Los riesgos insospechados de la ambición

Marta se deja chantajear por preservar su posición social y, sin apenas darse cuenta, se ve sometida a nuevos chantajes que apenas puede controlar, en una sucesión de coincidencias que la dejan al borde del abismo

Los riesgos insospechados de la ambición (1)

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No había pasado ni una semana desde que tuvo que entregarse por completo a su vecino, cuando irrumpió en su despachó un personaje que enseguida consiguió aterrorizarla, obligándola a levantarse como un resorte de su asiento, sin poder disimular ni el pánico ni el asombro.  Detrás del personaje apareció la secretaria, toda azorada porque el personaje la había empujado sin decir ni una palabra, y se había dirigido con decisión a la puerta del despacho.

-          Marta, no me ha dejado ni hablar.

-          No se preocupe, la abogada y yo tenemos que hablar de asuntos importantes, cierre la puerta.

La secretaria la miró a ella, y ella no podía ni siquiera ocultar su pánico, que le impedía articular palabra.  Allí estaban esos brazos de músculos recios con tatuajes irreconocibles;  ese diminuto pero desafiante pendiente en la oreja, la mirada torva, fría y acerada que le helaba la sangre; la perilla de redomado rufián y esa sonrisa sencillamente escalofriante.  ¡Allí estaba el hombre de sus peores pesadillas! ¡Allí estaba el hombre de la navaja!

El hombre se volvió y empujó a la Secretaria cerrando la puerta, sin mayores contemplaciones.  Y a la paralizada Marta le enseñó una carpeta que llevaba en bajo el brazo, que dejó caer con estrépito sobre su mesa.  Entró de nuevo la Secretaria.

-          Marta, ¿quiere que llame a alguien?

-          ¡Qué pesada eres, lárgate de una vez!

Otra vez la empujó fuera, aquello escapaba por completo a sus posibilidades de comprensión. No era capaz de digerir lo que estaba pasando.

-          Oye, la idiota esa no nos va a dejar en paz como no le digas algo, y ya me estoy hartando.  Mira que foto más chula tengo.

Se acercó a ella, que seguía espantada, junto a la ventana, y todavía se horrorizó más, cuando comprobó que la que aparecía desnuda en la foto era ella, en el piso de Emilio, en el maldito pisito de Emilio.  Y de nuevo irrumpió la Secretaria.

-          ¡Marta! ¿¡Llamo a la policía!?

-          No, déjanos.

-          ¿Está segura?

-          Sí, vete.

La Secretaria se fue, sin poder ocultar su cara de asombro.

-          Oye, sal ahí y tranquiliza a tu secretaria, que es capaz de llamar a la policía. Dile lo que se te ocurra, ¡vamos!

Marta hizo lo que se le ordenó, y asustada todavía salió cerrando la puerta tras ella.

-          Oye, no te preocupes, la verdad es que ya sabía que venía, es un… chorizo, como puedes ver, pero tengo un compromiso muy grande para defenderlo en un asunto. Es…. Es un amigo descarriado de mi hermano, y la verdad es que me asusta cada vez que lo veo.  Es un poco… peligroso, pero aquí no nos va a hacer nada, no tienes que preocuparte.  Mira, vete si quieres, date una vuelta.

-          ¿Y la dejo sola con ese? No, yo me quedo aquí, si intenta algo solo tiene que gritar.

-          Vale, vale, pero no te preocupes.  Y no me pases llamadas.

Entró de nuevo al despacho, comprobando que el rufián se había sentado en una de las butacas que tenía junto a su mesa.  Y no dejó de hablar mientras ella se sentaba en su sillón.

-          Verás, no quiero perder el tiempo con tonterías.  Cuando te fuiste con aquel grandullón te dejaste en el suelo tu cartera.  Y la verdad es que no me sentó muy bien que apareciese ese gorila, pues tenía ganas de probar tu conejito.  Así que os seguí ese mismo día y  localicé el pisito de tu amiguito. Lo vigilé pensando en que volverías otro día, pero no te vi, así que cuando me cansé de esperarte decidí husmear en el pisito. Fue fácil entrar, y aunque no esperaba encontrar nada importante, me topé con una multitud de fotos guarras, y unas películas también guarras, en las que ¡sorpresa! aparecía mi conejito favorito.  Pero eso no fue todo, encontré una caja fuerte, que yo no sé abrir.  No llego a eso. Tuve que volver otro día con un amigo, experto en estas cajas, y la abrimos. ¡No había ni un duro!  Pero mira tú por donde, lo que si había eran unas carpetas con nombres, ¡y una de ellas llevaba el tuyo!  Así que la cogí, me la llevé, y cuando la leí, supe por qué te hacía ese hombre las fotos guarras, las películas guarras.  Te hace chantaje, porque eres una ladrona, una zorra ladrona, que estás podrida de dinero a base de estafar a tus clientes. Y se acabó la historia. ¿A qué te ha gustado?

Marta se hubiera desmayado sin el menor esfuerzo, y hasta lo hubiera agradecido, perder de una vez la conciencia.  Pero el terror la tenía paralizada, sólo que ahora no tenía nada que ver con lo que ya había sentido en casos anteriores.  Hasta ahora el castigo había sido la humillación de someterse a los caprichos sexuales de dos bastardos, dos bastardos que no le hacían sentir miedo alguno por su integridad física, tan solo asco y repugnancia por tener que humillarse ante ellos.  Pero ahora sentía miedo, miedo auténtico al dolor, miedo a su integridad física.  Aquel hombre endiablado era decididamente violento, había intentado violarla y quién sabe si no la habría asesinado, ella estaba segura de que la habría matado sin pestañear.  Y una vez más, una nueva carambola había puesto en manos de ese hombre su futuro, porque si la denunciaba sabía muy bien que terminaría en la cárcel, y por varios años.  Sólo que ahora la cárcel no le parecía tan terrible como someterse a ese hombre violento, que no tendría escrúpulos en explotarla en todos los sentidos, sexualmente y económicamente.  Pensar en salvar su vida, su posición social era ya una entelequia.

-          ¿Cuánto quieres? (ella quería también hablar claro; su única esperanza era que aquel hombre se conformara con dinero, lo cual parecía absolutamente improbable).

-          Primero, enséñame tu conejito.

-          Dime cuanto quieres (ella estaba de nuevo confusa, aquel hombre la había asaltado de nuevo por sorpresa, solo que ahora no blandía una navaja, sino un informe y unas fotos).

-          Verás, no me hagas perder el tiempo.  Ahora mismo tengo a un coleguita a la puerta de una comisaría de policía, con una copia de este informe.  Y ese colega, y yo mismo, somos confidentes de la policía, nos ganamos un buen dinerillo con eso, y la poli nos permite que hagamos algunos chanchullitos.  Es una profesión peligrosa, claro, pero lucrativa.  Por esta mierda nos pagarían un buen dinerito, porque trincar a una abogada estafadora da buena imagen a la poli, así que nos darían una pasta por el chivatazo.  Además, ganaríamos puntos con ellos, hay que llevarse bien con todo el mundo. Así que no perdamos el tiempo, y enséñame el conejito.

-          Oye, tú no ganarías nada denunciándome.  Y estoy dispuesta a pagarte por tu informe.  Pero no pienses en conseguir otra cosa, prefiero diez veces ir a la cárcel (sin que pudiera mostrarse convincente, prácticamente derrotada ya antes de iniciarse la lucha, pensó que sólo si convencía al rufián de que estaba dispuesta a ir a la cárcel antes que someterse a sus caprichos conseguiría sacarle de la cabeza su idea fija y obsesiva).

-          Está claro que vives en la inopia. No tienes ni la más remota idea de lo que es la cárcel.  Verás, aún dentro de la cárcel podría conseguirte, y sería bien fácil.  No me costará localizarte, y sólo tengo que averiguar quienes son las dueñas en el penal a donde te manden, y llegar a un acuerdo con ellas: que te hagan la vida imposible hasta que accedas a acostarte conmigo.  Y no sé si aguantarías palizas diarias, y violaciones de otras presas.  Allí sí que estarías en mis manos.  Pero bueno, a mí me da igual.  Si lo prefieres así, así lo haremos.

Ella quedó horrorizada, porque aquella amenaza le pareció muy real y muy plausible; ella no tenía ni idea de como era la vida en la cárcel, pero sí había visto muchas películas, y sabía que lo peor no era simplemente la pérdida de libertad.  El rufián sacó de su bolsillo un móvil, lo abrió y marcó un número, y enseguida le mostró a ella la pantalla líquida en la que aparecía su interlocutor (no se distinguían bien sus rasgos porque le daba de frente la luz del sol, pero se veía la carpeta y, al fondo, le mostró la entrada de la comisaría).  Y enseguida empezó a hablar con su amigo.

-          ¡Fali, preséntalo ya, que la chorbi no quiere negociar¡

-          Cómo tú digas, Quico, ahora mismo me meto pa dentro.  Hoy está de guardia el Pelusa.

Ella pudo oír al amigo porque el rufián había puesto el altavoz del móvil.  Y ella se horrorizó, era absurdo mantener una batalla tan desigual, y la idea de la cárcel le volvía a aparecer como el infierno: no sabía si sería como él decía, pero no tenía intención de averiguarlo.  Antes se quitaría la vida.

-          ¡No, no! Negociaré, quiero negociar, dile que no la presente.

-          ¡Fali, espera un segundo, que parece que la chorbi entra en razones!

-          Vale, vale, aquí me quedo, Quico.

Ella no estaba ni pudo estar preparada para semejante atropello.  Siempre tuvo miedo a que aquel hombre volviera a aparecer en su vida, navaja en mano, porque sabía que tenía documentos suyos, que le sería fácil localizarla, y que podría intentarlo de nuevo.  ¡Pero no pudo imaginarse que llegaría a obtener toda la maldita información que Emilio había conseguido sobre ella! ¡Eso jamás se le había pasado por la cabeza!

-          Bueno, tú sabrás qué quieres hacer, valiente. ¿Me enseñas el conejito de una vez, o seguimos jugando?

Ella se sentía hundida, pero una vez más no veía escapatoria alguna, sencillamente no veía ninguna posibilidad de salir airosa del nuevo envite.  Estaban sentados, uno enfrente del otro, con la mesa del despacho en medio de ellos, y verdaderamente no se le ocurría nada más humillante que mostrarle su sexo a aquel hombre, así, sin más.  Se levantó, indecisa, y entonces recibió nuevas instrucciones.

-          Ven, siéntate en la mesa, y pon tus pies sobre los brazos de mi sillón.  Así hablaremos más cómodamente.

Ella observó el móvil, que reposaba en la mesa con Fali y su destino al otro lado de la línea imaginaria.  Rodeó la mesa, y él descruzó sus piernas, separando un poco su sillón para que ella pudiera colocarse justo entre él y la mesa.  Llevaba uno de sus trajes más habituales: una falda azul marino por encima de la rodilla y una camisa blanca de cuello amplio.  Iba a sentarse en la mesa, pero él le la detuvo con un gesto de su mano.

-          Espera, siéntate directamente sobre las bragas.

Discutir no era ya posible, con su amigo Fali esperando instrucciones a la puerta de una Comisaría.  Se levantó la falda, por detrás, se empinó y apoyó las nalgas sobre la mesa, dejando caer la falda.  Luego él volvió a acercar el sillón, y ella no tuvo otra opción que colocar sus zapatos sobre los brazos del sillón.  Aunque no pudo evitar dejar caer la falda entre sus piernas, lo cual no le sirvió de mucho.

  • Vamos, no te hagas la graciosa, levántate la falda.

Claro, no tenía que “hacerse la graciosa”, tenía que levantarse la falda delante de un delincuente que hacía unas semanas había intentado violarla a punta de navaja, como si aquello fuera lo más normal del mundo.  Pero allí seguía el móvil, y ese tal “Fali”, amenazándola con una denuncia absolutamente devastadora para ella, así que se subió la falda deslizándola por los muslos, descubriendo por completo sus espléndidas piernas, que embutidas en sus medias blancas se apoyaban en los brazos del sillón donde el rufián seguía sentado, enseñándole su entrepierna, su ropa interior blanca, tal como él quería, tal como le había ordenado.

  • Vaya, por fin puedo verte las bragas.  Bueno, el conejito ya te lo he visto, porque tu amigo lo fotografió muy detenidamente, el muy guarro.  Pero no es lo mismo verlo en foto, que tenerlo al lado, poder olerlo y poder comérmelo, como se merece todo buen conejito.  Y ahora al grano, quiero sesenta mil.

Ella se sobresaltó.  Había tenido que echarse hacia atrás ligeramente, y apoyar las manos en la mesa para poder mantener esa postura, y cuando oyó la cifra se incorporó lo suficiente como para verse obligada a abrir más las piernas para mantener la postura, por lo que enseguida recuperó su postura original, desde luego no menos desvergonzada.

-          ¿Qué? ¿sesenta mil? ¡Yo no tengo tanto dinero!  Casi todo lo que he ganado lo he invertido en mi casa, y como comprenderás no puedo venderla, mi marido no me dejaría. No puedo darte tanto dinero.

-          Ya lo creo que me lo darás, eso y más como te pongas tonta.  Según dice el tipo ese (señaló con un gesto el informe ignominioso que reposaba en la mesa detrás de ella), que te ha estudiado a fondo,  has ganado una fortuna estafando a tus clientes y a Hacienda, bastante más de sesenta mil.  No se dónde tienes el maldito dinero, pero lo que tengo claro es que sesenta mil es para ti calderilla.

-          ¡Joder! ¡Calderilla! Pues… tendrás que darme tiempo, tendré que malvender algunas cosas, no tengo ese dinero en el banco, solo tengo deudas (parecía increíble la facilidad con la que el dinero la absorbía, hasta el extremo de abstraerse de la situación humillante en la que se encontraba, sentada encima de su mesa, con sus piernas apoyadas en los brazos del sillón donde se sentaba cómodamente el rufián, con la falda totalmente levantada, enseñándole las piernas y su ropa interior).

-          Bueno, no tengo prisa.  Puedo esperar, aunque no eternamente. Dime qué plazo necesitas.

Ella sintió un cierto alivio, porque realmente la cifra podía haber sido mayor, podía haberle pedido lo que quisiera. Claro que tendría que ajustar cuentas con el portero, porque no podía pagar a dos estafadores a la vez, aunque ahora el portero le parecía casi una hermanita de la caridad comparado con el delincuente que había irrumpido de forma tan demoledora en su vida.  Y se sorprendió de su propia reacción al olvidarse por un instante de la humillante posición en la que se encontraba, enseñándole la entrepierna al delincuente, y sin embargo, concentrándose rápidamente en el modo de conseguir el dinero, y en las posibilidades de rebajarlo, sin importarle regatearle.  Debía reconocerse que el dinero la apasionaba, la absorbía, en cualquier situación, en cualquier circunstancia.

Desde luego, la cifra no era desorbitada; allí mismo tendría quince mil, en su caja fuerte.  Y había alquilado hacía tiempo una caja en un banco donde guardaba treinta mil. Y no le sería difícil conseguir el resto, aunque ciertamente necesitaba tiempo.

-          Pues no sé, por lo menos dos meses.

-          ¡Dos meses! ¡tú estás loca!  De eso nada, una semana y va que chuta.

-          Joder, no sé lo que dice el informe ese, pero yo no tengo ese dinero.  Todo lo he invertido en mi casa, y la he comprado con mi marido.  Necesito hablar con algunos clientes que me deben dinero, pero no les puede pedir que me paguen en una semana (hablaba con la mayor naturalidad sentada en la mesa, con las piernas abiertas y la falda levantada, mientras él no dejaba de mirarle su ropa interior, sin el menor reparo ni disimulo).

Todo sucedió muy rápido, y se maravilló de la facilidad con la que aquel hombre sabía desplegar su navaja plateada.  No pudo ni siquiera ver dónde tenía guardada la navaja, pues en un instante el hombre se había levantado como un resorte, y a la vez, su navaja apareció ya en su mano derecha, mientras con la izquierda estiraba del elástico de sus bragas e inmediatamente la acerada navaja se introducía en el hueco para romper el elástico, sintiendo ella como se aflojaba de inmediato.  Y con la misma felina rapidez la navaja volvió a introducirse en el otro lado, mientras la otra mano tiraba de las bragas ya flojas hacia él.

En un segundo, le había despojado de las bragas, las había tirado al suelo y volvía a sentarse.  Ahora él ya no tenía obstáculo para ver, mirar, y devorar su sexo.  Enrojeció, enrojeció estúpidamente, porque la postura en la que se encontraba era ya suficientemente vergonzosa.  Todo había ocurrido tan rápido que ella no tuvo tiempo ni de moverse, más que para elevar ligeramente su trasero cuando él tiró de las bragas para quitárselas.

-          Hmmm, bonito conejo. Muy depiladito, como a mi me gusta. Pero vayamos a lo importante.  No voy a dejarte dos meses, como tú comprenderás, pero seré generoso, para que no te quejes.  Sé que me estás tomando el pelo, a mi no me engañas, pero seré generoso.  Te dejaré dos semanas, ¡y ni un día más! Y para empezar, me darás doce mil.

Ahora ella se sentía tan vulnerable, tan expuesta, que no pudo abstraerse de su situación, y tuvo que regresar a la cruda y dura realidad: le estaba mostrando su sexo a un delincuente habitual, a un ser violento y sin escrúpulos, y en su despacho, a plena luz del día.  Aquello era una locura, pero una locura que se repetía una y otra vez.  Estaba atrapada otra vez en una situación inaudita, fruto de una casualidad tan absolutamente improbable como la que le llevó al portero a encontrarse por puro y maligno azar con las dos sentencias encima de su propio despacho, allí donde ahora reposaba su trasero.  Estaba tan azorada, tan desconcertada, que ni siquiera había escuchado sus últimas palabras.

-          ¿Me has oído, zorra? ¿tengo que llamar otra vez al Fali?

-          ¿Qué…? No… no sé lo que me has dicho…

-          ¡¡Joder, que quiero doce mil!! (estaba desconcertada, él estaba interesado en el dinero, no le miraba las piernas, ni el sexo, más allá de un ligero vistazo, y era evidente que le había colocado en esa posición para humillarla, para que no estuviera cómoda y no tuviera tiempo de discurrir con toda tranquilidad).

-          ¿Doce? ¿Ahora?  No tengo doce, aquí tengo nueve mil, es lo que tengo.  Te lo doy todo, pero es lo que tengo.

-          ¡Pues vaya una mierda!  ¡Nueve mil!  Pero bueno, venga, ya me lo estás dando.  Y mañana consigue otras nueve mil.

-          ¡Mañana! El lunes que viene te lo consigo, ¿vale?  (aquello le resultaba doloroso, era su dinero, un dinero fruto de muchos años de esfuerzo, y también de alguna que otra pillería que todos los abogados hacían, trucos para conseguir pequeños extras; y tenía que conseguir que él se convenciera de que no le era fácil conseguirlo).

-          Bueno, venga, el dinero.  Y el lunes no me falles.

Ella pudo por fin ponerse de pie, y se dirigió hacia la pared donde tenía oculta la caja fuerte, detrás de un cuadro.  Él la siguió enseguida, colocándose a su lado mientras ella habría la caja.  Aunque debió imaginarlo, lo cierto es que no había previsto que él la empujara en cuanto se abrió la caja, recogiera todo lo que había dentro, lo dejara caer sobre el sofá, y se sentara con toda tranquilidad para revisarlo todo. ¡Así que ahora sabría que lo había engañado, pues guardaba allí mucho más dinero del que le había dicho!

Espantada, tuvo que dejarle que revisara los documentos, sobre todo escrituras, pero también varios sobres con  talonarios de cheques  y con el dinero que ella guardaba, y ahora él descubriría que tenía más de los nueve mil anunciados; había sido una estupidez mentirle, pero la idea de perder de golpe su dinero la espantaba, y también la idea de que él no tuviera freno pidiéndole más y más dinero.  Y desde luego, no tardó en localizar los sobres, abriéndolos uno a uno, empezando por los que  contenían los talonarios..

-          Joder, pues sí que tienes cheques, mientes como una bellaca.

-          Oye, los abogados tenemos cuentas con nuestros clientes, que no podemos tocar porque es dinero de ellos.  De esas cuentas no puedo sacar dinero, si no me meto en un lío, porque todo lo que saque tiene que estar justificado.  ¡Ya quisiera yo disponer de ese dinero!  Pero yo te conseguiré lo que hemos acordado, por la cuenta que me trae.

Y por fin miró los dos sobres donde tenía el dinero.  Lo vio abrir el primero de ellos, sacar los billetes y contarlos, y lamentó lo estúpida que había sido al creer que podría ocultárselo, porque además de quedarse sin el dinero (pues ella no tenía dudas de que se quedaría con todo lo que encontrara), ponía al descubierto que lo había engañado, lo cual propiciaría un nuevo enfado de él, lo que sencillamente la espantaba. Y desde luego, contó muy bien, en ese  primer sobre había nueve mil.

-          ¡Vaya vaya, sí que eres una mentirosa!  ¡Aquí hay nueve mil! ¿Me quieres decir cuánto hay en éste, o lo tengo que contar?

-          Pues… te lo juro que no me acordaba, no me acordaba de ese sobre.

-          ¡Eres una maldita zorra mentirosa! (él la miraba furioso blandiendo el sobre, mientras ella, de pie, apenas sabía qué decir, asustada de nuevo).

-          ¡No lo sabía! Oye, ya te lo he dicho, yo manejo dinero de los clientes, que a veces me entregan en efectivo para pagar a peritos, o a procuradores, y que yo guardo ahí.  No me acordaba de ese sobre.

-          Debes pensar que soy tonto, pero tendrás tu castigo por mentirme.

Él termino de contar lo que había en el segundo sobre, seis mil más, y se metió los dos sobres en el bolsillo, con su dinero.

-          Vaya vaya, con que nueve mil.  Aquí me llevo quince mil, pero tú vas a tener tu castigo.

Se levantó, la cogió del brazo y la llevó junto a la mesa, colocándose él detrás.

-          Levántate la falda y apóyate en la mesa.

-          Yo no te he mentido, yo no me acordaba de lo que había en la caja, no te he mentido.

-          ¡Y un cuerno! Una tía como tú sabe perfectamente el dinero que tiene en caja, y seguro que tienes más por ahí escondido.  Estás podrida de dinero.

-          ¡Joder, que no! Dile a ese detective que investigue mi patrimonio, verás cómo tengo un montón de deudas.

-          ¡Basta ya! ¡Haz lo que te digo!

-          ¡Qué me vas a hacer! ¡qué me vas a hacer!

-          ¡Castigarte! ¡Venga, levántate la falda hasta arriba, y apóyate en la mesa.

Ella estaba asustada, y verdaderamente temía el castigo que le anunciaba, porque aquél hombre tenía mucha fuerza, y podía hacerle verdadero daño.  Pero sintió una mano firme que le agarró sin miramientos del cuello, y que la obligó a inclinarse sobre la mesa, hasta quedar aplastada sobre ella; y luego notó cómo le subía la falda hasta la cintura, descubriendo sus firmes glúteos, que quedaban expuestos a sus lascivas miradas, que al menos no tenía que soportar..

-          ¡No me hagas daño, por favor!

-          Escucha, no me gustan las mentirosas, las zorras mentirosas.  No lo soporto, no soporto que me engañen.  La próxima vez tendrás más cuidado, ya verás.

Ella no quiso ni volverse, no quería mirar el objeto con el que pensaba pegarle, porque ella estaba convencida de que eso era lo que él iba a hacerle.  Y el dolor restalló en su cuerpo cuando notó el golpe seco, duro y preciso de una correa sobre su nalga.  No podía gritar, su secretaria entraría enseguida, así que apretó los dientes mientras de nuevo se repetía el golpe, en el mismo sitio, con precisión, con un sonido que a ella le parecía estridente, perfectamente audible para la secretaria, de la que solo le separaba un tabique y una puerta.  Luego el dolor cambió de lugar, se hizo igual de intenso en la otra nalga, y ella no pudo aguantar más el dolor.  Se levantó y giró con rapidez, llevándose las manos a las nalgas doloridas.

-          ¡Basta ya, por favor! Mi secretaria  nos puede oír.

-          ¿Basta ya? Yo diré cuando basta.

-          Por favor, basta ya, tienes tu dinero, y me has hecho daño.

-          ¿Reconoces que eres una zorra mentirosa?

-          ¡Yo no te mentí!

Ella nunca había recibido una bofetada tan seca y fuerte, tan sonora, tan violenta.

-          ¿Reconoces que eres una zorra mentirosa?

-          Sí, vale, sí, pero deja de pegarme, por favor, por favor…

Parecía que por fin él abandonaba su actitud agresiva contra ella, aunque lo que apareció en sus labios fue su sonrisa fría y heladora.

-          Bien, ya sabes lo que te espera si me vuelves a mentir.  Ahora firma uno de esos cheques con tres mil, y sin rechistar.  Al portador, claro.

Desde luego, ella no quiso rechistar, aunque no le convenía que en sus cuentas quedasen registrados movimientos como ése.  Pero quería que se fuera de una vez.   Al final, le había sacado dieciocho mil, dieciocho mil que le habían volado en un instante, en un abrir y cerrar de ojos.  Aquello era duro en todos los sentidos.  Recogió del sillón uno de los sobres y extendió el cheque delante de él, entregándoselo una vez rellenado.

-          Bueno, no está mal.  Te faltan cuarenta y dos mil.  Y ya vendré otro día para follarte, hoy tengo prisa.

-          ¿Y cómo sé yo que no me vas a pedir más y más cuando te haya dado todo el dinero?

-          Me importa un carajo que te fíes o no de mí.

-          ¿Y qué pasa si tu amigo también quiere pedirme? Yo no puedo dar más de lo que te he dicho.

-          Mi amigo no sabe nada de ti, y eso que viste en el teléfono no era el informe, no soy tan tonto para darle a él una copia.  Él fue el que me abrió la caja fuerte de tu amiguito, así que tengo que darle lo suyo.  Pero no tienes que preocuparte de él.  Tú vas a ser toda mía, pero sólo mía.  No pienso compartirte con nadie.  Y ahora me largo.

Cuando quedó sola, Marta no supo qué pensar.  El miedo, el dolor todavía impreso en sus nalgas, la desolación más profunda, todo se sumaba para hundirle el escaso ánimo que iba consiguiendo mantener después de todos los golpes con los que la vida la estaba castigando.  Ahora estaba a disposición de un nuevo hombre, pero más cruel, más violento, más peligroso que cualquiera de los otros.  Y el único que anteponía el dinero al sexo, como le acababa de demostrar.  ¿Acaso hubiera preferido ella ser tomada por aquel hombre aunque fuera contra su voluntad, pero disponiendo todavía del dinero que se había llevado?  Sin embargo, apenas dispuso de tiempo para pensar en ello, porque no había pasado ni media hora cuando su secretaria le pasó una llamada del delincuente.

-          Mañana te quiero ver en el Parque Occidental, a las diez, sentada en un banco que hay justo detrás de donde está la cochera de los autobuses.  Y con esa ropa que llevabas la primera vez que nos vimos.

No, no iba a tener mucha elección, tendría que darle dinero, y entregarse a aquel hombre despiadado.  Uno más de la larga lista que se había ido encontrando en los últimos tiempos, pero el más brutal de todos, el más peligroso.  Sin tiempo de reacción, aquella tarde no pudo pensar en nada que le pudiera servir de alivio, en nada que pudiera darle un atisbo de esperanza.  Sólo era cuestión de tiempo que su mundo se derrumbase.  Pero de momento, tenía que seguir luchando, y seguir sometiéndose.