Los riesgos insospechados de la ambición (8)

La cliente de Marta le cuenta cómo se vio obligada a perder su dignidad

La nueva clienta de Marta

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La historia que le contó a continuación le resultó increíblemente familiar, aunque quizá todavía más terrible que la suya.  Una buena mañana del mes de abril, un mes y medio después de que rompiera la carta, cuando seguía convaleciente de esa ruptura traumática con Clara, a la que además, había vuelto a ver ocasionalmente, de forma más distante, pero al menos sin verse rechazada,  Celia salió de su casa para iniciar su habitual ruta diaria,  que pasaba inexorablemente en primer lugar por una cafetería cercana donde tomaba café con un grupo de amigas que habitualmente se citaban siempre a la misma hora, las once de la mañana. Llevaba una falda larga, de estilo ligeramente hippy, color marfil, con una camisa también del mismo estilo, también color marfil, con un escote quizá mayor de lo que en ella era habitual, pero que se cubría con varios collares del mismo estilo, que le daban un aire ligeramente salvaje y libre que a ella le entusiasmaba.  Con su altura, cerca de un metro ochenta, aquel vestido le favorecía enormemente, o al menos eso pensaba el, pero que no siempre estaba compuesto por las mismas amigas, pues dependía de las ocupaciones que tuviera cada una.  Vivía en  un ático de lujo de un edificio situado en la zona moderna de la ciudad, donde había terminado concentrándose los edificios más lujosos, incluidos edificios de oficina y sedes de grandes empresas, y todo tipo de comercios y servicios.

Ya cerca de la cafetería se topó casi sin darse cuenta, abstraída como estaba, con un joven pedigüeño, que llevaba una desvaída gorra con visera, y con una perilla que le daba un aspecto agresivo, aunque su rostro enjuto, de rasgos afilados, ya de por sí era amenazador, lo que se completaba con unos ojos negros hundidos en sus cuencas que despedían una mirada intensa, acerada.

-          Señora, unas monedas.

Se asustó por la sorpresa, porque le había interrumpido el paso con cierta brusquedad y casi tropieza con él.  Aquel joven no le era por completo desconocido, porque junto con otros siempre rondaban por esa zona, normalmente aparcando coches.  Ella se había fijado alguna vez en él por esa mirada intensa que daba miedo, por esa perilla que todavía le afilaba más el rostro, por es gorra con visera, de un desvaído color rojo, que siempre llevaba puesta, pero nunca pensó que fuera peligroso, por lo menos en aquel lugar, y de día. Al fin y al cabo, él y los suyos ganarían un buen dinero con las monedas que les daban los conductores, y por eso no era raro que se peleasen entre ellos, o con otros de su misma condición que  pretendían usurparle el territorio.  Claro que, como siempre que utilizaba el coche lo dejaba en el garaje, ella nunca le había dado dinero a ninguno de ellos, a los que nunca había visto pidiendo dinero a los viandantes.  En todo caso, si exceptuamos esa mirada pavorosa, el joven se había dirigido a ella con educación, por decirlo así, y era fácil observar que, aunque siempre buscaban la intimidación con su sola presencia, no tenían altercados con los transeúntes, ni tampoco con aquellos conductores díscolos que no le ofrecían dinero por el “servicio” recibido, cuidando de no recibir denuncias de los vecinos, o de los que habitualmente aparcaban por la zona, lo que podría  hacerles perder su territorio.

Después del susto inicial, y tras reconocerlo, se tranquilizó al instante, pero lo eludió porque llegaba tarde a su cita diaria, y porque no le gustaba abrir el bolso en plena calle.

-          Lo siento, no tengo. Otro día.

Ella le dedicó una rápida sonrisa, una sonrisa que desvelaba unos dientes regulares, parejos e inmaculadamente blancos, que cuidaba con esmero y decisión.  Hizo un quiebro para continuar despreocupadamente su camino.  Tenía que cruzar esa calle, y otra vez doblar la siguiente esquina.  Pero el joven la siguió, se puso a su altura, y le insistió.

-          Vamos, Señora, que usted tiene mucho y yo estoy muy necesitado.

Empleaba ese inconfundible tono agresivamente lastimoso que siempre parecía a punto de transformarse en un tono ferozmente agresivo.

-          Ya le he dicho que no.

Sin detenerse hizo un quiebro, metiéndose entre dos coches que estaban aparcados en batería, cruzando la calle rápidamente, y al llegar a la otra acera podía decirse que se había olvidado ya del joven.  Pero el joven no se había olvidado de ella.  Se había aligerado, la había adelantado, y le apareció otra vez de frente, otra vez interponiéndose en su camino.

-          Vamos, sólo unas  moneditas.  Para un bocadillo.

Ella empezaba a impacientarse, aunque sabía que esa insistencia era normal, había sido testigo de ello en muchas ocasiones, pues estos modernos mendigos empleaban técnicas más agresivas que las tradicionales, y especialmente se cebaban en personas mayores, a las que era más fácil atosigar por su paso lento, y a las que también era más fácil asustar sin necesidad de esgrimir ninguna amenaza, sólo repitiendo muy de cerca, una y otra vez, la misma cantinela: unas monedas, para un bocadillo, que tengo hambre…

-          Otro día, otro día le doy, que llevo prisa.

No le gustaba indisponerse con ellos, siempre se los quitaba de encima acelerando el paso, sin contestarles o haciéndolo con comedida educación,  y sólo cuando estaba acompañada accedía a darle monedas, aunque tampoco siempre.  Le hizo un nuevo quiebro para continuar su camino, y entonces él fue más rápido que ella, obstaculizándole el paso aunque sin tocarla, y lo que escuchó de sus labios mientras de nuevo se colocaba enfrente de ella, en un tono elevado y agresivo, duro y cortante, la dejó helada, le obligó a frenar en seco su camino, pálida como la cera.

-          No sabía yo que las tortilleras fuerais tan tacañas.

Ni siquiera se podía ruborizar, sencillamente se quedó paralizada por el miedo.

¿Lo dijo simplemente como insulto?  Desde luego ella no tenía ningún rasgo que la pudiera identificar como lesbiana, y tan es así que realmente ni siquiera ella se imaginó que pudiera serlo hasta hacía unos meses, y desde luego ni siquiera era el insulto que una podía esperar de un mendigo enfurecido. Pero por otra parte, le parecía imposible que aquel hombre pudiera haberlo dicho con conocimiento de causa. ¿Cómo podía aquel hombre haberlas visto en actitudes cariñosas?  Siempre habían tenido un extremo cuidado en no exponerse públicamente, sólo se atrevía a mostrarse cariñosas cuando no eran observadas, y salvo con cámaras ocultas que desde luego no existían, o no deberían existir, en los lugares en los que tuvieron sus relaciones, nadie les había podido ver, y menos aquel tipo. ¿Cómo podía él saber algo de lo que había habido entre ellas? ¡Era imposible!  Pero la frase era contundente y directa, la estaba llamando lesbiana en la vía pública, cerca de su casa, con transeúntes que iban y venían continuamente, aunque no fuera esa una calle comercial, pues lo que había sobre todo eran bares, restaurantes, cafeterías y oficinas bancarias, y a esas horas no había demasiada gente transitando por ella.  Pero había gente.

Y confusa por completo, no se dio por enterada, e intentó seguir de nuevo su camino, como si no lo hubiera escuchado, aunque sin duda la expresión de su cara le reveló con nitidez que le había sorprendido y asustado su comentario. Y de nuevo se topó con él, lo cual era signo evidente de que no se trataba de un mero insulto.

-          ¿Es que las tortilleras no tenéis corazón?

Ya no podía seguir su camino como si no hubiera escuchado nada, ahora tenía que contestarle, así que hizo acopio de valor, procurando hacer un gesto inequívoco de enfado, aunque no sabía qué decirle a esos ojos insondables de mirada intensa que estaban fijos en los de ella, a tan corta distancia.

-          Oye, no te pases, te he dicho que no tengo monedas, que mañana te daré algo, ¿vale?

-          Ya, y yo te he dicho que eres una tortillera, ¿lo has oído, no?

-          ¡Vete a paseo! ¡Como me sigas molestando aviso a la policía!

-          Tú sabrás lo que haces, tortillera, pero quizá no te convenga que yo enseñe tu carta a nadie.

Quedo ya no paralizada, sino petrificada, aterrorizada, sin aliento.  Y a aquella distancia sus ojos eran un libro abierto, imposible ocultar el terror que la dominaron por completo, y al instante.  ¡Aquello no era casualidad! ¡era evidente por qué sabía su condición de lesbiana! ¡Tenía la maldita carta! ¡Cómo era posible!  Pero pronto supo cómo fue posible, el hombre no le ocultó ningún detalle.

-          ¡Señora, está usted tonta, mira que tirarla a una papelera! ¡A quién se le ocurre!  No sé si se habrá dado cuenta, pero yo estoy todos los días pateándome esta calle,  y conozco a todo Dios.  Y una tía como tú, tan buenorra, como comprenderás no pasa desapercibida.  Y ese día te distes unos paseos arriba y abajo de la calle que me llamaron la atención, y más cuando te vi rompiendo la carta y tirándola a una papelera.  No pude evitar la curiosidad, y en cuanto se fue usted la recuperé, rota pero con todos sus pedacitos juntitos.  Todos.

Marta, a esa altura del relato, ya sabía lo que vendría después, y realmente le parecía imposible que una historia como la suya le pudiera pasar a otra mujer.  Supo ya, definitivamente, que Alexia no le iba a “regalar” esa mujer, sobre cuyas espaldas pesaba un drama tan parecido al suyo que la hacía sentirse identificada con ella.

-          ¿La… carta? (estaba como atontada, desorientada, como si de repente la hubieran sacado de su mundo y transportado a otro muy distinto, en el que nada le era familiar, nada le era conocido).

-          Vamos, ya sabes a lo que me refiero.  Y si no se lo he dicho antes es porque quería conocer a tu amiguita, a tu Clarita, y a tu maridito el cornudo.  ¡Y a tus hijos!

Ella empalideció todavía más.  ¡Sus hijos! ¡Había dicho sus hijos! ¡Qué pensarían de ella si se enterasen! Y el mayor estaba precisamente en la edad difícil, le discutía por todo, ¡sólo hacía falta que se enterase de su lío con Clara!

-          ¿Qué… qué dice de mis hijos? ¿qué... tienen que ver? (no sabía qué decir, no sabía qué hacer)

-          Nada, no tienen nada que ver, muy lindos que son.  Y desde luego no tienen por qué saber nada,¿no cree?

-          ¡No! ¡No pueden enterarse! (aunque tal afirmación la comprometía más si cabe, era una auténtica confesión, lo  cierto es que la carta bastaba y sobraba para condenarla).

-          Y su marido tampoco, ¿no es verdad?

-          ¡No, no, mi marido tampoco! (sólo pensarlo la espantaba: la vergüenza pública sería completa, se divorciaría de ella pasando por encima de su religión y le quitaría los hijos, era el fin). ¿Cuánto… cuánto quieres por la carta?

-          Vaya, qué pronto has entrado en razón.  ¿Qué te parece veinte mil?

-          ¿Veinte mil? ¡eso es una barbaridad! ¡yo no puedo disponer de tanto! ¡mi marido maneja todas las cuentas, las controla, no creo que pueda sacar tanto sin consultarle!

Le asustó la cifra,  sabía que no podría obtenerla de sus cuentas sin que su marido se enterase, que era el que se encargaba de su control. Y por supuesto, no podría justificarla de ninguna manera.

-          Bueno, entonces quizá deba hablar con él, pues seguro que no le hará mucha gracia que se difunda tu cartita.

-          ¡No, no! ¡con mi marido no! ¡me quitará mis hijos!  Reuniré el dinero, venderé alguna cosa, pero necesito una o dos semanas.

La sola idea de que su marido pudiera leer esa carta la espantaba.  Ella no había dejado de quererlo aun manteniendo esa relación tortuosa con Clara, pues en definitiva sólo era una cuestión sexual, sólo buscaba placer fuera de casa, y discretamente, para no hacerle ningún daño, que no se lo merecía. Y le parecía que todavía el engaño era menor si lo hacía con una mujer, pues en definitiva no era más que una forma deliciosa de masturbación mutua. Pero ella seguía unida a él, y quizá más unida que nunca, al no sentir ya esa insatisfacción que, sin saberlo, le había corroído lentamente durante sus años de matrimonio.  Sin esa carga, disfrutaba con más relajación de su matrimonio, y de sus hijos.  Y ahora toda su vida podía finalizar de forma espantosa, con esa maldita carta interpuesta como un muro infranqueable entre ella y su marido, y sus hijos. No lo iban a entender de ninguna forma que se lo explicase, era un escarnio para ellos.

-          ¡Dos semanas ni pensarlo!  Te doy una, pero quiero algún adelanto.  Seguro que puedes sacar pasta del cajero.

-          Bueno, sí, creo que tengo un límite, seiscientos, o mil, no recuerdo, en un día no puedo sacar más de esa cantidad (ella se sentía abrumada por el simple hecho de estar de pie junto a ese hombre, hablando de eso en la calle, a plena luz del día, mientras la gente pasaba cerca de ella, al lado de ella, detrás de ella, y comprendía lo comprometido que le resultaba continuar con la conversación; tenía que deshacerse de él de una vez, y no sabía cómo).

-          Está bien saca mil. Y segura que podrás comprar cosas con tu tarjeta.  No sé, algo de ropa, quiero cambiar mi look ahora que voy a ser rico.

-          Oye, no podemos seguir hablando aquí, estamos llamando la atención, sacaré el dinero, en cinco minutos nos vemos en el parque que hay detrás del edificio de correos, a esta hora hay muy poca gente.

-          ¿Y me traes también la ropa?  Ya sabes, un pantalón, una camisa, unos zapatos, unos calzoncillos, esas cosas.

-          ¡Pero si yo no sé tu talla!

-          Vamos, seguro que tienes buen ojo para eso, seguro que le compras la ropa a tu marido.  Y cómprame también un móvil, para poder  hablar contigo sin que nos tengan que ver juntos, ya que tanto te preocupa.

-          Vale, un móvil, y ropa. Espérame allí, en media hora.

-          Te esperaré impaciente. Oye, y también una colonia varonil, y cosas de aseo, ya sabes, desodorante, gel, champú, esas cosas.

-          Vale, vale.

Por fin pudo quedarse a solas, y en cuanto lo perdió de vista se dirigió al cajero más cercano, pues en esos momentos no veía otra solución que hacer lo que le pidió. Ciertamente, aquel desalmado podía exigirle más y más y ella no podía darle lo que quisiera, su marido se daría cuenta tarde o temprano.  ¡Y quizá le pediría luego a su marido más dinero, el muy sinvergüenza, después de sacarle a ella todo lo que hubiera podido! Pero lo único que tenía claro es que, si no aparecía por el parque con el dinero, la ropa y todo lo demás él no dudaría en hablar con su marido, así que de momento no veía otra opción, porque lo que sí tenía claro que es no iba a denunciarlo a la policía, ni remotamente se atrevería a contar su historia a nadie, si podía evitarlo.

Sacó el dinero del cajero, le compró la ropa en unos grandes almacenes, de la misma talla que su marido porque, aunque más delgado, su altura era similar,  y allí mismo le compró un móvil de los que no se necesitaba contrato, y todo las cosas de aseo que le había pedido.  Y se fue al parque, deseosa de terminar de una vez con esos “recados”.  Era un parque muy pequeño, rodeado de edificios, que tenía sólo dos entradas, unos cuantos árboles, unos cuantos bancos, cuatro o cinco zonas de césped muy mal cuidadas y una zona de juegos.  A esa hora debía haber poca gente, unas cuantas chachas y alguna madre con niños pequeños, aunque ella sabía que, en una de sus esquinas, alejada de la zona de juegos, se reunían yonquis, y mendigos, y gente así, razón por la que era muy poco visitado.  Ella entró decidida, lo vio enseguida, sentado solo en uno de los bancos discretos, situados junto a la verja, próxima a una de las esquinas.  Estaba muy plácidamente sentado, con los brazos extendidos sobre el respaldo, y las piernas también extendidas, cruzadas y apoyadas en el suelo.  Afortunadamente, la entrega fue rápida.

-          Ahí está todo, el móvil, el dinero, la ropa, y todo lo demás.   Cuando tenga el resto del dinero te llamo.

-          Señora, déjeme también su número de teléfono.

No le hizo ninguna gracia dejarle su número, pero no podía negarse. Le dejó la bolsa en el banco, le apuntó el número en la caja del móvil, y se fue con rapidez, con prisa, aunque con el alma en vilo pendiente de su reacción.  Pero no lo hubo, y salió del parque aliviada, aunque no duró mucho el alivio, pues antes de llegar a su casa ya la estaba llamando.

-          Señora, veo que lo ha traído todo, así me gusta.  Ahora quiero que apunte una dirección, ¿tiene papel y lápiz?

-          Sí, un segundo, lo tengo en el bolso.

Ella supuso que era la dirección donde haría la entrega del dinero.  Se apoyó en un coche aparcado, rebuscó en su bolso hasta que encontró su diminuta agenda, y apuntó la dirección que le dijo.  Cuando le confirmó que había apuntado la dirección, le explicó para qué se la había dado, y no era precisamente para entregarle el resto del dinero.

-          Veras, en esa dirección está la pensión donde voy a ir ahora, a ponerme guapo, y a descansar un poco, que falta me hace.  Y dentro de dos horas quiero que me mandes allí una fulana, hace tiempo que no follo y ahora me lo puedo permitir.  Y búscame una zorra que esté buena, una maciza, de esas caras, porque como no me guste tendrás que venir tú en su lugar, y seguro que no te apetece follar conmigo.

-          ¿Cómo… dices? ¿Qué te busque yo… una fulana? Yo… no puedo hacer eso… no sé cuáles son tus gustos… y ahora tienes el teléfono, y el dinero.

Colgó sin darle tiempo a contestar, asustada, aturdida, desconcertada, alterada, sintiéndose totalmente perdida, sin saber qué hacer, sin saber cómo reaccionar.  Regresó a su casa todo lo rápido que pudo, dispuesta a tomarse una tila, o dos, y tumbarse en la cama, para intentar pensar en calma. Cuando la tata la vio aparecer en la casa a aquella hora tan imprevista se asustó, pues estaba muy pálida, con la  angustia dibujada nítidamente en su rostro y la mirada perdida,  interesándose enseguida por lo que le había podido pasar. Y ella no pudo responder, directamente se fue a su cuarto y se dejó caer en la cama, diciéndole tan sólo que le había bajado la tensión, de golpe, y que se sentía muy débil.  Y para su sorpresa, le llamó su marido, justo en esos precisos momentos.

-          ¿Qué te pasa, Claudia? ¿Qué es lo que ocurre?

Escuchar la voz angustiada de su marido la dejó atónita, si es que aquella mañana podía ya dejarle algo atónita. ¿Cómo podía saber él que “algo” le había pasado? ¿Que “algo” había ocurrido? ¿Es que tenía espías, o dotes adivinatorias? ¿Cómo podía llamarla tan oportunamente,  justo cuando se había tumbado en la cama, totalmente derrotada?

-          Pues… nada, que me ha bajado la tensión… de repente… en la calle.

-          ¿La tensión? ¿Sólo ha sido eso? ¿No me lo estarás diciendo para tranquilizarme?

Su voz angustiada ponía de manifiesto que ni remotamente tenía conocimiento de lo que realmente había “ocurrido” esa mañana, pues de saberlo, era obvio que no la llamaría precisamente con ese tono de voz, sino con otro muy distinto.  No, sólo estaba preocupado por su salud.

-          Sí, cariño, sólo ha sido una bajada de tensión.  Y me he tenido que volver a casa, estaba que me desmayaba.

-          Vaya, pues tendrás que hacerte enseguida una revisión, estas cosas hay que vigilarlas. ¿Qué te estás tomando?

-          Nada, solo necesito descansar un poco, no tienes que preocuparte, no es nada, se me pasará enseguida.  Oye, ¿y tú como te has enterado, sí me acaba de ocurrir?

-          Pues porque alguien me ha llamado a la oficina y me ha dicho que te llamara, que te había visto por la calle con muy mala cara.  La verdad es que me asusté, pensé que te habría pasado algo… un accidente, o algo así, y hasta temí que no me contestaras tú, sino un policía, o alguien que me diría en qué hospital estabas… ¡uf, no lo quiero ni pensar! ¡vaya mal rato he pasado hasta que he oído tu voz!

-          ¿Que… que alguien…  que alguien te llamó? (afortunadamente su marido no había podido verle la expresión de la cara, pues sin duda le habría sorprendido que esa noticia la asustase de aquella manera, como si supiera quién la había llamado, y porqué, lo que por otra parte era bien cierto).

-          Sí, me dijo eso y luego colgó,  sin darme tiempo a hacerle ninguna pregunta.  Es un poco raro, ¿verdad?.

Ya no sabía qué decir, el miedo la dejaba sin palabra, la dejaba de nuevo aturdida, como si de repente le hubieran dado una bofetada que no se esperaba, que surgía repentinamente de la nada. ¡Qué si era un poco raro! ¡No sabía él lo raro que era! Y el problema era que ahora ya sabía que el vagabundo tenía el teléfono de su marido, y que por tanto, podría volver a llamarle para darle más detalles de cuál era el problema de su mujer.  Su marido tenía sus oficinas cerca de la casa, seguro que lo habría seguido y averiguado dónde trabajaba, no le habría resultado muy difícil saberlo.

En esos momentos se sentía perdida, y sabía que su única esperanza era llamarle en cuanto colgara, para aclarar las cosas con él. Y mientras buscaba en su bolso, no pudo evitar volver a preguntarle sobre su conversación, pues tenía que asegurarse de que no le había dicho nada más, de que no le había hecho ninguna insinuación sobre esos “problemas”.

-          ¿Y… y sólo… sólo te dijo…. solo te dijo eso? (no podía articular bien las palabras, se le enredaban en la garganta).

-          Sí, colgó enseguida, y la verdad es que no deja de ser raro.  Pero bueno, supongo que habrá sido alguien que nos conoce de vista, y que sabe dónde trabajo, te habrá visto en la calle y habrá notado que estabas mala.

No era una mala hipótesis, aunque tampoco era muy normal que alguien se comportase así. Pero lo cierto es que ella sabía cuál era la verdad, si bien le tranquilizada que su marido no pareciese preocupado por tan enigmática llamada.

-          Bueno, no le des importancia, ya me encuentro mejor.  No ha sido nada.  ´

-          ¡Gracias a Dios! En fin, tú descansa un poco, recupérate bien, no quiero más sustos. ¡Un besito!

Cuando colgó ya tenía el número de él en la mano, sabía que la llamada a su marido había sido un aviso por haberle negado su capricho, por negarse a conseguirle una fulana, así que tenía que llamarlo, no podía arriesgarse a que aquel hombre despiadado repitiera su llamada para explicarle a su marido cuál era el “problema” de su mujer.  Asustada y temblorosa, marcó su número.  Y no hubo un simple ¿diga?, el hombre no se anduvo con rodeos.

-          ¿Le has contado tu problemita a tu maridito? ¡Lo dejé muy preocupado!

-          Oye, yo voy a cumplir con lo comprometido, te he comprado lo que me has pedido, te he dado el dinero que he podido, y en una semana tendrás el resto, te lo aseguro. Así que no llames más a mi marido, por favor, si no cumplo tendrás tiempo de llamarle y de contarle lo que quieres, pero déjame una semana para conseguirte lo que hemos hablado.

-          Perdona, pero no hemos acordado nada, yo te he dicho mis condiciones, y tú me has mandado a paseo. Esto ha sido un aviso, dentro de dos horas lo volveré a llamar, y le contaré más cositas

-          Vale, vale, te mandaré… una fulana… ¡pero dame más tiempo! ¡yo no sé cómo conseguirte una!

-          No te hagas la tontita, seguro que en cinco minutos lo averiguas, hay montones de fulanas que se anuncian por todas partes, no me jodas.

-          Está bien… bueno, como te llames…

-          Chano.

-          Está bien, Chano, te la buscaré… supongo que tienes razón… no será muy difícil..  te llamo en cuanto te consiga una…

-          Y que esté buena, no me vayas a mandar a un cayo malario, porque como no me guste, ¡te vienes tú!

Le colgó, y no le quedó duda de que esa amenaza iba en serio, que le exigiría que fuera ella misma a la pensión si la fulana no era de su gusto, y sencillamente no podía ni imaginarse esa situación, no podría soportarla, no se veía ni remotamente capaz de ir a esa pensión a satisfacerlo. Y sin tener tiempo que perder, buscó por internet prostíbulos de lujo y empezó a llamar, para  conseguirle cuanto antes una fulana al mendigo.  Al final fue más fácil de lo que suponía, no tenían por costumbre hacer muchas preguntas, era un negocio discreto, así que tampoco tuvo que inventarse ninguna historia, se limitaron a tomar los datos, informarle del precio (la tarifa normal por una hora, sin extras, cien; con sexo oral ciento cincuenta, y cualquier otra variedad tendría que pactarla con la fulana, aunque el mínimo sería doscientas) y a solicitarle un perfil (alta, baja, morena, rubia, etc.).  Hablaba aquella mujer con tanta naturalidad que parecía que hubiera hecho una compra al supermercado por teléfono.  Incluso pudo pagar el servicio con la tarjeta, pues le aseguraron que el cargo vendría a nombre de lo que parecería un restaurante, y que pondrían una cifra que no fuera tan redonda.  Obviamente, la discreción estaba por encima de todo.  Le aseguraron que la fulana era guapa y atractiva, la mejor que tenían, y ella estaba segura de que aquel hombre no le pondría pegas a la primera que apareciese por allí.  Le aseguraron también que estaría en el lugar acordado en menos de una hora.

Desde luego, respiró profundo cuando hubo acordado el trato con esa casa de citas. Lo llamó y se lo dijo, y  se tumbó en la cama con verdadero gusto, pues en definitiva la tensión que había vivido esa mañana, desde que salió de casa, la había agotado.  Y en cuanto pudo recobrar algo de tranquilidad empezó a pensar en lo que podría vender para conseguir esa suma.  Su madre le había dejado una joya de familia, que procedía de una antepasada que tenía un título mobiliario, y que seguro que le darían más de lo que aquel hombre le había exigido, y como nunca se la ponía, su marido no la echaría en falta, aunque en realidad era difícil que echara en falta cualquier joya.

Si ya se había tranquilizado al resolver el espinoso asunto de la fulana, todavía más se tranquilizó cuando dio por resuelto el asunto del dinero, pues aunque desde luego le gustaban las joyas, las daría todas por recuperar esa carta, sin demasiada pena, ahora que sentía que su futuro estaba en juego.

Pero su tranquilidad saltó por los aires cuando sonó el teléfono, y comprobó que era él de nuevo.  Estuvo tentada de dejarlo sonar, de apagarlo, de tirarlo, pero sabía que no podía hacerlo, que él llamaría otra vez a su marido sin dudarlo un instante.  Y lo que escuchó la horrorizó.

-          ¡Señora, vaya mamarracho que me ha enviado! ¡gorda y fea! ¡un adefesio!  ¡no había quién le metiese mano! ¡le han engañado como a una tonta!

-          Pero.. pero si me dijeron… se han equivocado… llamo enseguida…

-          ¡De eso nada, se viene usted para acá! No voy a estar todo el día pendiente de sus llamaditas.  ¡Si ni siquiera te has preocupado de conocerla antes de enviármela! ¡Te importaba un carajo si era fea y gorda! ¡Pensarías que para mí valdría cualquiera! ¡que yo me tiraría a la primera que entrase por la puerta! Pero te has equivocado, así que ahora tendrás que venir tú, y vente rápido, que estoy caliente a reventar, y no quiero hacerme una paja esperándote.

-          Pero… pero… (estaba anonadada, otra vez aturdida, otra vez asustada, otra vez desconcertada, sin saber qué decir, sin saber qué hacer) me dijeron… no me lo puedo creer… me dijeron… Pero yo las llamo ahora mismo… (no era capaz de asimilar lo que aquel hombre le pretendía imponer, sencillamente no se creía que le estuviera pasando eso).

-          Tienes media hora, ya sabes la dirección. Si no apareces tú, en persona, rompemos el trato. ¡Y no se te ocurra buscarme otra! No quiero más sorpresas, a ti te conozco, y estás buenísima, no necesito más experimentos  ¡Y espero que sepas follar en condiciones!

Y colgó.  Colgó sin dejarle hablar, aunque ella no era capaz de articular una frase, ni una idea, ni de pensar nada que fuera coherente.  Desesperada, empezó a dar vueltas por la habitación, y realmente era incapaz de tomar decisiones, no sabía qué podría ser más terrible para ella: someterse a ese hombre cruel o perder a su familia… sin contar que ella no sabía vivir sola, nunca había trabajado, sólo tenía los dos pisos que le habían quedado en el reparto de la herencia, que aunque le proporcionaban una buena renta, desde luego no le permitiría ni de lejos continuar con su nivel de vida.  ¡Y tendría que aceptar las condiciones que su marido le impusiera,  pues aunque para él sería vergonzoso que se hiciera pública la carta, no tendría piedad con ella como le discutiera su acuerdo.  ¡Era tan inflexible con las debilidades humanas!

De repente se dio cuenta de que el tiempo se le estaba agotando, que no podía seguir perdiendo el tiempo dando vueltas por la habitación, que en unos minutos ya no tendría ni siquiera opción de elegir.  Lo llamó para pedir al menos una prórroga, pues aquel sitio estaba lejos de donde ella vivía, en la zona sur de la ciudad, en un barrio que ella apenas conocía.  ¡Pero el teléfono lo tenía apagado! Desesperada, se lanzó a la calle, sin despedirse siquiera de la tata.  Buscó un taxi y no tardó en encontrarlo.  Con la mente en blanco, vio desfilar edificio tras edificio desde su asiento, y sin que realmente fuera consciente de que hubiera pagado al taxista, se encontró de repente frente a la puerta de una pensión, que afortunadamente no tenía demasiado mal aspecto, teniendo en cuenta que era una pensión y que aquel barrio no era precisamente céntrico. Sin querer pensar en nada, como una autómata, entró, sin demasiada decisión pero sin titubear.

Una señora más bien entrada en carnes, con la piel muy blanca, con los labios muy rojos, con los ojos muy grandes dibujados en negro y con el pelo muy rubio recogido en un moño la recibió sentada en su recepción. Le preguntó por un joven que se había alojado allí esa mañana… y para su vergüenza ni siquiera conocía el nombre, sólo el apodo, Chano.

-          Sí, ya se quién es, es la segunda que viene hoy.  Hágame el favor de decirle que aquí no nos gusta que los clientes se traigan putas, que esta no es una casa de citas, que las putas al final siempre dan problemas, siempre hay peleas, y aquí no admitimos esto.

Por si fuera ya poco lo que había tenido que aguantar a ese hombre maldito, ahora resultaba que aquella mujerona la estaba llamando fulana en su cara, sin cortarse ni lo más mínimo.

-          ¡Oiga, no se pase, no me confunda con una de esas! Yo… yo tengo que hablar con ese chico de un asunto… (realmente tenía que reconocer que no había forma de justificar su presencia allí… salvo esa) y no tengo… no tengo que darle… explicaciones.

-          Sí, ya se de que va a hablar, de su tarifa.  La otra se fue enseguida, debió ser muy cara para él.  Me parece que está más bien tieso, así que tendrás que hacerle una rebajita.

-          ¡Oiga usted, no le permito que me hable así! Le he dicho que yo no soy una de esas… que yo… que yo… (no había forma de que se le ocurriese ninguna historia mínimamente creíble).  Bueno, dígame de una vez el número de la habitación.

-          ¡Que no le hable así! ¡Me va a enseñar una furcia modales a mí! ¡Pues sí que estamos buenos!

-          Mire, no quiero seguir discutiendo.  ¿Me dice su número de habitación? (se arrepentía de haberse revelado tan inútilmente contra las apariencias que la condenaban en aquella situación).

-          La doce. Cruzando el patio, la escalera de la izquierda.  ¡Y no me formen escándalo!

No estaba preparada para que la tratasen como a una fulana, pero menos lo estaba para comportarse como una de ellas, y el hecho era que estaba sustituyendo a una de verdad, y que por tanto, aquel hombre miserable le exigiría las mismas cosas que haría con una de verdad. ¡Aquello era sencillamente horrible, acostarse con un mendigo, con un desalmadao!  Mientras subía las escaleras, el miedo también ascendía por su cuerpo, y no le dejaba pensar nada razonable, salvo en la idea de que aquello era un justo castigo por su pecado, que se merecía por su conducta abominable e imperdonable, y que debería soportar con la mayor dignidad posible.  Y esa idea, aunque muy ligeramente, la confortaba en aquellos momentos, pues le permitía dirigirse a su infierno particular convencida de que, una vez expiado el pecado, todo volvería a la normalidad más absoluta, y ella misma se sentiría ya libre de él, de su pecado, que ciertamente le atormentaba con más frecuencia de lo que ella podía haber esperado.

Y llegó junto a la puerta que tenía el número doce como dibujado en pintura blanca.  Miró el reloj, faltaba ya sólo unos minutos para la media hora que él le había fijado como límite.  Hizo acopio de valor y llamó.