerte. Hablamos mucho y Ramón le escuchaba embobado y, de vez en cuando, apretaba mi mano.

Cuando llegaron los murciélagos, volvió a tomarme la mano y la apretó. Se apagaron las luces y desapareció la odiosa enfermera que siempre merodeaba por allí. Hablamos susurrando un buen rato y sentí que tiraba de mí.

  • ¿Qué te pasa, colega? – le dije - ¿Estás bien?

No me contestó. Siguió tirando de mi mano como si quisiese que me acercase más a él. Mis riñones estaban doloridos, pero destapé la colcha y me acerqué a su cama. Él, al verme a su lado, me sonrió en la oscuridad y destapó su colcha por mi lado. Me senté allí y puso su mano sobre mi pecho y me echó a su lado. Me abrazó llorando pero procurando no hacer ruido y comenzó a acariciarme y a besarme en las mejillas, pero sus manos quisieron tocar más de mi cuerpo y sus labios se unieron a los míos. Tomó la colcha y tapó nuestras cabezas. Nos unimos en un abrazo precioso, íntimo, espectacular. No dejaba de llorar y no sabía cómo consolarlo. Pasé mi mano por su pijama hasta llegar a su bragueta. Ni siquiera tenía botones, sino que asomaba por allí su pene erecto y, al tocárselo, me abrazó con más fuerzas. Yo tampoco tenía botones ni calzoncillos, así que tiré del pantalón hacia abajo y me volví de espaldas a él. Se aferró a mí y podía sentir su respiración caliente en mi oído; acelerada. Tomó su miembro y lo acercó a mí, pero no encontraba lo que quería, así que eché mi brazo hacia atrás, lo busqué, lo agarré y lo llevé a donde quería. Aún se aceleró más su respiración y sólo pude oírle decir «¡Gracias, gracias!». Se movió con cuidado y tacto hasta que noté que su cuerpo temblaba y su respiración se entrecortaba. Iba a correrse. Volví mi cara, le tomé la mejilla y lo besé hasta hacernos daño.

Quedamos muy pegados y boca arriba en el centro de la cama y sentí su mano deslizarse por mi cuerpo hasta mi miembro. Lo tomó y comenzó a moverlo despacio: «¡Córrete, por favor!». Llené todas las sábanas de semen.

5 – Un poco tarde

Al día siguiente, la enfermera le reñía a Ramón. No decía nada en concreto, pero daba a entender que esas cosas no las hiciera en la cama; que las sábanas se manchaban.

Pedrera se acercó hasta tres veces y se sentó con nosotros y nos contó cosas preciosas intentando hacer feliz a Ramón. No sé cómo sacó la conversación, pero acabamos diciéndole que éramos pareja. Me miró muy triste. Sabía que Ramón no iba a durar mucho. A la hora del almuerzo, se sentó a su lado (con permiso de la enfermera) y comenzó a decirle cosas y a darle de comer. No podía creerlo; Ramón estaba comiendo y sonriendo, pero siempre me miraba a mí y Pedrera me guiñaba un ojo.

Después de la siesta, le trajeron unos papeles y tuvo que firmar varios. Le miré extrañado:

  • ¿Qué te han traído, Ramón?

  • Es como «la blanca» (la cartilla que entregaban al terminar el servicio). Para mí se acabó el servicio. Esta tarde me mandan para casa. Supongo que quieren quitarse al muerto de encima.

  • ¡No digas eso, por Dios! – estiré mi mano hacia él -; siéntete orgulloso de haber cumplido con tu deber, no sólo en el servicio, sino en esta vida.

  • ¿Vas a despedirme abajo? – me tomó la mano casi en llantos -; quiero verte vestido de soldado.

  • Ramón, colega – le dije -, no creo que me dejen levantarme y, mucho menos, ponerme el uniforme.

  • Tienes que hacerlo, Servando – me rogó -; tienes que hacer eso para mí. No quiero recordarte en la cama y con un pijama viejo. Vístete para mí y baja a despedirme.

  • Lo intentaré, te lo prometo – le apreté con fuerzas -, espero que nadie me lo impida.

Le trajeron su ropa de paisano y se la dejaron en la mesilla. Me levanté descalzo y sin pensar en obligaciones y me fui al otro lado de su cama.

  • ¡Venga, guapo! – le dije riendo -, baja los pies. Te taparé para ponerte los calzoncillos y te ayudaré a vestirte.

  • ¿Y tú? – exclamó - ¡Ponte tu uniforme y baja a despedirme. Te lo ruego!

Le dejé puesta casi toda la ropa, abrí la taquilla donde estaba mi uniforme y me puse a vestirme. En ese momento (no podía ser en otro), entró la enfermera en la sala y se quedó perpleja mirándonos.

  • Pero… pero… ¿qué hacéis? ¡Vamos, Ramón! Date prisas que vas tarde y tú Servando ¿a dónde te crees que vas?

  • A donde mi mente me dice que tengo la obligación de ir, señorita – le contesté amablemente -; a despedir a un soldado con todos sus honores.

  • ¡De eso nada! – gritó -, estás de reposo.

  • Pues me parece que ha llegado usted cuando ya hemos terminado de vestirnos – le dije -; cuando suba, volveré al reposo.

No supo qué hacer y tomé una bolsa de Ramón, lo agarré por la cintura y bajamos hasta el patio. Allí había un microbús esperando. Nos paramos en la puerta y nos pusimos frente a frente sonriendo. Le hice mi saludo militar y él me estrechó la mano, pero acabó abrazándose a mí y besándome. Subió al microbús y se fue alejando sin dejar de mirarme. Yo dejé de verlo antes.

Desde entonces, Pedrera me consolaba todos los días.