Los Secretos de La Luna
Una idea fugaz que enciende una chispa...
Nuestro matrimonio lleva ya casi treinta años de historia. Y de desgaste también. Es lógico; los cuerpos ya no son los de nuestra juventud, y con una intimidad consuetudinaria, habitual, también las conductas, como los cuerpos, pierden sus líneas puras y delicadas. Sin embargo, como si no hubiéramos alcanzado fondo, entrar en esa intimidad seguía dándonos la sensación de flanquear barreras últimas, de transponer nuevos límites o de vencer tabúes innombrables.
Pues bien, hace meses que venía sintiendo (y sufriendo) una decadencia en el rendimiento sexual de José, mi marido. Él ha dado ya 63 vueltas alrededor del sol, y en un hombre sencillo, que vive de su trabajo y para su familia, esos periplos cósmicos no son gratuitos.
El tema no era nuevo. Ya los inviernos últimos nos había costado seguir un ritmo mínimo de actividad sexual. Y siempre por dificultades de él. Era entonces cuando acudía a su cabecita la idea insistente, obsesiva a veces, de invitar a alguien más a nuestra cama. Y creo que lo hacía más como un recurso para excitarse que como un propósito firme de llegar al famoso trío. Porque, en efecto, apenas sacaba el tema, apenas comenzaba con el “¿No te gustaría otro…?” o “¿No ves que necesitás un…?”, yo sentía que su miembro se endurecía y lograba el vigor que me hacía feliz. Así que, últimamente, lo dejaba correr con esa fantasía, con la certeza de que no pasaría de eso, una fantasía, y con la utilidad que nos brindaba a nuestros ansiados encuentros bajo las sábanas.
Pero en los últimos meses, con la llegada de un invierno temprano y crudo, las cosas se agravaron. Ni las fantasías, ni mi dedicación especial (y por qué no admitirlo, experta) al sexo oral, lograban vencer esa inercia maldita que no alcanzaba su objetivo. Y la situación empezaba a preocuparme mucho, porque con mis 53 años, soy muy fogosa, y mi cuerpo aún me demanda dosis altas y frecuentes de satisfacción sexual. Y no estaba (ni está) en mí pensar en alternativas. O con él, o nada. Y ese nada que cada día que pasaba se volvía más presente, más corporal, me angustiaba.
Una tarde, que volvíamos de pasear por las cercanas sierras, pasamos por un conocido hotel alojamiento, que gozaba entre mis amigas de mucho prestigio. Yo nunca había concurrido a un hotel alojamiento. No había hecho falta. Desde el principio de nuestra vida estudiantil universitaria, tanto mi marido como yo habíamos dispuesto de un lugar propio dónde vivir…y dónde coger. Pero esa tarde tal vez la desesperación que me cercaba llegó a mi subconsciente, y me llevó a pronunciar aquella frase casi sin pensarlo:
—Mirá, Jorge…nunca me trajiste acá…
—¿A “La Luna”…? — me respondió mi marido, sorprendido por la novedad. —¿Así que querés venir a “La Luna”…? — insistió, pensando tal vez que bromeaba. Pero yo no bromeaba. Porque, aunque lo había dicho sin pensar, no lo dije sin sentirlo.
—¿Y por qué no…? — agregué con cierto entusiasmo. —Mis amigas dicen que es muy lindo, muy inspirador…y quizá descubrimos algo nuevo… ¿no te parece…?
Su mirada fugaz, fue sin embargo muy especial. Y su silencio también. Y el tema pasó como los árboles que dejábamos atrás en nuestro camino.
O al menos eso es lo que yo creía.
A los dos días recibí de mi esposo la propuesta de “dar una vueltita por ahí”, así nos despejábamos. Acepté con toda ingenuidad. Salimos armados, como siempre, del equipo de mate y de la cámara fotográfica. Y enfilamos hacia las eternas sierras. Sin embargo, al llegar a la primera rotonda, Jorge tomó un rumbo que no me quedaba claro…pero a los pocos metros —sin previo aviso— giró violentamente, tomando el acceso… ¡a “La Luna”… el hotel alojamiento! ¡No podía creerlo…! No tuve tiempo ni de reaccionar, ya que inmediatamente estábamos ante la ventanilla de acceso, pagando el doble turno de una estadía tan inesperada como prometedora.
—¡Pero Jorge…! — le reproché en un murmullo, mientras el auto avanzaba hasta el garaje que nos habían asignado — ¡Estás loco…! ¿Qué hacemos acá…?
—Cumpliendo un deseo de mi esposa favorita…— me respondió con una sonrisa pícara en los labios y una luz muy especial en sus ojos.
Las cartas ya estaban echadas… ¡y había que jugar! Un juego que desde luego deseaba y disfrutaba. Pero la novedad del escenario, desconocido y hasta misterioso, no dejaba de inquietarme, de aportar una dosis de incertidumbre. Pero qué diablos, tal era la ilusión, tal las ansias alimentadas por la prolongada abstinencia… ¡que hasta la incertidumbre resultaba excitante y bienvenida!
Pues bien, llegamos al garaje del apartamento asignado, mi esposo se bajó a correr las cortinas y a abrir la puerta, y me invitó gentilmente a bajar y pasar. Mis nervios se acrecentaron cuando fui sorprendida por la extraña luz que bañaba la amplia habitación, una luz que teñía de un violeta oscuro la gran cama redonda, otra cama también amplia a su lado, y unos artefactos de caños metálicos que se me antojaron como juegos infantiles de plaza. Cuando mis ojos se habituaron, distinguí el jacuzzi, el pequeño bar y las instalaciones sanitarias tras unos biombos de vidrio esmerilado.
—¿Qué te parece…? — me preguntó Jorge en un murmullo muy cerca de mi oído, mientras me abrazaba desde atrás. —¿Es como te imaginabas?
—Los muebles sí, pero no la luz… ¡es muy rara…!
—¿Pero te gusta? — insistió, mientras sus manos comenzaban a desprender los botones de mi blusa.
—Sí…me gusta…Y me gusta mucho más las promesas de placer que ofrece…Es un lindo ambiente. — Y sentí que mi blusa, ya abierta, se deslizaba por mis brazos y caía al suelo. Y entonces volví a sorprenderme cuando vi mi corpiño, que era blanco, brillar con una fosforescencia violeta, y mi piel tomar un tono más oscuro que el normal. Cuando me volví hacia Jorge para comentárselo, vi que él también ya se había quitado su camisa y sus pantalones, y que también su calzoncillo y sus canas en la cabeza y en el pecho brillaban con el mismo resplandor fantástico. Me dio risa, como si me hubieran descubierto en una travesura.
—Pero esperá un poco— le pedí, aun riendo. —Acordate que no vine preparada para esto, así que dejame que me dé una ducha rápida.
—Mejor si compartimos el jacuzzi…— propuso Jorge a la vez que abría los grifos para llenarlo. Me pareció buena idea, pero igual debía ir al baño para hacer pis. Desde allí escuché que hablaba por teléfono con alguien; me parece que pedía algo a la administración del alojamiento.
Cuando volví, el jacuzzi ya bullía entre chorros, y dentro de él, mi marido me esperaba ansioso. De pie frente a él, me quité la falda, me solté el corpiño, y lentamente, me deshice de mi bombacha, con tanta sensualidad y gracia como me lo permitían mis canas y mis kilos de más. Jorge bramó cuando, ya desnuda, me metí en el torbellino cálido buscando sus brazos.
—Escuché que hablabas con alguien recién— le dije, mientras recostaba mi cuerpo sobre el suyo, dándole la espalda.
—Sí — me dijo. —Encargué un champán para que brindemos. Lo traerán más tarde.
Y mientras me respondía, sus brazos me rodearon y sus manos comenzaron a recorrer despacio las curvas de mi cuerpo. Sus labios besaban mi cuello, mis hombros, y volvían insistentes a los lóbulos de mis orejas. Sentía agitarse su respiración en la medida que sus manos avanzaban en sus exploraciones; sobre todo, sentí una dureza creciente que presionaba la parte baja de mi espalda. Yo empezaba a estar en la gloria. Excitada por esas caricias tan queridas, y por su propia excitación creciente, que prometía una buena tarde con final feliz. Así, con ese ánimo tan promisorio, me dejé llevar y me entregué al placer.
Muy pronto sus manos alcanzaron mis puntos más sensibles, y los besos de sus labios se fueron tornando en leves mordiscos. Ya para entonces su respiración era fuerte, y mis gemidos audibles. Me di vuelta, y así, sentada como estaba, abrí mis piernas y me acerqué a él, abrazándolo, devolviéndole besos y caricias; y pasando mis piernas por sobre las de él, también le ofrecí mi sexo. Mi marido se deshizo del abrazo, y bajando, elevó mis caderas pasando mis piernas sobre sus hombros, iniciando una deliciosa caricia con lengua, labios, dientes y dedos, que en pocos instantes me hicieron ver el cielo. Eché mi cuerpo hacia atrás, entregándome a las sensaciones tan variadas, tan eróticas y placenteras, de las caricias de mi esposo y de miles de burbujas que recorrían mi piel. Y en ese abandono sensual sentí crecer en mi vientre, en mi pubis, en mis senos, ese volcán caliente y avasallante que buscaba explotar, y que explotó al final en mi primer orgasmo de esa tarde.
Soy muy ruidosa en mis orgasmos, y aunque el lugar exótico en el que estábamos debería haberme cohibido un poco, lo cierto es que la alegría y el placer más bien me provocaron para que mis gritos fueran potentes, como expresando el desahogo de tanta abstinencia.
Y fue tal el bochinche que armé, que no escuché que golpearon levemente a la puerta, que la abrían y que alguien pasaba y se paraba al lado del jacuzzi, con una bandeja en la mano, portando la botella de champagne y las copas.
Lo descubrí cuando abrí los ojos, encandilados todavía por los destellos intensos del reciente orgasmo. Y fue tal mi sorpresa que quedé paralizada, incapaz de realizar los instintivos gestos de autodefensa y protección con los que las mujeres nos cubrimos el pubis y los senos.
Miré a Jorge, y lo vi sonriente, con un gesto entre cómplice y culpable. Y entonces comprendí que él lo había armado así.
El portador de la bandeja era un muchacho de unos 32 o 33 años, de cabello oscuro, tez clara pero tostada por el sol, y ojos de color indefinido bajo esa luz fantasmal. Un cuerpo joven, sin demasiada musculatura, pero sólido. Vestía (es un decir) un bóxer oscuro y ajustado, y un moño a modo de corbata, cerrando una camisa inexistente. Y obviamente, lo que se destacaba en ese conjunto tan especial eran sus atributos masculinos que insinuaban unas dimensiones generosas.
—¿Les puedo servir el champagne? — nos preguntó con una voz cálida y medida.
—Claro— se apresuró a responder mi esposo. Y dirigiéndose a mí, me aclaró —Es el hecho sobre la base de pinot noire que te gusta a vos.
Y antes de que pudiera responder nada, el muchacho ya me alcanzaba la burbujeante copa, mirando no mis ojos ni mi mano que la recibiría, sino mis tetas acariciadas por el agua. Mi marido recibió su copa, y entonces volvió a hablarme, esta vez con más solemnidad:
—Mi amor, está en vos que Javier (que así se llamaba el mozo) se retire ahora, o que, en cambio, brinde con nosotros…y se quede.
Y ahí me percaté que en la bandeja había todavía una tercera copa. Y terminé de comprender el conjunto de la jugada que mi marido había fraguado en este par de días desde aquel comentario casual sobre “La Luna”. Antes de responder, lo miré, miré al expectante Javier, y volviendo a mi esposo, le dije:
—¿Estás seguro, José? ¿No te arrepentirás cuando volvamos a casa?
Él se acercó más a mí, me dio un beso largo, profundo, mientras me abrazaba con una mezcla justa de pasión y ternura, y luego, mirándome a los ojos, me dijo:
—No, mi amor, no me arrepentiré. Es más, mirá cómo estoy con solamente presentir lo que vendrá si decidís aceptar… — y vi su pene duro, erecto, pujante, como hacía años que no lo veía.
Le devolví el beso, temblando de ansiedad, pero también de excitación. E incorporándome y saliendo del jacuzzi, desnuda, brillante, expuesta, me acerqué a Javier. Tomé la botella de champagne y llené su copa, y se la ofrecí, junto con un breve beso en los labios, a modo de bienvenida.
—¡Brindemos entonces…! — exclamé, invitando a mi esposo con un gesto a unirse a nosotros.
—¡Salud!
—¡Salud!
—¡Salud…y placer! —completé yo, decidida en mi corazón a entregarme a ese placer.
No era la primera vez que iba a ser compartida por dos hombres. Ya unos catorce años atrás habíamos tenido una experiencia exquisita, con José, mi esposo, y mi primo Humberto. Fueron unos días intensos, de éxtasis continuo, de una intimidad desconocida de a tres, llena de afecto, de sensualidad y lujuria. Pero en ese entonces yo no había cumplido aún los cuarenta años, y mi cuerpo todavía era esbelto, en el punto justo de su primera madurez, jugoso y flexible a los deseos más voluptuosos. Y mi marido y mi primo también eran catorce años más jóvenes, con vigor y con pujanza, con cuerpos llenos de fuerza, dispuestos a tomar lo que deseaban.
Ahora la situación era totalmente distinta. Ni yo estaba en la plenitud -mi cuerpo, mis senos, aunque mantenían alguna lozanía, ya no tenían 40 años-, ni nuestro “invitado” era parte de nuestros afectos. Aunque con un cuerpo de líneas viriles, hermosas, propias de la juventud, no era parte de nuestra intimidad, era un extraño. Y ese extraño, a pedido de mi esposo, pero también por mi deseo de placer, iba a ser mi amante, iba a acceder libremente a mi cuerpo, me iba a penetrar.
Dejamos nuestras copas vacías en una mesita cercana, y me volví hacia mis dos hombres, preguntándoles:
—¿Y ahora…cómo sigue…?
No tuve que decir más, pues mi esposo se acercó sonriendo, abrazándome. Sentí su cuerpo tibio, envolviendo al mío aún mojado. Y sentí su miembro erecto apretarse contra mi vientre. Y me corazón dio un vuelco de alegría. Comenzó a besar mis labios, mi rostro, mi cuello, mientras yo lo abrazaba también, entregada. Sus manos lentamente recorrían las curvas de mi cintura, de mis caderas, mientras sentía sus dientes morderme el lóbulo de mi oreja derecha.
Y en ese instante también sentí algo nuevo, un calor distinto, una piel extraña que me envolvía sin urgencias desde atrás. Las manos de otro hombre, de Javier, se hicieron lugar, aferrándose a mis tetas. Y entre mis nalgas sentí un falo duro, desconocido, caliente, que me presionaba. Me estremecí, mitad por un placer animal, instintivo. Y mitad por una natural aprensión ante alguien ajeno que comenzaba a invadirme. También sentí el aliento tibio de Javier sobre mi nuca, sobre mis hombros. Y sus labios que besaban lo que su aliento había entibiado.
Cerré mis ojos y me dejé llevar. Las sensaciones eran embriagantes. En unos pocos instantes ya no podía distinguir la mano de quién era la que exploraba entre mis piernas, o la que acariciaba con fruición mis tetas. Ya no sabía qué labios me besaban los míos o cuáles besaban mi cuello. Y en un gesto que describía perfectamente las sensaciones de ese momento, levanté mis brazos por sobre mi cabeza, entregándome por entero a sus caricias, a sus exploraciones, renunciando a averiguar el autor de cada estremecimiento.
—Vamos a la cama — me susurró mi esposo al oído, mientras ambos me presionaron suavemente guiándome hacia la gran cama redonda. Me senté en su borde, y ambos se arrodillaron a mi lado, empujándome con suavidad para que me tendiera completamente de espaldas. Sentí fría las sábanas, en contraste con el calor de los cuerpos que hasta hace instantes me envolvían. Y volví a cerrar los ojos.
Así, con los ojos cerrados, sentí que los hombres se tendían a mi lado. Y sentí sus manos otra vez, recorriéndome con más libertad, con total audacia, como si anduvieran por caminos transitados diariamente. No se quién de los dos entreabrió mis piernas, y unas manos expertas llegaron a mi sexo, explorándolo con suavidad. Me imaginé que su dueño se sorprendería al encontrar mi vagina mojada, empapada. Otras manos jugaban con mis senos, alternándose con unos labios empecinados en mis pezones erectos. Y pronto sentí el olor. Ese olor inconfundible de la pija erecta, caliente, excitada del hombre. Ese olor que me encendía y me embriagaba. Y no era el olor familiar del sexo de mi esposo. Era el miembro de Javier, cercano a mi nariz, a mi boca…buscando mi boca.
Abrí los ojos para verlo. Y mis labios para recibirlo. Ese olor de macho en celo llenó mi olfato y saturó mi boca… ¡Qué placer…qué empalagoso placer…! Y ese falo, un poco más grueso que el de mi marido, llenó mi boca con suavidad al principio, pero lentamente fue adquiriendo un ritmo insistente. Lo dejé hacer a su gusto, entrando y saliendo, entrando hasta el máximo, saliendo despacio. Entonces sentí en los pliegues empapados de mi vagina la lengua tibia de mi esposo, buscando su camino. Sentí sus labios rodear mi botón, y su lengua hurgar mis cavidades. Y sentí las manos de José hundiéndose entre mis nalgas hasta alcanzar ese nido secreto, y recorrerlo rodeándolo con sus dedos. Y entonces no aguanté más, y la oleada de calor, de estremecimiento, que ya sentía crecer en mi vientre, se derramó de golpe, explosiva, en un primer orgasmo que me nubló la vista.
Ambos amantes intensificaron las caricias de sus manos sobre mi cuerpo cuando me sintieron llegar, acompañándome en esas oleadas de lujuria que todavía me recorrían. Y cuando mi respiración recobró su ritmo más calmo, en medio de besos que me recorrían, sentí también que mis amantes rotaban en sus posiciones. De pronto me vi frente al rostro adorado de mi José, que me miraba con una ternura infinita, a la vez que Javier, elástico y viril, se ubicaba entre mis piernas, con su falo erecto y vigoroso, dispuesto a penetrarme. Y en efecto, sentí entonces su cálida espada entrar en mí, abrirse paso en mis entrañas, impaciente, impetuosa, buscando con avaricia el punto secreto del placer en la profundidad de mi sexo. Sentirlo y gemir fue el mismo acto. Sentirlo y entregarme del todo fue el mismo momento en mi conciencia. Por primera vez en mi vida era cogida por un hombre extraño, sin que mediara afecto alguno, sino el simple y brutal deseo, el puro y animal sexo. Ahí, en ese momento, por primera vez me sentí una puta.
Mi esposo, que intuyó mis sentimientos, vino a mi rescate con unos besos embriagadores. Pero al abrir los ojos, sólo pude decirle:
—Al fin soy tu puta ¿cierto, amor…?
Me miró con ojos nuevos, como viéndome por primera vez, como si recién me conociera, o como si comenzara a reconocer a aquella mujer, a aquella puta, que se agitaba ante los embates del amante que -entre sus piernas- la penetraba con vigor de macho joven. Y vi en sus ojos una mezcla tal de emociones indescifrables que, si no hubiera sido por sus manos que recorrían mis senos, y por sus labios que jugaban de a ratos con mis pezones, hubiera pensado que estaba a punto de caer en un abismo desconocido.
Pero no. Mis manos pronto descubrieron en su miembro duro, erecto, que verme así, como su puta, siendo cogida por otro, no hacía más que encenderlo, que calentarlo como en sus años jóvenes. Le pedí que me diera su pene, y comencé a acariciarlo con lengua, labios y dientes, como se que a él le gusta. Y ya más confiada, abrí nuevamente mis sentidos a percibir ese momento, en el que una pija joven dentro mío iba despertando otra vez ese dragón que crecía en mi vientre, y que se preparaba para explotar en una nueva llamarada de lujuria.
De pronto, Javier, que me tenía fuertemente tomada por las caderas, se retiró de mí, diciéndome:
—Quiero que te des vuelta, que te pongas boca abajo.
Dejé el pene de mi esposo, y mirando a ambos, obedecí, volviéndome y dándole la espalda a mi amante.
—En cuatro patas — me ordenó. Y le obedecí. Le pedí a mi marido que se pusiera delante de mí, así seguía con las caricias de mi boca sobre su pene. Y sentí, ya sin verlo, cómo Javier separaba mis nalgas y me penetraba desde atrás. Sentí que esta vez llegaba más profundo, y que su ímpetu le imprimía un ritmo mayor a sus movimientos, a tal punto que me costaba mantener el equilibrio, y también me costaba no lastimar a José con mis dientes. Pero las sensaciones que crecían desde mi vientre eran tales que temí lo que iba a venir inevitablemente. Y cuando sentí las manos de Javier recorriendo y estrujando mis senos, pellizcando mis pezones, y cuando una de sus manos se entretuvo entre mis nalgas, y uno de sus dedos jugó en mi ano, hasta penetrarlo, todo mi cuerpo explotó en fuegos artificiales de mil colores, que me dejaron sin respiración, ronca de tanto gritar, frenética de tanto placer. Y simultáneamente, sentí el semen caliente de Javier que me llenaba mis entrañas, en espasmos que prolongaron mis delicias. Y como un milagro no esperado, mi esposo descargó sobre mi rostro su propio semen, tibio y ansioso por alcanzarme, por ser parte de la fiesta.
Quedamos tendidos sobre la cama, exhaustos, transidos de tanto gozo. Sentía todavía en mi interior el calor de un fuego que me había consumido, y ante el menor roce de otra piel, mi cuerpo se estremecía aún. En ese estado de rendición, de plenitud, sentí los movimientos de Javier vistiéndose para dejarnos. Se despidió con un beso suave sobre mis labios, y con un “gracias” apenas musitado en mi oído. Y no lo vi más.
Al rato, mi marido se incorporó y me abrazó. Respondí a su gesto con un beso en su boca, tan cálido y tan agradecido como pude darlo. Y entonces sentí sobre mi vientre la presión de su falo, nuevamente duro, milagrosamente tenso. Lo miré sonriente, sorprendida y feliz de semejante alarde, y le dije:
—Esperame un momento, que me doy una ducha rápida.
—No, no… — me respondió en el acto, y me abrazó más fuerte. —Te quiero así, como estás, te deseo así, sucia y oliendo a sexo, te quiero así, puta…
Y tomándome de la mano, me llevó a la otra cama, y me tendió con cierta urgencia, con cierta impaciencia. Era un colchón de agua que me dio una sensación desconocida de flotar, de no tener un piso, un sostén. Y cuando el cuerpo de mi marido se tendió junto a mí, abrazándome, besándome y acariciándome, esa sensación de semi-gravedad se acentuó hasta darme vértigo.
Mi esposo no esperó demasiado, y pronto lo tuve encima, penetrándome con la misma premura con la que me atrajo a esta cama. Sentí su falo entrar en mí, caliente, nadando en un nido cálido y mojado, que lo esperaba ansioso.
—Puta, puta…sos mi puta, y te amo así, puta… —me repetía en mi oído, mientras no cejaba en pujar por llegar más profundo que antes, más a fondo que nunca. Mi excitación, que creía agotada hacía unos minutos, se despertó renovada, aguijoneada por sus palabras, provocada por esa pija que sentía tan adentro, que me buscaba con tanto empeño.
Y de golpe, sin previo aviso, salió de mí, y con fuerza, me dio vuelta, dejándome boca abajo. Y en un gesto que desconocía, sin el menor rastro de cortesía, abrió mis nalgas y comenzó a penetrarme por el culo. La violencia del acto, la novedad de su conducta, la pasión que ponía, las palabras con las que me insultaba y, sobre todo, ese falo duro, poderoso con el que me violaba, me provocaron una ola de placer que ni esperaba ni conocía en mí. Y exploté en un nuevo orgasmo, tan glorioso como los anteriores, pero más animal, más instintivo. Y a los segundos siguientes, sentí que José se vaciaba también en mis entrañas, entre gemidos y abrazándome con desesperación. Nuestros estremecimientos se mezclaron, se confundieron. Cuando terminamos, agotados, tenía los ojos llenos de lágrima. Él me abrazaba, mudo. Y sus manos seguían acariciando mi piel, mi cuerpo. Y así nos quedamos dormidos.
Al despertar hubo silencio. Sin palabras, nos bañamos juntos, nos vestimos y nos fuimos. Al salir de La Luna, tuve la sensación fuerte, cierta, de que no era la misma Graciela que había entrado unas horas antes. No. Ahora era otra. Vestida como siempre, con el mismo aspecto, los mismos gestos. Pero con otra alma. Un alma de puta que ya no me abandonaría más.