Los riesgos insospechados de la ambición (9)
Claudia, la clienta, se enfrenta al vagabundo en la pensión
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No se sentía preparada, no sabía lo que iba a decir, no sabía cuál sería su reacción. ¿Se desplomaría llorando? ¿Suplicaría? ¿O cumpliría con el trabajo que él esperaba, en aquella pensión? No lo podía saber mientras esperaba durante unos segundos interminables que se abriera aquella puerta, segundos que se prolongaban en una agonía desesperante que le hizo pensar que quizá la bruja de la recepción le había engañado. Pero aunque la puerta no se abrió, oyó una voz que reconoció al instante, una voz inconfundible que la hizo titubear, le hizo desear huir de allí a toda prisa. ¡Y era sólo la voz!
- ¡Un minuto, que ahora abro!
Pocas dudas tuvo de que aquel hombre pretendía hacerla esperar deliberadamente, allí, en el pasillo. Quería que supiera que él tenía el mando, que era él el que daba las órdenes, que tenía que olvidarse de su posición social, de su altivez connatural a su condición. Tenía que saber desde un principio que allí mandaba él, y que por tanto, tendría que esperarle todo el tiempo que hiciera falta.
La espera era cruel, y él lo sabía. Era evidente que no tendría compasión con ella, no podía esperar otra cosa, y aunque seguía convencida de que el dinero era lo principal para él, si podía obtener alguna ventaja adicional no la desaprovecharía, y desde luego lo iba a intentar. Y lo peor para ella es que no podía jugar con eso, no podía ponerle entre la espada y la pared: o dinero, o nada, porque resulta que también podía conseguir que su marido le diera dinero, pues era obvio que tampoco a él le gustaría que esa carta se hiciera pública. Y por supuesto, también podía exigirles dinero a su amiga, y al marido de su amiga. Todo lo que no fuera que ella recuperase, con discreción, la carta, la colocaba al borde del abismo. Si no tuviera esas otras “oportunidades” de obtener dinero de su milagroso descubrimiento, sabía que el joven no pondría en peligro la sustanciosa suma que iba a recibir de ella por una relación sexual, ese era un precio que nadie pagaría. Y aún así, ella hubiera tenido que jugar con fuego, sería como una partida de póker. Pero ahora no tenía ni esa posibilidad. Si se negaba, él podría acudir a su marido sin mayores problemas, y obtener incluso una suma superior de dinero. Estaba perdida.
Llevaba ya cinco minutos esperando, había recorrido innumerables veces el pasillo, estrecho, sombrío, y no muy largo, y realmente ya no sabía qué hacer. ¿Llamar otra vez, quizá? No le dio tiempo a tomar ninguna decisión, le llamaron al teléfono, y resultó que era él, inexplicablemente era él.
- ¿Qué hace, Señora? (en cuanto descolgó escuchó la pregunta, sin prolegómenos).
- ¿Cómo que qué hago? ¡Estoy esperando a que me abras de una vez! (¿era una maldita broma? ¿quería burlarse de ella, como si no tuviera suficiente con la humillación, con el dinero, con el sexo que pretendía practicar con ella?)
- ¡Ah, ha llamado usted! Bueno, no estaba seguro. ¿Qué lleva puesto, Señora?
- Oye, ¿me quieres abrir, por favor? ¡Estoy aquí!
Desde luego no se esperaba que él pretendiera todavía humillarla más, allí, en el pasillo, en ese pasillo silencioso en el que sus palabras retumbaban atronadoramente.
- Le he hecho una pregunta, Señora (la trataba de usted con la misma finalidad, aquello iba a ser una tortura).
- Llevo lo mismo, ¿vale? ¿vas a abrir ya? (se impacientaba, se desesperaba, no sabía cómo terminar de una vez con una conversación tan estúpida)
- Señora, ¿tantas ganas tiene de follar, que no puede esperar ni unos minutitos?
- Lo que quiero es aclarar las cosas.
- ¿Es que no viene dispuesta a follar? Porque si no está dispuesta, lo mejor es que se largue.
- Oye, no podemos hablar de esto en el pasillo, déjame entrar y hablamos (sabía que no iba a conseguir convencerlo, pero tenía todavía la remota esperanza de conseguir cambiar su decisión, ofreciéndole más dinero, no tenía otra posibilidad).
- Si le dejo entrar no es para hablar, Señora, es para que echemos un polvo.
- Oiga… (no sabía por qué, pero después de tutearle, ahora le hablaba de usted, por puro nerviosismo) quiero hacerle una oferta (hablaba lo más bajo que podía, aunque el silencio era tan absoluto allí que cualquiera que prestase atención, desde cualquiera de las habitaciones que daban a él, la escucharían con la mayor claridad) ¿no me puede abrir?
- Dígame la oferta, la escucho. Si no me gusta, no le abro.
Se sentía humillada por tener que hablar de esos asuntos en el pasillo de una pensión. Pero aquello no era más que el principio.
- Si se olvida de esto, podría conseguirle veinticinco mil, se lo garantizo (era su única oportunidad, pero no esperaba tener que decírselo en el pasillo).
- ¿Si me olvido de qué?
- Ya sabe lo que digo. Si me deja ir, ahora, le ofrezco eso.
- Usted puede irse cuando quiera.
- No, yo no puedo irme sin estar segura de que usted no le va a decir nada a mi marido.
- Vale, pues se lo voy a decir clarito. Si no quiere que le diga nada, dentro de una semana me dará treinta mil, y ahora, cuando le abra, follaremos como locos.
- ¡Treinta mil! ¡Esta usted loco! ¡Yo no puedo conseguirle tanto! (ahora se daba cuenta del estúpido error que había cometido, pues lo único que había conseguido era que él le pidiera más dinero, mucho más dinero).
- Oiga, sin yo decirle nada ya me había ofrecido cinco mil más que hace una hora. Estoy seguro que podría conseguirme incluso cincuenta mil, pero no voy a agobiarla tanto, me conformaré con los treinta mil. Y el polvo, claro.
- Deme dos semanas, en una no sé si podré conseguirlo (ya no sabía qué decirle).
- Si podía conseguir veinticinco mil en una semana, también podrá conseguir treinta mil, no sea usted estúpida. Bueno, ¿qué decide?
¡Qué iba a decidir! ¡Desde luego había sido una auténtica estúpida pensando que con esa absurda oferta iba a conseguir regresar a su casa sin mancillarse!
- Ya sabe usted que no tengo alternativa.
- ¿Si le abro la puerta vamos a follar, o a seguir con más ofertas? No quiero más rollos.
- Ya le he dicho que no tengo alternativa, no quiero hacerles daño a mi marido y a mis hijos.
- Eso debió pensarlo antes de tirarse a su amiguita (no se lo pondría fácil aquel rufián, era evidente, no le ahorraría ningún comentario, la humillaría en todo lo que pudiese, aunque en eso tenía razón; no tenía sentido suscitar su compasión, porque ese hombre no tenía compasión, y porque había sido ella solita la que se había enfangado en esa historia, nadie la obligó, y ahora tenía que expiar su culpa).
Se hizo un breve silencio, porque ella consideró que ya le había dicho que sí, que ya había aceptado. Pero el rufián no se conformaba con esa forma de aceptar, quería todavía algo más.
- ¿Qué pasa, te has quedado muda? ¿Vas a entrar y follar como una loca conmigo, o te vas a largar?
Se le hacía un nudo en la garganta ante tan una pregunta tan repugnante, tan grosera, tan explícita. Y ella estaba en el pasillo.
- Llevo en el pasillo diez minutos, ¿por qué no abres de una vez?
- Porque quiero asegurarme que no me vas a dejar tirado cuando me hayas puesto caliente, eso no lo soportaría, prefiero que te largues si crees que te vas a asustar como una niñata cuando veas mi polla tiesa.
Las groserías se sucedían, y cada vez en un tono más elevado, y cada vez más soeces, y más abundantes. Aquello parecía que no iba a tener fin.
- Por favor, acabe ya con esto. No puedo estar aquí toda la mañana, mi marido cree que me ha dado un desmayo, eso le he dicho, y seguramente me volverá a llamar, y vendrá pronto a casa. Por favor, termine con esto.
- Señora, es usted la que me está haciendo perder la paciencia. Yo le pregunto y usted no me responde, y así no terminamos nunca. Si no es capaz tan siquiera de confirmarme que está dispuesta a follar conmigo, no creo que sea capaz de follar conmigo.
Aquel hombre se divertía torturándola, no tenía prisa, no tenía problema alguno, tenía su maldita carta y con eso le bastaba para tenerla allí, de pie, en el pasillo, con el teléfono pegado a la oreja, todo el tiempo que le apeteciera.
- Por favor, se lo he dicho, no tengo alternativa…
- ¡Y dale con la alternativa! ¡Y dale con la alternativa! ¿Es que no sabe usted hablar en cristiano? ¿No sabe decir las cosas por su nombre?
Y de nuevo colgó, colgó, y ella quedó una vez más sola, en el pasillo, desesperada, con el móvil en la mano, sin saber qué hacer, totalmente desolada. Era evidente que tenía que someterse a ese hombre, no le quedaba ninguna duda, y eso suponía decir las malditas palabras que él esperaba escuchar de sus labios. Le llamó, no podía demorar más aquello, y no podía arriesgarse a que llamara a su marido, que sin duda le daría incluso más de los treinta mil. Esta vez descolgó.
- Oye, ábreme, estoy dispuesta… estoy dispuesta… a follar contigo.
- ¡Vaya, sabe hablar en castellano! Pero no será llegar y pegar, tendrá que desnudarse primero, quiero verte las tetas, el culo, el coño, ya sabes. ¿También estas dispuesta a eso, Señora?
- Sí, haré lo que me pidas (no dejaba de ser malditamente irónico que esa misma frase figurase en su carta, aunque destinada a su amiga, a Clara).
- ¿Me la chuparás, cuanto te lo pida? (ella ya no tenía voluntad de oponerse, quería enfrentarse cuando antes a su destino; y lo cierto es que nunca había practicado sexo oral con su marido, no se veía capaz de hacerlo, sencillamente le repugnaba, pero no podía negarse a nada).
- Sí, ya te lo he dicho, haré lo que me pidas.
- ¿De qué color llevas las bragas? (la conversación era sencillamente interminable, pero no estaba dispuesto a evadirse de las respuestas que él esperaba).
- Color carne.
- ¡Joder, qué color más poco sexy! Si no fuera porque estoy deseando follarte, te diría que te compraras algún conjuntito más sexy. ¿Qué tal follas? ¿Se corre tu marido contigo?
La repugnancia iba en aumento, pero aquel camino no tenía retorno.
- Lo haré lo mejor que pueda
- Bueno, está bien. Espero que no me decepciones.
El momento llegó por fin. La puerta se abrió, y allí apareció Chano, sólo con los calzoncillos puestos, los que ella le había comprado, esa misma mañana, y sin la menor vergüenza, sujetando la puerta abierta con la mano, obstaculizándole la entrada. Aunque era previsible, ella se sintió apurada al verlo de esa guisa, lo cual era un anuncio de lo que le esperaba: no estaba preparada para eso.
- Vaya, Señora, no pensé que fuera a decidirse. ¿Reconoce sus calzoncillos? Tiene buena vista para los paquetes, me quedan a la medida.
- Me alegro, ¿me dejas pasar?
- Claro, cómo no, Señora, puede usted pasar.
Se apartó a un lado, y cuando ella pasó, una mano fuerte y aguerrida agarró su trasero, todavía con la puerta abierta. Ella no pudo evitar girarse rápidamente quitándole la mano, un gesto absurdo en esos momentos, pero que surgió de forma espontánea, sin que tuviera tiempo para pensarlo.
- ¡Por favor….! (no sabía qué decirle, retrocedía unos pasos mientras lo veía a él mirándola con una sonrisa sardónica, y sin cerrar la puerta) Cierra…. tienes que cerrar la puerta.
- ¡A la Señora no le gusta que le cojan el culo! ¡Vaya vaya!
- Deberías cerrar la puerta, nos pueden oír.
- Ciérrala tú, así te cogeré otra vez el culo.
Él se apoyó en la pared, soltando el pomo de la puerta, y dejándole sitio para que pudiera cerrarla. Y ahora ella sabía lo que pasaría, le había avisado, y tendría que permitírselo, tenía que permitirle todo, sencillamente. Sin poder evitar un gesto de desagrado, se dirigió hacia la puerta, agarró el pomo y la cerró por fin. Al pasar a su lado pudo comprobar que se había duchado, que su cuerpo olía a limpio, y que incluso desprendía un ligero pero inconfundible aroma a colonia, a la colonia que ella había comprado esa mañana, y que él se había puesto contra todo pronóstico.
Todavía con el pomo en la mano, sin darle tiempo a soltarlo, él le palmeó el trasero, con fuerza, sonoramente, aunque la ropa amortiguó el ruido. Ella se volvió, apoyándose contra la puerta, sin saber qué hacer.
- Sabes, esta mañana te pedí unas monedas, y me las negaste, ¿te acuerdas?
- No creo que se me olvide nunca.
- ¿Tenías monedas? (aquel hombre le daba miedo, no sabía qué podría hacerle, empezaba a temer que incluso podría golpearla, estaba cada vez más asustada).
- Oye, sabes que si llevaba, es una forma de hablar, es lo que se dice cuando no quieres dar. Llevaba prisa.
- Ya, para tomarse un cafetito con sus amigas, esas que no saben que es usted tortillera (ella no sabía lo que pretendía ahora el rufián, aunque no desaprovechaba la ocasión para denigrarla).
- La verdad es que no me gusta abrir el bolso en la calle, no me gusta, lo evito si puedo (aquella conversación era absurda).
- Claro, la Señora tiene miedo de que la atraquen. ¿Y ahora me las darías, esas moneditas que llevas en el bolso? (le daba miedo su mirada acerada, y esa sonrisa sardónica, que todavía le daban a su rostro un aspecto más feroz).
- Oye, ¿a qué viene esto? Sabes que te las daré si quieres, te voy a dar treinta mil, así que ya me dirás.
- Pues anda, saca el monedero, y enséñame las moneditas que tienes.
Aquello era sencillamente absurdo, pero ella tenía que satisfacer todos sus caprichos, por ridículos que fueran. Sacó el monedero del bolso, y abrió la cremallera. Se lo enseñó.
- Vaya, sí que tenías moneditas. Déjalo en la mesa.
Pasó otra vez delante de él, y de nuevo le dio otra sonora palmada. Ella entró hasta el fondo de la habitación, que era más bien pequeña: en el estrecho pasillo había una puerta cerrada, que suponía que sería el cuarto de baño; y en la habitación una cama de matrimonio con cabecero cubierta con una colcha de color ocre, y rodeada a ambos lados de una mesita de noche con lámpara; una ventana con visillos en la pared a la derecha de la cama, debajo de la cual había una mesa muy sencilla, sin cajones, con una silla encajada. Enfrente de la cama había un aparador con un televisor pequeño en una esquina y una lámpara en la otra. Y un sillón de asiento bajo, del mismo color ocre, en una esquina, entre la mesa y el aparador. Al menos, resultaba un alivio que aquello pareciese limpio, y no demasiado viejo. Entre el final de la cama y el aparador apenas había sitio para que una persona pudiera rodear la cama. En la pared de enfrente de la ventana había un armario empotrado con puertas corredizas con espejos. Llegó hasta el aparador y dejó el monedero, y también el bolso. Se giró, y pudo comprobar que el rufián estaba ya a su lado, mirándola con esa intensidad tan amenazadora, y con esa sonrisa helada, solo que ahora a menos de un metro.
Y sin poder soportar su mirada hundió la suya en el suelo, aunque no sin mirar antes aquel bulto ostensible que se formaba en su calzoncillo, que parecía estar a punto de romperlo. Lo miró rápidamente, sin querer mirarlo, con aprensión, como si aquello que allí se escondía fuera algo dañino, un cuchillo que podía clavarse en ella, un arma de fuego que podría dispararse y herirle, un látigo con el que podría azotarla. La asustaba la incertidumbre, todavía no estaba segura de que aquel hombre buscara sólo placer, sólo humillarla, porque por su mirada feroz se diría dispuesto a golpearla, a golpearla con saña. Aunque fue un vistazo muy rápido, también le recorrió el resto del cuerpo con la mirada mientras la dirigía al suelo. Y ciertamente, aquel hombre era recio; enjuto quizá, más bien seco, pero fibroso y sólido. No lucía músculos, no había volumen en sus brazos, ni en los hombros, ni en las piernas, pero aun así su aspecto era vigoroso. Podría hacerle daño sin mover un músculo.
- Dese la vuelta, Señora. Tiene un culo estupendo.
Ella se dio la vuelta, deseando que de una vez terminara la pesadilla. Esta vez no fue una mano sino las dos las que se apoderaron de sus nalgas, estrujándoselas con fuerza.
- Si Señora, un buen culo. ¿Por qué no se levanta la falda, y así se lo toco mejor, si no le importa?
El martirio continuaba, pero ella quería que finalizase cuanto antes. Se subió la falda por detrás, por encima de la cintura tal como le había pedido.
- ¡Hmmm! ¡Menudo culo que tiene la Señora!
Le palmeó de nuevo las nalgas, saltando de una a otra, una y otra vez, y ahora las palmadas sí tenían su propia voz, sonaban con toda nitidez, pues la fina tela de la braga no bastaba para amortiguar el sonido. Odiaba aquello, odiaba que le palmeasen el trasero, aunque la verdad es que nunca nadie se había atrevido hacerlo, excepto su marido y en muy contadas ocasiones, en todas las cuales fue reprendido. ¡Pero ahora no podía quejarse ni lo más mínimo!
Después volvió a cogérselas con las dos manos, sólo que ahora sentía ya el tacto de esa piel áspera sobre la suya pues sus manos abiertas llegaban más allá de la fina tela de la braga. Y no se privaba de acompañar su manoseo con pronunciados sonidos guturales que transmitían su intensa satisfacción, y también su poder sobre ella.
Y luego fue una mano sola, pero bien abierta, la que se posó entre sus nalgas, deslizándola hacia abajo, hacia la entrepierna, ascendiendo otra vez para luego descender, dejando que su dedo corazón introdujera la tela de la braga entre las nalgas, sintiéndolo ella con toda claridad, así como su avance imparable hacia la entrepierna.
- Señora, abra un poco las piernas. Quiero tocarle el coño, y con las piernas tan juntas no puedo hacerlo.
Sí, iba a ser interminable, difícilmente podía haberse ella imaginado ni en sus peores pesadillas una situación, a la que había llegado además por culpa suya, sólo por su culpa. Por lo menos, de momento no tendría que verle la cara, y de hecho prefería no ver nada, cerrar los ojos, intentar alejarse de allí aunque fuera con la mente. Abrió un poco las piernas, lo suficiente para que él no tuviera quejas, para que pudiera tocarle a su antojo. ¡Y vaya si lo hizo! Su mano avanzó firme entre sus piernas, hasta que con sus dedos le abarcó todo el pubis. Si no hubiera tenido la falda, habría visto aparecer sus dedos delgados y largos entre sus piernas, por encima de la braga. Sintió la necesidad imperiosa de convertirse en una autómata, sin voluntad, sin sentimientos, un mero cuerpo inerte que obedecía a las órdenes de él.
Y no fue la mano sólo. De nuevo el dedo díscolo buscó introducirle la tela de la braga entre sus labios verticales, y afortunadamente no ejerció más presión de la cuenta, aunque se deslizó una y mil veces.
- ¿Le gusta, le gusta que le toquen el coño, Señora? (sabía lo que él quería oír, y sabía que tendría que olvidarse de cualquier pudor, si quería salir de allí sin magulladuras, sin moratones, y sin el riesgo de aquel hombre terminara llamando a su marido).
- Sí… sí, me gusta (no es que la voz sonara sensual, pero al menos decía las palabras adecuadas).
- Ya sabía yo que le iba a gustar. Ya verás lo bien que se lo va a pasar, Señora.
La mano insidiosa abandonó su entrepierna, pero ya no había tregua.
- Señora, ponga las manos en la cabeza, como si la fuera a registrar. Bueno, en realidad la voy a registrar enterita.
Como una autómata, ella soltó falda, que recobró su posición inicial; elevó las manos y las entrelazó para dejarlas encima de la cabeza, dispuesta ya a obedecer a ese ser miserable, a soportar todo lo que le quisiera hacer, consciente de que no había escapatoria, que no podría negarle nada si no quería comprometer todavía más su ya negro futuro.
Ahora sus manos tantearon su cintura hasta encontrar la cremallera de la falda; y con cierta torpeza, esos dedos ásperos consiguieron bajarle la cremallera, y luego, las manos ásperas y rugosas descendieron por debajo de la falda, a la pantorilla, y fueron deslizándose por su piel hacia arriba, deteniéndose en su recorrido ascendente en los muslos, largos y tersos, que recorrió arriba y abajo, llegando a la cintura y descendiendo hasta la rodilla, otra vez con esos sonidos que querían traslucir su placer, y claro está, humillarla.
- Menos mal que no llevas pantys, deberían estar prohibidos. Vaya muslos, Señora, no se acaban nunca.
Por fin, en uno de sus viajes hacia la cintura, esa manos poderosas le cogieron la falda por los lados, y tiraron de ella con fuerza, consiguiendo salvar el obstáculo de las caderas y dejándola caer al suelo. Luego sintió una de sus manos en la pantorrilla, levantándole un pie, y cuando la mano la abandonó, ella misma levantó el otro pie. Ya sólo le quedaba la camisa como única vestimenta, además de su ropa interior.
- Por favor, que no se me manche la falda, si quiere la guardo yo (era absurdo preocuparse por eso en una situación así, y casi era una provocación para que él limpiara el suelo con ella, pero una vez más había reacciones que no conseguía controlar, porque aquella era una falda de trescientos de los grandes, una preciosidad de falda, una de las preferidas de su marido, e imposible de reemplazar, porque no se vendían dos iguales).
- No se preocupe la Señora, que se la guardaré yo con mucho cuidado.
Ella ni siquiera hizo amago de volver la mirada para ver lo que hacía con ella, porque se arrepintió de inmediato de haber hablado, y prefería no verlo. Pasaron unos segundos sin notar nada, hasta que escuchó el ruido de la puerta del cuarto de baño al abrirse, ¡sabía Dios qué habría hecho con su falda!
- Tiene usted unas bonitas piernas, parece una modelo. Si Señora, unas bonitas piernas (esta vez acompañó el elogio con una nueva caricia de sus manos, que se deslizaron por sus muslos, volvieron a palmearle el trasero, le agarraron la cintura, y se deslizaron por la espalda por debajo de la camisa, hasta llegar al cierre del sostén, para descender de nuevo)
Y de repente, sus fuertes brazos la agarraron, la estrecharon contra su fibroso cuerpo, que le pareció una auténtica plancha de acero apretujándole las espaldas. Y por primera vez, aquel bulto amenazador se coló entre sus piernas, sintió por primera vez su miembro enhiesto pugnando ya por abrirse camino entre las telas sucesivas del calzoncillo y de las bragas hacia sus labios verticales, que desde luego no podía decirse que sonrieran la ocurrencia, aunque tampoco podían rechazarlo).
- Joder Señora, está buenísima, como un tren. ¿Siente ya mi polla, siente lo dura que se ha puesto? (ahora le hablaba prácticamente a la oreja, se lo susurraba).
- Sí, si, ya la siento (quería colaborar, quería que aquel hombre se sintiera satisfecho de una maldita vez para que pudiera volver a su casa cuanto antes, y por otra parte, era bien cierto que notaba aquella cosa dura entre sus piernas).
Y esta vez ya no hubo miramientos. Una mano se deslizó por debajo de la camisa, acarició su vientre, palpó la cinta de las bragas, se introdujo dentro de ella, y un dedo audaz, el corazón, como por otra parte era lógico, se deslizó entre sus labios, con sensata insistencia, con deliberado cuidado y esmero, abarcándole con el resto de la mano su sexo por entero. Esta vez ella deslizó una mirada hacia abajo, sin poder evitarlo, y la visión de aquella mano grande dentro de la fina tela de la braga consiguió lo que esos dedos más hábiles de lo esperado no habían conseguido, pues una fulgurante excitación la sacudió repentinamente, y aquel cuerpo inane que ella quería ofrecerle pareció despertar repentinamente de su obligado letargo. Una primera sonrisa destelló en aquellos labios que ella hubiera deseado mantener sellados. Retiró la mirada, cerró los ojos, pero la visión de su propio deseo ya le había asustado más incluso que aquella mirada de acero con la que el joven la obsequiaba de continuo. Y ahora le invadía el olor agradable de esa colonia, que no era precisamente lo que necesitaba para controlar las reacciones de su cuerpo. En esa postura, en esa postura le hubiera gustado estar ante Clara, ofreciéndole su cuerpo con el mayor descaro, con sumisión, con arrobo, para que ella dispusiera de él. Pero no era Clara quién le acariciaba, no era Clara.
Por fin, aquellas manos se juntaron en el propósito más que evidente de desabrocharle la camisa, empezando por el último botón, un poco más abajo del ombligo, y ascendiendo con estudiada parsimonia y delicadeza, como si deshiciera los lazos delicados de una cajita que encerrase un divino tesoro, de un cofre que contuviera una preciada joya. El botón situado entre los pechos originó el primer roce de esas manos recias con ellos, roce que los hizo temblar, aunque no de deseo, no de deseo. Claro que aquella maldita ceremonia ponía en peligro esa coraza que con tanto esfuerzo estaba levantando entre ella y su propio cuerpo. También el siguiente y último botón supuso un nuevo roce con sus pechos, y ella no pudo dejar de mirar cómo esas manos viriles y aguerridas le desabrochaban ese último botón, con suma delicadeza, y como se la abrían, y cómo se posaban en sus pechos como queriendo sostenerlos, como queriendo ejercer la función de su sostén, como si estuvieran calibrando su peso, su volumen, su forma, su tamaño. Y ella luchaba ahora estúpidamente por alejar la vista de esas manos que sostenían sus pechos con mimo, con delectación.
- Señora, está usted muy bien dotada. ¡Qué delantera! ¡vaya par de tetas.
Nunca hubiera pensado que iba a tener que esforzarse para no excitarse con aquel joven de la calle, con aquel rufián de afilada perilla y perenne gorra. Pero el hecho de no tenerlo enfrente había tenido un efecto devastador, pues su mente no había visualizado aquel rostro amenazador, y se había entretenido en el recorrido apasionado y a la vez sorpresivamente delicado de esas manos inconfundiblemente viriles. Y tal situación la convencía, además, de que su relación con Clara había sido una válvula de escape para obtener un placer que su marido le negaba, noche tras noche, sin aspavientos, sin negativas, sólo con su conducta complaciente consigo mismo, y cariñosa pero no atenta con ella. ¡Seguramente podía obtener placer de un hombre, tan intenso como el que había obtenido con Clara, y quizá más!
Hizo un imperceptible movimiento de cabeza para apartar esos pensamientos de la cabeza, mientras sentía esas manos recorrerle la espalda, el vientre, la entrepierna, el trasero. La humillación que sentía se atenuaba al no tener que soportar sus miradas, y al debilitarse no lograba anular la excitación que también recorría su cuerpo de forma endemoniada.
- ¡Joder! ¡No sé dónde detenerme! ¡todo me gusta! El culo está sabroso, da gusto pellizcarlo (lo hizo), palmearlo (otra vez un severo palmetazo, que a ella ya ni siquiera le desagradaba) estrujarlo (y lo hacía, lo hacía, lo estrujaba). ¡Y vaya par de tetas! Estaría todo el día tocándoselas (y las agarraba sin desprenderle el sostén, por encima de él, ahora con más fuerza, con más pasión). ¡Y que vamos a decir de su delicioso coñito, que me parece que ya se está humedeciendo! (y ese dedo corazón se lanzaba en el interior de su braga hacia el interior de sus labios, que cada vez oponían menos resistencia). ¿Estás ya cachonda? Porque yo estoy que reviento.
A eso ya no era capaz de contestar, aunque afortunadamente él tampoco insistió en tan soez pregunta. Y de haberlo hecho, era evidente que su cuerpo tenía ya su propia respuesta, después de ese apasionado recorrido manual por su anatomía, guiado en susurros por esa voz desgarrada y por el deseo que ahora empezaba también a inundarle a ella, que sabía sin necesidad de pensarlo que aquello nunca, nunca, nunca se le hubiera ocurrido a su marido, que podía disponer de ella todas las noches desde hacía más de quince años.
Aquel recorrido por su cuerpo inesperadamente hábil, preciso y apasionado, lleno de todo tipo de caricias, la había enardecido más de lo que hubiera nunca imaginado, y ahora la lucha en su interior iba a ser todavía más virulenta, más encarnizada, pues tal despliegue de intensas y extensas caricias, además de hacerla vibrar de deseo al son de sus aguerridas manos, disipaba en gran medida el miedo que el joven le inspiraba, miedo que necesitaba para levantar su barrera, su muro protector, su escudo de acero.
Si la hubiera tratado con la fiereza que ella suponía, si la hubiera desnudado a toda prisa, si hubiera intentado penetrarla en cuanto la tuvo en sus manos, sin duda le habría hecho daño, le habría desgarrado, pero no la habría vencido, no la habría realmente poseído, y esa barrera de inmunidad, el último reducto que le quedaría a su orgullo, a su honor, cuando se viera entre sus brazos, se habría vuelto infranqueable, habría sufrido pero en ningún momento se habría sentido poseída. Se hubiera sentido como si le hubieran causado cualquier otro daño: como si le hubieran dado una bofetada, un puñetazo, una patada, o una paliza. Y aunque hubiera terminado desnuda ante él, la inevitable vergüenza que ello le produciría tendría al menos el sólido apoyo de ese muro protector que quedaría definitivamente anclado entre ella y su cuerpo. Pero bastaron unas cuantas caricias prolongadas y precisas, la visión de unas manos masculinas en el interior de sus bragas, de unas manos masculinas desabrochándole la camisa, sosteniéndole los pechos, de una voz rasgada susurrándole las maravillas de su cuerpo al oído, de aquella deliciosa presión que ejercía su miembro viril enhiesto hundiéndole la tela de la braga entre sus labios verticales, ese olor sensual que desprendía la maldita colonia que le había comprado, y que ahora le impregnaba todo el cuerpo; había bastado todo eso para debilitar seriamente la resistencia de ese muro a medio construir, todavía no firmemente asentado sencillamente porque no esperaba encontrarse con ninguna especial resistencia ni con ninguna fuerza que pudiera derribarlo. Pero la realidad le había sorprendido, le había cogido desprevenida, sin que ni de la forma más remota hubiera podido ni imaginar que ningún grado de excitación era posible conseguir con esa bestia humana, con ese ser cruel, sin piedad, sin el menor escrúpulo, implacable y feroz, y que de repente, se había transformado en un delicado y muy bien perfumado amante.
El hombre se separó, ella notó enseguida que aquel miembro desaparecía de entre sus piernas, que aquellas manos dotadas casi del don de la ubicuidad abandonaban el campo de batalla, satisfechas de haber sabido combinar las teclas para producir en ella la vibración adecuada, vibración que habría percibido con toda claridad. Y ella seguía de pie, con las piernas ligeramente abiertas, y las manos sobre la cabeza, ahora sin la falda y con la camisa abierta, mirando estúpidamente la cortina ocre que tamizaba la espléndida luz del sol que se había adueñado ya, a esas horas, del cielo, luchando contra el deseo. Y el diablo a sus espaldas, pensando en su siguiente maniobra en esa guerra inacabable. Claro que esos segundos de tregua la ayudaban a dominar su excitación, pero en cambio la situaban de nuevo ante la cruda realidad: estaba medio desnuda en una sórdida habitación de una ínfima pensión, y estaba a merced de un simple mendigo, cruel y despiadado, un cualquiera que ahora tenía un poder absoluto sobre ella. Volvía a sentir la humillación más intensa, y le espantaba las vejaciones que todavía tendría que soportar. Y todavía más le espantaba la posibilidad de disfrutar aunque fuera sólo fugazmente, aunque fuera solo furtivamente con aquella fiera endemoniada, pues no podía olvidar que sus malditas caricias, de una delicadeza inesperada, la habían enardecido con insólita prontitud, habían conseguido que su mente se elevase durante segundos bajo el impulso de ese cuerpo indómito que se había rebelado inesperadamente contra su voluntad de mantenerse fría y distante, de alejarse de allí con el espíritu y dejarlo a él, a su cuerpo, inerte, insensible, ajeno al placer y al dolor.
Pasaban los segundos sin saber qué hacía él detrás de ella, sin notar tan siquiera su presencia cercana, sin que le llegase la fragancia de su cuerpo, bañado en esa maldita colonia que en mala hora le había comprado, pues su olor le resultaba agradable aún a su pesar. Y lo cierto es que esa interminable espera no hacía sino contribuir, con la mera expectativa que generaba, a aumentar la tensión sexual a la que la estaba sometiendo, ahora sin necesidad de tocarla, sin necesidad de hablarla, de ordenarle nuevos movimientos, y por tanto, ni siquiera conseguía eliminar el rastro de la excitación que sus caricias le habían provocado.
- ¡Joder, qué piernas!
Oír su voz la sobresaltó, por más que supiera que él seguía allí, detrás de ella. Ahora sabía que la estaba mirando, que se estaba deleitando con su cuerpo, sin prisa tan siquiera por desnudarla, lo que de nuevo contribuía a su excitación. Y ahora él la rodeó, vio su cuerpo aparecer a su lado, seguir el camino hacia el sillón con paso firme, con apenas un ligero contoneo de la cadera, y pudo apreciar su trasero firme, sus glúteos estirando la tela de ese calzoncillo que afortunadamente estaba todavía inmaculada; y pudo observar su espalda recta, sólida, de acero. Y de nuevo se deleitó con ese olor que ahora le resultaba decididamente embriagador, y verdaderamente no dejaba de sorprenderla que el hombre hubiera tenido la delicadeza de ducharse y perfumarse para ella: era evidente que quería sentir la satisfacción de poseerla totalmente, de hacerla gozar, de inundarla de placer. Desde luego, había hecho un buen trabajo, pues a simple vista aquel cuerpo rezumaba lozanía y limpieza.
Ella bajó los brazos unos instantes, para descansarlos, mientras él se dirigía al sofá. Y en cuanto se giró para dejarse caer, las volvió a dejar sobre la cabeza, no quería hacer nada que él no se lo hubiera ordenado, lo cual, en esas circunstancias, no dejaba de ser cómodo. Y por fin, cuando aquel cuerpo viril se desplomó sobre el sillón, se enfrentó a su mirada desde su desnudez, todavía incompleta, pero ya totalmente reveladora de las formas de su cuerpo. Y aquellos ojos la recorrieron de arriba abajo una y otra vez, mientras para su sorpresa una de sus manos se introducía en la bragueta, y liberaba de su prisión ese miembro ya enhiesto cuyo tamaño sencillamente la sorprendió, pues además de una longitud que a ella le parecía bastante considerable, disponía de un grosor apreciable, y de una cabeza sonrosada que se destacaba limpiamente del resto, orgullosa y desafiante, como si se sintiese superior a ese tronco robusto que la sostenía, quizá por su privilegiada posición de guía inevitable hacia el placer del tronco obtuso y ciego que no era más que el mero instrumento de la cabeza para llegar a su destino.
Jamás ella se había detenido en la observación del miembro de su marido, pues entre ellos no cabía el menor exceso, cualquier amago de lujuria era desterrado, y ella misma se autocensuraba para no parecerle a su marido demasiado deseosa, demasiado gustosa del sexo. Entre ellos había una norma no escrita de que el sexo era secundario en sus vidas, un mal necesario para obtener hijos, y para cubrir unas mínimas necesidades del cuerpo. Y ahora que estaba allí sola con ese hombre atroz, en la habitación de una remota pensión, sometida a sus miradas cada vez menos agresivas y más lúbricas, no podía apartar la mirada de aquella cabecita sonrosada que le sonreía lánguidamente desde su altura, ajena a las caricias que la mano poderosa del hombre proporcionaba al tronco, al que tenía cogido con indudable ternura, pero con firmeza.
A plena luz del día, con esa claridad meridiana, y en todo su esplendor, era la primera vez que podía observar a un miembro viril con todo el detalle que quisiera, pues su propietario lejos de sentirse incómodo por ello, lejos de afearle su conducta como propia de una mujer de baja condición, estaría sencillamente orgulloso de haber conseguido atraerla, de haberle despertado el deseo, que ahora ella veía cada vez más difícil disimular.
- ¿Qué, Señora, le gusta mi polla?
- Sí… si, es… bonita (esa no era la palabra, y ella había luchado para que de sus labios no saliera la palabra que su cuerpo tenía preparada: grande, grande, enorme).
- Vamos, acércate, pero no me bajes los brazos. Me gusta verte así.
Era como acercarse al abismo, aquello se veía cada vez más grande, y el juego de esa mano que se deslizaba con lentitud por ese arrugado pero firme tronco la seducía estúpidamente, sencillamente nunca había visto a un hombre masturbarse, aquello era nuevo para ella, como todo lo que le estaba sucediendo aquella mañana, desde que salió de su casa. Se detuvo a su lado, pensando que aquel hombre le iba a obligar a hacer algo que nunca había hecho, pues sus labios y su boca nunca habían probado el sabor y la textura de un miembro masculino. Y su temor pareció confirmarse cuando él apartó la mano de su miembro, lo que parecía una clara invitación para que se arrodillase e iniciase esa novedosa actividad para ella. Ahora podía ver ese miembro en todo su esplendor, y sin necesidad de realizar medida alguna podía apreciar con claridad que aquello tenía más tamaño, más volumen, más grosor que el de su marido, aunque desde luego no era precisamente el tamaño el problema que tenía con él, sino esa asfixiante educación religiosa que a él lo dominaba más de lo que ella consideraba normal.
- ¿Te gusta eh? Bueno, ya mismo la sentirás muy dentro. Date la vuelta.
De momento no tenía que afrontar aquello, que más allá de la vergüenza le asustaba, le producía simplemente repugnancia. Pero no se veía capaz de negarle nada. En todo caso, de momento sólo tenía que darse la vuelta, y lo hizo gustosa, pues comprendía que la visión de aquel pene la turbaba más de lo conveniente. Y no tardó en sentir esa cabecita sonriente rozándole las nalgas, mientras las manos de él se apoderaban de las suyas y se las bajaba, hurgaban en los botones de las mangas de la camisa para desbrocharlos todos, y luego la agarraban por el cuello y la deslizaban por sus brazos hasta desprenderla de ella, y pudo ver como volaba por el aire hasta posarse en la cama con desorden. Luego le agarró las muñecas y se las elevó, y ella comprendió que quería que regresase a su anterior posición, entrelazadas y posadas en su cabeza. Y luego, de forma decidida ese miembro duro y firme se encajó entre sus piernas, a la vez que de nuevo sus brazos fuertes la rodeaban, y ahora sentía en su espalda, pegada a su piel, ese acero frío que era el pecho y el vientre del rufián.
- ¡Ay Señora, está como un tren! ¡Es una pena que su marido no sepa apreciar un cuerpazo como este! (ella supo enseguida que ese comentario no era meramente especulativo, no era una mera ocurrencia, sino que era fruto de la lectura de esa maldita carta, en la que ella había puesto de manifiesto todas sus miserias, todas sus intimidades, desahogándose de tantos años de frustrante contención, de tanto fingimiento educado, y no era poca la humillación que le suponía saber que ese hombre conocía todas sus intimidades).
Otra vez esas manos grandes y férreas la recorrieron de un extremo a otro, cogiéndole los pechos, las nalgas, acariciándole los muslos, y por fin llegando a su sexo, que ahora ya no podía mantener los labios cerrados, ante tantos estímulos irresistibles para una mujer que realmente nunca había llegado a disfrutar plenamente de un hombre, y no por falta de deseo. Desde luego, ella no contaba con eso, no contaba con que ese hombre se entretendría excitándola. Y ahora le recogía el pelo, y sentía sus labios húmedos en el cuello, y una lengua que le recorría con su punta la piel por la espina dorsal hacia abajo, que luego ascendía con la mayor lentitud, produciéndole un escalofrío a lo largo de todo el cuerpo, un escalofrío de puro placer, una vez más sorprendida, incapaz de controlar a su cuerpo.
Se separó de ella, le agarró por la cintura y la obligó a girarse, y de nuevo ella bajó la vista, pero ahora para posarse en ese miembro enhiesto rozándole la entrepierna, y en ese pecho de acero que casi la rozaba, esos brazos poderosos que la envolvían. Y elevó la mirada para entregarse a esos ojos insondables que la miraban con intensidad, con deseo, lúbricamente. Pero ella no pudo sostenerle la mirada, volvió a bajarla, hacia su pene que le seguía rozando el sexo.
De nuevo esas manos grandes se posaron en sus pechos, pero ahora lo veía a él, ahora eran sus manos, no unas manos, y aquello le resultaba más insoportable, pero sólo a su mente, porque se cuerpo se estremecía al sentirlas, mientras sus ojos se deleitaban contemplándolas. Luego una mano se deslizó por su vientre hacia abajo, y de repente se encontró directamente con el fulgor de sus ojos, y se sintió poseída, se sintió poseída por él cuando no habían pasado de las meras caricias, se sintió rendida, sin voluntad ante el deseo, la fuerza, la pasión que desprendían esos ojos, orgullosos de su dominio, exultantes, imbatibles. Y era como si esos ojos hubieran prendido en los suyos, como si hubieran agarrado a los suyos, impidiéndole moverse, y mientras él deslizaba de nuevo su dedo corazón entre sus labios verticales, y comprobaba el efecto imparable de sus caricias. Ahora ella se sentía plenamente sometida a él, como si la hubiera hipnotizado.
- ¿Le gusta cómo le toco el coño, Señora? (le hablaba sin dejar de mirarla, sin dejar de mover su dedo entre sus labios)
- Sí… lo haces… muy bien (sabía que era lo que él necesitaba oír, pero lo cierto era que lo hacía muy bien, malditamente bien, irresistiblemente bien, y además deseaba decírselo, la excitaba decírselo, y no tenía fuerzas para luchar contra su deseo).
- Pues ahora te va a gustar más, ya verás.
Le retiró la mano del interior de sus bragas, agarró firmemente el tronco de su pene, y le deslizó su cabeza en la entrepierna, moviéndolo con la mano para que ella pudiera sentirlo con toda intensidad.
- ¿Siente mi polla en su coño, Señora?
- Sí, si… (hablaba ya con desmayo, todavía asustada de su propio deseo).
Ese nuevo movimiento la enardecía cada vez más, le hacía desear bajar de una vez las manos, apoderarse ella misma de su miembro, dirigirlo, tumbarse en la cama para que él se subiera encima de ella, para que de una vez aquella cabecita se deslizara dulcemente en su interior. Pero ella no podía tener iniciativa, no podía rebajarse hasta aquel extremo, no podía comportarse como si deseara aquello, era lo único que le faltaba, ¡ella era una Señora!. Quién sí tenía iniciativa era él, dueño y señor de la situación.
- Vamos, ahora usted, Señora, mueva su coño sobre mi polla, restriéguese sobre ella, ya que tanto le gusta.
El sostenía la verga con su mano, y ahora ella movía ligeramente la cadera hacia delante y hacía atrás, para sentir el gozoso roce de su cabeza sonrosada entre sus piernas, en su sexo. Seguían mirándose a los ojos mientras ella practicaba tan singular movimiento Pero repentinamente él se retiró, dejándola con el deseo a flor de piel. Se apartó, la volvió a mirar de arriba abajo, ahora ya vestida solo con su ropa interior.
- Sus bragas no son sexys, Señora, no me gustan. Odio ese color, no es nada sugestivo.
- Las utilizo cuando llevo faldas que se clarean, que se transparentan.
- No te gusta que se te noten las bragas debajo de la falda. No está fino, ¿no?
- Es cuestión de gustos, a mí no me gusta.
Él se había vuelto a sentar en el sillón, y seguía tocándose su instrumento delicadamente mientras hablaban, y ella de nuevo se sentía atraída por ese movimiento. Era extraño mantener una conversación en esas condiciones, ella de pie, en ropa interior, con las manos sobre la cabeza, y él sentado en el sillón, tocándose el instrumento.
- ¿Pero tendrá otras bragas más sexys en tu casa, no?
- Bueno, más bonitas sí, no sé si más sexys.
- Ya, a tu marido no le gustan (a él le gustaba tenerla allí de pie, en ropa interior, con los brazos alzados, para que tuviera claro que era él el que mandaba).
- No quiero hablar de eso, por favor.
- Seguro que nunca la ha puesto tan caliente, ¿verdad?
- Por favor, no hablemos de eso.
Él se levantó, la rodeó, y una vez más se colocó a sus espaldas, y durante unos interminables segundos no sabía lo que hacía.
- Oye, ¿puedo bajar los brazos?
- Cuando te lo diga.
Pasó a su lado, y volvió a sentarse en el sillón, no sin antes palmearle de nuevo en el trasero.
- Señora, vaya andando hasta la puerta, y regrese, hágalo unas cuantas veces, quiero ver como menea el culo. Y no baje las manos, está muy sexy así.
Ahora tocaba exhibirse ante él, enseñarle el cuerpo, y medio desnuda. Se giró y se dirigió hacia la puerta, dejando que él le contemplara el trasero a su antojo.
- Sabes, mucho me temo que nunca se la ha chupado a nadie, que todavía no ha probado un buen nabo en tu boca, ¿me equivoco, Señora?
Él parecía ahora divertirse hurgando en su vida sexual, que conocía como un libro abierto. No sabía si contestar, aunque era evidente la respuesta para quién había leído la maldita carta. Se giró al llegar a la puerta, y se fue acercando hacia ese pene erecto que seguía siendo masajeado por la mano del joven. No iba a contestar.
- Es decir, que ya ha probado un buen chocho pero todavía no ha probado ninguna polla, ¿verdad Señora? Tiene gracia, justo como yo, que ya he probado unos cuantos chochos, pero desde luego ningún nabo. Claro que yo no pienso probarlos, y usted los va probar ya mismo, ¿no es así, Señora?
Ella no era capaz de contestar, no dejaba de humillarla semejante conversación, y mientras él no se lo exigiese, seguiría andando arriba y abajo de la habitación, con las manos en la cabeza.
- Claro que, lo que usted no sabe, porque es una sorpresa, es que hoy va a tener la oportunidad de probar las dos cosas a la vez.
Ella se paró en seco, cuando ya estaba junto al aparador, a punto de girarse para volver hacia la puerta. No comprendía muy bien ese comentario, y desde luego era preocupante.
- ¿Qué… qué dices?
- Lo que has oído, está a punto de llegar otro conejito.
- ¿Qué? ¿Qué… dices? (ella estaba atónita, y sin pensarlo se quitó las manos de la cabeza y las cruzó sobre el pecho).
- Sí, lo que oyes, tengo que reconocer que te he engañado un poco.
- ¿Qué…? (ella no salía de su asombro).
- Pues lo que oyes, joder. Que nunca me lo he montado con dos tías, y que ahora tengo la oportunidad de hacerlo. Y además, lo he hecho por ti, porque a ti también te gustan los conejitos.
- Eres…. eres…. un cerdo. Yo no pienso prestarme a eso.. ese no era el trato (no pudo evitar mostrar su enfado, su desconcierto, aunque ahora no estaba precisamente en posición de enfrentarse a él).
- Venga, ya verás cómo te gusta la puta, no creas que es una de esas que viene de la calle, que se acuesta con cualquiera. Esta es modelo, o algo así, y te va a costar un pico. Se cuidan mucho, son muy limpitas, no es lo que Vd. cree. Se lo pasará bien, lo pasaremos bien los tres.
- Yo no voy a hacer eso. No es lo que hablamos.
- Oye, esta gente está acostumbrada, es uno de los servicios que atienden. Hay muchas parejas que contratan a una puta para variar, no es tan raro. La que me has mandado creía que la había contratado una pareja, porque llamo usted, y la verdad, cuando me lo dijo, se me ocurrió la idea. No pude resistirme a la idea. La Señora, una puta y yo pasándonoslo en grande. No me diga que no es buena idea.
- Pues haga el favor de darme la ropa, porque usted me ha engañado. Si no cumple su palabra en esto, es claro que usted no tiene palabra (de nuevo le hablaba de usted), y que no va a cumplir nunca su parte. No tiene sentido tratar con usted, será mi ruina haga lo que haga. Deme la ropa (sin criterio pasaba de tratarle de usted a tratarle de tú, nerviosa como estaba por el imprevisto giro que habían adquirido los acontecimientos).
- Señora, usted se ha puesto cachonda conmigo, no me lo va a negar, lo he comprobado con mis manos. Ahora me desea, creo que realmente desea follar conmigo, y solo tiene que dejarse llevar, olvidarse de quién es usted, y divertirse de una puta vez (aquello era demasiado humillante para admitirlo, pero lo cierto es que se había excitado con tanta caricia, y quizá con tanto deseo contenido durante años; pero ella no lo podía reconocer, y aunque hubiera deseado que él hubiera seguido con sus caricias, que hubiera terminado de desnudarla, que la hubiera poseído sobre esa cama, de repente la situación había dado un brusco giro que la desconcertaba profundamente).
- Yo no he venido aquí a…. a…. (buscaba una palabra adecuada, pero no era el momento de mostrarse recatada, estando en ropa interior delante de ese hombre)… a follar con usted, he venido aquí para salvar mi matrimonio, para salvar a mi familia. Y ahora me doy cuenta de que así no consigo salvarla, porque mucho me temo que no tiene solución… (no creía en lo que decía, no veía posibilidad alguna de negarse a lo que él le proponía, pero el hecho de que a su impulso inicial de negarse en rotundo no hubiera respondido él agresivamente, sino disculpándose, le dio fuerzas para insistir en su argumento, intentando que renunciara a la fulana). Deme mi ropa, por favor.
- Escuche, escuche, como comprenderá, yo podría obligarla, está usted en bragas y podría decirle que no pienso darle la ropa como usted se niegue, y que llamaré a su marido para que la recoja (sólo oír esa posibilidad se echó a temblar: no podía ni imaginarse la situación). Pero le aseguro que no quiero llegar a eso, le aseguro que sólo quiero que usted se lo pase bien con la puta, igual que yo. Es para los dos, aunque la paga usted.
Ella empezó a dudar de su firmeza, pues aquella amenaza velada era demasiado disuasoria. ¿Qué le diría a su marido si tuviera que recogerla allí, en ropa interior, en una pensión de tres al cuarto? Y lo más desconcertante de todo era que el joven había adoptado un tono curiosamente conciliador, como si realmente pensara que podía convencerla de semejante cosa. Pero ese tono le invitaba a seguir manifestando su oposición.
- Solo le digo que yo no estoy dispuesta a eso, que llame a mi marido si quiere, o deme la ropa y me voy. Usted ha roto el trato (hablaba de él casi como si fuera un contrato entre dos personas normales, y ella misma se daba cuenta de que sencillamente era absurdo mantener semejante argumento, con un rufián despiadado que le estaba haciendo chantaje sexual y económico), y yo ya no creo en su palabra (como se pudiera confiar en la palabra de un rufián).
Entonces él se levantó, con su sonrisa sardónica y de nuevo ese brillo acerado en sus ojos, y ella se estremeció de miedo. Seguía con su pene suelto, por encima de la bragueta, pero aquel instrumento ya no era el de antes, se había encogido, aquella cabecita orgullosa ahora miraba con humildad el suelo. La rodeó, se colocó tras ella, y realmente pensó que iba a pegarle, a darle un escarmiento, como dicen los rufianes en las películas malas. Sin embargo, sus fuertes brazos la rodearon, la acercaron a su cuerpo, y de nuevo sintió su pecho firme en la espalda, y empezó con sus besos en el cuello, y con el recorrido de su lengua en la espina dorsal, y otra vez sus manos firmes cogieron las más delicadas de ella, se las elevaron hasta dejarlas sobre la cabeza, alzándole los brazos, y con la misma delicadeza de antes, otra vez le sostuvieron los pechos, otra vez le acariciaron el vientre, otra vez se introdujeron dentro de sus bragas, y ella se sintió un vez más sorprendida por esa inesperada reacción, y aquel miembro poco viril que miraba cabizbajo el suelo de nuevo recobró su vigor, como por arte de magia (¡pero no era magia, era su cuerpo de mujer la que había obrado el milagro!), y ella pudo de nuevo sentirlo entre sus piernas. Los labios, las manos, la lengua, entrecruzándose por todos los recovecos de su cuerpo, esbozando un conjunto armonioso de caricias, de caricias que ella nunca había recibido con tanta intensidad, con tanta delectación, de forma tan concienzuda, tan apasionada, tan subyugadora. Sencillamente, en cuestión de segundos ella se había excitado de nuevo, y se había olvidado de aquello, se había olvidado de su petición, de su ropa, se olvidó de todo.
- Ve, Señora, es usted una mujer muy caliente, y tiene un cuerpo que quita el hipo. Tiene un cuerpo que está pidiendo a voces que lo follen, que lo follen por delante y por detrás. Y si estoy aquí, magreándole las tetas, besándola en el cuello, acariciándole el coño, tocándole el culo, y conteniéndome las ganas de echarla sobre la cama, arrancarle las bragas y metérsela hasta el fondo, es porque creo que usted y yo podemos disfrutar todavía más con esa fulana que está a nuestra disposición… podemos hacerle lo que queramos, y como a ti también te gustan las mujeres…. (él le hablaba al oído, en susurros, y sin dejar de acariciarla)… y nadie se enterará, quedará entre estas cuatro paredes…
Pero ella no deseaba formar parte de un trío, en realidad deseaba lo que no debía desear, deseaba ser poseída por ese hombre, lo deseaba secretamente, íntimamente, con todos los poros de su cuerpo, y ahora su mente se enfrentaba a un dilema con las manos de ese hombre acariciándole el cuerpo semidesnudo, lo que hacía casi imposible cualquier reflexión, cualquier idea, cualquier decisión. Aprisionada contra su cuerpo, con ese brazo fuerte y aguerrido rodeándola y sujetándola, con esas manos tan precisas sobre su cuerpo ejecutando una sensual sinfonía que ella jamás había escuchado, ni nada que se le pudiera parecer, le resultaba difícil articular palabra, le resultaba difícil ofrecer resistencia, le resultaba difícil hacer cualquier cosa que no fuera someterse a aquel hombre.
- Por… favor… déjeme… déjeme… (desfallecía con ese dedo corazón acariciándole rítmicamente su sexo, y con ese miembro otra vez altivo y orgulloso hurgando en su entrepierna, y con esa otra mano saltando de un pecho a otro) … quiero… (no sabía cómo decirle que le diera la ropa, que la dejare irse, cuando realmente deseaba que le quitase la que llevaba, que la tumbara en la cama, que la poseyera) …
- Es usted una mujer muy… muy caliente… Señora… ahora mismo podría correrme…
La soltó, la giró, la fue empujando hasta la pared, junto al aparador, volvió a cogerle los pechos, y de nuevo esa cabecita jugueteaba en su entrepierna. Realmente ella deseaba que de una vez le quitase el sostén, quería sentir esas manos fuertes sobre sus pechos, sin ninguna tela molesta interponiéndose, y aquel deseo le impedía oponerse ni articular palabra en esos momentos, en los que veía hipnotizada sus fuertes manos apoderándose de sus pechos a través del sostén. Y sí el deseo parecía ya incontenible, tuvo que realizar un esfuerzo sobrehumano para controlar su excitación cuando él se puso de rodillas ante ella, le retiró la fina tela de la braga y la inundó con la suavísima caricia de su lengua, caricia irresistible para ella desde que la descubrió con su amiga.
Era evidente que él buscaba su gran triunfo, buscaba llevarla al orgasmo, hacerla estallar de placer, lo que nunca hubiera imaginado, tratándose de un hombre ruin y despiadado, que no tuvo escrúpulos en aprovecharse de ella, en obtener dinero y placer de ella mediante el vil chantaje… y ahora resultaba que también quería que ella gozase con sus caricias, era muy desconcertante. Pero él seguía explorando su sexo con la lengua, con verdadera fruición, con verdadera pasión, sin el menor recato, sin detenerse ante ningún obstáculo. Y cuando ella misma se consideraba derrotada, cuando su lucha interior estaba a punto de concluir, cuando ya se daba por derrotada, cuando estaba dispuesta a asumir la humillación de gemir de placer delante de él, de repente se apartó, se puso de pie, la miró desafiante, para jactarse de su victoria, para saborear su éxito, para someterla, para humillarla. Ella seguía estúpidamente con las manos en la cabeza, apoyada en la pared, respirando entre jadeos, con el deseo ya instalado en su cuerpo, dominándolo, consiguiendo por fin desconectarlo de su mente, consiguiendo anular su voluntad, su dignidad, su maldito orgullo. No podía apartar la mirada de él, de su amo, de su dueño, de su señor, de aquel miserable que la había sometido de la forma más humillante.
Y él se apartó, sin dejar de mirarla ni de sonreírla fue retrocediendo, hasta topar con la cama. Se quitó el calzoncillo, que de todas formas hacía tiempo que había dejado de cumplir su función principal, y lo tiró hacia atrás, hacia una esquina. Se sentó en la cama, inclinándose hacia atrás y apoyando los codos en ella, y ahora recorrió una vez más su cuerpo con la mirada.
- Señora, le estoy viendo el coño, no es por nada… (ella no era ya consciente de ello, aunque era de suponer al haberle el retirado la tela de su sexo para hacer su labor).
Ella no hizo siquiera amago de colocarse bien la tela de la braga, pues de nuevo se sentía atraída por aquel instrumento magnífico que ahora se destacaba en todo su esplendor. Y en ese momento sonó la puerta, justo cuando ella sentía por primera vez en su vida el deseo de llevarse a la boca aquel miembro viril…. era un experiencia que siempre deseó tener, pero que ni siquiera lo intentó ni propuso ni una sola vez a su marido. Ahora él había conseguido su propósito, sin necesidad de hablar, sin necesidad de discutir, aunque utilizando su lengua, su maldita lengua, con una elocuencia absolutamente arrebatadora, y utilizando también sus fuertes manos con delicadeza y precisión. Y en el momento más inoportuno, alguien llamaba insistente a la puerta. Sin duda, sería la fulana que había contratado aquel mendaz vagabundo.