Los riesgos insospechados de la ambición (4)

Marta tiene que comportarse como una fulana, y aparece otro hombre en escena, para su sorpresa

Los riesgos insospechados de la ambición (4)

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Vaya, te has puesto cómoda, me alegro. ¿Has pensado ya en decirme la verdad?

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Sí… pero será mejor que no le cuentes nada de esto a nadie, porque nos matarían a los dos (de repente sintió que su única oportunidad era contar aquella maldita historia, y que convenía contarla en su maldito lenguaje, que tantas veces había escuchado en las películas de gánsteres, a las que era muy aficionada). Yo… yo soy una de las amantes de…. en fin, no debe decirlo, he jurado y perjurado que no se lo diría nunca a nadie, pero ahora no tengo alternativa. Soy la amante… bueno, una de ellas, de La Turke. No debería decirlo, joder, no debería.

Ella escudriñó el rostro hasta entonces impertérrito del hombretón, y realmente sí percibió un parpadeo especial, un gesto muy contenido de sorpresa, un amago de estupor, y era como si una luz brillante se hubiera colado entre un cielo abarrotado de nubes negras presagiando el final de la tormenta.

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Él… bueno, supongo que ya lo sabes, es un hombre muy especial… tiene unos gustos… pero no puedo contarlos, eso no. En fin, me ha hecho algunos regalos, no es que sea su preferida pero… me ha hecho regalos. Y la última vez me pidió… bueno, yo hago trabajitos para el Quico, esa es la verdad, y fue él el que me envió con La Turke, así que me ordenó… aunque para ganarme un dinerito extra, me ordenó que hiciera yo la entrega hoy… y él conoce vuestras disputas, y a ti te llamó el soplón… bueno, así te llamó… el caso es que después de hacerte la entrega me quedé preocupada… no sé si lo eres, ni me importa, pero quería que tú supieras que yo venía por el Quico, porque sé que tú al Quico, si fueras soplón, si lo fueras, que no digo que lo seas, no lo denunciarías nunca.

A ella la historia le surgió con espontaneidad, con franqueza, pues en definitiva estaba acostumbrada a contar historias a los jueces, a menudo “inventadas”. Y realmente pudo contemplar cómo el rostro del hombretón se distendía, se relajaba, consiguiendo de forma milagrosa un auténtico cambio de decorado. La puso de pié agarrándole de los hombros con una facilidad pasmosa, y la desató al instante.

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Vaya, vaya, no te pega nada ser la zorra del Quico, ese bastardo sólo tiene putas baratas, y debo reconocer que tú tienes estilo. Pero bueno, eso es cosa tuya. Dime una cosa, ¿y tú te atreves a liarte con otros hombres, siendo la querida de La Turke?

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Bueno, ya quisiera yo ser su “querida”, joder. Ya te he dicho que tiene varias amantes, y que él sabe a qué nos dedicamos. A mí no me ha prohibido estar con otros hombres, aunque desde luego cuando voy a su habitación tengo que limpiarme muy bien delante de él, tú ya sabes (de repente se sorprendía excitándose haciéndose pasar por una fulana de lujo ante aquel hombre, una fulana con unas amistades muy peligrosas). Te aseguro que si nos quisiera sólo para él nos lo habría dicho, porque él habla muy clarito. Por ejemplo, nos tiene terminante prohibido que hablemos de él a nadie, y te aseguro que ese hombre asusta cuando da órdenes, aunque no tenga precisamente un vozarrón.

Ella sabía que esos detalles le daban verosimilitud a su relato, y era sorprendente cómo la verdad no le había llevado a ningún lado, y esa fantasiosa mentira, en cambio, la había salvado. No sabía si había conseguido convencer al hombretón de su historia, pero era obvio que ese nombre de La Turke tenía un efecto disuasorio muy poderoso. Por una vez, el Quico le había salvado de una situación bien apurada, y realmente fue ella misma la que se metió en la boca del lobo. Y ahora el lobo, esfumada su furia inicial, esfumada esa desconfianza visceral hacia ella, pareció de repente interesada en ella, o al menos, en su vertiente más física.

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Vaya vaya, después de todo, quizá por fin empiece a cobrarme algo de lo que me debe ese bastardo hijo de puta. Dime, ¿cuándo cobras por un buen polvo?

Sí, eso no lo había previsto, al presentarse a él como una verdadera fulana, era previsible que quisiera utilizarla, cuando además se había quedado con la miel en los labios no hacía ni una hora. Y el problema era que no tenía ni la más remota idea de las “tarifas” de las fulanas, y desde luego, ahora tenía comportarse como una de ellas, tenía que hacerlo, no podía mostrar tan siquiera desconcierto o nerviosismo.

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Oye, me imagino en qué estás pensando, pero yo ahora llevo prisa, he venido sólo para que supieras quién me había mandado, y tengo que irme ya (necesitaba ganar tiempo para pensar en cuál sería una “tarifa” adecuada, y lo pensaba frenéticamente, a la vez que hablaba). Además, menudo susto me has dado, todavía tengo el corazón que parece que se me va a salir.

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Bueno, tómate una tila, verás cómo te tranquilizas. Pero ya que estás aquí, no quiero perder la oportunidad, me quedé con las ganas de que me hicieras esa mamada, tenemos que terminar lo que empezamos. Hablaré con ese cabrón, me debe una pasta.

En un instante el hombretón tenía ya el móvil pegado a la oreja, y ella comprendió que estaba atrapada en su propia historia, que quizá le había salvado la vida, pero que no le iba a permitir irse tranquilamente de allí. Si había ido allí por dinero, y además era una fulana, estaría encantada de redondear la mañana con otro ingreso extra, eso es lo que pensaría él, y eso lo que hubiera pasado si realmente hubiera sido una fulana.

Además, aquella misma mañana se había desnudado para aquel hombre, había probado el sabor de su miembro viril, y se había sentido durante esos breves momentos como una profesional que buscaba realizar un buen trabajo, así que no iba a ser tampoco difícil volver a esa situación, ya había pasado por eso.

Y sobre todo, acababa de sufrir lo indecible durante unos interminables minutos pensando incluso que aquel hombre podría matarla, todavía sentía el miedo instalado en su cuerpo, todavía sentía que esa amenaza no se había despejado por completo, así que intimar con él sin duda alejaría por completo el peligro. Sin embargo, le resultaba insoportable la idea de que, aunque fuera por una hora, tuviera que aparentar y comportarse como una fulana.

No tardó en escuchar la conversación entre esos dos hombres.

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¿Quico, hijo de puta, cuándo narices me vas a pagar lo que me debes? (no había saludos entre ellos, no era como la educada conversación entre compañeros de profesión a la que ella estaba acostumbrada)….. Ya, ya, no me jodas, no me jodas, ¿por quién coño me tomas?..... Si, ya, me voy a cagar en tu madre hijo de puta…. vale, vale, no me cuentes más historias, cabrón, no te voy a dar más de una semana de plazo. Y por cierto, estoy aquí con tu puta, esa que le has endilgado al jefe, y creo que voy a empezar a cobrarme la deuda. ¿Cuándo me cobras por ella?....

Desde luego, era víctima de su propia historia, se suponía que el Quico era su chulo, y era obvio que le daría permiso para usarla, así que no parecía lógico que pudiera resistirse a sus órdenes. Se sentía una vez más superada por las circunstancias, y desde luego nunca pudo ni remotamente imaginar encontrarse en una situación así.

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¡No te pases, cabrón, que no vale tanto!.... sí, ya sé, ya sé que se la tira el jefe…. Menudo chollo has encontrado… Vale, vale, y habla con ella, que me está negando el polvo…

Él le pasó el teléfono, y ella tuvo que escuchar al Quico una vez más.

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Nena, ya has visto cómo se lo ha tragado enterita. Y ahora resulta que quiere echarte un polvo, así que ya me dirás. Le he sacado cuatrocientos, y te aseguro que es una barbaridad, una barbaridad. Pero a mí ya no se me ocurre qué decirle, ya has oído, le debo un pastón y no puedo negarme a sus deseos.

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Pero es que yo no puedo ahora, de verdad, es muy tarde y tengo otras cosas que hacer (no podía hablar con claridad estando delante el hombretón).

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Nena, para él eres una puta que trabaja para mí, y las putas no tienen otras cosas que hacer, cuando su chulo les ordena acostarse con alguien. ¿Qué puñetas quieres que le diga, eh?

Ella se daba cuenta de que aquella conversación era absurda, que estaba prisionera de su propia mentira, y no tenía sentido prolongar la agonía. Estaba abocada a obedecer esa orden que el propio Quico no tenía interés en darle, pero que se había visto obligado a darle. Tenía que convencer al hombretón, tenía que convencerle de que volvería más tarde, y desaparecer. Pero si no lo conseguía, tendría que someterse.

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Escucha, tengo un hijo en el colegio, y tengo que recogerlo, ya voy tarde. Déjame ir, y a las cuatro estaré aquí. Te lo juro.

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No, no, tú no tienes ningún hijo. No me lo creo. Enséñame su foto, una madre siempre lleva las fotos de su hijo en el bolso.

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¡Pues yo no las llevo, pero tengo un hijo, joder! ¡No me lo voy a inventar!

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¿Y cómo se llama ese hijo tuyo? (ella se daba cuenta de que no estaba preparada para los detalles, y el nerviosismo incluso le impedía responder con naturalidad a esa pregunta, tardando unos significativos segundos en responder).

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Pedro, se llama Pedro.

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¿Y a qué Colegio va?

Esa pregunta la desarmó. Sencillamente no conocía el nombre de ningún Colegio, jamás se había preocupado por conocer los colegios de la ciudad porque todavía no pensaba tener hijos. Los segundos revelaron la invención, su propio transcurrir transformaron su nerviosismo inicial en pura desesperación, y terminó reconociendo que no tenía hijos.

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Vale, vale, no tengo hijos, pero ahora estoy muy cansada, me has amenazado de muerte hace solo unos minutos, no estoy recuperada, no estoy preparada ahora, déjame una hora para descansar, por favor.

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Perdona, yo no te he amenazado de muerte, y está claro que tú eres una mentirosa compulsiva. Cada vez me cuentas una historia diferente, y empiezo a pensar que te has inventado esa historia de La Turke, que seguramente te la habrá contado el Quico (aquella simple insinuación la asustó definitivamente, temiendo regresar de nuevo a la situación que acababa de superar, y esa mirada otra vez helada, otra vez fría como el acero, con la que la estaba una vez más escudriñando revelaban las dudas profundas que ese hombre albergaba sobre ella).

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Joder, ya estamos otra vez. ¿Te crees que no me he muerto de miedo mientras me tenías atada? Todavía me duelen las muñecas. Pero no quiero más discusiones, y te aseguro que estoy deseando largarme de aquí. Yo tengo mi acuerdo con el Quico, no soy su “zorra” como dices, ¿vale? Él sabe que por menos de quinientos no me acuesto con nadie.

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Ya, pero él me ha hecho un precio especial, me ha sacado cuatrocientos, así que déjate de rollos. Esa es mucha pasta, así que espero que sepas cumplir. ¿O acaso también es un rollo macabeo que seas una zorra?

Estaba claro que el hombre seguía desconfiando de ella, y que ella tenía sólo una forma de conseguir su confianza: demostrándole que sí era una prostituta de lujo, una experta y experimentada prostituta acostumbrada a ganarse sus elevados honorarios. Y eso era algo que, en aquellos momentos, le parecía superior a sus fuerzas. Aquella misma mañana había sentido el impulso casi profesional de satisfacer a aquel hombre, poniéndose a prueba ella misma como simplemente experta en las artes amatorias, capaz de satisfacer y llevar al éxtasis a cualquier hombre, lo cual no le parecía, por otra parte, una tarea difícil.

Pero las circunstancias habían cambiado, cambiaban con tanta rapidez que difícilmente podía ella asimilarlas. No obstante, necesitaba al menos unos minutos de preparación, necesitaba un mínimo descanso mental. No podía avergonzarla desnudarse de nuevo ante él, ese paso, el más difícil quizá, ya lo había dado, aunque la vergüenza, ciertamente, no iba a desaparecer por ello. Pero necesitaba mentalizarse, necesitaba convencerse a sí misma que su destino pasaba por satisfacer a aquel energúmeno de imponente presencia que podía derribarla con una simple bofetada. Había conseguido adentrarse en ese papel de fulana con cierta tranquilidad para salir del paso, pero ahora ya no se trataría de simular un papel, de un diálogo en el que ella representaba a una fulana; ahora tenía que ejercer de tal, y necesitaba tiempo para ello.

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Oye, no me gusta esa palabreja, no es un trabajo agradable, pero necesito el dinero. Pero en fin, por lo menos tráeme algo de beber, algo fresquito, un gin-tonic, por ejemplo, algo que me anime después del susto que me has dado (le hablaba con cierto desparpajo porque entendía que ese lenguaje resultaba apropiado para su papel, aunque empezaba a sentirse cómoda hablando así, no tenía que esforzarse).

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Está bien, supongo que he sido un poco brusco, pero es que eres bastante burra. ¡A quién se le ocurre soltarme que soy un soplón! Pero olvidemos eso. Te traeré el gin-tonic.

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¡Y la pasta! (no es que verdaderamente pensara en el dinero, pero le parecía que para una fulana ese detalle sería significativo).

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No perdona, esos cuatrocientos se lo descuento de lo que ese maricón me debe. La pasta te la dará el Quico, ¿vale?

No era ninguna tontería recibir cuatrocientos por una relación sexual, por más que le resultara desagradable mantenerla allí y con ese hombre. Y sabía que el Quico no le iba a dar ese dinero nunca, pero era obvio que no podía desdecirse de su historia, aunque todavía protestó, sólo por mantener las apariencias.

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¡No me jodas! Que luego el Quico no me paga, ya me lo ha hecho más de una vez.

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Te aseguro que te pagará, y si no lo haces, me lo dices, que yo te pagaré tu parte, y me encargaré de él.

No dejaba de ser una sorpresa que aquel hombre le pretendiera “proteger” de alguna forma de su chulo. No discutió más, y de repente el hombre se dirigió a la puerta trasera del almacén y la abrió, inundándose de la luz exterior que entró a raudales, deslumbrándola.

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Espérame aquí fuera, como ves, estarás cómoda.

Salió a un pequeño patio de losetas, rodeado de más cajas de refrescos apiladas alrededor, pero en el que había también unas sillas y una mesa blanca de plástico duro de las de terraza. Por dos de sus lados se distinguía entre las cajas la misma alambrada que servía para delimitar el recinto del bar dentro del propio Parque, una alambrada bien alta saturada de setos que impedían ver el exterior. En el otro lado se encontraba una puerta en medio de otra alambrada de la misma altura que, según se imaginó, daba a la terraza que rodeaba al local, y por tanto, donde presumía que existirían mesas dispuestas para recibir a clientes, sino estaban ya ocupados por clientes. El otro lado lo constituía la puerta por la que había accedido y la pared del local. En realidad, el patio era bien pequeño, y al no disponer de paredes más que en un lado, no ofrecía mucha intimidad, aunque tampoco parecía accesible a la vista de curiosos. Al menos estaba al aire libre, el sol del mediodía caía con toda su fuerza y realmente, cuando él despareció, se sintió a gusto sentándose cómodamente en una de esas sillas, estirando las piernas, dejando que el sol acariciara su piel.

Se colocó de espaldas a la puerta para recibir el sol de frente, y desde allí solo veía la copa de los árboles que rodeaban al bar, un paisaje agradable, al fin y al cabo. No se sentía preparada para mantener una relación sexual con un extraño, no se sentía en absoluta preparada para ejercer de prostituta, pero en esos momentos quiso sencillamente descansar de la tensión acumulada, descansar aunque fuera unos segundos. El hombre no tardó en regresar con su copa, y con un par de platos con aceitunas y patatas fritas. Le extrañó ese gesto de amabilidad, y agradeció sobremanera que desapareciera de nuevo, dejándola sola con la copa y los aperitivos. Bebió con rapidez, sintiendo enseguida el golpe del alcohol, pues realmente la ginebra era más abundante que el refresco. Pizcó algunas patatas y algunas aceitunas, deleitándose con ese regalo inesperado: unos minutos de relajación al sol, sola, sin ruidos, sin nadie que le molestase. Quería que el alcohol surtiera su efecto, quería que su cerebro sobrevolara por aquel recóndito bar inmerso en un Parque medio vacío a mediodía.

Sin embargo, pese al alcohol, pese a la confortable caricia del sol, pese al silencio y la tranquilidad del momento, no pudo eludir pensar sobre el trabajo que le esperaba. En esos momentos le parecía verdaderamente increíble que hubiera mujeres capaces de mantener profesionalmente una relación sexual con un desconocido; verdaderamente le resultaba un misterio cómo podía afrontarse una situación así, en frío, teniendo en cuenta que, de alguna forma, cualquier relación requería un mínimo de excitación que ella, en esos momentos, veía imposible sentir. Eso sin contar con el lugar donde se desarrollaría el “trabajo”. No podía ser allí, al aire libre, sin apenas intimidad, pero tampoco veía posible hacerlo en el almacén lleno de cajas, un lugar sombrío, estrecho, agobiante, y bastante descuidado, nada apropiado para cualquier relación. Así que tendrían una pequeña oficina, una pequeña habitación con una mesa, no podía ser de otra forma. O quizá pretendiera él sacarla de allí y llevarla a su propia casa, si estaba soltero (y por alguna razón no se imaginaba a un hombre así casado, confortablemente casado). Esa última posibilidad no le agradaba en absoluto, pues lo último que quería es que alguien pudiera verle con él. Allí al menos sabía que nadie la vería, nadie que ella conociese. Y mientras pensaba en ello notaba el agradable efecto euforizante del alcohol invadiéndola con suavidad pero sin descanso, y se daba cuenta de que los minutos se sucedían sin que nadie la molestase, un tiempo extra con el que ella no había contado.

Pero inevitablemente el descanso finalizó cuando él apareció de nuevo. Escuchó la estridente puerta metálica abrirse, y aunque no se volvió, pudo observar su fuerte mano agarrando el vaso vacío que estaba a su lado, aunque sustituyéndolo por otro con la misma bebida. Sólo que esta vez no escuchó que se marchara. Ella bebió de nuevo sin volverse, agradeciendo que le hubiera repuesto la copa, pero ya se sentía inquieta ante esa presencia masculina a la que tendría que obedecer sin rechistar en los próximos minutos, y no meramente obedecer: tendría que complacerle de la mejor forma posible, de la forma más profesional posible.

Lo escuchaba moverse por el patio, detrás de ella, pero no sabía lo que hacía. De repente tuvo conciencia de que había incluso otro hombre con él, y por unos momentos se asustó. Sin embargo, le pareció que ese hombre se estaba llevando algunas cajas, porque la presencia de él la notó firme y poderosa a su lado, justo detrás de ella, y los ruidos de cajas y de pasos deambulaban tras ella, sin que aquella presencia que atisbaba con el rabillo del ojo se moviera. Supuso que sería alguno de los que trabajan en el bar que estaba llevándose algunas cajas, lo que le tranquilizó. Cuando oyó cerrarse la puerta, sin que aquella presencia se moviera, supo que estaban a solas. Ella con su chaqueta azul, con su camisa verde, con su ajustada falta azul a juego con la chaqueta, (la ropa que le exigió aquella mañana el Quico, por ser la misma que llevaba aquel maldito día en el que se topó con él), con sus medias blancas, con sus elegantes zapatos de tacón, y sin su sostén, porque aquella misma mañana se lo había dejado precisamente en ese mismo bar, cuando se fue corriendo. Gracias a la chaqueta disimulaba algo esa situación libre y espléndida de sus pechos, pero realmente no le agradaba en absoluto que alguien conocido lo percibiera también, así que se propuso comprar uno en cuanto saliera de allí. Precisamente, las manos del hombre se posaron sobre su chaqueta, tirando de ella para quitársela.

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Permíteme.

Aquella supuesta amabilidad la desconcertaba. Todavía no lo había visto desde que entró de nuevo, y ella siguió bebiendo de su copa una vez que la despojó de la chaqueta.

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¿Llevas las mismas bragas y las mismas medias que esta mañana? (oyó su voz detrás de ella, como si quisiera demorar el momento en que ambos cruzasen de nuevo las miradas, aunque desde luego no sería por pudor).

Era una pregunta simple, y hasta tonta, pero era la primera vez que ella tenía que hablarle tras haber aceptado estar a su disposición, tras haber aceptado estar bajo sus órdenes. Y le resultó incluso difícil pronunciar esa sencilla palabra de dos sílabas.

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Sí (contestó por fin sin volverse, aunque sintiendo un creciente nerviosismo no mitigado como esperaba por el alcohol).

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Pues empieza por quitarte las medias.

Miró en frente y solo vio cajas, y entre ellas setos tupidos. Nadie podía verla oculto tras la alambrada, y realmente no tenía sentido que nadie estuviera ahí detrás a esas horas, y precisamente en ese lugar. Se las quitó y las dejó enrolladas en la mesa, junto al vaso y los platos, apareciendo de inmediato esa mano grande llevándoselas de allí. No sabía todavía cuáles eran sus intenciones, pero empezaba a sospechar que ése ere el lugar donde tendría que entregarse, en aquel patio al aire libre, y la verdad es que la idea no le tranquilizaba demasiado, pues aunque el alcohol empezaba a ayudarla a minimizar los problemas, no era el lugar que ella hubiera considerado adecuado para entregarse a él. Oyó arrastrarse una silla detrás de ella, acompañado de un ruido de cristal posándose en la mesa con fuerza y un ruido metálico de un cubierto, lo que le indicaba que el hombre se había sentado detrás de ella a comer algo, y a beber. No parecía tener prisa, y ella no quería tampoco precipitar los acontecimientos.

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¿Tienes hambre? ¿te traigo algo?

Oyó una vez más esa voz poderosa detrás suya, una voz que ahora pretendía incluso ser amable.

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No, gracias, no tengo ganas.

Ella no se volvía, así que hablaban sin verse, lo que le resultaba más cómodo.

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Todavía no me creo que seas la zorra del Quico. No sé, no me convences. Y tampoco me creo que te hayas tirado al gran jefe, al gran La Turke. No me imagino cómo ha podio el Quico ofrecerle una puta, no lo veo. Por más vueltas que le doy, no me hago a la idea.

Lo último que quería ella era una conversación sobre esa cuestión, y realmente el miedo que poco a poco se había ido disipando aunque sin abandonarla del todo, regresó al instante con todo su poderío. Ella pensaba que ya había superado la situación, y ahora se daba cuenta que el tal Crispín seguía pensando en ello, seguía sin convencerse. Sin duda la sola mención de ese nombre, La Turke, le paralizaba, aunque pareciese mentira le imponía respeto. Y le agradaba de alguna manera que ese hombre se diera cuenta de que ella no era una fulana. Pero tenía que conseguir que aquel hombre se olvidara de esa historia, aunque no terminara de creerla.

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No quiero hablar de eso, por favor. Ese hombre paga bien, pero es muy duro con nosotras, a mí me machaca psicológicamente, termino fatal después de estar con él. Y ya te he dicho que nos tiene terminantemente prohibido que hablemos de ello. Si supiera que te he contado esto, me daría una paliza como mínimo. Por favor, olvídate de todo eso.

Sin mirarlo el discurso le pareció incluso más convincente, y el silencio que siguió a su emotivo discurso parecía indicar que había conseguido el efecto que quería.

  • ¿Y cómo has conocido tú al Quico?

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De verdad te lo digo, no quiero hablar de esto. Mira, yo hubo una época que consumía mucha hierba, y se la compraba a él, y como estaba mal de dinero, al final le acabé debiendo mucho dinero. Y entonces él me propuso eso, y ya no quiero hablar más.

Sí, había estado inspirada, se había imaginado esa pregunta y tenía preparada la respuesta, que además le pareció muy natural. De nuevo el silencio le confirmó que, al menos, la historia le había desconcertado, le había parecido creíble.

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¿Qué tal si te levantes, nena, que engorde un poco la vista?

Realmente estaba cómodamente sentada, dentro de lo cómoda que podía estar en una silla de plástico duro difícil de domar. Pero ahora llegaba el momento, y realmente sentía cierto alivio de que él se fijara de una vez en su cuerpo, que se excitara mirándola, y que se olvidara de esa forma de todos sus negros y obsesivos pensamientos. El miedo iba y venía, la mantenía en tensión ante una posible repentina erupción de su ira, pero en todo caso no se sentía ya directamente amenazada por él. Se levantó, estirándose la falda, y se volvió hacia él, cruzándose de brazos. Tal como se había imaginado, él estaba justo enfrente de ella, al otro lado de la mesa, comiendo de un plato con ensaladilla rusa y unos filetes, con una botella de cerveza a su lado.

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¿De verdad no quieres nada? ¿un poco de ensaladilla?

La miró a los ojos pero, afortunadamente, sin taladrarla, posándose en los suyos de forma liviana, ligera, casi alegre. A ella la alivió esa mirada relajada, que le hacía parecer menos fiero, más humano.

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No gracias, no me apetece. Lo que quiero es terminar (no pretendía ser desagradable, pero no pudo evitar decirlo y, realmente, se arrepintió al instante de haberlo dicho, porque no dejaba de parecer una provocación).

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No tengas tanta prisa, tenemos una hora por delante, bueno, cincuenta minutos (al menos no le había respondido con furia, pues mantuvo el mismo tono amable con el que le había ofrecido la comida). Muévete un poco, como si fueras una modelo en una pasarela.

Aquel patio era realmente pequeño, en el lado en el que estaba no tendría más de cinco o seis metros, y era el más largo. Pero con las cajas alrededor, todavía se hacía más pequeño. Empezó a andar a un lado y a otro del patio, siempre delante de él, y siempre con los brazos cruzados.

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Joder, qué sosa. Pon las manos atrás, contonéate un poco, tienes que demostrarme que eres una puta de lujo. Tienes que demostrarme que vales esos cuatrocientos que voy a pagar por ti.

Lo miró un instante, y pudo comprobar que todavía tenía comida en el plato, aunque parecía más pendiente ahora de la bebida, y de ella misma. Colocó sus manos detrás, como le había pedido, e intentó andar con mayor movimiento de caderas. No se sentía sensual, no se sentía excitada, le resultaba difícil incluso ese simple cambio en su forma de andar. Pero lo siguiente que escuchó ponía en evidencia que, al menos, el hombre si empezaba a excitarse.

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Quítate la falda. Puedes dejarla en la silla.

No podía evitar sentir una profunda vergüenza ante la perspectiva de tener que desnudarse ante él, y ello pese a que ya lo había hecho esa misma mañana. Se fue hacia su copa y apuró el trago hasta dejarla vacía, y enseguida aquel mocetón no dudó en ofrecerle otra, que ella aceptó de inmediato. Respiró aliviada cuando el hombre se levantó y despareció, aunque aquello sólo le diera un pequeño respiro. Y se sorprendió cuando el hombre apareció de nuevo, con toda rapidez, y sin la copa en la mano.

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Ahora te la trae el chico. Vamos, quítate la falda.

Aquello la paralizó. No estaba dispuesta a mostrar su cuerpo a otro hombre que no fuera él, no estaba en absoluta dispuesta.

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Oye, esperaré a que me traiga la copa, si no te importa.

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¿No tenías prisa? Venga, quítatela, ése ni se va a fijar en ti.

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Ya, pero él no está invitado. He hecho un trato contigo, ¿vale? Y la verdad, no sé lo que pretendes, pero yo no quiero hacerlo aquí. Es como si lo hiciéramos en la calle. ¿No podemos ir a otro sitio?

Intentaba mostrarse muy “profesional”, pero sólo para evitar la vergüenza añadida de que un desconocido pudiera verla en esa situación, en trance de desnudarse para ese hombre. Además, provocando la discusión daba tiempo para que se presentara de una vez el camarero.

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Vamos a ver si nos enteramos, nena. Por cuatrocientos tendrás que hacer lo que yo te diga, cómo yo te diga, y dónde yo te diga. ¿Está clarito? Yo no tengo gustos raritos, puedes estar tranquila, pero sacaré el máximo provecho a mi dinero, y harás lo que yo te diga. ¿Vale?

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Pero en el trato no se incluyen mirones, solo te digo eso. Sin mirones.

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Qué pasa, ¿tienes una tarifa especial para mirones? No digas gilipoyeces.

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Pues sí, hay que gente que te paga sólo para ver cómo lo haces con otro.

Aquello sonaba realmente profesional, y ahora resultaba que su conversación con aquella fulana del burdel donde le había llevado el portero le estaba resultando útil. Tan útil que escuchó enseguida el ruido de la puerta metálica anunciando la presencia del camarero con su copa. Antes de que apareciera se volvió, pues desde luego no quería ver a nadie. Oyó el ruido del vaso al posarse en la mesa, y poco después el ruido de la puerta al cerrarse. Y entonces se volvió, comprobando que estaban solos.

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Bien, ya no hay nadie, quítate de una puñetera vez la falda.

Sí, ya no había excusas. Buscó la cremallera con los dedos, la bajó, tiró de la falda por los costados hasta que venció el obstáculo de las caderas, y sin dejarla caer al suelo la recogió con una mano. La llevó a la silla donde había estado sentada, y de nuevo con los brazos cruzados se colocó delante de él, que se había sentado otra vez en su silla, aunque ya no parecía dispuesto a seguir comiendo.

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Hazte un nudo con la camisa, en la cintura, por encima del ombligo. Quiero verte en bragas.

Sí, el hombre iba a saborear a fondo sus cuatrocientos, y lo que él no se imaginaba es que a ella maldita falta le hacían esos cuatrocientos, que además ni siquiera confiaba en verlos. Se levantó la camisa y se hizo un nudo con los faldones, por encima del ombligo. Realmente, la vergüenza no se mitigaba ahora con el alcohol, quizá porque la luz caía a plomo sobre ella, mostrando sus piernas, sus bragas, todo su cuerpo con la mayor nitidez, impidiéndole abstraerse lo suficiente para dejarse llevar por la excitación. Se acercó a la mesa para apurar otro trago, y se quedó plantada ante él, en el mismo lugar que antes, y de nuevo con los brazos cruzados.

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Venga, anda otro poco, contonéate, y con las manos atrás.

Exhibirse en bragas delante de aquel hombre le inundaba de vergüenza, pero sentía al menos que el zumbido de la excitación empezaba a recorrerle el cuerpo.

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Si señora, un buen culo, unas buenas piernas. El gran jefe no es tonto, desde luego. Date la vuelta, y tócate las nalgas.

Era evidente que aquel hombre no tardaría por fin en abalanzarse sobre ella, y quizá tocarse las nalgas de espaldas a él, sin tener que soportar su mirada, la ayudaría a excitarse, pues sentía la necesidad de excitarse, teniendo en cuenta que no iba a poder evitar el contacto físico con él. Hizo lo que le mandó, y empezó a tocarse las nalgas para él, moviendo un tanto las caderas aunque consciente que no era capaz de imprimir a su cuerpo un ritmo sensual, en aquellas frías circunstancias.

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Vuélvete, pero sigue tocándote el culo.

Cuando se volvió comprobó que Crispín se había despojado de su camiseta, mostrando su espectacular torso varonil. No pudo dejar de fijarse en él mientras continuaba tocándose las nalgas, y realmente sintió que la excitación empezaba a invadirla cuando lo vio llevarse con lentitud el cuello de su botella de cerveza a los labios. Claro que la tensión sexual que empezaba a invadirla se rompió al escuchar el inconfundible crujido de la puerta metálica.

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¡Joder! (se le escapó sin querer, furiosa por la interrupción cuando empezaba a sentir el rumor de la excitación extendiéndose por su cuerpo).

Con rapidez se dio la vuelta, mientras escuchaba la voz del camarero, o quién fuese, a sus espaldas.

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Jefe, está aquí el de los montaditos del otro día, quiere verle.

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¡Coño, y no le has dicho que no estoy!

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Es que dice que tiene que hablar con usted sin falta, que si no es ahora ya no podrá venir hasta dentro de unas semanas.

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¡No voy a acabar nunca!

Ella había desbrochado a toda prisa el nudo de la camisa, la había estirado lo más posible para que cubrirse el trasero, pero sin duda el muchacho le habría visto en ropa interior con toda seguridad, aunque había evitado que la viera la cara. Finalmente Crispín había conseguido su objetivo, aunque no sabía si habían preparado entre ellos ese teatro, porque le pareció muy espontánea la conversación. Sí, parecía una mera casualidad, pero lo cierto es que la puerta no la había cerrado con llave. Y estaba decidida a pedirle, cuando regresara, que la cerrase con llave, si quería continuar.

Pero aunque pudiera ser una casualidad la irrupción del camarero, no tardó en aprovechar la ocasión Crispín, pues cuando ella pensaba que ya se habían ido los dos, de repente sintió sus pasos acercarse rápidamente a ella, y enseguida su cuerpo rozándola por detrás, y sus fuertes brazos rodeándola hasta que esas manos poderosas encontraron sus muñecas y elevaron sus brazos con toda facilidad hasta posarle las manos sobre la cabeza, para acto seguido empezar a desabrocharle uno a uno los botones.

-

Bueno, ya es hora de que te quites la camisa. Volveré enseguida.

En cuanto terminó de desabrocharle todos los botones le abrió la camisa para estrujarle con fuerza los pechos, y sin perder ni un segundo, tiró de los lados de la camisa hacia atrás para quitársela, bajando ella los brazos de inmediato obligada por el empuje irresistible de él, que ya no se detuvo en su empuje ni cuando las mangas, cuyos botones no se había detenido en desabrochar, se tropezaron con el obstáculo de sus manos, pues con un fuerte tirón adicional consiguió que saltaran los botones, o al menos así se lo pareció a ella.

En cuanto se sintió libre de la camisa cruzó sus brazos sobre su pecho, y realmente en esos momentos ya no sabía si el camarero seguía allí o se había ido, aunque tampoco quería comprobarlo volviéndose. Y cuando esperaba que el hombre se iría por fin, notó sus manos manipulando sus bragas para introducirle toda la tela que cubría sus nalgas en el espacio que había entre ellas, descubriendo sus glúteos que tampoco se libraron de un fuerte apretón de esas incansables manos.

-

Así estás mejor, menudo culo tienes. Bueno, vuelvo enseguida.

Dos sonoras palmadas en sus nalgas culminaron su frase, y ella no quería ni pensar que el otro hubiera presenciado toda la escena. Pero desgraciadamente no tardó en salir de dudas, al oír su voz enérgica dirigiéndose no a ella, si no a su subordinado.

-

Joder, vaya fastidio. Oye, no le digas más a nadie que estoy aquí, vale. Ofrécele una copa a la señorita.

-

¡No, no quiero, gracias! (ella se anticipó al instante, sobresaltada por el descubrimiento, azorada por la presencia del camarero, y deseando desesperadamente que la dejaran sola cuanto antes).

Semidesnuda delante de ese desconocido (al menos ella no sabía quién era, no le había visto la cara, y tampoco lo había visto antes, cuando entró en el bar), no tenía opción de taparse, pues para ello tendría que volverse y buscar su ropa, y en absoluto deseaba exponerse a ser vista por él. Esperó unos segundos petrificada de cara a esas cajas y a esos setos que ahora eran su único paisaje, sin atreverse ni quiera a retirar la tela de las bragas que había quedado aprisionada entre sus nalgas.

Pero pasaron los segundos sin que hubiera oído el ruido de la puerta al cerrarse, y ella empezó a pensar que el camarero se había quedado allí, contemplándola, seguramente con el permiso de su jefe, que evidentemente le había arrancado la camisa para solaz de su subordinado. Giró la cabeza a derecha e izquierda, intentando rastrear de reojo la presencia del intruso. Pero un ruido que no supo identificar le confirmó sus temores: había alguien detrás de ella, alguien que podía regodearse todo lo que quisiera con sus nalgas, con sus piernas, con su espalda, con su cabellera rubia que caía en alegre cascada casi hasta su cintura. No supo qué hacer, no quería iniciar una conversación con el desconocido, aunque fuese para decirle que se marchara de una vez. Y allí de pie, de cara a la pared, con las bragas como única vestimenta, además de los zapatos, la vergüenza más intensa se apoderó de ella, sólo mitigada por el hecho de que no se habían cruzado las miradas, por el hecho de que él sólo podía contemplarla de espaldas. Y la sobresaltó por completo oír su voz.

  • ¿De verdad no quiere una copa?

  • Pues sí, si es tan amable.

Se alegró al oír moverse la puerta y, con cautela, se fue volviendo hasta que comprobó que estaba por fin sola. Pero entonces comprobó también que su ropa había desaparecido de allí. Se acercó a la puerta y escudriñó en el interior del almacén, aunque sin atreverse a entrar para no ser sorprendida. Tampoco vio rastro de su ropa. Al menos recompuso su braga, y se sentó de nuevo, cruzando las piernas y manteniendo los brazos cruzados sobre el pecho. El camarero no tardó en regresar, con el vaso en la mano, y tuvo el atrevimiento de colocarse enfrente de ella ofreciéndole la copa. Ella bajó la mirada al instante, y la cabeza, queriendo evitar lo que ya parecía inevitable.

  • Déjala en la mesa, y por favor, déjame sola.

  • Ahora mismo señorita, pero antes tengo que hacer una cosa que me ha dicho el jefe. ¡Menudo cuerpazo tiene usted!

Aunque no resultó grosero, aquella abierta intromisión en su intimidad la azoró más todavía, y realmente empezó a temer que aquel joven (lo suponía joven por la voz) no iba a dejarla tan fácilmente.

  • Dese prisa, por favor.

Oyó el ruido de unas sillas y enseguida vio al joven aparecer delante de ella llevando a dos en volandas, hasta dejarlas apoyadas en las cajas, una al lado de la otra, justo enfrente suya. Ella inclinó todavía más la cabeza para que él no pudiera verla al volverse, dejando que el pelo le cubriera en parte el rostro. Pasó al lado suya y enseguida volvió con la otra silla, dejándola junto a las otras. Ella no pudo dejar de preguntarle por aquel movimiento.

-

¿Se puede saber lo qué estás haciendo?

-

Ya se lo he dicho, lo que me ha ordenado el jefe. ¿Puede levantarse, por favor? Quiere que ponga todas las sillas allí.

-

Pues mira, tráeme mi ropa, si quieres que me levante.

-

Yo no sé dónde está.

-

Pues pregúntale a tu jefe.

-

Como quiera.

El joven desapareció de nuevo, y ella ya se instaló en el nerviosismo más absoluto. Era obvio que algo había tramado el tal Crispín, y era obvio que aquel jovenzuelo tenía alguna participación en la trama. No tardó en regresar el joven, y sus temores se confirmaron.

-

Me ha dicho que ya le dará él la ropa, pero que se levante para que pueda coger la silla.

Él no tenía el menor reparo en colocarse frente a ella, sin duda devorándola con los ojos, aprovechando a fondo la ocasión, y debía sentirse cómodo porque ella, además, rehusaba mirarlo, insistiendo en mirarse los pies, en esconder su rostro en lo posible.

-

Oye, dile a tu jefe que venga un momento, y tú haz el favor de dejarnos solos.

-

Joder, mi jefe se va a enfadar conmigo, y ya sabes tú cómo se pone. Haga el favor de levantarse.

-

¡No voy a levantarme, joder! (ella hablaba ya como ellos, no tenía tan siquiera que fingir). ¡Y déjame sola! ¡lárgate de aquí!

-

Le digo que no me voy, hasta que no haga lo que me han mandado. Hable usted con el jefe si quiere.

-

¡Cómo voy a ir así! (hablar sin mirar a su interlocutor, que lo tenía en frente, resultaba violento, pero ella no quería mirarlo, prefería que fuera sólo unas piernas y poco más).

-

Está bien, pero se va a enfadar. Y no solo conmigo.

Desapareció, y ella se dio cuenta de que quizá debería haberse levantado, porque era muy probable que, efectivamente, el tal Crispín se enfadase con ella, aunque él sabía que ella se había negado a permitir que su camarero la viera en paños menores. Y desde luego no tardó en comprobar que había hecho una tontería con su negativa.

Los riesgos insospechados de la ambición (4)

4

-

Vaya, te has puesto cómoda, me alegro. ¿Has pensado ya en decirme la verdad?

-

Sí… pero será mejor que no le cuentes nada de esto a nadie, porque nos matarían a los dos (de repente sintió que su única oportunidad era contar aquella maldita historia, y que convenía contarla en su maldito lenguaje, que tantas veces había escuchado en las películas de gánsteres, a las que era muy aficionada). Yo… yo soy una de las amantes de…. en fin, no debe decirlo, he jurado y perjurado que no se lo diría nunca a nadie, pero ahora no tengo alternativa. Soy la amante… bueno, una de ellas, de La Turke. No debería decirlo, joder, no debería.

Ella escudriñó el rostro hasta entonces impertérrito del hombretón, y realmente sí percibió un parpadeo especial, un gesto muy contenido de sorpresa, un amago de estupor, y era como si una luz brillante se hubiera colado entre un cielo abarrotado de nubes negras presagiando el final de la tormenta.

-

Él… bueno, supongo que ya lo sabes, es un hombre muy especial… tiene unos gustos… pero no puedo contarlos, eso no. En fin, me ha hecho algunos regalos, no es que sea su preferida pero… me ha hecho regalos. Y la última vez me pidió… bueno, yo hago trabajitos para el Quico, esa es la verdad, y fue él el que me envió con La Turke, así que me ordenó… aunque para ganarme un dinerito extra, me ordenó que hiciera yo la entrega hoy… y él conoce vuestras disputas, y a ti te llamó el soplón… bueno, así te llamó… el caso es que después de hacerte la entrega me quedé preocupada… no sé si lo eres, ni me importa, pero quería que tú supieras que yo venía por el Quico, porque sé que tú al Quico, si fueras soplón, si lo fueras, que no digo que lo seas, no lo denunciarías nunca.

A ella la historia le surgió con espontaneidad, con franqueza, pues en definitiva estaba acostumbrada a contar historias a los jueces, a menudo “inventadas”. Y realmente pudo contemplar cómo el rostro del hombretón se distendía, se relajaba, consiguiendo de forma milagrosa un auténtico cambio de decorado. La puso de pié agarrándole de los hombros con una facilidad pasmosa, y la desató al instante.

-

Vaya, vaya, no te pega nada ser la zorra del Quico, ese bastardo sólo tiene putas baratas, y debo reconocer que tú tienes estilo. Pero bueno, eso es cosa tuya. Dime una cosa, ¿y tú te atreves a liarte con otros hombres, siendo la querida de La Turke?

-

Bueno, ya quisiera yo ser su “querida”, joder. Ya te he dicho que tiene varias amantes, y que él sabe a qué nos dedicamos. A mí no me ha prohibido estar con otros hombres, aunque desde luego cuando voy a su habitación tengo que limpiarme muy bien delante de él, tú ya sabes (de repente se sorprendía excitándose haciéndose pasar por una fulana de lujo ante aquel hombre, una fulana con unas amistades muy peligrosas). Te aseguro que si nos quisiera sólo para él nos lo habría dicho, porque él habla muy clarito. Por ejemplo, nos tiene terminante prohibido que hablemos de él a nadie, y te aseguro que ese hombre asusta cuando da órdenes, aunque no tenga precisamente un vozarrón.

Ella sabía que esos detalles le daban verosimilitud a su relato, y era sorprendente cómo la verdad no le había llevado a ningún lado, y esa fantasiosa mentira, en cambio, la había salvado. No sabía si había conseguido convencer al hombretón de su historia, pero era obvio que ese nombre de La Turke tenía un efecto disuasorio muy poderoso. Por una vez, el Quico le había salvado de una situación bien apurada, y realmente fue ella misma la que se metió en la boca del lobo. Y ahora el lobo, esfumada su furia inicial, esfumada esa desconfianza visceral hacia ella, pareció de repente interesada en ella, o al menos, en su vertiente más física.

-

Vaya vaya, después de todo, quizá por fin empiece a cobrarme algo de lo que me debe ese bastardo hijo de puta. Dime, ¿cuándo cobras por un buen polvo?

Sí, eso no lo había previsto, al presentarse a él como una verdadera fulana, era previsible que quisiera utilizarla, cuando además se había quedado con la miel en los labios no hacía ni una hora. Y el problema era que no tenía ni la más remota idea de las “tarifas” de las fulanas, y desde luego, ahora tenía comportarse como una de ellas, tenía que hacerlo, no podía mostrar tan siquiera desconcierto o nerviosismo.

-

Oye, me imagino en qué estás pensando, pero yo ahora llevo prisa, he venido sólo para que supieras quién me había mandado, y tengo que irme ya (necesitaba ganar tiempo para pensar en cuál sería una “tarifa” adecuada, y lo pensaba frenéticamente, a la vez que hablaba). Además, menudo susto me has dado, todavía tengo el corazón que parece que se me va a salir.

-

Bueno, tómate una tila, verás cómo te tranquilizas. Pero ya que estás aquí, no quiero perder la oportunidad, me quedé con las ganas de que me hicieras esa mamada, tenemos que terminar lo que empezamos. Hablaré con ese cabrón, me debe una pasta.

En un instante el hombretón tenía ya el móvil pegado a la oreja, y ella comprendió que estaba atrapada en su propia historia, que quizá le había salvado la vida, pero que no le iba a permitir irse tranquilamente de allí. Si había ido allí por dinero, y además era una fulana, estaría encantada de redondear la mañana con otro ingreso extra, eso es lo que pensaría él, y eso lo que hubiera pasado si realmente hubiera sido una fulana.

Además, aquella misma mañana se había desnudado para aquel hombre, había probado el sabor de su miembro viril, y se había sentido durante esos breves momentos como una profesional que buscaba realizar un buen trabajo, así que no iba a ser tampoco difícil volver a esa situación, ya había pasado por eso.

Y sobre todo, acababa de sufrir lo indecible durante unos interminables minutos pensando incluso que aquel hombre podría matarla, todavía sentía el miedo instalado en su cuerpo, todavía sentía que esa amenaza no se había despejado por completo, así que intimar con él sin duda alejaría por completo el peligro. Sin embargo, le resultaba insoportable la idea de que, aunque fuera por una hora, tuviera que aparentar y comportarse como una fulana.

No tardó en escuchar la conversación entre esos dos hombres.

-

¿Quico, hijo de puta, cuándo narices me vas a pagar lo que me debes? (no había saludos entre ellos, no era como la educada conversación entre compañeros de profesión a la que ella estaba acostumbrada)….. Ya, ya, no me jodas, no me jodas, ¿por quién coño me tomas?..... Si, ya, me voy a cagar en tu madre hijo de puta…. vale, vale, no me cuentes más historias, cabrón, no te voy a dar más de una semana de plazo. Y por cierto, estoy aquí con tu puta, esa que le has endilgado al jefe, y creo que voy a empezar a cobrarme la deuda. ¿Cuándo me cobras por ella?....

Desde luego, era víctima de su propia historia, se suponía que el Quico era su chulo, y era obvio que le daría permiso para usarla, así que no parecía lógico que pudiera resistirse a sus órdenes. Se sentía una vez más superada por las circunstancias, y desde luego nunca pudo ni remotamente imaginar encontrarse en una situación así.

-

¡No te pases, cabrón, que no vale tanto!.... sí, ya sé, ya sé que se la tira el jefe…. Menudo chollo has encontrado… Vale, vale, y habla con ella, que me está negando el polvo…

Él le pasó el teléfono, y ella tuvo que escuchar al Quico una vez más.

-

Nena, ya has visto cómo se lo ha tragado enterita. Y ahora resulta que quiere echarte un polvo, así que ya me dirás. Le he sacado cuatrocientos, y te aseguro que es una barbaridad, una barbaridad. Pero a mí ya no se me ocurre qué decirle, ya has oído, le debo un pastón y no puedo negarme a sus deseos.

-

Pero es que yo no puedo ahora, de verdad, es muy tarde y tengo otras cosas que hacer (no podía hablar con claridad estando delante el hombretón).

-

Nena, para él eres una puta que trabaja para mí, y las putas no tienen otras cosas que hacer, cuando su chulo les ordena acostarse con alguien. ¿Qué puñetas quieres que le diga, eh?

Ella se daba cuenta de que aquella conversación era absurda, que estaba prisionera de su propia mentira, y no tenía sentido prolongar la agonía. Estaba abocada a obedecer esa orden que el propio Quico no tenía interés en darle, pero que se había visto obligado a darle. Tenía que convencer al hombretón, tenía que convencerle de que volvería más tarde, y desaparecer. Pero si no lo conseguía, tendría que someterse.

-

Escucha, tengo un hijo en el colegio, y tengo que recogerlo, ya voy tarde. Déjame ir, y a las cuatro estaré aquí. Te lo juro.

-

No, no, tú no tienes ningún hijo. No me lo creo. Enséñame su foto, una madre siempre lleva las fotos de su hijo en el bolso.

-

¡Pues yo no las llevo, pero tengo un hijo, joder! ¡No me lo voy a inventar!

-

¿Y cómo se llama ese hijo tuyo? (ella se daba cuenta de que no estaba preparada para los detalles, y el nerviosismo incluso le impedía responder con naturalidad a esa pregunta, tardando unos significativos segundos en responder).

-

Pedro, se llama Pedro.

-

¿Y a qué Colegio va?

Esa pregunta la desarmó. Sencillamente no conocía el nombre de ningún Colegio, jamás se había preocupado por conocer los colegios de la ciudad porque todavía no pensaba tener hijos. Los segundos revelaron la invención, su propio transcurrir transformaron su nerviosismo inicial en pura desesperación, y terminó reconociendo que no tenía hijos.

-

Vale, vale, no tengo hijos, pero ahora estoy muy cansada, me has amenazado de muerte hace solo unos minutos, no estoy recuperada, no estoy preparada ahora, déjame una hora para descansar, por favor.

-

Perdona, yo no te he amenazado de muerte, y está claro que tú eres una mentirosa compulsiva. Cada vez me cuentas una historia diferente, y empiezo a pensar que te has inventado esa historia de La Turke, que seguramente te la habrá contado el Quico (aquella simple insinuación la asustó definitivamente, temiendo regresar de nuevo a la situación que acababa de superar, y esa mirada otra vez helada, otra vez fría como el acero, con la que la estaba una vez más escudriñando revelaban las dudas profundas que ese hombre albergaba sobre ella).

-

-

Joder, ya estamos otra vez. ¿Te crees que no me he muerto de miedo mientras me tenías atada? Todavía me duelen las muñecas. Pero no quiero más discusiones, y te aseguro que estoy deseando largarme de aquí. Yo tengo mi acuerdo con el Quico, no soy su “zorra” como dices, ¿vale? Él sabe que por menos de quinientos no me acuesto con nadie.

-

Ya, pero él me ha hecho un precio especial, me ha sacado cuatrocientos, así que déjate de rollos. Esa es mucha pasta, así que espero que sepas cumplir. ¿O acaso también es un rollo macabeo que seas una zorra?

Estaba claro que el hombre seguía desconfiando de ella, y que ella tenía sólo una forma de conseguir su confianza: demostrándole que sí era una prostituta de lujo, una experta y experimentada prostituta acostumbrada a ganarse sus elevados honorarios. Y eso era algo que, en aquellos momentos, le parecía superior a sus fuerzas. Aquella misma mañana había sentido el impulso casi profesional de satisfacer a aquel hombre, poniéndose a prueba ella misma como simplemente experta en las artes amatorias, capaz de satisfacer y llevar al éxtasis a cualquier hombre, lo cual no le parecía, por otra parte, una tarea difícil.

Pero las circunstancias habían cambiado, cambiaban con tanta rapidez que difícilmente podía ella asimilarlas. No obstante, necesitaba al menos unos minutos de preparación, necesitaba un mínimo descanso mental. No podía avergonzarla desnudarse de nuevo ante él, ese paso, el más difícil quizá, ya lo había dado, aunque la vergüenza, ciertamente, no iba a desaparecer por ello. Pero necesitaba mentalizarse, necesitaba convencerse a sí misma que su destino pasaba por satisfacer a aquel energúmeno de imponente presencia que podía derribarla con una simple bofetada. Había conseguido adentrarse en ese papel de fulana con cierta tranquilidad para salir del paso, pero ahora ya no se trataría de simular un papel, de un diálogo en el que ella representaba a una fulana; ahora tenía que ejercer de tal, y necesitaba tiempo para ello.

-

Oye, no me gusta esa palabreja, no es un trabajo agradable, pero necesito el dinero. Pero en fin, por lo menos tráeme algo de beber, algo fresquito, un gin-tonic, por ejemplo, algo que me anime después del susto que me has dado (le hablaba con cierto desparpajo porque entendía que ese lenguaje resultaba apropiado para su papel, aunque empezaba a sentirse cómoda hablando así, no tenía que esforzarse).

-

Está bien, supongo que he sido un poco brusco, pero es que eres bastante burra. ¡A quién se le ocurre soltarme que soy un soplón! Pero olvidemos eso. Te traeré el gin-tonic.

-

¡Y la pasta! (no es que verdaderamente pensara en el dinero, pero le parecía que para una fulana ese detalle sería significativo).

-

No perdona, esos cuatrocientos se lo descuento de lo que ese maricón me debe. La pasta te la dará el Quico, ¿vale?

No era ninguna tontería recibir cuatrocientos por una relación sexual, por más que le resultara desagradable mantenerla allí y con ese hombre. Y sabía que el Quico no le iba a dar ese dinero nunca, pero era obvio que no podía desdecirse de su historia, aunque todavía protestó, sólo por mantener las apariencias.

-

¡No me jodas! Que luego el Quico no me paga, ya me lo ha hecho más de una vez.

-

Te aseguro que te pagará, y si no lo haces, me lo dices, que yo te pagaré tu parte, y me encargaré de él.

No dejaba de ser una sorpresa que aquel hombre le pretendiera “proteger” de alguna forma de su chulo. No discutió más, y de repente el hombre se dirigió a la puerta trasera del almacén y la abrió, inundándose de la luz exterior que entró a raudales, deslumbrándola.

-

Espérame aquí fuera, como ves, estarás cómoda.

Salió a un pequeño patio de losetas, rodeado de más cajas de refrescos apiladas alrededor, pero en el que había también unas sillas y una mesa blanca de plástico duro de las de terraza. Por dos de sus lados se distinguía entre las cajas la misma alambrada que servía para delimitar el recinto del bar dentro del propio Parque, una alambrada bien alta saturada de setos que impedían ver el exterior. En el otro lado se encontraba una puerta en medio de otra alambrada de la misma altura que, según se imaginó, daba a la terraza que rodeaba al local, y por tanto, donde presumía que existirían mesas dispuestas para recibir a clientes, sino estaban ya ocupados por clientes. El otro lado lo constituía la puerta por la que había accedido y la pared del local. En realidad, el patio era bien pequeño, y al no disponer de paredes más que en un lado, no ofrecía mucha intimidad, aunque tampoco parecía accesible a la vista de curiosos. Al menos estaba al aire libre, el sol del mediodía caía con toda su fuerza y realmente, cuando él despareció, se sintió a gusto sentándose cómodamente en una de esas sillas, estirando las piernas, dejando que el sol acariciara su piel.

Se colocó de espaldas a la puerta para recibir el sol de frente, y desde allí solo veía la copa de los árboles que rodeaban al bar, un paisaje agradable, al fin y al cabo. No se sentía preparada para mantener una relación sexual con un extraño, no se sentía en absoluta preparada para ejercer de prostituta, pero en esos momentos quiso sencillamente descansar de la tensión acumulada, descansar aunque fuera unos segundos. El hombre no tardó en regresar con su copa, y con un par de platos con aceitunas y patatas fritas. Le extrañó ese gesto de amabilidad, y agradeció sobremanera que desapareciera de nuevo, dejándola sola con la copa y los aperitivos. Bebió con rapidez, sintiendo enseguida el golpe del alcohol, pues realmente la ginebra era más abundante que el refresco. Pizcó algunas patatas y algunas aceitunas, deleitándose con ese regalo inesperado: unos minutos de relajación al sol, sola, sin ruidos, sin nadie que le molestase. Quería que el alcohol surtiera su efecto, quería que su cerebro sobrevolara por aquel recóndito bar inmerso en un Parque medio vacío a mediodía.

Sin embargo, pese al alcohol, pese a la confortable caricia del sol, pese al silencio y la tranquilidad del momento, no pudo eludir pensar sobre el trabajo que le esperaba. En esos momentos le parecía verdaderamente increíble que hubiera mujeres capaces de mantener profesionalmente una relación sexual con un desconocido; verdaderamente le resultaba un misterio cómo podía afrontarse una situación así, en frío, teniendo en cuenta que, de alguna forma, cualquier relación requería un mínimo de excitación que ella, en esos momentos, veía imposible sentir. Eso sin contar con el lugar donde se desarrollaría el “trabajo”. No podía ser allí, al aire libre, sin apenas intimidad, pero tampoco veía posible hacerlo en el almacén lleno de cajas, un lugar sombrío, estrecho, agobiante, y bastante descuidado, nada apropiado para cualquier relación. Así que tendrían una pequeña oficina, una pequeña habitación con una mesa, no podía ser de otra forma. O quizá pretendiera él sacarla de allí y llevarla a su propia casa, si estaba soltero (y por alguna razón no se imaginaba a un hombre así casado, confortablemente casado). Esa última posibilidad no le agradaba en absoluto, pues lo último que quería es que alguien pudiera verle con él. Allí al menos sabía que nadie la vería, nadie que ella conociese. Y mientras pensaba en ello notaba el agradable efecto euforizante del alcohol invadiéndola con suavidad pero sin descanso, y se daba cuenta de que los minutos se sucedían sin que nadie la molestase, un tiempo extra con el que ella no había contado.

Pero inevitablemente el descanso finalizó cuando él apareció de nuevo. Escuchó la estridente puerta metálica abrirse, y aunque no se volvió, pudo observar su fuerte mano agarrando el vaso vacío que estaba a su lado, aunque sustituyéndolo por otro con la misma bebida. Sólo que esta vez no escuchó que se marchara. Ella bebió de nuevo sin volverse, agradeciendo que le hubiera repuesto la copa, pero ya se sentía inquieta ante esa presencia masculina a la que tendría que obedecer sin rechistar en los próximos minutos, y no meramente obedecer: tendría que complacerle de la mejor forma posible, de la forma más profesional posible.

Lo escuchaba moverse por el patio, detrás de ella, pero no sabía lo que hacía. De repente tuvo conciencia de que había incluso otro hombre con él, y por unos momentos se asustó. Sin embargo, le pareció que ese hombre se estaba llevando algunas cajas, porque la presencia de él la notó firme y poderosa a su lado, justo detrás de ella, y los ruidos de cajas y de pasos deambulaban tras ella, sin que aquella presencia que atisbaba con el rabillo del ojo se moviera. Supuso que sería alguno de los que trabajan en el bar que estaba llevándose algunas cajas, lo que le tranquilizó. Cuando oyó cerrarse la puerta, sin que aquella presencia se moviera, supo que estaban a solas. Ella con su chaqueta azul, con su camisa verde, con su ajustada falta azul a juego con la chaqueta, (la ropa que le exigió aquella mañana el Quico, por ser la misma que llevaba aquel maldito día en el que se topó con él), con sus medias blancas, con sus elegantes zapatos de tacón, y sin su sostén, porque aquella misma mañana se lo había dejado precisamente en ese mismo bar, cuando se fue corriendo. Gracias a la chaqueta disimulaba algo esa situación libre y espléndida de sus pechos, pero realmente no le agradaba en absoluto que alguien conocido lo percibiera también, así que se propuso comprar uno en cuanto saliera de allí. Precisamente, las manos del hombre se posaron sobre su chaqueta, tirando de ella para quitársela.

-

Permíteme.

Aquella supuesta amabilidad la desconcertaba. Todavía no lo había visto desde que entró de nuevo, y ella siguió bebiendo de su copa una vez que la despojó de la chaqueta.

-

¿Llevas las mismas bragas y las mismas medias que esta mañana? (oyó su voz detrás de ella, como si quisiera demorar el momento en que ambos cruzasen de nuevo las miradas, aunque desde luego no sería por pudor).

Era una pregunta simple, y hasta tonta, pero era la primera vez que ella tenía que hablarle tras haber aceptado estar a su disposición, tras haber aceptado estar bajo sus órdenes. Y le resultó incluso difícil pronunciar esa sencilla palabra de dos sílabas.

-

Sí (contestó por fin sin volverse, aunque sintiendo un creciente nerviosismo no mitigado como esperaba por el alcohol).

-

Pues empieza por quitarte las medias.

Miró en frente y solo vio cajas, y entre ellas setos tupidos. Nadie podía verla oculto tras la alambrada, y realmente no tenía sentido que nadie estuviera ahí detrás a esas horas, y precisamente en ese lugar. Se las quitó y las dejó enrolladas en la mesa, junto al vaso y los platos, apareciendo de inmediato esa mano grande llevándoselas de allí. No sabía todavía cuáles eran sus intenciones, pero empezaba a sospechar que ése ere el lugar donde tendría que entregarse, en aquel patio al aire libre, y la verdad es que la idea no le tranquilizaba demasiado, pues aunque el alcohol empezaba a ayudarla a minimizar los problemas, no era el lugar que ella hubiera considerado adecuado para entregarse a él. Oyó arrastrarse una silla detrás de ella, acompañado de un ruido de cristal posándose en la mesa con fuerza y un ruido metálico de un cubierto, lo que le indicaba que el hombre se había sentado detrás de ella a comer algo, y a beber. No parecía tener prisa, y ella no quería tampoco precipitar los acontecimientos.

-

¿Tienes hambre? ¿te traigo algo?

Oyó una vez más esa voz poderosa detrás suya, una voz que ahora pretendía incluso ser amable.

-

No, gracias, no tengo ganas.

Ella no se volvía, así que hablaban sin verse, lo que le resultaba más cómodo.

-

Todavía no me creo que seas la zorra del Quico. No sé, no me convences. Y tampoco me creo que te hayas tirado al gran jefe, al gran La Turke. No me imagino cómo ha podio el Quico ofrecerle una puta, no lo veo. Por más vueltas que le doy, no me hago a la idea.

Lo último que quería ella era una conversación sobre esa cuestión, y realmente el miedo que poco a poco se había ido disipando aunque sin abandonarla del todo, regresó al instante con todo su poderío. Ella pensaba que ya había superado la situación, y ahora se daba cuenta que el tal Crispín seguía pensando en ello, seguía sin convencerse. Sin duda la sola mención de ese nombre, La Turke, le paralizaba, aunque pareciese mentira le imponía respeto. Y le agradaba de alguna manera que ese hombre se diera cuenta de que ella no era una fulana. Pero tenía que conseguir que aquel hombre se olvidara de esa historia, aunque no terminara de creerla.

-

No quiero hablar de eso, por favor. Ese hombre paga bien, pero es muy duro con nosotras, a mí me machaca psicológicamente, termino fatal después de estar con él. Y ya te he dicho que nos tiene terminantemente prohibido que hablemos de ello. Si supiera que te he contado esto, me daría una paliza como mínimo. Por favor, olvídate de todo eso.

Sin mirarlo el discurso le pareció incluso más convincente, y el silencio que siguió a su emotivo discurso parecía indicar que había conseguido el efecto que quería.

  • ¿Y cómo has conocido tú al Quico?

-

De verdad te lo digo, no quiero hablar de esto. Mira, yo hubo una época que consumía mucha hierba, y se la compraba a él, y como estaba mal de dinero, al final le acabé debiendo mucho dinero. Y entonces él me propuso eso, y ya no quiero hablar más.

Sí, había estado inspirada, se había imaginado esa pregunta y tenía preparada la respuesta, que además le pareció muy natural. De nuevo el silencio le confirmó que, al menos, la historia le había desconcertado, le había parecido creíble.

-

¿Qué tal si te levantes, nena, que engorde un poco la vista?

Realmente estaba cómodamente sentada, dentro de lo cómoda que podía estar en una silla de plástico duro difícil de domar. Pero ahora llegaba el momento, y realmente sentía cierto alivio de que él se fijara de una vez en su cuerpo, que se excitara mirándola, y que se olvidara de esa forma de todos sus negros y obsesivos pensamientos. El miedo iba y venía, la mantenía en tensión ante una posible repentina erupción de su ira, pero en todo caso no se sentía ya directamente amenazada por él. Se levantó, estirándose la falda, y se volvió hacia él, cruzándose de brazos. Tal como se había imaginado, él estaba justo enfrente de ella, al otro lado de la mesa, comiendo de un plato con ensaladilla rusa y unos filetes, con una botella de cerveza a su lado.

-

¿De verdad no quieres nada? ¿un poco de ensaladilla?

La miró a los ojos pero, afortunadamente, sin taladrarla, posándose en los suyos de forma liviana, ligera, casi alegre. A ella la alivió esa mirada relajada, que le hacía parecer menos fiero, más humano.

-

No gracias, no me apetece. Lo que quiero es terminar (no pretendía ser desagradable, pero no pudo evitar decirlo y, realmente, se arrepintió al instante de haberlo dicho, porque no dejaba de parecer una provocación).

-

No tengas tanta prisa, tenemos una hora por delante, bueno, cincuenta minutos (al menos no le había respondido con furia, pues mantuvo el mismo tono amable con el que le había ofrecido la comida). Muévete un poco, como si fueras una modelo en una pasarela.

Aquel patio era realmente pequeño, en el lado en el que estaba no tendría más de cinco o seis metros, y era el más largo. Pero con las cajas alrededor, todavía se hacía más pequeño. Empezó a andar a un lado y a otro del patio, siempre delante de él, y siempre con los brazos cruzados.

-

Joder, qué sosa. Pon las manos atrás, contonéate un poco, tienes que demostrarme que eres una puta de lujo. Tienes que demostrarme que vales esos cuatrocientos que voy a pagar por ti.

Lo miró un instante, y pudo comprobar que todavía tenía comida en el plato, aunque parecía más pendiente ahora de la bebida, y de ella misma. Colocó sus manos detrás, como le había pedido, e intentó andar con mayor movimiento de caderas. No se sentía sensual, no se sentía excitada, le resultaba difícil incluso ese simple cambio en su forma de andar. Pero lo siguiente que escuchó ponía en evidencia que, al menos, el hombre si empezaba a excitarse.

-

Quítate la falda. Puedes dejarla en la silla.

No podía evitar sentir una profunda vergüenza ante la perspectiva de tener que desnudarse ante él, y ello pese a que ya lo había hecho esa misma mañana. Se fue hacia su copa y apuró el trago hasta dejarla vacía, y enseguida aquel mocetón no dudó en ofrecerle otra, que ella aceptó de inmediato. Respiró aliviada cuando el hombre se levantó y despareció, aunque aquello sólo le diera un pequeño respiro. Y se sorprendió cuando el hombre apareció de nuevo, con toda rapidez, y sin la copa en la mano.

-

Ahora te la trae el chico. Vamos, quítate la falda.

Aquello la paralizó. No estaba dispuesta a mostrar su cuerpo a otro hombre que no fuera él, no estaba en absoluta dispuesta.

-

Oye, esperaré a que me traiga la copa, si no te importa.

-

¿No tenías prisa? Venga, quítatela, ése ni se va a fijar en ti.

-

Ya, pero él no está invitado. He hecho un trato contigo, ¿vale? Y la verdad, no sé lo que pretendes, pero yo no quiero hacerlo aquí. Es como si lo hiciéramos en la calle. ¿No podemos ir a otro sitio?

Intentaba mostrarse muy “profesional”, pero sólo para evitar la vergüenza añadida de que un desconocido pudiera verla en esa situación, en trance de desnudarse para ese hombre. Además, provocando la discusión daba tiempo para que se presentara de una vez el camarero.

-

Vamos a ver si nos enteramos, nena. Por cuatrocientos tendrás que hacer lo que yo te diga, cómo yo te diga, y dónde yo te diga. ¿Está clarito? Yo no tengo gustos raritos, puedes estar tranquila, pero sacaré el máximo provecho a mi dinero, y harás lo que yo te diga. ¿Vale?

-

Pero en el trato no se incluyen mirones, solo te digo eso. Sin mirones.

-

Qué pasa, ¿tienes una tarifa especial para mirones? No digas gilipoyeces.

-

Pues sí, hay que gente que te paga sólo para ver cómo lo haces con otro.

Aquello sonaba realmente profesional, y ahora resultaba que su conversación con aquella fulana del burdel donde le había llevado el portero le estaba resultando útil. Tan útil que escuchó enseguida el ruido de la puerta metálica anunciando la presencia del camarero con su copa. Antes de que apareciera se volvió, pues desde luego no quería ver a nadie. Oyó el ruido del vaso al posarse en la mesa, y poco después el ruido de la puerta al cerrarse. Y entonces se volvió, comprobando que estaban solos.

-

Bien, ya no hay nadie, quítate de una puñetera vez la falda.

Sí, ya no había excusas. Buscó la cremallera con los dedos, la bajó, tiró de la falda por los costados hasta que venció el obstáculo de las caderas, y sin dejarla caer al suelo la recogió con una mano. La llevó a la silla donde había estado sentada, y de nuevo con los brazos cruzados se colocó delante de él, que se había sentado otra vez en su silla, aunque ya no parecía dispuesto a seguir comiendo.

-

Hazte un nudo con la camisa, en la cintura, por encima del ombligo. Quiero verte en bragas.

Sí, el hombre iba a saborear a fondo sus cuatrocientos, y lo que él no se imaginaba es que a ella maldita falta le hacían esos cuatrocientos, que además ni siquiera confiaba en verlos. Se levantó la camisa y se hizo un nudo con los faldones, por encima del ombligo. Realmente, la vergüenza no se mitigaba ahora con el alcohol, quizá porque la luz caía a plomo sobre ella, mostrando sus piernas, sus bragas, todo su cuerpo con la mayor nitidez, impidiéndole abstraerse lo suficiente para dejarse llevar por la excitación. Se acercó a la mesa para apurar otro trago, y se quedó plantada ante él, en el mismo lugar que antes, y de nuevo con los brazos cruzados.

-

Venga, anda otro poco, contonéate, y con las manos atrás.

Exhibirse en bragas delante de aquel hombre le inundaba de vergüenza, pero sentía al menos que el zumbido de la excitación empezaba a recorrerle el cuerpo.

-

Si señora, un buen culo, unas buenas piernas. El gran jefe no es tonto, desde luego. Date la vuelta, y tócate las nalgas.

Era evidente que aquel hombre no tardaría por fin en abalanzarse sobre ella, y quizá tocarse las nalgas de espaldas a él, sin tener que soportar su mirada, la ayudaría a excitarse, pues sentía la necesidad de excitarse, teniendo en cuenta que no iba a poder evitar el contacto físico con él. Hizo lo que le mandó, y empezó a tocarse las nalgas para él, moviendo un tanto las caderas aunque consciente que no era capaz de imprimir a su cuerpo un ritmo sensual, en aquellas frías circunstancias.

-

Vuélvete, pero sigue tocándote el culo.

Cuando se volvió comprobó que Crispín se había despojado de su camiseta, mostrando su espectacular torso varonil. No pudo dejar de fijarse en él mientras continuaba tocándose las nalgas, y realmente sintió que la excitación empezaba a invadirla cuando lo vio llevarse con lentitud el cuello de su botella de cerveza a los labios. Claro que la tensión sexual que empezaba a invadirla se rompió al escuchar el inconfundible crujido de la puerta metálica.

-

¡Joder! (se le escapó sin querer, furiosa por la interrupción cuando empezaba a sentir el rumor de la excitación extendiéndose por su cuerpo).

Con rapidez se dio la vuelta, mientras escuchaba la voz del camarero, o quién fuese, a sus espaldas.

-

Jefe, está aquí el de los montaditos del otro día, quiere verle.

-

¡Coño, y no le has dicho que no estoy!

-

Es que dice que tiene que hablar con usted sin falta, que si no es ahora ya no podrá venir hasta dentro de unas semanas.

-

¡No voy a acabar nunca!

Ella había desbrochado a toda prisa el nudo de la camisa, la había estirado lo más posible para que cubrirse el trasero, pero sin duda el muchacho le habría visto en ropa interior con toda seguridad, aunque había evitado que la viera la cara. Finalmente Crispín había conseguido su objetivo, aunque no sabía si habían preparado entre ellos ese teatro, porque le pareció muy espontánea la conversación. Sí, parecía una mera casualidad, pero lo cierto es que la puerta no la había cerrado con llave. Y estaba decidida a pedirle, cuando regresara, que la cerrase con llave, si quería continuar.

Pero aunque pudiera ser una casualidad la irrupción del camarero, no tardó en aprovechar la ocasión Crispín, pues cuando ella pensaba que ya se habían ido los dos, de repente sintió sus pasos acercarse rápidamente a ella, y enseguida su cuerpo rozándola por detrás, y sus fuertes brazos rodeándola hasta que esas manos poderosas encontraron sus muñecas y elevaron sus brazos con toda facilidad hasta posarle las manos sobre la cabeza, para acto seguido empezar a desabrocharle uno a uno los botones.

-

Bueno, ya es hora de que te quites la camisa. Volveré enseguida.

En cuanto terminó de desabrocharle todos los botones le abrió la camisa para estrujarle con fuerza los pechos, y sin perder ni un segundo, tiró de los lados de la camisa hacia atrás para quitársela, bajando ella los brazos de inmediato obligada por el empuje irresistible de él, que ya no se detuvo en su empuje ni cuando las mangas, cuyos botones no se había detenido en desabrochar, se tropezaron con el obstáculo de sus manos, pues con un fuerte tirón adicional consiguió que saltaran los botones, o al menos así se lo pareció a ella.

En cuanto se sintió libre de la camisa cruzó sus brazos sobre su pecho, y realmente en esos momentos ya no sabía si el camarero seguía allí o se había ido, aunque tampoco quería comprobarlo volviéndose. Y cuando esperaba que el hombre se iría por fin, notó sus manos manipulando sus bragas para introducirle toda la tela que cubría sus nalgas en el espacio que había entre ellas, descubriendo sus glúteos que tampoco se libraron de un fuerte apretón de esas incansables manos.

-

Así estás mejor, menudo culo tienes. Bueno, vuelvo enseguida.

Dos sonoras palmadas en sus nalgas culminaron su frase, y ella no quería ni pensar que el otro hubiera presenciado toda la escena. Pero desgraciadamente no tardó en salir de dudas, al oír su voz enérgica dirigiéndose no a ella, si no a su subordinado.

-

Joder, vaya fastidio. Oye, no le digas más a nadie que estoy aquí, vale. Ofrécele una copa a la señorita.

-

¡No, no quiero, gracias! (ella se anticipó al instante, sobresaltada por el descubrimiento, azorada por la presencia del camarero, y deseando desesperadamente que la dejaran sola cuanto antes).

Semidesnuda delante de ese desconocido (al menos ella no sabía quién era, no le había visto la cara, y tampoco lo había visto antes, cuando entró en el bar), no tenía opción de taparse, pues para ello tendría que volverse y buscar su ropa, y en absoluto deseaba exponerse a ser vista por él. Esperó unos segundos petrificada de cara a esas cajas y a esos setos que ahora eran su único paisaje, sin atreverse ni quiera a retirar la tela de las bragas que había quedado aprisionada entre sus nalgas.

Pero pasaron los segundos sin que hubiera oído el ruido de la puerta al cerrarse, y ella empezó a pensar que el camarero se había quedado allí, contemplándola, seguramente con el permiso de su jefe, que evidentemente le había arrancado la camisa para solaz de su subordinado. Giró la cabeza a derecha e izquierda, intentando rastrear de reojo la presencia del intruso. Pero un ruido que no supo identificar le confirmó sus temores: había alguien detrás de ella, alguien que podía regodearse todo lo que quisiera con sus nalgas, con sus piernas, con su espalda, con su cabellera rubia que caía en alegre cascada casi hasta su cintura. No supo qué hacer, no quería iniciar una conversación con el desconocido, aunque fuese para decirle que se marchara de una vez. Y allí de pie, de cara a la pared, con las bragas como única vestimenta, además de los zapatos, la vergüenza más intensa se apoderó de ella, sólo mitigada por el hecho de que no se habían cruzado las miradas, por el hecho de que él sólo podía contemplarla de espaldas. Y la sobresaltó por completo oír su voz.

  • ¿De verdad no quiere una copa?

  • Pues sí, si es tan amable.

Se alegró al oír moverse la puerta y, con cautela, se fue volviendo hasta que comprobó que estaba por fin sola. Pero entonces comprobó también que su ropa había desaparecido de allí. Se acercó a la puerta y escudriñó en el interior del almacén, aunque sin atreverse a entrar para no ser sorprendida. Tampoco vio rastro de su ropa. Al menos recompuso su braga, y se sentó de nuevo, cruzando las piernas y manteniendo los brazos cruzados sobre el pecho. El camarero no tardó en regresar, con el vaso en la mano, y tuvo el atrevimiento de colocarse enfrente de ella ofreciéndole la copa. Ella bajó la mirada al instante, y la cabeza, queriendo evitar lo que ya parecía inevitable.

  • Déjala en la mesa, y por favor, déjame sola.

  • Ahora mismo señorita, pero antes tengo que hacer una cosa que me ha dicho el jefe. ¡Menudo cuerpazo tiene usted!

Aunque no resultó grosero, aquella abierta intromisión en su intimidad la azoró más todavía, y realmente empezó a temer que aquel joven (lo suponía joven por la voz) no iba a dejarla tan fácilmente.

  • Dese prisa, por favor.

Oyó el ruido de unas sillas y enseguida vio al joven aparecer delante de ella llevando a dos en volandas, hasta dejarlas apoyadas en las cajas, una al lado de la otra, justo enfrente suya. Ella inclinó todavía más la cabeza para que él no pudiera verla al volverse, dejando que el pelo le cubriera en parte el rostro. Pasó al lado suya y enseguida volvió con la otra silla, dejándola junto a las otras. Ella no pudo dejar de preguntarle por aquel movimiento.

-

¿Se puede saber lo qué estás haciendo?

-

Ya se lo he dicho, lo que me ha ordenado el jefe. ¿Puede levantarse, por favor? Quiere que ponga todas las sillas allí.

-

Pues mira, tráeme mi ropa, si quieres que me levante.

-

Yo no sé dónde está.

-

Pues pregúntale a tu jefe.

-

Como quiera.

El joven desapareció de nuevo, y ella ya se instaló en el nerviosismo más absoluto. Era obvio que algo había tramado el tal Crispín, y era obvio que aquel jovenzuelo tenía alguna participación en la trama. No tardó en regresar el joven, y sus temores se confirmaron.

-

Me ha dicho que ya le dará él la ropa, pero que se levante para que pueda coger la silla.

Él no tenía el menor reparo en colocarse frente a ella, sin duda devorándola con los ojos, aprovechando a fondo la ocasión, y debía sentirse cómodo porque ella, además, rehusaba mirarlo, insistiendo en mirarse los pies, en esconder su rostro en lo posible.

-

Oye, dile a tu jefe que venga un momento, y tú haz el favor de dejarnos solos.

-

Joder, mi jefe se va a enfadar conmigo, y ya sabes tú cómo se pone. Haga el favor de levantarse.

-

¡No voy a levantarme, joder! (ella hablaba ya como ellos, no tenía tan siquiera que fingir). ¡Y déjame sola! ¡lárgate de aquí!

-

Le digo que no me voy, hasta que no haga lo que me han mandado. Hable usted con el jefe si quiere.

-

¡Cómo voy a ir así! (hablar sin mirar a su interlocutor, que lo tenía en frente, resultaba violento, pero ella no quería mirarlo, prefería que fuera sólo unas piernas y poco más).

-

Está bien, pero se va a enfadar. Y no solo conmigo.

Desapareció, y ella se dio cuenta de que quizá debería haberse levantado, porque era muy probable que, efectivamente, el tal Crispín se enfadase con ella, aunque él sabía que ella se había negado a permitir que su camarero la viera en paños menores. Y desde luego no tardó en comprobar que había hecho una tontería con su negativa.

Los riesgos insospechados de la ambición (4)

4

-

Vaya, te has puesto cómoda, me alegro. ¿Has pensado ya en decirme la verdad?

-

Sí… pero será mejor que no le cuentes nada de esto a nadie, porque nos matarían a los dos (de repente sintió que su única oportunidad era contar aquella maldita historia, y que convenía contarla en su maldito lenguaje, que tantas veces había escuchado en las películas de gánsteres, a las que era muy aficionada). Yo… yo soy una de las amantes de…. en fin, no debe decirlo, he jurado y perjurado que no se lo diría nunca a nadie, pero ahora no tengo alternativa. Soy la amante… bueno, una de ellas, de La Turke. No debería decirlo, joder, no debería.

Ella escudriñó el rostro hasta entonces impertérrito del hombretón, y realmente sí percibió un parpadeo especial, un gesto muy contenido de sorpresa, un amago de estupor, y era como si una luz brillante se hubiera colado entre un cielo abarrotado de nubes negras presagiando el final de la tormenta.

-

Él… bueno, supongo que ya lo sabes, es un hombre muy especial… tiene unos gustos… pero no puedo contarlos, eso no. En fin, me ha hecho algunos regalos, no es que sea su preferida pero… me ha hecho regalos. Y la última vez me pidió… bueno, yo hago trabajitos para el Quico, esa es la verdad, y fue él el que me envió con La Turke, así que me ordenó… aunque para ganarme un dinerito extra, me ordenó que hiciera yo la entrega hoy… y él conoce vuestras disputas, y a ti te llamó el soplón… bueno, así te llamó… el caso es que después de hacerte la entrega me quedé preocupada… no sé si lo eres, ni me importa, pero quería que tú supieras que yo venía por el Quico, porque sé que tú al Quico, si fueras soplón, si lo fueras, que no digo que lo seas, no lo denunciarías nunca.

A ella la historia le surgió con espontaneidad, con franqueza, pues en definitiva estaba acostumbrada a contar historias a los jueces, a menudo “inventadas”. Y realmente pudo contemplar cómo el rostro del hombretón se distendía, se relajaba, consiguiendo de forma milagrosa un auténtico cambio de decorado. La puso de pié agarrándole de los hombros con una facilidad pasmosa, y la desató al instante.

-

Vaya, vaya, no te pega nada ser la zorra del Quico, ese bastardo sólo tiene putas baratas, y debo reconocer que tú tienes estilo. Pero bueno, eso es cosa tuya. Dime una cosa, ¿y tú te atreves a liarte con otros hombres, siendo la querida de La Turke?

-

Bueno, ya quisiera yo ser su “querida”, joder. Ya te he dicho que tiene varias amantes, y que él sabe a qué nos dedicamos. A mí no me ha prohibido estar con otros hombres, aunque desde luego cuando voy a su habitación tengo que limpiarme muy bien delante de él, tú ya sabes (de repente se sorprendía excitándose haciéndose pasar por una fulana de lujo ante aquel hombre, una fulana con unas amistades muy peligrosas). Te aseguro que si nos quisiera sólo para él nos lo habría dicho, porque él habla muy clarito. Por ejemplo, nos tiene terminante prohibido que hablemos de él a nadie, y te aseguro que ese hombre asusta cuando da órdenes, aunque no tenga precisamente un vozarrón.

Ella sabía que esos detalles le daban verosimilitud a su relato, y era sorprendente cómo la verdad no le había llevado a ningún lado, y esa fantasiosa mentira, en cambio, la había salvado. No sabía si había conseguido convencer al hombretón de su historia, pero era obvio que ese nombre de La Turke tenía un efecto disuasorio muy poderoso. Por una vez, el Quico le había salvado de una situación bien apurada, y realmente fue ella misma la que se metió en la boca del lobo. Y ahora el lobo, esfumada su furia inicial, esfumada esa desconfianza visceral hacia ella, pareció de repente interesada en ella, o al menos, en su vertiente más física.

-

Vaya vaya, después de todo, quizá por fin empiece a cobrarme algo de lo que me debe ese bastardo hijo de puta. Dime, ¿cuándo cobras por un buen polvo?

Sí, eso no lo había previsto, al presentarse a él como una verdadera fulana, era previsible que quisiera utilizarla, cuando además se había quedado con la miel en los labios no hacía ni una hora. Y el problema era que no tenía ni la más remota idea de las “tarifas” de las fulanas, y desde luego, ahora tenía comportarse como una de ellas, tenía que hacerlo, no podía mostrar tan siquiera desconcierto o nerviosismo.

-

Oye, me imagino en qué estás pensando, pero yo ahora llevo prisa, he venido sólo para que supieras quién me había mandado, y tengo que irme ya (necesitaba ganar tiempo para pensar en cuál sería una “tarifa” adecuada, y lo pensaba frenéticamente, a la vez que hablaba). Además, menudo susto me has dado, todavía tengo el corazón que parece que se me va a salir.

-

Bueno, tómate una tila, verás cómo te tranquilizas. Pero ya que estás aquí, no quiero perder la oportunidad, me quedé con las ganas de que me hicieras esa mamada, tenemos que terminar lo que empezamos. Hablaré con ese cabrón, me debe una pasta.

En un instante el hombretón tenía ya el móvil pegado a la oreja, y ella comprendió que estaba atrapada en su propia historia, que quizá le había salvado la vida, pero que no le iba a permitir irse tranquilamente de allí. Si había ido allí por dinero, y además era una fulana, estaría encantada de redondear la mañana con otro ingreso extra, eso es lo que pensaría él, y eso lo que hubiera pasado si realmente hubiera sido una fulana.

Además, aquella misma mañana se había desnudado para aquel hombre, había probado el sabor de su miembro viril, y se había sentido durante esos breves momentos como una profesional que buscaba realizar un buen trabajo, así que no iba a ser tampoco difícil volver a esa situación, ya había pasado por eso.

Y sobre todo, acababa de sufrir lo indecible durante unos interminables minutos pensando incluso que aquel hombre podría matarla, todavía sentía el miedo instalado en su cuerpo, todavía sentía que esa amenaza no se había despejado por completo, así que intimar con él sin duda alejaría por completo el peligro. Sin embargo, le resultaba insoportable la idea de que, aunque fuera por una hora, tuviera que aparentar y comportarse como una fulana.

No tardó en escuchar la conversación entre esos dos hombres.

-

¿Quico, hijo de puta, cuándo narices me vas a pagar lo que me debes? (no había saludos entre ellos, no era como la educada conversación entre compañeros de profesión a la que ella estaba acostumbrada)….. Ya, ya, no me jodas, no me jodas, ¿por quién coño me tomas?..... Si, ya, me voy a cagar en tu madre hijo de puta…. vale, vale, no me cuentes más historias, cabrón, no te voy a dar más de una semana de plazo. Y por cierto, estoy aquí con tu puta, esa que le has endilgado al jefe, y creo que voy a empezar a cobrarme la deuda. ¿Cuándo me cobras por ella?....

Desde luego, era víctima de su propia historia, se suponía que el Quico era su chulo, y era obvio que le daría permiso para usarla, así que no parecía lógico que pudiera resistirse a sus órdenes. Se sentía una vez más superada por las circunstancias, y desde luego nunca pudo ni remotamente imaginar encontrarse en una situación así.

-

¡No te pases, cabrón, que no vale tanto!.... sí, ya sé, ya sé que se la tira el jefe…. Menudo chollo has encontrado… Vale, vale, y habla con ella, que me está negando el polvo…

Él le pasó el teléfono, y ella tuvo que escuchar al Quico una vez más.

-

Nena, ya has visto cómo se lo ha tragado enterita. Y ahora resulta que quiere echarte un polvo, así que ya me dirás. Le he sacado cuatrocientos, y te aseguro que es una barbaridad, una barbaridad. Pero a mí ya no se me ocurre qué decirle, ya has oído, le debo un pastón y no puedo negarme a sus deseos.

-

Pero es que yo no puedo ahora, de verdad, es muy tarde y tengo otras cosas que hacer (no podía hablar con claridad estando delante el hombretón).

-

Nena, para él eres una puta que trabaja para mí, y las putas no tienen otras cosas que hacer, cuando su chulo les ordena acostarse con alguien. ¿Qué puñetas quieres que le diga, eh?

Ella se daba cuenta de que aquella conversación era absurda, que estaba prisionera de su propia mentira, y no tenía sentido prolongar la agonía. Estaba abocada a obedecer esa orden que el propio Quico no tenía interés en darle, pero que se había visto obligado a darle. Tenía que convencer al hombretón, tenía que convencerle de que volvería más tarde, y desaparecer. Pero si no lo conseguía, tendría que someterse.

-

Escucha, tengo un hijo en el colegio, y tengo que recogerlo, ya voy tarde. Déjame ir, y a las cuatro estaré aquí. Te lo juro.

-

No, no, tú no tienes ningún hijo. No me lo creo. Enséñame su foto, una madre siempre lleva las fotos de su hijo en el bolso.

-

¡Pues yo no las llevo, pero tengo un hijo, joder! ¡No me lo voy a inventar!

-

¿Y cómo se llama ese hijo tuyo? (ella se daba cuenta de que no estaba preparada para los detalles, y el nerviosismo incluso le impedía responder con naturalidad a esa pregunta, tardando unos significativos segundos en responder).

-

Pedro, se llama Pedro.

-

¿Y a qué Colegio va?

Esa pregunta la desarmó. Sencillamente no conocía el nombre de ningún Colegio, jamás se había preocupado por conocer los colegios de la ciudad porque todavía no pensaba tener hijos. Los segundos revelaron la invención, su propio transcurrir transformaron su nerviosismo inicial en pura desesperación, y terminó reconociendo que no tenía hijos.

-

Vale, vale, no tengo hijos, pero ahora estoy muy cansada, me has amenazado de muerte hace solo unos minutos, no estoy recuperada, no estoy preparada ahora, déjame una hora para descansar, por favor.

-

Perdona, yo no te he amenazado de muerte, y está claro que tú eres una mentirosa compulsiva. Cada vez me cuentas una historia diferente, y empiezo a pensar que te has inventado esa historia de La Turke, que seguramente te la habrá contado el Quico (aquella simple insinuación la asustó definitivamente, temiendo regresar de nuevo a la situación que acababa de superar, y esa mirada otra vez helada, otra vez fría como el acero, con la que la estaba una vez más escudriñando revelaban las dudas profundas que ese hombre albergaba sobre ella).

-

-

Joder, ya estamos otra vez. ¿Te crees que no me he muerto de miedo mientras me tenías atada? Todavía me duelen las muñecas. Pero no quiero más discusiones, y te aseguro que estoy deseando largarme de aquí. Yo tengo mi acuerdo con el Quico, no soy su “zorra” como dices, ¿vale? Él sabe que por menos de quinientos no me acuesto con nadie.

-

Ya, pero él me ha hecho un precio especial, me ha sacado cuatrocientos, así que déjate de rollos. Esa es mucha pasta, así que espero que sepas cumplir. ¿O acaso también es un rollo macabeo que seas una zorra?

Estaba claro que el hombre seguía desconfiando de ella, y que ella tenía sólo una forma de conseguir su confianza: demostrándole que sí era una prostituta de lujo, una experta y experimentada prostituta acostumbrada a ganarse sus elevados honorarios. Y eso era algo que, en aquellos momentos, le parecía superior a sus fuerzas. Aquella misma mañana había sentido el impulso casi profesional de satisfacer a aquel hombre, poniéndose a prueba ella misma como simplemente experta en las artes amatorias, capaz de satisfacer y llevar al éxtasis a cualquier hombre, lo cual no le parecía, por otra parte, una tarea difícil.

Pero las circunstancias habían cambiado, cambiaban con tanta rapidez que difícilmente podía ella asimilarlas. No obstante, necesitaba al menos unos minutos de preparación, necesitaba un mínimo descanso mental. No podía avergonzarla desnudarse de nuevo ante él, ese paso, el más difícil quizá, ya lo había dado, aunque la vergüenza, ciertamente, no iba a desaparecer por ello. Pero necesitaba mentalizarse, necesitaba convencerse a sí misma que su destino pasaba por satisfacer a aquel energúmeno de imponente presencia que podía derribarla con una simple bofetada. Había conseguido adentrarse en ese papel de fulana con cierta tranquilidad para salir del paso, pero ahora ya no se trataría de simular un papel, de un diálogo en el que ella representaba a una fulana; ahora tenía que ejercer de tal, y necesitaba tiempo para ello.

-

Oye, no me gusta esa palabreja, no es un trabajo agradable, pero necesito el dinero. Pero en fin, por lo menos tráeme algo de beber, algo fresquito, un gin-tonic, por ejemplo, algo que me anime después del susto que me has dado (le hablaba con cierto desparpajo porque entendía que ese lenguaje resultaba apropiado para su papel, aunque empezaba a sentirse cómoda hablando así, no tenía que esforzarse).

-

Está bien, supongo que he sido un poco brusco, pero es que eres bastante burra. ¡A quién se le ocurre soltarme que soy un soplón! Pero olvidemos eso. Te traeré el gin-tonic.

-

¡Y la pasta! (no es que verdaderamente pensara en el dinero, pero le parecía que para una fulana ese detalle sería significativo).

-

No perdona, esos cuatrocientos se lo descuento de lo que ese maricón me debe. La pasta te la dará el Quico, ¿vale?

No era ninguna tontería recibir cuatrocientos por una relación sexual, por más que le resultara desagradable mantenerla allí y con ese hombre. Y sabía que el Quico no le iba a dar ese dinero nunca, pero era obvio que no podía desdecirse de su historia, aunque todavía protestó, sólo por mantener las apariencias.

-

¡No me jodas! Que luego el Quico no me paga, ya me lo ha hecho más de una vez.

-

Te aseguro que te pagará, y si no lo haces, me lo dices, que yo te pagaré tu parte, y me encargaré de él.

No dejaba de ser una sorpresa que aquel hombre le pretendiera “proteger” de alguna forma de su chulo. No discutió más, y de repente el hombre se dirigió a la puerta trasera del almacén y la abrió, inundándose de la luz exterior que entró a raudales, deslumbrándola.

-

Espérame aquí fuera, como ves, estarás cómoda.

Salió a un pequeño patio de losetas, rodeado de más cajas de refrescos apiladas alrededor, pero en el que había también unas sillas y una mesa blanca de plástico duro de las de terraza. Por dos de sus lados se distinguía entre las cajas la misma alambrada que servía para delimitar el recinto del bar dentro del propio Parque, una alambrada bien alta saturada de setos que impedían ver el exterior. En el otro lado se encontraba una puerta en medio de otra alambrada de la misma altura que, según se imaginó, daba a la terraza que rodeaba al local, y por tanto, donde presumía que existirían mesas dispuestas para recibir a clientes, sino estaban ya ocupados por clientes. El otro lado lo constituía la puerta por la que había accedido y la pared del local. En realidad, el patio era bien pequeño, y al no disponer de paredes más que en un lado, no ofrecía mucha intimidad, aunque tampoco parecía accesible a la vista de curiosos. Al menos estaba al aire libre, el sol del mediodía caía con toda su fuerza y realmente, cuando él despareció, se sintió a gusto sentándose cómodamente en una de esas sillas, estirando las piernas, dejando que el sol acariciara su piel.

Se colocó de espaldas a la puerta para recibir el sol de frente, y desde allí solo veía la copa de los árboles que rodeaban al bar, un paisaje agradable, al fin y al cabo. No se sentía preparada para mantener una relación sexual con un extraño, no se sentía en absoluta preparada para ejercer de prostituta, pero en esos momentos quiso sencillamente descansar de la tensión acumulada, descansar aunque fuera unos segundos. El hombre no tardó en regresar con su copa, y con un par de platos con aceitunas y patatas fritas. Le extrañó ese gesto de amabilidad, y agradeció sobremanera que desapareciera de nuevo, dejándola sola con la copa y los aperitivos. Bebió con rapidez, sintiendo enseguida el golpe del alcohol, pues realmente la ginebra era más abundante que el refresco. Pizcó algunas patatas y algunas aceitunas, deleitándose con ese regalo inesperado: unos minutos de relajación al sol, sola, sin ruidos, sin nadie que le molestase. Quería que el alcohol surtiera su efecto, quería que su cerebro sobrevolara por aquel recóndito bar inmerso en un Parque medio vacío a mediodía.

Sin embargo, pese al alcohol, pese a la confortable caricia del sol, pese al silencio y la tranquilidad del momento, no pudo eludir pensar sobre el trabajo que le esperaba. En esos momentos le parecía verdaderamente increíble que hubiera mujeres capaces de mantener profesionalmente una relación sexual con un desconocido; verdaderamente le resultaba un misterio cómo podía afrontarse una situación así, en frío, teniendo en cuenta que, de alguna forma, cualquier relación requería un mínimo de excitación que ella, en esos momentos, veía imposible sentir. Eso sin contar con el lugar donde se desarrollaría el “trabajo”. No podía ser allí, al aire libre, sin apenas intimidad, pero tampoco veía posible hacerlo en el almacén lleno de cajas, un lugar sombrío, estrecho, agobiante, y bastante descuidado, nada apropiado para cualquier relación. Así que tendrían una pequeña oficina, una pequeña habitación con una mesa, no podía ser de otra forma. O quizá pretendiera él sacarla de allí y llevarla a su propia casa, si estaba soltero (y por alguna razón no se imaginaba a un hombre así casado, confortablemente casado). Esa última posibilidad no le agradaba en absoluto, pues lo último que quería es que alguien pudiera verle con él. Allí al menos sabía que nadie la vería, nadie que ella conociese. Y mientras pensaba en ello notaba el agradable efecto euforizante del alcohol invadiéndola con suavidad pero sin descanso, y se daba cuenta de que los minutos se sucedían sin que nadie la molestase, un tiempo extra con el que ella no había contado.

Pero inevitablemente el descanso finalizó cuando él apareció de nuevo. Escuchó la estridente puerta metálica abrirse, y aunque no se volvió, pudo observar su fuerte mano agarrando el vaso vacío que estaba a su lado, aunque sustituyéndolo por otro con la misma bebida. Sólo que esta vez no escuchó que se marchara. Ella bebió de nuevo sin volverse, agradeciendo que le hubiera repuesto la copa, pero ya se sentía inquieta ante esa presencia masculina a la que tendría que obedecer sin rechistar en los próximos minutos, y no meramente obedecer: tendría que complacerle de la mejor forma posible, de la forma más profesional posible.

Lo escuchaba moverse por el patio, detrás de ella, pero no sabía lo que hacía. De repente tuvo conciencia de que había incluso otro hombre con él, y por unos momentos se asustó. Sin embargo, le pareció que ese hombre se estaba llevando algunas cajas, porque la presencia de él la notó firme y poderosa a su lado, justo detrás de ella, y los ruidos de cajas y de pasos deambulaban tras ella, sin que aquella presencia que atisbaba con el rabillo del ojo se moviera. Supuso que sería alguno de los que trabajan en el bar que estaba llevándose algunas cajas, lo que le tranquilizó. Cuando oyó cerrarse la puerta, sin que aquella presencia se moviera, supo que estaban a solas. Ella con su chaqueta azul, con su camisa verde, con su ajustada falta azul a juego con la chaqueta, (la ropa que le exigió aquella mañana el Quico, por ser la misma que llevaba aquel maldito día en el que se topó con él), con sus medias blancas, con sus elegantes zapatos de tacón, y sin su sostén, porque aquella misma mañana se lo había dejado precisamente en ese mismo bar, cuando se fue corriendo. Gracias a la chaqueta disimulaba algo esa situación libre y espléndida de sus pechos, pero realmente no le agradaba en absoluto que alguien conocido lo percibiera también, así que se propuso comprar uno en cuanto saliera de allí. Precisamente, las manos del hombre se posaron sobre su chaqueta, tirando de ella para quitársela.

-

Permíteme.

Aquella supuesta amabilidad la desconcertaba. Todavía no lo había visto desde que entró de nuevo, y ella siguió bebiendo de su copa una vez que la despojó de la chaqueta.

-

¿Llevas las mismas bragas y las mismas medias que esta mañana? (oyó su voz detrás de ella, como si quisiera demorar el momento en que ambos cruzasen de nuevo las miradas, aunque desde luego no sería por pudor).

Era una pregunta simple, y hasta tonta, pero era la primera vez que ella tenía que hablarle tras haber aceptado estar a su disposición, tras haber aceptado estar bajo sus órdenes. Y le resultó incluso difícil pronunciar esa sencilla palabra de dos sílabas.

-

Sí (contestó por fin sin volverse, aunque sintiendo un creciente nerviosismo no mitigado como esperaba por el alcohol).

-

Pues empieza por quitarte las medias.

Miró en frente y solo vio cajas, y entre ellas setos tupidos. Nadie podía verla oculto tras la alambrada, y realmente no tenía sentido que nadie estuviera ahí detrás a esas horas, y precisamente en ese lugar. Se las quitó y las dejó enrolladas en la mesa, junto al vaso y los platos, apareciendo de inmediato esa mano grande llevándoselas de allí. No sabía todavía cuáles eran sus intenciones, pero empezaba a sospechar que ése ere el lugar donde tendría que entregarse, en aquel patio al aire libre, y la verdad es que la idea no le tranquilizaba demasiado, pues aunque el alcohol empezaba a ayudarla a minimizar los problemas, no era el lugar que ella hubiera considerado adecuado para entregarse a él. Oyó arrastrarse una silla detrás de ella, acompañado de un ruido de cristal posándose en la mesa con fuerza y un ruido metálico de un cubierto, lo que le indicaba que el hombre se había sentado detrás de ella a comer algo, y a beber. No parecía tener prisa, y ella no quería tampoco precipitar los acontecimientos.

-

¿Tienes hambre? ¿te traigo algo?

Oyó una vez más esa voz poderosa detrás suya, una voz que ahora pretendía incluso ser amable.

-

No, gracias, no tengo ganas.

Ella no se volvía, así que hablaban sin verse, lo que le resultaba más cómodo.

-

Todavía no me creo que seas la zorra del Quico. No sé, no me convences. Y tampoco me creo que te hayas tirado al gran jefe, al gran La Turke. No me imagino cómo ha podio el Quico ofrecerle una puta, no lo veo. Por más vueltas que le doy, no me hago a la idea.

Lo último que quería ella era una conversación sobre esa cuestión, y realmente el miedo que poco a poco se había ido disipando aunque sin abandonarla del todo, regresó al instante con todo su poderío. Ella pensaba que ya había superado la situación, y ahora se daba cuenta que el tal Crispín seguía pensando en ello, seguía sin convencerse. Sin duda la sola mención de ese nombre, La Turke, le paralizaba, aunque pareciese mentira le imponía respeto. Y le agradaba de alguna manera que ese hombre se diera cuenta de que ella no era una fulana. Pero tenía que conseguir que aquel hombre se olvidara de esa historia, aunque no terminara de creerla.

-

No quiero hablar de eso, por favor. Ese hombre paga bien, pero es muy duro con nosotras, a mí me machaca psicológicamente, termino fatal después de estar con él. Y ya te he dicho que nos tiene terminantemente prohibido que hablemos de ello. Si supiera que te he contado esto, me daría una paliza como mínimo. Por favor, olvídate de todo eso.

Sin mirarlo el discurso le pareció incluso más convincente, y el silencio que siguió a su emotivo discurso parecía indicar que había conseguido el efecto que quería.

  • ¿Y cómo has conocido tú al Quico?

-

De verdad te lo digo, no quiero hablar de esto. Mira, yo hubo una época que consumía mucha hierba, y se la compraba a él, y como estaba mal de dinero, al final le acabé debiendo mucho dinero. Y entonces él me propuso eso, y ya no quiero hablar más.

Sí, había estado inspirada, se había imaginado esa pregunta y tenía preparada la respuesta, que además le pareció muy natural. De nuevo el silencio le confirmó que, al menos, la historia le había desconcertado, le había parecido creíble.

-

¿Qué tal si te levantes, nena, que engorde un poco la vista?

Realmente estaba cómodamente sentada, dentro de lo cómoda que podía estar en una silla de plástico duro difícil de domar. Pero ahora llegaba el momento, y realmente sentía cierto alivio de que él se fijara de una vez en su cuerpo, que se excitara mirándola, y que se olvidara de esa forma de todos sus negros y obsesivos pensamientos. El miedo iba y venía, la mantenía en tensión ante una posible repentina erupción de su ira, pero en todo caso no se sentía ya directamente amenazada por él. Se levantó, estirándose la falda, y se volvió hacia él, cruzándose de brazos. Tal como se había imaginado, él estaba justo enfrente de ella, al otro lado de la mesa, comiendo de un plato con ensaladilla rusa y unos filetes, con una botella de cerveza a su lado.

-

¿De verdad no quieres nada? ¿un poco de ensaladilla?

La miró a los ojos pero, afortunadamente, sin taladrarla, posándose en los suyos de forma liviana, ligera, casi alegre. A ella la alivió esa mirada relajada, que le hacía parecer menos fiero, más humano.

-

No gracias, no me apetece. Lo que quiero es terminar (no pretendía ser desagradable, pero no pudo evitar decirlo y, realmente, se arrepintió al instante de haberlo dicho, porque no dejaba de parecer una provocación).

-

No tengas tanta prisa, tenemos una hora por delante, bueno, cincuenta minutos (al menos no le había respondido con furia, pues mantuvo el mismo tono amable con el que le había ofrecido la comida). Muévete un poco, como si fueras una modelo en una pasarela.

Aquel patio era realmente pequeño, en el lado en el que estaba no tendría más de cinco o seis metros, y era el más largo. Pero con las cajas alrededor, todavía se hacía más pequeño. Empezó a andar a un lado y a otro del patio, siempre delante de él, y siempre con los brazos cruzados.

-

Joder, qué sosa. Pon las manos atrás, contonéate un poco, tienes que demostrarme que eres una puta de lujo. Tienes que demostrarme que vales esos cuatrocientos que voy a pagar por ti.

Lo miró un instante, y pudo comprobar que todavía tenía comida en el plato, aunque parecía más pendiente ahora de la bebida, y de ella misma. Colocó sus manos detrás, como le había pedido, e intentó andar con mayor movimiento de caderas. No se sentía sensual, no se sentía excitada, le resultaba difícil incluso ese simple cambio en su forma de andar. Pero lo siguiente que escuchó ponía en evidencia que, al menos, el hombre si empezaba a excitarse.

-

Quítate la falda. Puedes dejarla en la silla.

No podía evitar sentir una profunda vergüenza ante la perspectiva de tener que desnudarse ante él, y ello pese a que ya lo había hecho esa misma mañana. Se fue hacia su copa y apuró el trago hasta dejarla vacía, y enseguida aquel mocetón no dudó en ofrecerle otra, que ella aceptó de inmediato. Respiró aliviada cuando el hombre se levantó y despareció, aunque aquello sólo le diera un pequeño respiro. Y se sorprendió cuando el hombre apareció de nuevo, con toda rapidez, y sin la copa en la mano.

-

Ahora te la trae el chico. Vamos, quítate la falda.

Aquello la paralizó. No estaba dispuesta a mostrar su cuerpo a otro hombre que no fuera él, no estaba en absoluta dispuesta.

-

Oye, esperaré a que me traiga la copa, si no te importa.

-

¿No tenías prisa? Venga, quítatela, ése ni se va a fijar en ti.

-

Ya, pero él no está invitado. He hecho un trato contigo, ¿vale? Y la verdad, no sé lo que pretendes, pero yo no quiero hacerlo aquí. Es como si lo hiciéramos en la calle. ¿No podemos ir a otro sitio?

Intentaba mostrarse muy “profesional”, pero sólo para evitar la vergüenza añadida de que un desconocido pudiera verla en esa situación, en trance de desnudarse para ese hombre. Además, provocando la discusión daba tiempo para que se presentara de una vez el camarero.

-

Vamos a ver si nos enteramos, nena. Por cuatrocientos tendrás que hacer lo que yo te diga, cómo yo te diga, y dónde yo te diga. ¿Está clarito? Yo no tengo gustos raritos, puedes estar tranquila, pero sacaré el máximo provecho a mi dinero, y harás lo que yo te diga. ¿Vale?

-

Pero en el trato no se incluyen mirones, solo te digo eso. Sin mirones.

-

Qué pasa, ¿tienes una tarifa especial para mirones? No digas gilipoyeces.

-

Pues sí, hay que gente que te paga sólo para ver cómo lo haces con otro.

Aquello sonaba realmente profesional, y ahora resultaba que su conversación con aquella fulana del burdel donde le había llevado el portero le estaba resultando útil. Tan útil que escuchó enseguida el ruido de la puerta metálica anunciando la presencia del camarero con su copa. Antes de que apareciera se volvió, pues desde luego no quería ver a nadie. Oyó el ruido del vaso al posarse en la mesa, y poco después el ruido de la puerta al cerrarse. Y entonces se volvió, comprobando que estaban solos.

-

Bien, ya no hay nadie, quítate de una puñetera vez la falda.

Sí, ya no había excusas. Buscó la cremallera con los dedos, la bajó, tiró de la falda por los costados hasta que venció el obstáculo de las caderas, y sin dejarla caer al suelo la recogió con una mano. La llevó a la silla donde había estado sentada, y de nuevo con los brazos cruzados se colocó delante de él, que se había sentado otra vez en su silla, aunque ya no parecía dispuesto a seguir comiendo.

-

Hazte un nudo con la camisa, en la cintura, por encima del ombligo. Quiero verte en bragas.

Sí, el hombre iba a saborear a fondo sus cuatrocientos, y lo que él no se imaginaba es que a ella maldita falta le hacían esos cuatrocientos, que además ni siquiera confiaba en verlos. Se levantó la camisa y se hizo un nudo con los faldones, por encima del ombligo. Realmente, la vergüenza no se mitigaba ahora con el alcohol, quizá porque la luz caía a plomo sobre ella, mostrando sus piernas, sus bragas, todo su cuerpo con la mayor nitidez, impidiéndole abstraerse lo suficiente para dejarse llevar por la excitación. Se acercó a la mesa para apurar otro trago, y se quedó plantada ante él, en el mismo lugar que antes, y de nuevo con los brazos cruzados.

-

Venga, anda otro poco, contonéate, y con las manos atrás.

Exhibirse en bragas delante de aquel hombre le inundaba de vergüenza, pero sentía al menos que el zumbido de la excitación empezaba a recorrerle el cuerpo.

-

Si señora, un buen culo, unas buenas piernas. El gran jefe no es tonto, desde luego. Date la vuelta, y tócate las nalgas.

Era evidente que aquel hombre no tardaría por fin en abalanzarse sobre ella, y quizá tocarse las nalgas de espaldas a él, sin tener que soportar su mirada, la ayudaría a excitarse, pues sentía la necesidad de excitarse, teniendo en cuenta que no iba a poder evitar el contacto físico con él. Hizo lo que le mandó, y empezó a tocarse las nalgas para él, moviendo un tanto las caderas aunque consciente que no era capaz de imprimir a su cuerpo un ritmo sensual, en aquellas frías circunstancias.

-

Vuélvete, pero sigue tocándote el culo.

Cuando se volvió comprobó que Crispín se había despojado de su camiseta, mostrando su espectacular torso varonil. No pudo dejar de fijarse en él mientras continuaba tocándose las nalgas, y realmente sintió que la excitación empezaba a invadirla cuando lo vio llevarse con lentitud el cuello de su botella de cerveza a los labios. Claro que la tensión sexual que empezaba a invadirla se rompió al escuchar el inconfundible crujido de la puerta metálica.

-

¡Joder! (se le escapó sin querer, furiosa por la interrupción cuando empezaba a sentir el rumor de la excitación extendiéndose por su cuerpo).

Con rapidez se dio la vuelta, mientras escuchaba la voz del camarero, o quién fuese, a sus espaldas.

-

Jefe, está aquí el de los montaditos del otro día, quiere verle.

-

¡Coño, y no le has dicho que no estoy!

-

Es que dice que tiene que hablar con usted sin falta, que si no es ahora ya no podrá venir hasta dentro de unas semanas.

-

¡No voy a acabar nunca!

Ella había desbrochado a toda prisa el nudo de la camisa, la había estirado lo más posible para que cubrirse el trasero, pero sin duda el muchacho le habría visto en ropa interior con toda seguridad, aunque había evitado que la viera la cara. Finalmente Crispín había conseguido su objetivo, aunque no sabía si habían preparado entre ellos ese teatro, porque le pareció muy espontánea la conversación. Sí, parecía una mera casualidad, pero lo cierto es que la puerta no la había cerrado con llave. Y estaba decidida a pedirle, cuando regresara, que la cerrase con llave, si quería continuar.

Pero aunque pudiera ser una casualidad la irrupción del camarero, no tardó en aprovechar la ocasión Crispín, pues cuando ella pensaba que ya se habían ido los dos, de repente sintió sus pasos acercarse rápidamente a ella, y enseguida su cuerpo rozándola por detrás, y sus fuertes brazos rodeándola hasta que esas manos poderosas encontraron sus muñecas y elevaron sus brazos con toda facilidad hasta posarle las manos sobre la cabeza, para acto seguido empezar a desabrocharle uno a uno los botones.

-

Bueno, ya es hora de que te quites la camisa. Volveré enseguida.

En cuanto terminó de desabrocharle todos los botones le abrió la camisa para estrujarle con fuerza los pechos, y sin perder ni un segundo, tiró de los lados de la camisa hacia atrás para quitársela, bajando ella los brazos de inmediato obligada por el empuje irresistible de él, que ya no se detuvo en su empuje ni cuando las mangas, cuyos botones no se había detenido en desabrochar, se tropezaron con el obstáculo de sus manos, pues con un fuerte tirón adicional consiguió que saltaran los botones, o al menos así se lo pareció a ella.

En cuanto se sintió libre de la camisa cruzó sus brazos sobre su pecho, y realmente en esos momentos ya no sabía si el camarero seguía allí o se había ido, aunque tampoco quería comprobarlo volviéndose. Y cuando esperaba que el hombre se iría por fin, notó sus manos manipulando sus bragas para introducirle toda la tela que cubría sus nalgas en el espacio que había entre ellas, descubriendo sus glúteos que tampoco se libraron de un fuerte apretón de esas incansables manos.

-

Así estás mejor, menudo culo tienes. Bueno, vuelvo enseguida.

Dos sonoras palmadas en sus nalgas culminaron su frase, y ella no quería ni pensar que el otro hubiera presenciado toda la escena. Pero desgraciadamente no tardó en salir de dudas, al oír su voz enérgica dirigiéndose no a ella, si no a su subordinado.

-

Joder, vaya fastidio. Oye, no le digas más a nadie que estoy aquí, vale. Ofrécele una copa a la señorita.

-

¡No, no quiero, gracias! (ella se anticipó al instante, sobresaltada por el descubrimiento, azorada por la presencia del camarero, y deseando desesperadamente que la dejaran sola cuanto antes).

Semidesnuda delante de ese desconocido (al menos ella no sabía quién era, no le había visto la cara, y tampoco lo había visto antes, cuando entró en el bar), no tenía opción de taparse, pues para ello tendría que volverse y buscar su ropa, y en absoluto deseaba exponerse a ser vista por él. Esperó unos segundos petrificada de cara a esas cajas y a esos setos que ahora eran su único paisaje, sin atreverse ni quiera a retirar la tela de las bragas que había quedado aprisionada entre sus nalgas.

Pero pasaron los segundos sin que hubiera oído el ruido de la puerta al cerrarse, y ella empezó a pensar que el camarero se había quedado allí, contemplándola, seguramente con el permiso de su jefe, que evidentemente le había arrancado la camisa para solaz de su subordinado. Giró la cabeza a derecha e izquierda, intentando rastrear de reojo la presencia del intruso. Pero un ruido que no supo identificar le confirmó sus temores: había alguien detrás de ella, alguien que podía regodearse todo lo que quisiera con sus nalgas, con sus piernas, con su espalda, con su cabellera rubia que caía en alegre cascada casi hasta su cintura. No supo qué hacer, no quería iniciar una conversación con el desconocido, aunque fuese para decirle que se marchara de una vez. Y allí de pie, de cara a la pared, con las bragas como única vestimenta, además de los zapatos, la vergüenza más intensa se apoderó de ella, sólo mitigada por el hecho de que no se habían cruzado las miradas, por el hecho de que él sólo podía contemplarla de espaldas. Y la sobresaltó por completo oír su voz.

  • ¿De verdad no quiere una copa?

  • Pues sí, si es tan amable.

Se alegró al oír moverse la puerta y, con cautela, se fue volviendo hasta que comprobó que estaba por fin sola. Pero entonces comprobó también que su ropa había desaparecido de allí. Se acercó a la puerta y escudriñó en el interior del almacén, aunque sin atreverse a entrar para no ser sorprendida. Tampoco vio rastro de su ropa. Al menos recompuso su braga, y se sentó de nuevo, cruzando las piernas y manteniendo los brazos cruzados sobre el pecho. El camarero no tardó en regresar, con el vaso en la mano, y tuvo el atrevimiento de colocarse enfrente de ella ofreciéndole la copa. Ella bajó la mirada al instante, y la cabeza, queriendo evitar lo que ya parecía inevitable.

  • Déjala en la mesa, y por favor, déjame sola.

  • Ahora mismo señorita, pero antes tengo que hacer una cosa que me ha dicho el jefe. ¡Menudo cuerpazo tiene usted!

Aunque no resultó grosero, aquella abierta intromisión en su intimidad la azoró más todavía, y realmente empezó a temer que aquel joven (lo suponía joven por la voz) no iba a dejarla tan fácilmente.

  • Dese prisa, por favor.

Oyó el ruido de unas sillas y enseguida vio al joven aparecer delante de ella llevando a dos en volandas, hasta dejarlas apoyadas en las cajas, una al lado de la otra, justo enfrente suya. Ella inclinó todavía más la cabeza para que él no pudiera verla al volverse, dejando que el pelo le cubriera en parte el rostro. Pasó al lado suya y enseguida volvió con la otra silla, dejándola junto a las otras. Ella no pudo dejar de preguntarle por aquel movimiento.

-

¿Se puede saber lo qué estás haciendo?

-

Ya se lo he dicho, lo que me ha ordenado el jefe. ¿Puede levantarse, por favor? Quiere que ponga todas las sillas allí.

-

Pues mira, tráeme mi ropa, si quieres que me levante.

-

Yo no sé dónde está.

-

Pues pregúntale a tu jefe.

-

Como quiera.

El joven desapareció de nuevo, y ella ya se instaló en el nerviosismo más absoluto. Era obvio que algo había tramado el tal Crispín, y era obvio que aquel jovenzuelo tenía alguna participación en la trama. No tardó en regresar el joven, y sus temores se confirmaron.

-

Me ha dicho que ya le dará él la ropa, pero que se levante para que pueda coger la silla.

Él no tenía el menor reparo en colocarse frente a ella, sin duda devorándola con los ojos, aprovechando a fondo la ocasión, y debía sentirse cómodo porque ella, además, rehusaba mirarlo, insistiendo en mirarse los pies, en esconder su rostro en lo posible.

-

Oye, dile a tu jefe que venga un momento, y tú haz el favor de dejarnos solos.

-

Joder, mi jefe se va a enfadar conmigo, y ya sabes tú cómo se pone. Haga el favor de levantarse.

-

¡No voy a levantarme, joder! (ella hablaba ya como ellos, no tenía tan siquiera que fingir). ¡Y déjame sola! ¡lárgate de aquí!

-

Le digo que no me voy, hasta que no haga lo que me han mandado. Hable usted con el jefe si quiere.

-

¡Cómo voy a ir así! (hablar sin mirar a su interlocutor, que lo tenía en frente, resultaba violento, pero ella no quería mirarlo, prefería que fuera sólo unas piernas y poco más).

-

Está bien, pero se va a enfadar. Y no solo conmigo.

Desapareció, y ella se dio cuenta de que quizá debería haberse levantado, porque era muy probable que, efectivamente, el tal Crispín se enfadase con ella, aunque él sabía que ella se había negado a permitir que su camarero la viera en paños menores. Y desde luego no tardó en comprobar que había hecho una tontería con su negativa.

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