Los santos inocentes
La vida de Caralampio cambió y fue entonces donde comprendió, gracias a su santa suegra, la dicha de que no hay mal que por bien no venga.
Aquel 28 de diciembre, día de los santos inocentes, Caralampio, lo recordaría mientras viviese. Y no por que él fuese muy inocente, que lo era, sino porque cuando llegó a la fábrica en donde trabajaba se encontró con la comunicativa de que cerraban definitivamente. Todos los empleados que allí prestaban sus servicios quedaron abrumados.
Caralampío, que hacia solo un año que había comprado un piso, intuyó lo que podía pasar, que al igual que otros incautos, los bancos les donaron la píldora con intereses bajísimos para después aumentarlos hasta no poder hacer frente a los vencimientos. Durante horas, horas y horas vagando por la cuidad sin saber como explicárselo a su mujer. Esta, con el genio que tenia explotaría como una granada y Caralampío no estaba preparado para las explosiones. Tan desesperado estaba que incluso llegó a ponerse en la estación del metro para cuando este pasase, tirarse.
Sin saber el por que, se dio cuenta de que aquella línea de metro pasaba cerca de la casa que vivía su suegra. No demasiado convencido se fue para allá. Caralampio sabía que aquella lo quería como si fuese un hijo. Era una mujer inteligente, además de estar más buena que un Bollycao, creyó que quizás lo podía aconsejar.
Tan pronto le explicó el problema que se le creería, aquella suegra le dijo que no debía preocuparse, que lo único que no tenía remedio era coger el metro hacia la eternidad, y tenía razón.
- Ahora, a mi hija no le digas nada de esto, no sea que tenga un mal parto, y tú, cada día a las ocho te vienes para aquí como si nada hubiese pasado. Yo te pagaré la nómina que cobrabas hasta que las cosas se arreglen, y si te sala algún trabajo que te interesa, lo coges. Mientras, de mientras, mi hija ya habrá tenido un parto sin problema de sustos ni disgustos. Como tú sabes, el dinero a mi no me hace falta, siguió aquella santa suegra, y que menos que ayudar a mi hija y a mí yerno.
Caralampio, a la hora de siempre, llegaba a su casa Cómo si no hubiese pasado nada. Al día siguiente como todos los días, a las 7:00 salia pero no en dirección a la fábrica. Cuando llegaba, la suegra ya le tenia preparado el desayuno. Para que se entretuviese, la suegra le hacía arreglar el jardín o pintar algún desperfecto. En realidad Caralampio, conoció lo que era una vida apacible como nunca antes la había conocido. De cuando en cuando la suegra se le acercaba para hablar un poco y que no se sintiese tan extraño. A la hora de comer ella ya le tenía preparado uno de los platos que sabia que le gustaban. La corriente efectiva fue aflorando de entre los dos. Cuando Caralampio volvía a casa sin casi darse cuenta echaba en falta las palabras cariñosas de la suegra, sus atenciones y su calidez.
Aquella suegra, poco a poco convirtió en un referente en su vida. Ella estaba en todos sus pensamientos, sus esperanzas y sus ilusiones. Incluso un día estando en la ducha se masturbó pensando en ella, en sus voluminosas caderas, sus abultados pechos, sus labios que invitaban a ser besados más de una vez. El deseo de poseerla fue creciendo cada vez más con fantasías que nunca ninguna mujer le había despertado. Su nombre se le aparecía en todos sus pensamientos y deseos más escondidos de su corazón. Caralampio se había enamorado.
El día que Caralampio pintó un toro en la valla del jardín que daba a la calle, sin darse cuenta se puso de pintura hasta las cejas. Antes de marcharse por a casa, su suegra quiso que se duchase, y ya en la ducha, ella se empeñó en enjabonarlo bien por dónde el no llegaba. La esponja después de la espalda bajó hasta sus glúteos, ella no pudo evitar pasársela entre sus piernas, de allí paso a sus testículos y de estos a Su miembro en erección. Dándose La vuelta Caralampio la Miró a los ojos en un movimiento instintivo, cómo preguntándose que hacer. Ella no había bajado su mirada dudando también en que continuar enjabonando. Pero su mano ya no se apartó de aquel inhiesto mango duro como una barra de madera. Con el priapo en su mano y ja los dos bajo los chorros del agua, su boca busco la del yerno. Ambos chorreaban, y se fueron hacia la habitación, pero ella sin soltarle su priapo, como si se hubiese quedado apegado en la mano. Tan pronto como cayeron encima de la cama aquel duro mango se le metió dentro. Entre suspiros y palabras entrecortadas se fundieron en el eterno goce de los sentidos, en que se juntan el amor más apasionado con la lujuria irracional de la especie animal. Durante horas y horas se amaron como si la vida se terminase aquel mismo día, como si la humanidad llegase a su punto final.
Proverbio chino: "Un hombre tiene la edad de la mujer a la que ama".