Los riesgos insospechados de la ambición (3)

Marta tiene que soportar que la traten como a una fulana, y termina agradecida de que la traten así

Los riesgos insospechados de la ambición (3)

3

Sus ojos escudriñaban el suelo mientras se acercaba hacia su meta, y sólo se detuvo cuando vio aquellos enormes zapatos de deporte blancos, de suela gruesa, y unos calcetines que se adivinaban también gruesos, aunque unos pantalones vaqueros bastante raídos apenas dejaban ver más que su color. Arrodillarse fue ya un acto heroico, y ante ella apareció su objetivo, aquello que se escondía tras la cremallera de botones y un férreo calzoncillo, pero que se insinuaba con bastante precisión por el apreciable bulto que se formaba en su entrepierna, y ello pese a la rígida tela del pantalón.

Sin pensarlo ni un instante, sus manos se dirigieron a toda prisa hasta la hebilla de su cinturón, una hebilla bastante espectacular, grande y plateada, gruesa, sólida, y sin duda llamativa, aunque ella apenas se había fijado en ella, dadas las circunstancias. Sin embargo, una poderosa mano de dedos largos y gruesos le agarró la suya y le cambió bruscamente la dirección, obligándola a posarse sobre aquel bulto cuyo origen y contenido era perfectamente conocido por ella.

  • Venga, primero tienes que ponérmela dura. No seas tan rápida.

La mano detectó con toda claridad, con toda precisión, la presencia inconfundible de un falo desperezándose, revolviéndose sanguíneo debajo de las sucesivas telas que lo aprisionaban, manifestando ya su dureza a través de ellas. Su mano describió sobre la tela rígida del pantalón vaquero lo que podía considerarse una caricia, una caricia que repitió mecánicamente sin saber cuándo tenía que ponerle fin, pues realmente desde el principio le pareció que aquello estaba totalmente preparado y dispuesto para una sesión de sexo oral.

Arrodillada ante él ponía de manifiesto su momentánea sumisión a sus designios, circunstancia que aprovecho, haciendo valer su recién adquirida jerarquía, para cogerle la barbilla para obligarla a alzar su cara hacia él, y por tanto, a mirarle, pero a una distancia tan escasa que fácilmente él hubiera podido besarla, y el hecho de tener que mirarlo la hizo sentirse intensamente humillada, si bien la vergüenza infinita que sentía la superó casi sin esfuerzo por el estado de absoluta desesperación en el que se encontraba, atrapada en aquel maldito bar cargada de droga, con la amenaza de toda clase de males si no conseguía vendérsela a aquel individuo.

Ella apartó la cara enseguida, y aunque no pudo evitar sentirse inundada por esa mirada lasciva que desde unos insondables ojos negros la invadió en los escasos segundos en los que se cruzó con ella, al menos consiguió que esa viscosa y desagradable intimidad que él buscaba sólo durase unos breves segundos.

-

Vaya vaya con la rubia, no te importa chuparme la polla pero no quieres ni verme. Bueno, a ver si te gusta esto.

Con toda rapidez las dos fuertes manos del hombretón se dirigieron directamente a sus nalgas, cogiéndoselas con fuerza a través de la falda, para lo cual no tuvieron que hacer demasiado esfuerzo, porque sus cuerpos estaban prácticamente pegados el uno al otro. Y ella se rebeló contra aquella maniobra inesperada, aunque fácilmente previsible. Pensar que el hombre se conformaría sólo con aquello, con un episodio de sexo oral, era demasiado ingenuo, incluso para una simple colegiala, y sin embargo ni siquiera lo pensó hasta que no se vio manoseada, pues estaba tan absolutamente desbordada por los acontecimientos que pensó que él sólo pretendía asegurarse que no era una policía, y que por tanto, él se conformaría con eso.

Y sin duda en el origen el hombre lo planteó bajo el convencimiento que ella se negaría; pero al comprobar que no era así, es obvio que su atractivo cuerpo no pudo dejar de provocar su conocido efecto en los hombres, y ante la posibilidad de conquistarlo en su integridad, no tenía sentido conformarse meramente con una felación. Pero ella no pudo evitar la protesta, no pudo evitar ponerse de pie furiosa, con el gesto crispado, enfurecida estúpidamente.

-

¡Oye, las manos quietas! Hemos hecho un trato, y quiero terminar de una vez.

-

¡Pero se puede saber de qué coño vas tú! No querías echar un polvo conmigo por doscientos, y ahora estás dispuestas a chupármela gratis, pero sin que te coja el culo. ¿Eres gilipoyas o qué?

-

¡Yo no quiero hacerte nada, joder! Pero necesito que me des el dinero de una vez, porque el que me ha dado la droga me ha dicho que me va a matar como no aparezca con el dinero. ¡Estoy amenazada de muerte, y por eso tengo que conseguir el dinero como sea, y hoy mismo!

-

¡Te creerás que soy gilipoyas! Esperarás pillarme ahora, pero yo no sé nada de ninguna droga, ni sé de qué dinero me hablas. Has estado a punto de hacerme creer que no eres una poli, pero ya veo cuál es tu jueguecito. Quieres ponerme caliente para que pierda la cabeza, y consigas que te diga lo que quieres oír. Ya puedes irte a la mierda, de una puta vez.

Ella sencillamente quedó espantada ante este nuevo giro de la conversación. No había duda de que aquel hombre seguía dudando de ella, y aunque ciertamente se había arrodillado, aunque ciertamente había mostrado su disposición a cumplir con la promesa, también era cierto que aquello había quedado en entredicho por culpa de su absurda reacción. Ahora el hombre se había levantado también furioso, y de nuevo se dirigió hacia la puerta, obligándola a correr detrás de él para impedírselo. Se colocó junto a la puerta, para impedirle que la abriera.

-

¡Por favor! ¡por favor! ¡haré lo que quieras, lo que me pidas! ¡sólo quiero terminar de una vez! ¡por favor!

-

¿Qué, otro truco? ¡Ya está bien!

Ella actuó con rapidez; buscó sus manos, que estaban en jarras; las agarró y las llevó directamente a sus pechos, que ya hacía un tiempo que se movían libres en el interior de su camisa verde. Sus pechos voluminosos no dejaban de ser endiabladamente atractivos para los hombres, y ella confiaba que aquel gesto espontáneo al menos le hiciese reconsiderar al hombretón su intención de echarla del bar.

El hombre se sorprendió al ver sus propias manos sobre aquellos pechos que sin duda ya había deseado en más de una ocasión desde que ella apareció en su bar, y tras unos segundos de desconcierto, en los que aquellas manos permanecieron simplemente sobre ellos, no tardaron en palparlos, agarrarlos, cogerlos, y enseguida, sin demora, se apartaron sólo para desabrocharle con torpeza los botones de la camisa, descubriéndolos y volviendo a cogerlos ahora con más fuerza, con verdadero deseo, haciéndole gritar de dolor en uno de esos desaforados apretones, calmándose luego para acogerlos con más detenimiento, con más calma. Y enseguida aquellas manos se dirigieron hacia la camisa para bajársela por completo, haciéndola girar con toda facilidad, e intentando quitársela sin desabrocharle las mangas, lo que no pudo hacer en su primer intento, quedando la camisa colgada de las manos.

-

¡Espera, espera! ¡Deja que desabroche los botones de las mangas!

Le habló de espaldas a él, girando la cabeza lo suficiente para que pudiera escucharle mejor, pero sin mirarle. Las manos se apartaron, y ella volvió a colocarse la camisa en su posición natural, desabrochándose los botones rápidamente, y dejando caer los brazos, para que fuese él el que le quitase la camisa, si lo deseaba. Y lo deseaba, porque la camisa sencillamente voló por sus brazos y voló luego delante de ella, cayendo al suelo cerca de la silla donde él se había sentado. Enseguida el hombre le sujetó las muñecas, le levantó los brazos y le colocó las manos sobre la cabeza, pudiendo ella comprobar con sus propios ojos cómo esas manos fuertes y aguerridas, de piel seca y áspera, se apoderaban con fuerza de sus senos, ahora libre por completo de obstáculos. El desagrado por la hosca manipulación a la que los sometía el hombretón se compensaba esta vez por la alegría que le producía el hecho de que, por fin, parecía que su pasión se desataba sin restricciones, quizá ya confiado plenamente en que ella no le estaba tendiendo ninguna trampa.

Cuando aquellas manos poderosas intentaron desabrocharle la cremallera de la falda ella ya se sentía aliviada por completo de esa desesperante sensación de estar atrapada en un callejón sin salida, ya veía la luz al final del túnel, y se sentía plenamente satisfecha con el poder de seducción de su cuerpo, que en definitiva estaba consiguiendo que aquel hombretón se olvidase de una maldita vez de su obsesiva convicción de que ella era una policía. No dudó en colaborar con él, apartándole las manos para desabrochársela ella misma, dejando además que fuera él el que se la bajara, buscando acelerar su excitación para que cuanto antes quedase satisfecho. Y con esa finalidad, ella misma volvió a colocar sus manos sobre la cabeza, dejándole a él toda la iniciativa, para que hiciese con su cuerpo lo que quisiera, dispuesta a satisfacerle de una maldita vez.

La falda no tardó en caer por el tirón irresistible de aquellas manos poderosas, y ella levantó los pies para recogerla del suelo y lanzarla hacia una mesa, aunque cayendo al suelo. Volvió a poner las manos sobre la cabeza, y hasta quiso aumentar su grado de excitación para asegurarse un final rápido.

-

¡Cógeme el culo! ¿No querías tocármelo cuando te la iba a chupar? Pues ahora es tuyo, todo tuyo.

No sintió vergüenza al quedarse sólo con las bragas y las medias como única vestimenta, no sintió vergüenza sino pura alegría al comprobar que esas manos firmes se posaban en sus nalgas, las agarraban, las desplazaban, las estrujaban; tampoco sintió vergüenza cuando de nuevo la rodearon y ascendieron hacia sus pechos, mientras ella seguía con sus brazos alzados. Ni siquiera la sintió cuando una de aquellas manos abandonó a la otra, engolfada entre sus pechos, para descender por su vientre e introducirse en el interior de la braga, apropiándose de su entrepierna; y no sólo no la sintió, sino que abrió sus piernas para facilitarle la posesión de su sexo, y movió las caderas para deslizarse por esos dedos regordetes. Que se encontrase a pleno luz del día, en medio de un bar vacío, a punto de abrir sus puertas al público, medio desnuda, y con las manos regordetas de un desconocido manoseándole los pechos, hurgándole en su sexo, aplastando su frágil y sinuoso cuerpo de mujer contra el de él, rudo y nada sutil, le resultaba por completo indiferente, no le preocupaba ni lo más mínimo, obsesionada como estaba en conseguir que aquello que ahora sobresalía esplendoroso del pantalón vaquero del hombre explotara, reventara de una vez, se vaciara por completo. Y sintiendo nítida y poderosamente aquella firme presencia en sus nalgas, apretadas como estaban contra ese pantalón, no dudó en girarse de golpe, mirarle a los ojos directamente a la vez que dirigía sus manos una vez más a la hebilla de su cinturón, y pedirle implorante, desfalleciente, sumisa:

-

¡Déjame que te la chupe de una vez!

Y sin esperar respuesta, desató el cinturón, desabrochó los botones del pantalón, se arrodilló, le bajó los pantalones de un golpe, le cogió su miembro a través de la tela del calzoncillo, lo acarició, lo movió de un lado y del otro, y finalmente, lo liberó del calzoncillo, bajándolo, dejándolo que cayera sobre el pantalón. Y sus ojos descendieron desde los de él hacia aquel falo enhiesto que, desafiante, se había situado a la altura de su boca, de sus labios, con la cabecita sonriente y sonrosada exigiendo que se le abrieran las puertas del cielo, a lo que ella accedió, aunque no sin antes deslizar la lengua a todo lo largo de él, lamiendo con especial intensidad la sonriente cabecita, hasta terminar engulléndola dentro de su boca.

Pero sucedió lo inesperado, justo cuando ella, verdaderamente entusiasmada, concentrada en imprimir ritmo a su cabeza mientras se introducía la sonrosada cabecita sonriente de su falo en la boca, estaba ya sintiendo las mieles del éxito, cuando se sentía en el umbral de la gloria, de esa gloria absurda que se había convertido en su objetivo principal y desesperado: conseguir que aquel miembro viril saciara por fin su virilidad en su boca, justo en ese momento. Y lo inesperado fue el ruido estruendoso que surgió en el silencio de aquella fría mañana de otoño en el bar vacío: la puerta de la entrada fue golpeada de forma insistente por alguien que tenía prisa, y que gritaba el nombre del hombretón con todas sus fuerzas:

-

¡Crispín! ¡Críspin! ¡Abre de una vez, Crispin! ¡Vamos, que no tengo toda la mañana!

Como un resorte, ella abandonó a su suerte aquel pene erecto que con tanta fruición introducía en su boca, se levantó de un golpe, cogió la camisa y la falda, que fue lo primero que vio, y se fue para ocultarse en el primer sitio que vio, tras una puerta que estaba en el lado opuesto del bar, y que enseguida comprendió que era el almacén, pues allí se apilaban todo tipo de cajas, de refrescos, de latas diversas, de cervezas. Se ocultó tras la puerta, y comprendió entonces que se había dejado el sostén y la chaqueta fuera, a la vista de la persona que entrara, aunque no sabía qué había hecho el hombre con su sostén, no sabía si lo había dejado sobre la mesa o se lo había guardado en el pantalón.

Enseguida oyó las maldiciones del hombretón, que se había quedado con la miel en los labios:

-

¡Joder! ¡joder! ¡será mamón! ¡me cago en la leche! ¡será posible! ¡mierda! ¡mierda!.

Oyó el ruido de la puerta al abrirse, y los vozarrones de los dos hombres intercambiando insultos, improperios, reproches. Y desgraciadamente, el que acababa de llegar no tardó en percatarse de la situación, pues sin duda su sostén debía estar en el suelo, o sobre la barra, o en todo caso en lugar visible.

-

¡Ah! ¡Claro! ¡Ahora lo entiendo todo, mamón! ¡Tú te estabas chingando a una zorra!

Aunque ella no los veía, el comentario la aterrorizó, pues se imaginó enseguida que el hombretón la obligaría a salir de su escondite, la mostraría semidesnuda a su amigo, y con la mayor rapidez empezó a vestirse.

-

Oye, no es cosa tuya lo que hago, o lo que dejo de hacer. Métete en tus asuntos.

-

Venga, enséñamela, que si me gusta la pagamos entre los dos, ¿qué te parece?

-

¡Vete al cuerno! Tráeme cinco más y lárgate de una vez.

-

¿La tienes ahí dentro? Venga, que a ellas les da igual, le damos más dinero y en paz.

-

¡Basta ya, joder! Que no te la voy a enseñar, que te largues y me traigas eso.

-

¡¡Nena!! ¡¡nena!! ¡¡sal de ahí!! ¡¡Te doy cincuenta por un polvo rápido!!

-

Eres un capullo. Lárgate, que ella no va a salir.

-

¡Vaya con el Crispín! ¡jodiendo en el bar a las diez de la mañana! ¡pues sí que te lo montas bien! Bueno, ahora te traigo las otras.

Aunque no dejó de humillarla oír la conversación entre esos dos hombres que daban por hecho que ella era una vulgar prostituta, rifándosela como si fuera mercancía, lo cierto es que se calmó cuando comprobó que el tal Crispín no tenía intención de entregarla a aquel desconocido. Enseguida apareció él por la puerta, llevando dos cajas de cerveza que dejó encima de otras, que estaban apiladas en una esquina. Salió el hombre y poco después apareció el otro, hablando de nuevo entre ellos aunque ahora de sus asuntos. Luego oyó que el desconocido cerraba la puerta de salida, y supuso que estaban solos de nuevo. No supo qué hacer, la pasión con la que había conseguido enfrascarse en la sórdida tarea de satisfacer al rudo hombretón había desaparecido por completo, y se sentía incapaz de desnudarse una vez más, de recuperar aquella pasión que de forma insólita se había apoderado de ella, y se limitó a esperar, sin moverse hasta recibir nuevas instrucciones. Afortunadamente, el vozarrón de ese tal Crispín inundó el bar con estruendo.

-

¡¡Tú, sal de una vez, venga, que tengo prisa!!

Pensó un instante en desnudarse, pero sencillamente no se sentía capaz. Salió tímidamente de su escondite, esperando conocer cuáles eran sus intenciones. Y las conoció en cuanto la vio.

-

Bueno, se me ha hecho tarde, ahora no puedo perder el tiempo con mamadas, aunque lo estabas haciendo muy bien. Terminemos de una vez.

Ella se sintió aliviada, casi contenta, y le habría dado las gracias con todo entusiasmo si no fuera porque no tenía sentido alguno en aquellas circunstancias. Se acercó a su bolso, que seguía en una de las mesas, sacó el paquete y lo dejó sobre la barra. El hombre lo recogió y entró en la cocina. Uno o dos minutos después regresó con un sobre, que dejó encima de la barra. Ella lo abrió, y aunque le hubiera gustado salir corriendo, tuvo la calma suficiente para contar los billetes, todos de quinientos. Y mientras contaba, el tal Crispín deslizó un billete de cincuenta delante suya.

-

Este es para ti, por la mamada, te lo has merecido. Vente mañana a las nueve y te daré cien, mamada y polvo.

Ella se quedó indecisa, sorprendida, incapaz de reaccionar. Ya no pudo terminar de contar, aunque le pareció que estaba todo el dinero. Si aceptaba ese billete, bien podría decirse que era su primer trabajo como fulana. Pero si no lo aceptaba, aquel hombre podría de nuevo sospechar de ella, y no quería dejarle más dudas, prefería que pensara que todo lo había hecho por dinero. Recogió el billete, lo metió en el bolso junto con el sobre, se puso la chaqueta y, sin buscar tan siquiera el sostén, se dirigió a la puerta, donde le esperaba Crispín.

Ella pensó que le franquearía el paso, pero se equivocó. Con rapidez el hombre alargó sus manos hasta cogerle los pechos, a través de la camisa. Ella volvió de nuevo a sentirse desconcertada, pero sabiendo que acababa de recoger cincuenta pavos de aquel hombre por una felación no consumada, y parecía que aquello formaba parte del precio. No se movió, no protestó más allá de su primer sobresalto, y le dejó incluso que le desabrochase la camisa lo suficiente para verle los pechos y volver a cogerlos, aunque ahora de forma directa. Pero aquello sólo duró unos segundos, y ella tuvo que abrocharse de nuevo la camisa, consiguiendo por fin librarse del hombretón, que no obstante, le recordó esa cita impensable.

-

Mañana te espero a las nueve.

-

Vale.

Aceptó para no poner obstáculos a su salida, pero sin la más mínima intención de cumplir con su promesa. Una vez fuera del parque se fue de nuevo hacia donde había dejado al delincuente, totalmente desbordada por los acontecimientos, con el corazón palpitante, sofocada, verdaderamente horrorizada por lo que había hecho, y con aquel maldito sobre en su bolso.

En cuanto llegó al banco recibió la llamada del delincuente, que sin duda estaba por algún lugar del Parque vigilándola, interesándose por el dinero. Y una vez supo que ya lo tenía, la moto estridente apareció por el sendero, esta vez con una velocidad impropia para el lugar. El frenazo la llenó de polvo, y mientras ella cerraba los ojos para protegerse, volviendo la cara a un lado, el delincuente se sentaba a su lado.

-

Venga, el sobre.

Ella recogió su bolso, rebuscó en él y le dio el sobre, verdaderamente aliviada de desprenderse de él. Pero se quedó atónita al recibir de él un inmaculado billete de quinientos, ¡de quinientos!, y realmente no supo qué decir. Él se vio obligado a darle una explicación, al observar su expresión estupefacta.

-

Esta es tu parte, nena. Así son las reglas.

Con el billete en la mano, ella no sabía qué hacer.

-

De modo que te has tirado al Crispìn, ¿eh?

-

Ya tienes el dinero, ¡y no me vuelvas a meter en estos líos!

-

¡Sabía que eras más puta que las gallinas! ¡Te lo has tirado! (ella sólo quería marcharse de allí, y aquella conversación no sólo iba demorarla, sino que podía excitar a aquel hombre violento que la intimidada con su sola presencia, un hombre frío como el acero, sin escrúpulos, y que además, podía disponer de ella con sólo enarbolar su secreto).

-

¡No me lo he tirado! (sin darse cuenta utilizaba ya hasta su lenguaje). Hice lo me ordenaste, cabrón, me ofrecí a él para que se convenciese de que no era una policía, y me he librado porque se le hizo tarde, porque empezó a llegar gente con bebidas y cosas de esas, y como vio que estaba dispuesta, pues me dio el dinero. Así que ya lo sabes, y no quiero que me vuelvas a utilizar para estas cosas (quería contestarle de una vez, y quería también que le quedara claro que no iba a permitir que la utilizara para sus transacciones).

-

Bueno, no te lo tiraste pero estabas dispuesta a tirártelo, que es lo mismo.

-

¡Vete al cuerno! ¡Tú me estabas chantajeando, cabrón! ¡Y te aseguro que no lo vuelvo a hacer más! ¡Lo que me faltaba a mí, estar metida en líos de drogas!

-

Bueno, lo cierto es que ya te has metido de lleno, porque ese Crispín es un soplón de la poli. Es un tipo listo, sabes, porque ha sabido contentar a todos, aunque está siempre al borde del abismo. Pero el caso es que los jefes saben que es un soplón, y se lo permiten porque a todos conviene que de vez en cuando caiga algún camello, que de vez en cuando la poli haga detenciones, así están todos contentos. Si la polí hace detenciones de vez en cuando, dejan en paz a los jefes. Y a los jefes no les importa perder un poco de droga, siempre que no se metan con ellos. Y el Crispín se forra, porque unos y otros le permiten traficar sin problemas. Pero juega con fuego. Así que ya lo sabes, con seguridad te habrá grabado en vídeo, y tiene la droga que tú misma le has vendido. Tardará unos días en decidir si te denuncia o si vende la droga. Si la vende, te habrás librado, pero si se la entrega a la poli, lo tienes claro.

Ella quedó petrificada con la revelación. El pánico se apoderó de ella, ¡podía estar ya en busca y captura si le había delatado! En esos momentos hubiera matado con sus propias manos al joven delincuente que sonreía cínicamente a su lado si hubiera tenido las fuerzas necesarias para ello, el muy canalla la había entregado a un soplón de la policía, que era casi igual que entregarla a la policía, sólo era cuestión de tiempo. ¡Por eso no quería ir él! ¡Por eso la utilizó a ella! ¡Por eso le había recompensado con aquel maldito billete de quinientos, que todavía mantenía estúpidamente en su mano!

-

¡Cabrón! ¡Eres un maldito cabrón! ¡Un hijo de la gran puta! ¡Y esto me lo vas a pagar! Se lo contaré todo a la policía, todo, incluido que intentaste violarme. ¡Ya que estoy bien pringada con esta mierda, tú no te vas a ir de rositas! (apenas se daba cuenta de que estaba utilizando el mismo lenguaje que él).

-

Vaya vaya con la abogadita. ¡Si habla igual que una puta! Menudo lenguaje. Pero no te dispares tan pronto. Ese no te va a delatar, ese sabe que tú venías de mi parte…

-

¡No lo sabe joder! ¡Tú me dijiste que no se lo dijera!

-

¡Que te creerás tú que le has engañado! ¡Al Crispín! Oye, te aseguro que ese sabía quién te había mandado ir allí, pero eso es lo de menos. Como habrás visto, él tenía el dinero preparado, él sabía que le iban a hacer una entrega, y te aseguro que sabía de dónde procedía. Y con éstos no se la juega.

-

¿¡Pero entonces el cabrón se inventó todo el rollo ese de que yo era una poli?! ¡Y tú sabías que se lo estaba inventando!

-

Desde luego, eres más bien tontita. No, no creo que se lo inventase, porque lo que él teme no es a esos polís que son sus amigos, que lo amparan y reciben su comisión. Él tiene miedo de los otros polís, otros que él no conoce, y que sabe que tampoco los conocen los polís que él conoce, pero que podrían estar investigándoles, a sus amigos polis y a él. Así que no te extrañe que haya desconfiado de ti, tiene que desconfiar de todo dios, debe ser el tipo más desconfiado de la ciudad. Así que cuanto te vio llegar a ti, tan maciza, tan buenorra, con tan poca pinta de camella, más bien con pinta de pija, es normal que desconfiara. Y también es normal que quisiera echarte un polvo. Pero puedes estar segura de una cosa: él sabe muy bien que hoy no era el día adecuado para delatar a nadie. Estas cosas se organizan, están todos avisados, él lo sabe, los jefes lo saben, y hasta los polis lo saben. El que no lo sabe es el pringado al que le toca la china, pero lo saben todos los demás. ¡Así que puedes relajarte, y disfrutar de tus quinientos!

¡Estaba ella como para disfrutar de nada! Quizá aquellas palabras habían conseguido dominar su pánico, parecían mínimamente lógicas, pero desde luego seguía asustada, enrabietada, desbordada por la situación. No sabía ya qué pensar, no sabía cuál era la situación, no podía confiar en aquel desalmado, y tampoco en ese tal Crispín, aunque ahora sabía que era con éste con quien tenía que aclarar las cosas, porque desde luego no podía ni remotamente fiarse del delincuente, y no podía regresar a su despacho sin saber si realmente le habían tendido una trampa. Se levantó del banco casi de un salto, y se dirigió hacia el bar del Crispín no sin antes anunciarle su intención, pero casi sin dejarle reaccionar.

-

Aclararé eso con el Crispin. ¡Me marcho!

-

¿Pero no íbamos a echar un polvo?

Oyó su pregunta impertinente mientras avanzaba ya por el camino de gravilla buscando orientarse para encontrar la salida opuesta por la que habían entrado, en donde se encontraba el bar, y desde luego ni siquiera sintió vergüenza al comprobar que una madre con su hijo sentado en un carrito se cruzaba con ella en ese mismo momento, madre que con seguridad escuchó la ominosa frase. Tenía la firme intención de aclararlo todo con el hombretón que aquella misma mañana estuvo muy cerca de poseerla, y ello pese a que se había jurado que nunca más volvería a pisar ese maldito bar, pero la nueva revelación del delincuente le obligaba a romper su juramento, en el que tampoco es que pusiera demasiada fe, al sentirse desde hacía meses, totalmente dominada por las circunstancias.

Entró en el recinto con decisión, sorteando las mesas que se desparramaban sin demasiado orden por la terraza, mesas vacías en su mayoría. Ciertamente era un lugar tranquilo, pues al encontrase en el interior del parque, aquella terraza no daba a la calle, no se veía desde allí más que los setos que la rodeaban, y más allá de los setos, los altos edificios que se situaban en frente del parque. No llegaba el ruido de los coches, ni existía el tránsito de personas, era un lugar recogido. La puerta del bar estaba abierta, y en su interior sólo había una mesa ocupado por una pareja de jóvenes acaramelados. En la barra un hombre ya mayor, con el pelo canoso y una prominente barriga, leía un periódico mientras apuraba una cerveza. Detrás de la barra no había nadie en esos momentos. Se acodó en ella, esperó impaciente y comprendió que no sabía qué le iba a decir al tal Crispín cuando apareciese con ese rostro seco y duro, decididamente afilado y tenso, que le había amedrentado desde el primer momento.

Y no tuvo que esperar mucho para verlo aparecer, y de nuevo la sobrecogió, su presencia imponente la dejó helada, se sentía casi dominada con la mirada que le dirigió, y más ahora que sabía su condición de soplón de la policía.

-

¿No has podido esperara a mañana? ¿necesitas ya el dinero?

-

¿Qué…..? ¿Cómo dices…? No sé…. (en aquel momento no recordaba el trato que había cerrado con él hacía unos minutos, trato que no pensaba cumplir y en el que no había pensado mientras se dirigía a toda prisa hacia el bar; tuvo que hacer un esfuerzo para recordarlo… y se sonrojó cuando lo recordó por fín) ¡Ah…no! ¡No…. no! No vengo por eso… es que… quiero aclararte una cosa… Pero no sé si podemos hablar en otro sitio… es sólo un momento.

-

¿Sólo un momento…? ¿y de qué coño quieres hablar?

Ella se apuró ante la respuesta ruda y cortante del tal Crispín, que la miraba otra vez con unos ojos escudriñadores, quizá otra vez sospechando de ella, seguramente muy sorprendido de esa inesperada visita. Y su tono de voz elevado, aunque podía perderse entre el ruido de la música que invadía todo el local, la convenció de que tenía que conseguir hablar con él en otro lugar… aunque no se le ocurría dónde. Pero empezaba a comprender la dificultad de aclararse con él.

-

Es sobre algo que te dije esta mañana…. Es importante para mí, pero no quiero hablar aquí… ¿no puedes salir un momento fuera? ¡Por favor!

-

Toma, al fondo está la puerta del almacén, espérame allí (el hombre dejó una llave delante de ella, y las instrucciones eran bien claras; respiró tranquila, era lo que ella buscaba).

-

Gracias, será sólo un momento.

Se dirigió firme y decidida hacia el fondo del bar, y de nuevo entró en el almacén, que ahora estaba cerrado. Cuando consiguió meter la llave en la cerradura se volvió, y comprobó que sólo desde una mesa próxima que estaba vacía podían verla, y también desde la esquina de la barra, donde no había nadie. Abrió por fin la puerta, encendió la luz y se encontró con lo que ya conocía: una estrecha habitación en el que se acumulaban cajas y más cajas de bebidas, de todas las clases. También había en un rincón cubos y fregonas, y trapos. Había sólo un pasillo libre entre la pared y la montaña de cajas apiladas, de todas las clases y colores. Al fondo había otra puerta, y como aquel recinto no era muy grande, se imaginó que daba también al exterior. Enseguida entró Crispín, y en cuanto le vio ella empezó a hablar nerviosamente.

-

Gracias por atenderme, es que necesito decirte una cosa. Verás, tenías razón tú, yo vine porque me lo dijo Quico, ese Quico del que me hablaste esta mañana. Él me había dicho que no te dijera nada, pero ahora, cuando le he dado el dinero me ha dicho…. Bueno, me ha dicho… no sé cómo decírtelo, pero bueno, a mí me da igual… (realmente estaba nerviosa, y ese nerviosismo no le favorecía nada, pues en el rostro de Crispín podía leerse una creciente exasperación nada conveniente para ella) … quiero decir que él me dijo que, algunas veces, no sé, que tú… bueno, ya sabes, que tú denuncias a algunos que te vienen a vender… bueno, ya sabes, y yo quiero que sepas… (el hombre hacía gestos inequívocos de impaciencia; fruncía los labios, hacía muecas con ellos muy preocupantes, y su mirada la atravesaba por completo) verás, no es como tú te imaginas… yo…. (no sabía qué contarle, no sabía realmente qué parte de la historia, de su verdadera historia, era apta para ser contada, y realmente el problema era que sencillamente tendría que inventarse una parte de la historia… sólo que no disponía de la lucidez suficiente para improvisar) yo le debía un favor a Quico, no puede darte los detalles, pero yo no me dedico a esto, y desde luego no voy a volver a hacerlo… y la verdad es que… bueno, él me ha dicho que tú a él no lo denunciarías, yo no sé los rollos que os traéis, y te aseguro que no me importan ni lo más mínimo, pero el caso es que el muy cabrón no me dijo que tú… bueno, que tú podrías denunciarme si no sabías… bueno, si no estabas seguro de que a mí me enviaba el Quico… y por eso quería decírtelo.

-

Pero bueno, ¿me estás llamando soplón, hija de la gran puta? ¿me estás llamando soplón de mierda en mi cara? ¿es que eres tonta del culo?

Ella quedó sencillamente petrificada, incapaz de mover un músculo, incapaz casi de respirar, atónita y aterrorizada, contemplando como ese hombre imponente la arrinconaba contra la puerta del fondo, mirándola con una furia inusitada, con los puños crispados, dispuestos a golpearla sin piedad a la más mínima indicación de su dueño. Y el terror le impedía pensar con un mínimo de claridad.

-

Yo… yo… yo no digo eso…. es que… es que…. me lo dijo el Quico, yo no sé nada… por favor, déjame ir…. yo no sé nada… ha sido Quico…

-

¿El Quico? ¿qué el Quico te dijo eso? Ese imbécil no se atrevería a ir por ahí llamándome soplón, ¡sabe que le pegaría dos tiros como me enterase! ¿Quién coño te lo ha dicho? ¡Dilo de una vez!

-

¡Ha sido Quico! ¡Te lo juro por lo que más quieras! ¡tienes que creerme!

Otra vez acosada por la enfermiza desconfianza de ese hombre brutal, que una vez más no se creía la versión de ella, que desgraciadamente era la verdadera. Y ahora ni siquiera le serviría ofrecerse una vez más a él, ahora no le servía nada de lo que ella pudiera decirle.

-

Oye, zorra de mierda, el Quico me tiene respeto, me tiene miedo, se caga cada vez que me ve, y sabe perfectamente de lo que soy capaz, por eso no se atreve a venir aquí. Y por eso sé que no se atrevería a decirte semejante mentira. El que te lo ha dicho quiere ponerme nervioso, está claro, quiere que haga alguna tontería, o simplemente quiere que salga corriendo, que me esconda. A los que marcan como soplones tienen las horas contadas. Así que será mejor que me digas quién coño te ha dicho eso, porque si no lo vas a pasar mal, muy mal.

Ella estaba ya aterrorizada, atrapada en una situación absolutamente insospechada, absurda, impensable, que ella misma había provocado. Y desde luego no sabía cómo salir de ella.

-

¡Ha sido Quico, te lo juro, ha sido Quico! ¡por favor, déjame marchar! (suplicaba, imploraba, con las lágrimas a punto de invadirla).

-

Ya veo que no me lo quieres decir. ¡Date la vuelta!

-

¿Qué?

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¡¡Date la vuelta!!

-

¿Qué…. qué me vas a hacer? ¡Por favor, tienes que creerme! ¡Por favor! (ella se dio la vuelta, con las lágrimas inundándole ya los ojos, incapaz de oponer resistencia a ese hombre feroz).

Enseguida supo lo que aquel hombre le iba a hacer: le juntó las muñecas y la ató con fuerza, en apenas segundos. Era obvio que tenía experiencia en atar las manos, no era la primera vez que lo hacía, y enseguida supo que nada podría hacer por desatarse. Realmente, ella no podía estar ya más aterrorizada, con el corazón palpitándole violentamente, y con la cabeza hirviéndole llena de ideas que se atropellaban mutuamente.

-

No intentes escapar, y no grites, sería inútil. Tengo que hacer unas llamadas, y será mejor que vayas pensando en decirme la verdad, porque con estas cosas no se bromea.

Cuando quedó sola en aquel estrecho almacén la desesperación le hizo intentar golpear la puerta trasera para comprobar si era capaz de abrirla, pero enseguida desistió. Y mientras revisaba la estancia buscando algún objeto que pudiera ayudarla descubrió tirado en el suelo su propio bolso, y enseguida comprendió que podría sin demasiada dificultad coger su móvil. Se arrodilló a su lado, con paciencia logró abrir la cremallera y no tardó en encontrar el teléfono. Y aunque realmente había pensado en llamar a la policía, cuando le tuvo en la mano comprendió que quizá no era buena idea, pues con ello se arriesgaba a que finalmente su situación personal fuera conocida por todos sus conocidos, por su marido, por sus amigos, por su familia. Sería un verdadero escándalo, y era seguro que el Quico la denunciaría.

Y pensando en eso se le ocurrió llamar a éste, pues además era el último número que había marcado ese día, y por tanto, podría llamarle sin tener que marcar los números, sólo apretando una tecla. Tanteando con los dedos hizo la llamada, dejó el móvil en el suelo, se dio la vuelta y pegó la oreja, quedando en una postura incomodísima, y ciertamente erótica si aquel hombretón la hubiera sorprendido de esa guisa. En cuanto oyó su voz ella se desahogó contándole su situación, suplicándole que viniera a rescatarla, o que avisara a la policía, o lo que fuera, porque estaba convencida de que aquel hombre iba a matarla, o como mínimo, a darle una buena paliza. Y el Quico la sorprendió con una voz calmada, inesperadamente sensata, aunque dándole unas instrucciones que verdaderamente no le servían de nada, salvo que pusiera su vida en manos de un delincuente de su calaña.

-

Oye, es que tienes cosas de guardia. ¿Cómo se te ha ocurrido contarle todo lo que te he dicho? En menudo lío nos has metido a los dos. Pero bueno, te diré lo que tienes que decirle, y escúchalo bien, porque será mejor que estés convincente. Dile que eres mi zorra, y que yo te he enviado unas cuantas veces con Le Turke, así, tal como suena. Verás cómo al oír ese nombre su expresión cambiará por completo, se quedará acojonado. Le Turke, ¿lo has oído bien?

-

¿Leturke? ¿quién es ese? Oye, no quiero más historias, tienes que llamar a la policía, o sacarme de aquí de una vez. Ese tío es un energúmeno, me va a matar como no vengas pronto.

-

Le Turke es el gran jefe, es el dueño y señor de todos nosotros, es el que decide quién debe morir o quién merece un premio, es el rey en esta ciudad. Realmente nadie lo conoce, pero todos sabemos de su existencia, y todos sabemos cuál es su aspecto físico. Y esto es lo importante, porque lo cierto es que aunque ninguno de los dos lo conoce, yo sé más cosas de él que tu ogro. Y esos detalles lo van a dejar pasmado. Verás, nuestro gran jefe es un poco más bajo que yo, tiene el pelo corto y muy rizado, es muy grueso, más bien barrigón. Viste muy elegante, trajes a medida, tiene su propio sastre, y su voz resulta aterradora precisamente porque es más bien femenina, ya me entiendes. Tiene una cicatriz espantosa en la espalda, que le llega hasta el glúteo, fruto de un navajazo muy certero, en la única ocasión en que ha tenido que enfrentarse a alguien. Tiene otra cicatriz en el lado derecho de la cara, desde la comisura de los labios hasta su oreja, por un balazo que dicen que se le coló por la boca y le salió casi por la oreja, algo espantoso. Vive en hoteles, y no duerme más de una semana en el mismo. Y le encantan las zorras, aunque tenga la voz afeminada es muy macho. Por eso todos se desviven en conseguirle las mejores, para complacerle. Y por eso sé yo tanto de él, porque la hermana de un amiguete mío es una de sus preferidas. Tú has ido al hotel Altozano, seguro que lo conoces, y puedes comentarle que tiene unos gustos sexuales especiales, que no puedes revelar porque te mataría. Parece ser que ese merluzo le va el rollo masoca, y asquerosidades tales como que se le meen encima, unas guarradas impresionantes. Así que ese es el rollo que tienes que contarle, que ha sido el propio Le Turke el que te mandó hoy a este trabajito, porque te portaste bien con él y quería compensarte con un dinerito extra, y que fue él el que te dijo que era un soplón. Cuéntale eso y verás cómo le cambia la cara, y cómo te trata de otra forma.

-

Oye, pedazo de cabrón, tú me has metido en esto, ¡tienes que sacarme de aquí! ¡no puedes dejarme tirada! ¡Por favor, haz lo que sea, llama a la poli, o sácame por la puerta de atrás, estoy en el almacén y hay una puerta trasera! ¡pero ven ya!

-

Joder, tía, que le cuentes eso, coño, que ya verás cómo se soluciona todo.

-

¡Yo no le voy a contar más historias! ¡si estoy así es por contarle una de tus historias! ¡sácame de aquí, sácame de aquí!

Ella no pudo contener más las lágrimas, y lloró con toda la energía de la que era capaz, y de alguna forma las lágrimas le ayudaron a tranquilizarse en algún grado, aunque mientras lloraba dejó de atender al teléfono, y cuando las lágrimas empezaron a escasear, la comunicación ya se había cortado. No sin dificultad se sentó en el suelo, recogió el móvil, y luego sencillamente deslizó el trasero hasta apoyar la espalda en la pared, estirando las piernas para acomodarse mejor. Le parecía sencillamente imposible que pudiera atreverse a contar la estúpida historia que le había indicado el Quico, y le resultaba igualmente imposible discernir si podía realmente favorecerle en algo, o si más la condenaría por completo.

Ahora bien, no alcanzaba a comprender por qué el Quico iba a permitir que alguien la matara por esa estúpida razón, no podía comprender que la dejara en manos de ese bárbaro por pura diversión, pues él sabía que podía conseguir mucho dinero de ella, que lo tiraría a la basura si ella desparecía. Así que, en realidad, podía confiar en él, ¡pero era muy duro que su vida dependiera de una historieta inventada por un delincuente sin escrúpulos!. Sí, quizá era cierto que ese La Turke los dominaba a todos, y que con sólo oír su nombre les entraba verdadero pánico. ¡Tampoco perdía nada por intentarlo! Pero la cordura se impuso, no podía confiar en ese delincuente, no podía jugarse la vida con una historieta inverosímil, tenía que llamar a la policía y tenía que hacerlo rápido. Con los dedos empezó a tantear otra vez el teclado, pero el ruido de la cerradura la asustó lo suficiente como para que el aparato saltara de las manos y cayera al suelo, justo en el momento en que la puerta se abrió y apareció el hombretón.

Los riesgos insospechados de la ambición (3)

3

Sus ojos escudriñaban el suelo mientras se acercaba hacia su meta, y sólo se detuvo cuando vio aquellos enormes zapatos de deporte blancos, de suela gruesa, y unos calcetines que se adivinaban también gruesos, aunque unos pantalones vaqueros bastante raídos apenas dejaban ver más que su color. Arrodillarse fue ya un acto heroico, y ante ella apareció su objetivo, aquello que se escondía tras la cremallera de botones y un férreo calzoncillo, pero que se insinuaba con bastante precisión por el apreciable bulto que se formaba en su entrepierna, y ello pese a la rígida tela del pantalón.

Sin pensarlo ni un instante, sus manos se dirigieron a toda prisa hasta la hebilla de su cinturón, una hebilla bastante espectacular, grande y plateada, gruesa, sólida, y sin duda llamativa, aunque ella apenas se había fijado en ella, dadas las circunstancias. Sin embargo, una poderosa mano de dedos largos y gruesos le agarró la suya y le cambió bruscamente la dirección, obligándola a posarse sobre aquel bulto cuyo origen y contenido era perfectamente conocido por ella.

  • Venga, primero tienes que ponérmela dura. No seas tan rápida.

La mano detectó con toda claridad, con toda precisión, la presencia inconfundible de un falo desperezándose, revolviéndose sanguíneo debajo de las sucesivas telas que lo aprisionaban, manifestando ya su dureza a través de ellas. Su mano describió sobre la tela rígida del pantalón vaquero lo que podía considerarse una caricia, una caricia que repitió mecánicamente sin saber cuándo tenía que ponerle fin, pues realmente desde el principio le pareció que aquello estaba totalmente preparado y dispuesto para una sesión de sexo oral.

Arrodillada ante él ponía de manifiesto su momentánea sumisión a sus designios, circunstancia que aprovecho, haciendo valer su recién adquirida jerarquía, para cogerle la barbilla para obligarla a alzar su cara hacia él, y por tanto, a mirarle, pero a una distancia tan escasa que fácilmente él hubiera podido besarla, y el hecho de tener que mirarlo la hizo sentirse intensamente humillada, si bien la vergüenza infinita que sentía la superó casi sin esfuerzo por el estado de absoluta desesperación en el que se encontraba, atrapada en aquel maldito bar cargada de droga, con la amenaza de toda clase de males si no conseguía vendérsela a aquel individuo.

Ella apartó la cara enseguida, y aunque no pudo evitar sentirse inundada por esa mirada lasciva que desde unos insondables ojos negros la invadió en los escasos segundos en los que se cruzó con ella, al menos consiguió que esa viscosa y desagradable intimidad que él buscaba sólo durase unos breves segundos.

-

Vaya vaya con la rubia, no te importa chuparme la polla pero no quieres ni verme. Bueno, a ver si te gusta esto.

Con toda rapidez las dos fuertes manos del hombretón se dirigieron directamente a sus nalgas, cogiéndoselas con fuerza a través de la falda, para lo cual no tuvieron que hacer demasiado esfuerzo, porque sus cuerpos estaban prácticamente pegados el uno al otro. Y ella se rebeló contra aquella maniobra inesperada, aunque fácilmente previsible. Pensar que el hombre se conformaría sólo con aquello, con un episodio de sexo oral, era demasiado ingenuo, incluso para una simple colegiala, y sin embargo ni siquiera lo pensó hasta que no se vio manoseada, pues estaba tan absolutamente desbordada por los acontecimientos que pensó que él sólo pretendía asegurarse que no era una policía, y que por tanto, él se conformaría con eso.

Y sin duda en el origen el hombre lo planteó bajo el convencimiento que ella se negaría; pero al comprobar que no era así, es obvio que su atractivo cuerpo no pudo dejar de provocar su conocido efecto en los hombres, y ante la posibilidad de conquistarlo en su integridad, no tenía sentido conformarse meramente con una felación. Pero ella no pudo evitar la protesta, no pudo evitar ponerse de pie furiosa, con el gesto crispado, enfurecida estúpidamente.

-

¡Oye, las manos quietas! Hemos hecho un trato, y quiero terminar de una vez.

-

¡Pero se puede saber de qué coño vas tú! No querías echar un polvo conmigo por doscientos, y ahora estás dispuestas a chupármela gratis, pero sin que te coja el culo. ¿Eres gilipoyas o qué?

-

¡Yo no quiero hacerte nada, joder! Pero necesito que me des el dinero de una vez, porque el que me ha dado la droga me ha dicho que me va a matar como no aparezca con el dinero. ¡Estoy amenazada de muerte, y por eso tengo que conseguir el dinero como sea, y hoy mismo!

-

¡Te creerás que soy gilipoyas! Esperarás pillarme ahora, pero yo no sé nada de ninguna droga, ni sé de qué dinero me hablas. Has estado a punto de hacerme creer que no eres una poli, pero ya veo cuál es tu jueguecito. Quieres ponerme caliente para que pierda la cabeza, y consigas que te diga lo que quieres oír. Ya puedes irte a la mierda, de una puta vez.

Ella sencillamente quedó espantada ante este nuevo giro de la conversación. No había duda de que aquel hombre seguía dudando de ella, y aunque ciertamente se había arrodillado, aunque ciertamente había mostrado su disposición a cumplir con la promesa, también era cierto que aquello había quedado en entredicho por culpa de su absurda reacción. Ahora el hombre se había levantado también furioso, y de nuevo se dirigió hacia la puerta, obligándola a correr detrás de él para impedírselo. Se colocó junto a la puerta, para impedirle que la abriera.

-

¡Por favor! ¡por favor! ¡haré lo que quieras, lo que me pidas! ¡sólo quiero terminar de una vez! ¡por favor!

-

¿Qué, otro truco? ¡Ya está bien!

Ella actuó con rapidez; buscó sus manos, que estaban en jarras; las agarró y las llevó directamente a sus pechos, que ya hacía un tiempo que se movían libres en el interior de su camisa verde. Sus pechos voluminosos no dejaban de ser endiabladamente atractivos para los hombres, y ella confiaba que aquel gesto espontáneo al menos le hiciese reconsiderar al hombretón su intención de echarla del bar.

El hombre se sorprendió al ver sus propias manos sobre aquellos pechos que sin duda ya había deseado en más de una ocasión desde que ella apareció en su bar, y tras unos segundos de desconcierto, en los que aquellas manos permanecieron simplemente sobre ellos, no tardaron en palparlos, agarrarlos, cogerlos, y enseguida, sin demora, se apartaron sólo para desabrocharle con torpeza los botones de la camisa, descubriéndolos y volviendo a cogerlos ahora con más fuerza, con verdadero deseo, haciéndole gritar de dolor en uno de esos desaforados apretones, calmándose luego para acogerlos con más detenimiento, con más calma. Y enseguida aquellas manos se dirigieron hacia la camisa para bajársela por completo, haciéndola girar con toda facilidad, e intentando quitársela sin desabrocharle las mangas, lo que no pudo hacer en su primer intento, quedando la camisa colgada de las manos.

-

¡Espera, espera! ¡Deja que desabroche los botones de las mangas!

Le habló de espaldas a él, girando la cabeza lo suficiente para que pudiera escucharle mejor, pero sin mirarle. Las manos se apartaron, y ella volvió a colocarse la camisa en su posición natural, desabrochándose los botones rápidamente, y dejando caer los brazos, para que fuese él el que le quitase la camisa, si lo deseaba. Y lo deseaba, porque la camisa sencillamente voló por sus brazos y voló luego delante de ella, cayendo al suelo cerca de la silla donde él se había sentado. Enseguida el hombre le sujetó las muñecas, le levantó los brazos y le colocó las manos sobre la cabeza, pudiendo ella comprobar con sus propios ojos cómo esas manos fuertes y aguerridas, de piel seca y áspera, se apoderaban con fuerza de sus senos, ahora libre por completo de obstáculos. El desagrado por la hosca manipulación a la que los sometía el hombretón se compensaba esta vez por la alegría que le producía el hecho de que, por fin, parecía que su pasión se desataba sin restricciones, quizá ya confiado plenamente en que ella no le estaba tendiendo ninguna trampa.

Cuando aquellas manos poderosas intentaron desabrocharle la cremallera de la falda ella ya se sentía aliviada por completo de esa desesperante sensación de estar atrapada en un callejón sin salida, ya veía la luz al final del túnel, y se sentía plenamente satisfecha con el poder de seducción de su cuerpo, que en definitiva estaba consiguiendo que aquel hombretón se olvidase de una maldita vez de su obsesiva convicción de que ella era una policía. No dudó en colaborar con él, apartándole las manos para desabrochársela ella misma, dejando además que fuera él el que se la bajara, buscando acelerar su excitación para que cuanto antes quedase satisfecho. Y con esa finalidad, ella misma volvió a colocar sus manos sobre la cabeza, dejándole a él toda la iniciativa, para que hiciese con su cuerpo lo que quisiera, dispuesta a satisfacerle de una maldita vez.

La falda no tardó en caer por el tirón irresistible de aquellas manos poderosas, y ella levantó los pies para recogerla del suelo y lanzarla hacia una mesa, aunque cayendo al suelo. Volvió a poner las manos sobre la cabeza, y hasta quiso aumentar su grado de excitación para asegurarse un final rápido.

-

¡Cógeme el culo! ¿No querías tocármelo cuando te la iba a chupar? Pues ahora es tuyo, todo tuyo.

No sintió vergüenza al quedarse sólo con las bragas y las medias como única vestimenta, no sintió vergüenza sino pura alegría al comprobar que esas manos firmes se posaban en sus nalgas, las agarraban, las desplazaban, las estrujaban; tampoco sintió vergüenza cuando de nuevo la rodearon y ascendieron hacia sus pechos, mientras ella seguía con sus brazos alzados. Ni siquiera la sintió cuando una de aquellas manos abandonó a la otra, engolfada entre sus pechos, para descender por su vientre e introducirse en el interior de la braga, apropiándose de su entrepierna; y no sólo no la sintió, sino que abrió sus piernas para facilitarle la posesión de su sexo, y movió las caderas para deslizarse por esos dedos regordetes. Que se encontrase a pleno luz del día, en medio de un bar vacío, a punto de abrir sus puertas al público, medio desnuda, y con las manos regordetas de un desconocido manoseándole los pechos, hurgándole en su sexo, aplastando su frágil y sinuoso cuerpo de mujer contra el de él, rudo y nada sutil, le resultaba por completo indiferente, no le preocupaba ni lo más mínimo, obsesionada como estaba en conseguir que aquello que ahora sobresalía esplendoroso del pantalón vaquero del hombre explotara, reventara de una vez, se vaciara por completo. Y sintiendo nítida y poderosamente aquella firme presencia en sus nalgas, apretadas como estaban contra ese pantalón, no dudó en girarse de golpe, mirarle a los ojos directamente a la vez que dirigía sus manos una vez más a la hebilla de su cinturón, y pedirle implorante, desfalleciente, sumisa:

-

¡Déjame que te la chupe de una vez!

Y sin esperar respuesta, desató el cinturón, desabrochó los botones del pantalón, se arrodilló, le bajó los pantalones de un golpe, le cogió su miembro a través de la tela del calzoncillo, lo acarició, lo movió de un lado y del otro, y finalmente, lo liberó del calzoncillo, bajándolo, dejándolo que cayera sobre el pantalón. Y sus ojos descendieron desde los de él hacia aquel falo enhiesto que, desafiante, se había situado a la altura de su boca, de sus labios, con la cabecita sonriente y sonrosada exigiendo que se le abrieran las puertas del cielo, a lo que ella accedió, aunque no sin antes deslizar la lengua a todo lo largo de él, lamiendo con especial intensidad la sonriente cabecita, hasta terminar engulléndola dentro de su boca.

Pero sucedió lo inesperado, justo cuando ella, verdaderamente entusiasmada, concentrada en imprimir ritmo a su cabeza mientras se introducía la sonrosada cabecita sonriente de su falo en la boca, estaba ya sintiendo las mieles del éxito, cuando se sentía en el umbral de la gloria, de esa gloria absurda que se había convertido en su objetivo principal y desesperado: conseguir que aquel miembro viril saciara por fin su virilidad en su boca, justo en ese momento. Y lo inesperado fue el ruido estruendoso que surgió en el silencio de aquella fría mañana de otoño en el bar vacío: la puerta de la entrada fue golpeada de forma insistente por alguien que tenía prisa, y que gritaba el nombre del hombretón con todas sus fuerzas:

-

¡Crispín! ¡Críspin! ¡Abre de una vez, Crispin! ¡Vamos, que no tengo toda la mañana!

Como un resorte, ella abandonó a su suerte aquel pene erecto que con tanta fruición introducía en su boca, se levantó de un golpe, cogió la camisa y la falda, que fue lo primero que vio, y se fue para ocultarse en el primer sitio que vio, tras una puerta que estaba en el lado opuesto del bar, y que enseguida comprendió que era el almacén, pues allí se apilaban todo tipo de cajas, de refrescos, de latas diversas, de cervezas. Se ocultó tras la puerta, y comprendió entonces que se había dejado el sostén y la chaqueta fuera, a la vista de la persona que entrara, aunque no sabía qué había hecho el hombre con su sostén, no sabía si lo había dejado sobre la mesa o se lo había guardado en el pantalón.

Enseguida oyó las maldiciones del hombretón, que se había quedado con la miel en los labios:

-

¡Joder! ¡joder! ¡será mamón! ¡me cago en la leche! ¡será posible! ¡mierda! ¡mierda!.

Oyó el ruido de la puerta al abrirse, y los vozarrones de los dos hombres intercambiando insultos, improperios, reproches. Y desgraciadamente, el que acababa de llegar no tardó en percatarse de la situación, pues sin duda su sostén debía estar en el suelo, o sobre la barra, o en todo caso en lugar visible.

-

¡Ah! ¡Claro! ¡Ahora lo entiendo todo, mamón! ¡Tú te estabas chingando a una zorra!

Aunque ella no los veía, el comentario la aterrorizó, pues se imaginó enseguida que el hombretón la obligaría a salir de su escondite, la mostraría semidesnuda a su amigo, y con la mayor rapidez empezó a vestirse.

-

Oye, no es cosa tuya lo que hago, o lo que dejo de hacer. Métete en tus asuntos.

-

Venga, enséñamela, que si me gusta la pagamos entre los dos, ¿qué te parece?

-

¡Vete al cuerno! Tráeme cinco más y lárgate de una vez.

-

¿La tienes ahí dentro? Venga, que a ellas les da igual, le damos más dinero y en paz.

-

¡Basta ya, joder! Que no te la voy a enseñar, que te largues y me traigas eso.

-

¡¡Nena!! ¡¡nena!! ¡¡sal de ahí!! ¡¡Te doy cincuenta por un polvo rápido!!

-

Eres un capullo. Lárgate, que ella no va a salir.

-

¡Vaya con el Crispín! ¡jodiendo en el bar a las diez de la mañana! ¡pues sí que te lo montas bien! Bueno, ahora te traigo las otras.

Aunque no dejó de humillarla oír la conversación entre esos dos hombres que daban por hecho que ella era una vulgar prostituta, rifándosela como si fuera mercancía, lo cierto es que se calmó cuando comprobó que el tal Crispín no tenía intención de entregarla a aquel desconocido. Enseguida apareció él por la puerta, llevando dos cajas de cerveza que dejó encima de otras, que estaban apiladas en una esquina. Salió el hombre y poco después apareció el otro, hablando de nuevo entre ellos aunque ahora de sus asuntos. Luego oyó que el desconocido cerraba la puerta de salida, y supuso que estaban solos de nuevo. No supo qué hacer, la pasión con la que había conseguido enfrascarse en la sórdida tarea de satisfacer al rudo hombretón había desaparecido por completo, y se sentía incapaz de desnudarse una vez más, de recuperar aquella pasión que de forma insólita se había apoderado de ella, y se limitó a esperar, sin moverse hasta recibir nuevas instrucciones. Afortunadamente, el vozarrón de ese tal Crispín inundó el bar con estruendo.

-

¡¡Tú, sal de una vez, venga, que tengo prisa!!

Pensó un instante en desnudarse, pero sencillamente no se sentía capaz. Salió tímidamente de su escondite, esperando conocer cuáles eran sus intenciones. Y las conoció en cuanto la vio.

-

Bueno, se me ha hecho tarde, ahora no puedo perder el tiempo con mamadas, aunque lo estabas haciendo muy bien. Terminemos de una vez.

Ella se sintió aliviada, casi contenta, y le habría dado las gracias con todo entusiasmo si no fuera porque no tenía sentido alguno en aquellas circunstancias. Se acercó a su bolso, que seguía en una de las mesas, sacó el paquete y lo dejó sobre la barra. El hombre lo recogió y entró en la cocina. Uno o dos minutos después regresó con un sobre, que dejó encima de la barra. Ella lo abrió, y aunque le hubiera gustado salir corriendo, tuvo la calma suficiente para contar los billetes, todos de quinientos. Y mientras contaba, el tal Crispín deslizó un billete de cincuenta delante suya.

-

Este es para ti, por la mamada, te lo has merecido. Vente mañana a las nueve y te daré cien, mamada y polvo.

Ella se quedó indecisa, sorprendida, incapaz de reaccionar. Ya no pudo terminar de contar, aunque le pareció que estaba todo el dinero. Si aceptaba ese billete, bien podría decirse que era su primer trabajo como fulana. Pero si no lo aceptaba, aquel hombre podría de nuevo sospechar de ella, y no quería dejarle más dudas, prefería que pensara que todo lo había hecho por dinero. Recogió el billete, lo metió en el bolso junto con el sobre, se puso la chaqueta y, sin buscar tan siquiera el sostén, se dirigió a la puerta, donde le esperaba Crispín.

Ella pensó que le franquearía el paso, pero se equivocó. Con rapidez el hombre alargó sus manos hasta cogerle los pechos, a través de la camisa. Ella volvió de nuevo a sentirse desconcertada, pero sabiendo que acababa de recoger cincuenta pavos de aquel hombre por una felación no consumada, y parecía que aquello formaba parte del precio. No se movió, no protestó más allá de su primer sobresalto, y le dejó incluso que le desabrochase la camisa lo suficiente para verle los pechos y volver a cogerlos, aunque ahora de forma directa. Pero aquello sólo duró unos segundos, y ella tuvo que abrocharse de nuevo la camisa, consiguiendo por fin librarse del hombretón, que no obstante, le recordó esa cita impensable.

-

Mañana te espero a las nueve.

-

Vale.

Aceptó para no poner obstáculos a su salida, pero sin la más mínima intención de cumplir con su promesa. Una vez fuera del parque se fue de nuevo hacia donde había dejado al delincuente, totalmente desbordada por los acontecimientos, con el corazón palpitante, sofocada, verdaderamente horrorizada por lo que había hecho, y con aquel maldito sobre en su bolso.

En cuanto llegó al banco recibió la llamada del delincuente, que sin duda estaba por algún lugar del Parque vigilándola, interesándose por el dinero. Y una vez supo que ya lo tenía, la moto estridente apareció por el sendero, esta vez con una velocidad impropia para el lugar. El frenazo la llenó de polvo, y mientras ella cerraba los ojos para protegerse, volviendo la cara a un lado, el delincuente se sentaba a su lado.

-

Venga, el sobre.

Ella recogió su bolso, rebuscó en él y le dio el sobre, verdaderamente aliviada de desprenderse de él. Pero se quedó atónita al recibir de él un inmaculado billete de quinientos, ¡de quinientos!, y realmente no supo qué decir. Él se vio obligado a darle una explicación, al observar su expresión estupefacta.

-

Esta es tu parte, nena. Así son las reglas.

Con el billete en la mano, ella no sabía qué hacer.

-

De modo que te has tirado al Crispìn, ¿eh?

-

Ya tienes el dinero, ¡y no me vuelvas a meter en estos líos!

-

¡Sabía que eras más puta que las gallinas! ¡Te lo has tirado! (ella sólo quería marcharse de allí, y aquella conversación no sólo iba demorarla, sino que podía excitar a aquel hombre violento que la intimidada con su sola presencia, un hombre frío como el acero, sin escrúpulos, y que además, podía disponer de ella con sólo enarbolar su secreto).

-

¡No me lo he tirado! (sin darse cuenta utilizaba ya hasta su lenguaje). Hice lo me ordenaste, cabrón, me ofrecí a él para que se convenciese de que no era una policía, y me he librado porque se le hizo tarde, porque empezó a llegar gente con bebidas y cosas de esas, y como vio que estaba dispuesta, pues me dio el dinero. Así que ya lo sabes, y no quiero que me vuelvas a utilizar para estas cosas (quería contestarle de una vez, y quería también que le quedara claro que no iba a permitir que la utilizara para sus transacciones).

-

Bueno, no te lo tiraste pero estabas dispuesta a tirártelo, que es lo mismo.

-

¡Vete al cuerno! ¡Tú me estabas chantajeando, cabrón! ¡Y te aseguro que no lo vuelvo a hacer más! ¡Lo que me faltaba a mí, estar metida en líos de drogas!

-

Bueno, lo cierto es que ya te has metido de lleno, porque ese Crispín es un soplón de la poli. Es un tipo listo, sabes, porque ha sabido contentar a todos, aunque está siempre al borde del abismo. Pero el caso es que los jefes saben que es un soplón, y se lo permiten porque a todos conviene que de vez en cuando caiga algún camello, que de vez en cuando la poli haga detenciones, así están todos contentos. Si la polí hace detenciones de vez en cuando, dejan en paz a los jefes. Y a los jefes no les importa perder un poco de droga, siempre que no se metan con ellos. Y el Crispín se forra, porque unos y otros le permiten traficar sin problemas. Pero juega con fuego. Así que ya lo sabes, con seguridad te habrá grabado en vídeo, y tiene la droga que tú misma le has vendido. Tardará unos días en decidir si te denuncia o si vende la droga. Si la vende, te habrás librado, pero si se la entrega a la poli, lo tienes claro.

Ella quedó petrificada con la revelación. El pánico se apoderó de ella, ¡podía estar ya en busca y captura si le había delatado! En esos momentos hubiera matado con sus propias manos al joven delincuente que sonreía cínicamente a su lado si hubiera tenido las fuerzas necesarias para ello, el muy canalla la había entregado a un soplón de la policía, que era casi igual que entregarla a la policía, sólo era cuestión de tiempo. ¡Por eso no quería ir él! ¡Por eso la utilizó a ella! ¡Por eso le había recompensado con aquel maldito billete de quinientos, que todavía mantenía estúpidamente en su mano!

-

¡Cabrón! ¡Eres un maldito cabrón! ¡Un hijo de la gran puta! ¡Y esto me lo vas a pagar! Se lo contaré todo a la policía, todo, incluido que intentaste violarme. ¡Ya que estoy bien pringada con esta mierda, tú no te vas a ir de rositas! (apenas se daba cuenta de que estaba utilizando el mismo lenguaje que él).

-

Vaya vaya con la abogadita. ¡Si habla igual que una puta! Menudo lenguaje. Pero no te dispares tan pronto. Ese no te va a delatar, ese sabe que tú venías de mi parte…

-

¡No lo sabe joder! ¡Tú me dijiste que no se lo dijera!

-

¡Que te creerás tú que le has engañado! ¡Al Crispín! Oye, te aseguro que ese sabía quién te había mandado ir allí, pero eso es lo de menos. Como habrás visto, él tenía el dinero preparado, él sabía que le iban a hacer una entrega, y te aseguro que sabía de dónde procedía. Y con éstos no se la juega.

-

¿¡Pero entonces el cabrón se inventó todo el rollo ese de que yo era una poli?! ¡Y tú sabías que se lo estaba inventando!

-

Desde luego, eres más bien tontita. No, no creo que se lo inventase, porque lo que él teme no es a esos polís que son sus amigos, que lo amparan y reciben su comisión. Él tiene miedo de los otros polís, otros que él no conoce, y que sabe que tampoco los conocen los polís que él conoce, pero que podrían estar investigándoles, a sus amigos polis y a él. Así que no te extrañe que haya desconfiado de ti, tiene que desconfiar de todo dios, debe ser el tipo más desconfiado de la ciudad. Así que cuanto te vio llegar a ti, tan maciza, tan buenorra, con tan poca pinta de camella, más bien con pinta de pija, es normal que desconfiara. Y también es normal que quisiera echarte un polvo. Pero puedes estar segura de una cosa: él sabe muy bien que hoy no era el día adecuado para delatar a nadie. Estas cosas se organizan, están todos avisados, él lo sabe, los jefes lo saben, y hasta los polis lo saben. El que no lo sabe es el pringado al que le toca la china, pero lo saben todos los demás. ¡Así que puedes relajarte, y disfrutar de tus quinientos!

¡Estaba ella como para disfrutar de nada! Quizá aquellas palabras habían conseguido dominar su pánico, parecían mínimamente lógicas, pero desde luego seguía asustada, enrabietada, desbordada por la situación. No sabía ya qué pensar, no sabía cuál era la situación, no podía confiar en aquel desalmado, y tampoco en ese tal Crispín, aunque ahora sabía que era con éste con quien tenía que aclarar las cosas, porque desde luego no podía ni remotamente fiarse del delincuente, y no podía regresar a su despacho sin saber si realmente le habían tendido una trampa. Se levantó del banco casi de un salto, y se dirigió hacia el bar del Crispín no sin antes anunciarle su intención, pero casi sin dejarle reaccionar.

-

Aclararé eso con el Crispin. ¡Me marcho!

-

¿Pero no íbamos a echar un polvo?

Oyó su pregunta impertinente mientras avanzaba ya por el camino de gravilla buscando orientarse para encontrar la salida opuesta por la que habían entrado, en donde se encontraba el bar, y desde luego ni siquiera sintió vergüenza al comprobar que una madre con su hijo sentado en un carrito se cruzaba con ella en ese mismo momento, madre que con seguridad escuchó la ominosa frase. Tenía la firme intención de aclararlo todo con el hombretón que aquella misma mañana estuvo muy cerca de poseerla, y ello pese a que se había jurado que nunca más volvería a pisar ese maldito bar, pero la nueva revelación del delincuente le obligaba a romper su juramento, en el que tampoco es que pusiera demasiada fe, al sentirse desde hacía meses, totalmente dominada por las circunstancias.

Entró en el recinto con decisión, sorteando las mesas que se desparramaban sin demasiado orden por la terraza, mesas vacías en su mayoría. Ciertamente era un lugar tranquilo, pues al encontrase en el interior del parque, aquella terraza no daba a la calle, no se veía desde allí más que los setos que la rodeaban, y más allá de los setos, los altos edificios que se situaban en frente del parque. No llegaba el ruido de los coches, ni existía el tránsito de personas, era un lugar recogido. La puerta del bar estaba abierta, y en su interior sólo había una mesa ocupado por una pareja de jóvenes acaramelados. En la barra un hombre ya mayor, con el pelo canoso y una prominente barriga, leía un periódico mientras apuraba una cerveza. Detrás de la barra no había nadie en esos momentos. Se acodó en ella, esperó impaciente y comprendió que no sabía qué le iba a decir al tal Crispín cuando apareciese con ese rostro seco y duro, decididamente afilado y tenso, que le había amedrentado desde el primer momento.

Y no tuvo que esperar mucho para verlo aparecer, y de nuevo la sobrecogió, su presencia imponente la dejó helada, se sentía casi dominada con la mirada que le dirigió, y más ahora que sabía su condición de soplón de la policía.

-

¿No has podido esperara a mañana? ¿necesitas ya el dinero?

-

¿Qué…..? ¿Cómo dices…? No sé…. (en aquel momento no recordaba el trato que había cerrado con él hacía unos minutos, trato que no pensaba cumplir y en el que no había pensado mientras se dirigía a toda prisa hacia el bar; tuvo que hacer un esfuerzo para recordarlo… y se sonrojó cuando lo recordó por fín) ¡Ah…no! ¡No…. no! No vengo por eso… es que… quiero aclararte una cosa… Pero no sé si podemos hablar en otro sitio… es sólo un momento.

-

¿Sólo un momento…? ¿y de qué coño quieres hablar?

Ella se apuró ante la respuesta ruda y cortante del tal Crispín, que la miraba otra vez con unos ojos escudriñadores, quizá otra vez sospechando de ella, seguramente muy sorprendido de esa inesperada visita. Y su tono de voz elevado, aunque podía perderse entre el ruido de la música que invadía todo el local, la convenció de que tenía que conseguir hablar con él en otro lugar… aunque no se le ocurría dónde. Pero empezaba a comprender la dificultad de aclararse con él.

-

Es sobre algo que te dije esta mañana…. Es importante para mí, pero no quiero hablar aquí… ¿no puedes salir un momento fuera? ¡Por favor!

-

Toma, al fondo está la puerta del almacén, espérame allí (el hombre dejó una llave delante de ella, y las instrucciones eran bien claras; respiró tranquila, era lo que ella buscaba).

-

Gracias, será sólo un momento.

Se dirigió firme y decidida hacia el fondo del bar, y de nuevo entró en el almacén, que ahora estaba cerrado. Cuando consiguió meter la llave en la cerradura se volvió, y comprobó que sólo desde una mesa próxima que estaba vacía podían verla, y también desde la esquina de la barra, donde no había nadie. Abrió por fin la puerta, encendió la luz y se encontró con lo que ya conocía: una estrecha habitación en el que se acumulaban cajas y más cajas de bebidas, de todas las clases. También había en un rincón cubos y fregonas, y trapos. Había sólo un pasillo libre entre la pared y la montaña de cajas apiladas, de todas las clases y colores. Al fondo había otra puerta, y como aquel recinto no era muy grande, se imaginó que daba también al exterior. Enseguida entró Crispín, y en cuanto le vio ella empezó a hablar nerviosamente.

-

Gracias por atenderme, es que necesito decirte una cosa. Verás, tenías razón tú, yo vine porque me lo dijo Quico, ese Quico del que me hablaste esta mañana. Él me había dicho que no te dijera nada, pero ahora, cuando le he dado el dinero me ha dicho…. Bueno, me ha dicho… no sé cómo decírtelo, pero bueno, a mí me da igual… (realmente estaba nerviosa, y ese nerviosismo no le favorecía nada, pues en el rostro de Crispín podía leerse una creciente exasperación nada conveniente para ella) … quiero decir que él me dijo que, algunas veces, no sé, que tú… bueno, ya sabes, que tú denuncias a algunos que te vienen a vender… bueno, ya sabes, y yo quiero que sepas… (el hombre hacía gestos inequívocos de impaciencia; fruncía los labios, hacía muecas con ellos muy preocupantes, y su mirada la atravesaba por completo) verás, no es como tú te imaginas… yo…. (no sabía qué contarle, no sabía realmente qué parte de la historia, de su verdadera historia, era apta para ser contada, y realmente el problema era que sencillamente tendría que inventarse una parte de la historia… sólo que no disponía de la lucidez suficiente para improvisar) yo le debía un favor a Quico, no puede darte los detalles, pero yo no me dedico a esto, y desde luego no voy a volver a hacerlo… y la verdad es que… bueno, él me ha dicho que tú a él no lo denunciarías, yo no sé los rollos que os traéis, y te aseguro que no me importan ni lo más mínimo, pero el caso es que el muy cabrón no me dijo que tú… bueno, que tú podrías denunciarme si no sabías… bueno, si no estabas seguro de que a mí me enviaba el Quico… y por eso quería decírtelo.

-

Pero bueno, ¿me estás llamando soplón, hija de la gran puta? ¿me estás llamando soplón de mierda en mi cara? ¿es que eres tonta del culo?

Ella quedó sencillamente petrificada, incapaz de mover un músculo, incapaz casi de respirar, atónita y aterrorizada, contemplando como ese hombre imponente la arrinconaba contra la puerta del fondo, mirándola con una furia inusitada, con los puños crispados, dispuestos a golpearla sin piedad a la más mínima indicación de su dueño. Y el terror le impedía pensar con un mínimo de claridad.

-

Yo… yo… yo no digo eso…. es que… es que…. me lo dijo el Quico, yo no sé nada… por favor, déjame ir…. yo no sé nada… ha sido Quico…

-

¿El Quico? ¿qué el Quico te dijo eso? Ese imbécil no se atrevería a ir por ahí llamándome soplón, ¡sabe que le pegaría dos tiros como me enterase! ¿Quién coño te lo ha dicho? ¡Dilo de una vez!

-

¡Ha sido Quico! ¡Te lo juro por lo que más quieras! ¡tienes que creerme!

Otra vez acosada por la enfermiza desconfianza de ese hombre brutal, que una vez más no se creía la versión de ella, que desgraciadamente era la verdadera. Y ahora ni siquiera le serviría ofrecerse una vez más a él, ahora no le servía nada de lo que ella pudiera decirle.

-

Oye, zorra de mierda, el Quico me tiene respeto, me tiene miedo, se caga cada vez que me ve, y sabe perfectamente de lo que soy capaz, por eso no se atreve a venir aquí. Y por eso sé que no se atrevería a decirte semejante mentira. El que te lo ha dicho quiere ponerme nervioso, está claro, quiere que haga alguna tontería, o simplemente quiere que salga corriendo, que me esconda. A los que marcan como soplones tienen las horas contadas. Así que será mejor que me digas quién coño te ha dicho eso, porque si no lo vas a pasar mal, muy mal.

Ella estaba ya aterrorizada, atrapada en una situación absolutamente insospechada, absurda, impensable, que ella misma había provocado. Y desde luego no sabía cómo salir de ella.

-

¡Ha sido Quico, te lo juro, ha sido Quico! ¡por favor, déjame marchar! (suplicaba, imploraba, con las lágrimas a punto de invadirla).

-

Ya veo que no me lo quieres decir. ¡Date la vuelta!

-

¿Qué?

-

¡¡Date la vuelta!!

-

¿Qué…. qué me vas a hacer? ¡Por favor, tienes que creerme! ¡Por favor! (ella se dio la vuelta, con las lágrimas inundándole ya los ojos, incapaz de oponer resistencia a ese hombre feroz).

Enseguida supo lo que aquel hombre le iba a hacer: le juntó las muñecas y la ató con fuerza, en apenas segundos. Era obvio que tenía experiencia en atar las manos, no era la primera vez que lo hacía, y enseguida supo que nada podría hacer por desatarse. Realmente, ella no podía estar ya más aterrorizada, con el corazón palpitándole violentamente, y con la cabeza hirviéndole llena de ideas que se atropellaban mutuamente.

-

No intentes escapar, y no grites, sería inútil. Tengo que hacer unas llamadas, y será mejor que vayas pensando en decirme la verdad, porque con estas cosas no se bromea.

Cuando quedó sola en aquel estrecho almacén la desesperación le hizo intentar golpear la puerta trasera para comprobar si era capaz de abrirla, pero enseguida desistió. Y mientras revisaba la estancia buscando algún objeto que pudiera ayudarla descubrió tirado en el suelo su propio bolso, y enseguida comprendió que podría sin demasiada dificultad coger su móvil. Se arrodilló a su lado, con paciencia logró abrir la cremallera y no tardó en encontrar el teléfono. Y aunque realmente había pensado en llamar a la policía, cuando le tuvo en la mano comprendió que quizá no era buena idea, pues con ello se arriesgaba a que finalmente su situación personal fuera conocida por todos sus conocidos, por su marido, por sus amigos, por su familia. Sería un verdadero escándalo, y era seguro que el Quico la denunciaría.

Y pensando en eso se le ocurrió llamar a éste, pues además era el último número que había marcado ese día, y por tanto, podría llamarle sin tener que marcar los números, sólo apretando una tecla. Tanteando con los dedos hizo la llamada, dejó el móvil en el suelo, se dio la vuelta y pegó la oreja, quedando en una postura incomodísima, y ciertamente erótica si aquel hombretón la hubiera sorprendido de esa guisa. En cuanto oyó su voz ella se desahogó contándole su situación, suplicándole que viniera a rescatarla, o que avisara a la policía, o lo que fuera, porque estaba convencida de que aquel hombre iba a matarla, o como mínimo, a darle una buena paliza. Y el Quico la sorprendió con una voz calmada, inesperadamente sensata, aunque dándole unas instrucciones que verdaderamente no le servían de nada, salvo que pusiera su vida en manos de un delincuente de su calaña.

-

Oye, es que tienes cosas de guardia. ¿Cómo se te ha ocurrido contarle todo lo que te he dicho? En menudo lío nos has metido a los dos. Pero bueno, te diré lo que tienes que decirle, y escúchalo bien, porque será mejor que estés convincente. Dile que eres mi zorra, y que yo te he enviado unas cuantas veces con Le Turke, así, tal como suena. Verás cómo al oír ese nombre su expresión cambiará por completo, se quedará acojonado. Le Turke, ¿lo has oído bien?

-

¿Leturke? ¿quién es ese? Oye, no quiero más historias, tienes que llamar a la policía, o sacarme de aquí de una vez. Ese tío es un energúmeno, me va a matar como no vengas pronto.

-

Le Turke es el gran jefe, es el dueño y señor de todos nosotros, es el que decide quién debe morir o quién merece un premio, es el rey en esta ciudad. Realmente nadie lo conoce, pero todos sabemos de su existencia, y todos sabemos cuál es su aspecto físico. Y esto es lo importante, porque lo cierto es que aunque ninguno de los dos lo conoce, yo sé más cosas de él que tu ogro. Y esos detalles lo van a dejar pasmado. Verás, nuestro gran jefe es un poco más bajo que yo, tiene el pelo corto y muy rizado, es muy grueso, más bien barrigón. Viste muy elegante, trajes a medida, tiene su propio sastre, y su voz resulta aterradora precisamente porque es más bien femenina, ya me entiendes. Tiene una cicatriz espantosa en la espalda, que le llega hasta el glúteo, fruto de un navajazo muy certero, en la única ocasión en que ha tenido que enfrentarse a alguien. Tiene otra cicatriz en el lado derecho de la cara, desde la comisura de los labios hasta su oreja, por un balazo que dicen que se le coló por la boca y le salió casi por la oreja, algo espantoso. Vive en hoteles, y no duerme más de una semana en el mismo. Y le encantan las zorras, aunque tenga la voz afeminada es muy macho. Por eso todos se desviven en conseguirle las mejores, para complacerle. Y por eso sé yo tanto de él, porque la hermana de un amiguete mío es una de sus preferidas. Tú has ido al hotel Altozano, seguro que lo conoces, y puedes comentarle que tiene unos gustos sexuales especiales, que no puedes revelar porque te mataría. Parece ser que ese merluzo le va el rollo masoca, y asquerosidades tales como que se le meen encima, unas guarradas impresionantes. Así que ese es el rollo que tienes que contarle, que ha sido el propio Le Turke el que te mandó hoy a este trabajito, porque te portaste bien con él y quería compensarte con un dinerito extra, y que fue él el que te dijo que era un soplón. Cuéntale eso y verás cómo le cambia la cara, y cómo te trata de otra forma.

-

Oye, pedazo de cabrón, tú me has metido en esto, ¡tienes que sacarme de aquí! ¡no puedes dejarme tirada! ¡Por favor, haz lo que sea, llama a la poli, o sácame por la puerta de atrás, estoy en el almacén y hay una puerta trasera! ¡pero ven ya!

-

Joder, tía, que le cuentes eso, coño, que ya verás cómo se soluciona todo.

-

¡Yo no le voy a contar más historias! ¡si estoy así es por contarle una de tus historias! ¡sácame de aquí, sácame de aquí!

Ella no pudo contener más las lágrimas, y lloró con toda la energía de la que era capaz, y de alguna forma las lágrimas le ayudaron a tranquilizarse en algún grado, aunque mientras lloraba dejó de atender al teléfono, y cuando las lágrimas empezaron a escasear, la comunicación ya se había cortado. No sin dificultad se sentó en el suelo, recogió el móvil, y luego sencillamente deslizó el trasero hasta apoyar la espalda en la pared, estirando las piernas para acomodarse mejor. Le parecía sencillamente imposible que pudiera atreverse a contar la estúpida historia que le había indicado el Quico, y le resultaba igualmente imposible discernir si podía realmente favorecerle en algo, o si más la condenaría por completo.

Ahora bien, no alcanzaba a comprender por qué el Quico iba a permitir que alguien la matara por esa estúpida razón, no podía comprender que la dejara en manos de ese bárbaro por pura diversión, pues él sabía que podía conseguir mucho dinero de ella, que lo tiraría a la basura si ella desparecía. Así que, en realidad, podía confiar en él, ¡pero era muy duro que su vida dependiera de una historieta inventada por un delincuente sin escrúpulos!. Sí, quizá era cierto que ese La Turke los dominaba a todos, y que con sólo oír su nombre les entraba verdadero pánico. ¡Tampoco perdía nada por intentarlo! Pero la cordura se impuso, no podía confiar en ese delincuente, no podía jugarse la vida con una historieta inverosímil, tenía que llamar a la policía y tenía que hacerlo rápido. Con los dedos empezó a tantear otra vez el teclado, pero el ruido de la cerradura la asustó lo suficiente como para que el aparato saltara de las manos y cayera al suelo, justo en el momento en que la puerta se abrió y apareció el hombretón.

Los riesgos insospechados de la ambición (3)

3

Sus ojos escudriñaban el suelo mientras se acercaba hacia su meta, y sólo se detuvo cuando vio aquellos enormes zapatos de deporte blancos, de suela gruesa, y unos calcetines que se adivinaban también gruesos, aunque unos pantalones vaqueros bastante raídos apenas dejaban ver más que su color. Arrodillarse fue ya un acto heroico, y ante ella apareció su objetivo, aquello que se escondía tras la cremallera de botones y un férreo calzoncillo, pero que se insinuaba con bastante precisión por el apreciable bulto que se formaba en su entrepierna, y ello pese a la rígida tela del pantalón.

Sin pensarlo ni un instante, sus manos se dirigieron a toda prisa hasta la hebilla de su cinturón, una hebilla bastante espectacular, grande y plateada, gruesa, sólida, y sin duda llamativa, aunque ella apenas se había fijado en ella, dadas las circunstancias. Sin embargo, una poderosa mano de dedos largos y gruesos le agarró la suya y le cambió bruscamente la dirección, obligándola a posarse sobre aquel bulto cuyo origen y contenido era perfectamente conocido por ella.

  • Venga, primero tienes que ponérmela dura. No seas tan rápida.

La mano detectó con toda claridad, con toda precisión, la presencia inconfundible de un falo desperezándose, revolviéndose sanguíneo debajo de las sucesivas telas que lo aprisionaban, manifestando ya su dureza a través de ellas. Su mano describió sobre la tela rígida del pantalón vaquero lo que podía considerarse una caricia, una caricia que repitió mecánicamente sin saber cuándo tenía que ponerle fin, pues realmente desde el principio le pareció que aquello estaba totalmente preparado y dispuesto para una sesión de sexo oral.

Arrodillada ante él ponía de manifiesto su momentánea sumisión a sus designios, circunstancia que aprovecho, haciendo valer su recién adquirida jerarquía, para cogerle la barbilla para obligarla a alzar su cara hacia él, y por tanto, a mirarle, pero a una distancia tan escasa que fácilmente él hubiera podido besarla, y el hecho de tener que mirarlo la hizo sentirse intensamente humillada, si bien la vergüenza infinita que sentía la superó casi sin esfuerzo por el estado de absoluta desesperación en el que se encontraba, atrapada en aquel maldito bar cargada de droga, con la amenaza de toda clase de males si no conseguía vendérsela a aquel individuo.

Ella apartó la cara enseguida, y aunque no pudo evitar sentirse inundada por esa mirada lasciva que desde unos insondables ojos negros la invadió en los escasos segundos en los que se cruzó con ella, al menos consiguió que esa viscosa y desagradable intimidad que él buscaba sólo durase unos breves segundos.

-

Vaya vaya con la rubia, no te importa chuparme la polla pero no quieres ni verme. Bueno, a ver si te gusta esto.

Con toda rapidez las dos fuertes manos del hombretón se dirigieron directamente a sus nalgas, cogiéndoselas con fuerza a través de la falda, para lo cual no tuvieron que hacer demasiado esfuerzo, porque sus cuerpos estaban prácticamente pegados el uno al otro. Y ella se rebeló contra aquella maniobra inesperada, aunque fácilmente previsible. Pensar que el hombre se conformaría sólo con aquello, con un episodio de sexo oral, era demasiado ingenuo, incluso para una simple colegiala, y sin embargo ni siquiera lo pensó hasta que no se vio manoseada, pues estaba tan absolutamente desbordada por los acontecimientos que pensó que él sólo pretendía asegurarse que no era una policía, y que por tanto, él se conformaría con eso.

Y sin duda en el origen el hombre lo planteó bajo el convencimiento que ella se negaría; pero al comprobar que no era así, es obvio que su atractivo cuerpo no pudo dejar de provocar su conocido efecto en los hombres, y ante la posibilidad de conquistarlo en su integridad, no tenía sentido conformarse meramente con una felación. Pero ella no pudo evitar la protesta, no pudo evitar ponerse de pie furiosa, con el gesto crispado, enfurecida estúpidamente.

-

¡Oye, las manos quietas! Hemos hecho un trato, y quiero terminar de una vez.

-

¡Pero se puede saber de qué coño vas tú! No querías echar un polvo conmigo por doscientos, y ahora estás dispuestas a chupármela gratis, pero sin que te coja el culo. ¿Eres gilipoyas o qué?

-

¡Yo no quiero hacerte nada, joder! Pero necesito que me des el dinero de una vez, porque el que me ha dado la droga me ha dicho que me va a matar como no aparezca con el dinero. ¡Estoy amenazada de muerte, y por eso tengo que conseguir el dinero como sea, y hoy mismo!

-

¡Te creerás que soy gilipoyas! Esperarás pillarme ahora, pero yo no sé nada de ninguna droga, ni sé de qué dinero me hablas. Has estado a punto de hacerme creer que no eres una poli, pero ya veo cuál es tu jueguecito. Quieres ponerme caliente para que pierda la cabeza, y consigas que te diga lo que quieres oír. Ya puedes irte a la mierda, de una puta vez.

Ella sencillamente quedó espantada ante este nuevo giro de la conversación. No había duda de que aquel hombre seguía dudando de ella, y aunque ciertamente se había arrodillado, aunque ciertamente había mostrado su disposición a cumplir con la promesa, también era cierto que aquello había quedado en entredicho por culpa de su absurda reacción. Ahora el hombre se había levantado también furioso, y de nuevo se dirigió hacia la puerta, obligándola a correr detrás de él para impedírselo. Se colocó junto a la puerta, para impedirle que la abriera.

-

¡Por favor! ¡por favor! ¡haré lo que quieras, lo que me pidas! ¡sólo quiero terminar de una vez! ¡por favor!

-

¿Qué, otro truco? ¡Ya está bien!

Ella actuó con rapidez; buscó sus manos, que estaban en jarras; las agarró y las llevó directamente a sus pechos, que ya hacía un tiempo que se movían libres en el interior de su camisa verde. Sus pechos voluminosos no dejaban de ser endiabladamente atractivos para los hombres, y ella confiaba que aquel gesto espontáneo al menos le hiciese reconsiderar al hombretón su intención de echarla del bar.

El hombre se sorprendió al ver sus propias manos sobre aquellos pechos que sin duda ya había deseado en más de una ocasión desde que ella apareció en su bar, y tras unos segundos de desconcierto, en los que aquellas manos permanecieron simplemente sobre ellos, no tardaron en palparlos, agarrarlos, cogerlos, y enseguida, sin demora, se apartaron sólo para desabrocharle con torpeza los botones de la camisa, descubriéndolos y volviendo a cogerlos ahora con más fuerza, con verdadero deseo, haciéndole gritar de dolor en uno de esos desaforados apretones, calmándose luego para acogerlos con más detenimiento, con más calma. Y enseguida aquellas manos se dirigieron hacia la camisa para bajársela por completo, haciéndola girar con toda facilidad, e intentando quitársela sin desabrocharle las mangas, lo que no pudo hacer en su primer intento, quedando la camisa colgada de las manos.

-

¡Espera, espera! ¡Deja que desabroche los botones de las mangas!

Le habló de espaldas a él, girando la cabeza lo suficiente para que pudiera escucharle mejor, pero sin mirarle. Las manos se apartaron, y ella volvió a colocarse la camisa en su posición natural, desabrochándose los botones rápidamente, y dejando caer los brazos, para que fuese él el que le quitase la camisa, si lo deseaba. Y lo deseaba, porque la camisa sencillamente voló por sus brazos y voló luego delante de ella, cayendo al suelo cerca de la silla donde él se había sentado. Enseguida el hombre le sujetó las muñecas, le levantó los brazos y le colocó las manos sobre la cabeza, pudiendo ella comprobar con sus propios ojos cómo esas manos fuertes y aguerridas, de piel seca y áspera, se apoderaban con fuerza de sus senos, ahora libre por completo de obstáculos. El desagrado por la hosca manipulación a la que los sometía el hombretón se compensaba esta vez por la alegría que le producía el hecho de que, por fin, parecía que su pasión se desataba sin restricciones, quizá ya confiado plenamente en que ella no le estaba tendiendo ninguna trampa.

Cuando aquellas manos poderosas intentaron desabrocharle la cremallera de la falda ella ya se sentía aliviada por completo de esa desesperante sensación de estar atrapada en un callejón sin salida, ya veía la luz al final del túnel, y se sentía plenamente satisfecha con el poder de seducción de su cuerpo, que en definitiva estaba consiguiendo que aquel hombretón se olvidase de una maldita vez de su obsesiva convicción de que ella era una policía. No dudó en colaborar con él, apartándole las manos para desabrochársela ella misma, dejando además que fuera él el que se la bajara, buscando acelerar su excitación para que cuanto antes quedase satisfecho. Y con esa finalidad, ella misma volvió a colocar sus manos sobre la cabeza, dejándole a él toda la iniciativa, para que hiciese con su cuerpo lo que quisiera, dispuesta a satisfacerle de una maldita vez.

La falda no tardó en caer por el tirón irresistible de aquellas manos poderosas, y ella levantó los pies para recogerla del suelo y lanzarla hacia una mesa, aunque cayendo al suelo. Volvió a poner las manos sobre la cabeza, y hasta quiso aumentar su grado de excitación para asegurarse un final rápido.

-

¡Cógeme el culo! ¿No querías tocármelo cuando te la iba a chupar? Pues ahora es tuyo, todo tuyo.

No sintió vergüenza al quedarse sólo con las bragas y las medias como única vestimenta, no sintió vergüenza sino pura alegría al comprobar que esas manos firmes se posaban en sus nalgas, las agarraban, las desplazaban, las estrujaban; tampoco sintió vergüenza cuando de nuevo la rodearon y ascendieron hacia sus pechos, mientras ella seguía con sus brazos alzados. Ni siquiera la sintió cuando una de aquellas manos abandonó a la otra, engolfada entre sus pechos, para descender por su vientre e introducirse en el interior de la braga, apropiándose de su entrepierna; y no sólo no la sintió, sino que abrió sus piernas para facilitarle la posesión de su sexo, y movió las caderas para deslizarse por esos dedos regordetes. Que se encontrase a pleno luz del día, en medio de un bar vacío, a punto de abrir sus puertas al público, medio desnuda, y con las manos regordetas de un desconocido manoseándole los pechos, hurgándole en su sexo, aplastando su frágil y sinuoso cuerpo de mujer contra el de él, rudo y nada sutil, le resultaba por completo indiferente, no le preocupaba ni lo más mínimo, obsesionada como estaba en conseguir que aquello que ahora sobresalía esplendoroso del pantalón vaquero del hombre explotara, reventara de una vez, se vaciara por completo. Y sintiendo nítida y poderosamente aquella firme presencia en sus nalgas, apretadas como estaban contra ese pantalón, no dudó en girarse de golpe, mirarle a los ojos directamente a la vez que dirigía sus manos una vez más a la hebilla de su cinturón, y pedirle implorante, desfalleciente, sumisa:

-

¡Déjame que te la chupe de una vez!

Y sin esperar respuesta, desató el cinturón, desabrochó los botones del pantalón, se arrodilló, le bajó los pantalones de un golpe, le cogió su miembro a través de la tela del calzoncillo, lo acarició, lo movió de un lado y del otro, y finalmente, lo liberó del calzoncillo, bajándolo, dejándolo que cayera sobre el pantalón. Y sus ojos descendieron desde los de él hacia aquel falo enhiesto que, desafiante, se había situado a la altura de su boca, de sus labios, con la cabecita sonriente y sonrosada exigiendo que se le abrieran las puertas del cielo, a lo que ella accedió, aunque no sin antes deslizar la lengua a todo lo largo de él, lamiendo con especial intensidad la sonriente cabecita, hasta terminar engulléndola dentro de su boca.

Pero sucedió lo inesperado, justo cuando ella, verdaderamente entusiasmada, concentrada en imprimir ritmo a su cabeza mientras se introducía la sonrosada cabecita sonriente de su falo en la boca, estaba ya sintiendo las mieles del éxito, cuando se sentía en el umbral de la gloria, de esa gloria absurda que se había convertido en su objetivo principal y desesperado: conseguir que aquel miembro viril saciara por fin su virilidad en su boca, justo en ese momento. Y lo inesperado fue el ruido estruendoso que surgió en el silencio de aquella fría mañana de otoño en el bar vacío: la puerta de la entrada fue golpeada de forma insistente por alguien que tenía prisa, y que gritaba el nombre del hombretón con todas sus fuerzas:

-

¡Crispín! ¡Críspin! ¡Abre de una vez, Crispin! ¡Vamos, que no tengo toda la mañana!

Como un resorte, ella abandonó a su suerte aquel pene erecto que con tanta fruición introducía en su boca, se levantó de un golpe, cogió la camisa y la falda, que fue lo primero que vio, y se fue para ocultarse en el primer sitio que vio, tras una puerta que estaba en el lado opuesto del bar, y que enseguida comprendió que era el almacén, pues allí se apilaban todo tipo de cajas, de refrescos, de latas diversas, de cervezas. Se ocultó tras la puerta, y comprendió entonces que se había dejado el sostén y la chaqueta fuera, a la vista de la persona que entrara, aunque no sabía qué había hecho el hombre con su sostén, no sabía si lo había dejado sobre la mesa o se lo había guardado en el pantalón.

Enseguida oyó las maldiciones del hombretón, que se había quedado con la miel en los labios:

-

¡Joder! ¡joder! ¡será mamón! ¡me cago en la leche! ¡será posible! ¡mierda! ¡mierda!.

Oyó el ruido de la puerta al abrirse, y los vozarrones de los dos hombres intercambiando insultos, improperios, reproches. Y desgraciadamente, el que acababa de llegar no tardó en percatarse de la situación, pues sin duda su sostén debía estar en el suelo, o sobre la barra, o en todo caso en lugar visible.

-

¡Ah! ¡Claro! ¡Ahora lo entiendo todo, mamón! ¡Tú te estabas chingando a una zorra!

Aunque ella no los veía, el comentario la aterrorizó, pues se imaginó enseguida que el hombretón la obligaría a salir de su escondite, la mostraría semidesnuda a su amigo, y con la mayor rapidez empezó a vestirse.

-

Oye, no es cosa tuya lo que hago, o lo que dejo de hacer. Métete en tus asuntos.

-

Venga, enséñamela, que si me gusta la pagamos entre los dos, ¿qué te parece?

-

¡Vete al cuerno! Tráeme cinco más y lárgate de una vez.

-

¿La tienes ahí dentro? Venga, que a ellas les da igual, le damos más dinero y en paz.

-

¡Basta ya, joder! Que no te la voy a enseñar, que te largues y me traigas eso.

-

¡¡Nena!! ¡¡nena!! ¡¡sal de ahí!! ¡¡Te doy cincuenta por un polvo rápido!!

-

Eres un capullo. Lárgate, que ella no va a salir.

-

¡Vaya con el Crispín! ¡jodiendo en el bar a las diez de la mañana! ¡pues sí que te lo montas bien! Bueno, ahora te traigo las otras.

Aunque no dejó de humillarla oír la conversación entre esos dos hombres que daban por hecho que ella era una vulgar prostituta, rifándosela como si fuera mercancía, lo cierto es que se calmó cuando comprobó que el tal Crispín no tenía intención de entregarla a aquel desconocido. Enseguida apareció él por la puerta, llevando dos cajas de cerveza que dejó encima de otras, que estaban apiladas en una esquina. Salió el hombre y poco después apareció el otro, hablando de nuevo entre ellos aunque ahora de sus asuntos. Luego oyó que el desconocido cerraba la puerta de salida, y supuso que estaban solos de nuevo. No supo qué hacer, la pasión con la que había conseguido enfrascarse en la sórdida tarea de satisfacer al rudo hombretón había desaparecido por completo, y se sentía incapaz de desnudarse una vez más, de recuperar aquella pasión que de forma insólita se había apoderado de ella, y se limitó a esperar, sin moverse hasta recibir nuevas instrucciones. Afortunadamente, el vozarrón de ese tal Crispín inundó el bar con estruendo.

-

¡¡Tú, sal de una vez, venga, que tengo prisa!!

Pensó un instante en desnudarse, pero sencillamente no se sentía capaz. Salió tímidamente de su escondite, esperando conocer cuáles eran sus intenciones. Y las conoció en cuanto la vio.

-

Bueno, se me ha hecho tarde, ahora no puedo perder el tiempo con mamadas, aunque lo estabas haciendo muy bien. Terminemos de una vez.

Ella se sintió aliviada, casi contenta, y le habría dado las gracias con todo entusiasmo si no fuera porque no tenía sentido alguno en aquellas circunstancias. Se acercó a su bolso, que seguía en una de las mesas, sacó el paquete y lo dejó sobre la barra. El hombre lo recogió y entró en la cocina. Uno o dos minutos después regresó con un sobre, que dejó encima de la barra. Ella lo abrió, y aunque le hubiera gustado salir corriendo, tuvo la calma suficiente para contar los billetes, todos de quinientos. Y mientras contaba, el tal Crispín deslizó un billete de cincuenta delante suya.

-

Este es para ti, por la mamada, te lo has merecido. Vente mañana a las nueve y te daré cien, mamada y polvo.

Ella se quedó indecisa, sorprendida, incapaz de reaccionar. Ya no pudo terminar de contar, aunque le pareció que estaba todo el dinero. Si aceptaba ese billete, bien podría decirse que era su primer trabajo como fulana. Pero si no lo aceptaba, aquel hombre podría de nuevo sospechar de ella, y no quería dejarle más dudas, prefería que pensara que todo lo había hecho por dinero. Recogió el billete, lo metió en el bolso junto con el sobre, se puso la chaqueta y, sin buscar tan siquiera el sostén, se dirigió a la puerta, donde le esperaba Crispín.

Ella pensó que le franquearía el paso, pero se equivocó. Con rapidez el hombre alargó sus manos hasta cogerle los pechos, a través de la camisa. Ella volvió de nuevo a sentirse desconcertada, pero sabiendo que acababa de recoger cincuenta pavos de aquel hombre por una felación no consumada, y parecía que aquello formaba parte del precio. No se movió, no protestó más allá de su primer sobresalto, y le dejó incluso que le desabrochase la camisa lo suficiente para verle los pechos y volver a cogerlos, aunque ahora de forma directa. Pero aquello sólo duró unos segundos, y ella tuvo que abrocharse de nuevo la camisa, consiguiendo por fin librarse del hombretón, que no obstante, le recordó esa cita impensable.

-

Mañana te espero a las nueve.

-

Vale.

Aceptó para no poner obstáculos a su salida, pero sin la más mínima intención de cumplir con su promesa. Una vez fuera del parque se fue de nuevo hacia donde había dejado al delincuente, totalmente desbordada por los acontecimientos, con el corazón palpitante, sofocada, verdaderamente horrorizada por lo que había hecho, y con aquel maldito sobre en su bolso.

En cuanto llegó al banco recibió la llamada del delincuente, que sin duda estaba por algún lugar del Parque vigilándola, interesándose por el dinero. Y una vez supo que ya lo tenía, la moto estridente apareció por el sendero, esta vez con una velocidad impropia para el lugar. El frenazo la llenó de polvo, y mientras ella cerraba los ojos para protegerse, volviendo la cara a un lado, el delincuente se sentaba a su lado.

-

Venga, el sobre.

Ella recogió su bolso, rebuscó en él y le dio el sobre, verdaderamente aliviada de desprenderse de él. Pero se quedó atónita al recibir de él un inmaculado billete de quinientos, ¡de quinientos!, y realmente no supo qué decir. Él se vio obligado a darle una explicación, al observar su expresión estupefacta.

-

Esta es tu parte, nena. Así son las reglas.

Con el billete en la mano, ella no sabía qué hacer.

-

De modo que te has tirado al Crispìn, ¿eh?

-

Ya tienes el dinero, ¡y no me vuelvas a meter en estos líos!

-

¡Sabía que eras más puta que las gallinas! ¡Te lo has tirado! (ella sólo quería marcharse de allí, y aquella conversación no sólo iba demorarla, sino que podía excitar a aquel hombre violento que la intimidada con su sola presencia, un hombre frío como el acero, sin escrúpulos, y que además, podía disponer de ella con sólo enarbolar su secreto).

-

¡No me lo he tirado! (sin darse cuenta utilizaba ya hasta su lenguaje). Hice lo me ordenaste, cabrón, me ofrecí a él para que se convenciese de que no era una policía, y me he librado porque se le hizo tarde, porque empezó a llegar gente con bebidas y cosas de esas, y como vio que estaba dispuesta, pues me dio el dinero. Así que ya lo sabes, y no quiero que me vuelvas a utilizar para estas cosas (quería contestarle de una vez, y quería también que le quedara claro que no iba a permitir que la utilizara para sus transacciones).

-

Bueno, no te lo tiraste pero estabas dispuesta a tirártelo, que es lo mismo.

-

¡Vete al cuerno! ¡Tú me estabas chantajeando, cabrón! ¡Y te aseguro que no lo vuelvo a hacer más! ¡Lo que me faltaba a mí, estar metida en líos de drogas!

-

Bueno, lo cierto es que ya te has metido de lleno, porque ese Crispín es un soplón de la poli. Es un tipo listo, sabes, porque ha sabido contentar a todos, aunque está siempre al borde del abismo. Pero el caso es que los jefes saben que es un soplón, y se lo permiten porque a todos conviene que de vez en cuando caiga algún camello, que de vez en cuando la poli haga detenciones, así están todos contentos. Si la polí hace detenciones de vez en cuando, dejan en paz a los jefes. Y a los jefes no les importa perder un poco de droga, siempre que no se metan con ellos. Y el Crispín se forra, porque unos y otros le permiten traficar sin problemas. Pero juega con fuego. Así que ya lo sabes, con seguridad te habrá grabado en vídeo, y tiene la droga que tú misma le has vendido. Tardará unos días en decidir si te denuncia o si vende la droga. Si la vende, te habrás librado, pero si se la entrega a la poli, lo tienes claro.

Ella quedó petrificada con la revelación. El pánico se apoderó de ella, ¡podía estar ya en busca y captura si le había delatado! En esos momentos hubiera matado con sus propias manos al joven delincuente que sonreía cínicamente a su lado si hubiera tenido las fuerzas necesarias para ello, el muy canalla la había entregado a un soplón de la policía, que era casi igual que entregarla a la policía, sólo era cuestión de tiempo. ¡Por eso no quería ir él! ¡Por eso la utilizó a ella! ¡Por eso le había recompensado con aquel maldito billete de quinientos, que todavía mantenía estúpidamente en su mano!

-

¡Cabrón! ¡Eres un maldito cabrón! ¡Un hijo de la gran puta! ¡Y esto me lo vas a pagar! Se lo contaré todo a la policía, todo, incluido que intentaste violarme. ¡Ya que estoy bien pringada con esta mierda, tú no te vas a ir de rositas! (apenas se daba cuenta de que estaba utilizando el mismo lenguaje que él).

-

Vaya vaya con la abogadita. ¡Si habla igual que una puta! Menudo lenguaje. Pero no te dispares tan pronto. Ese no te va a delatar, ese sabe que tú venías de mi parte…

-

¡No lo sabe joder! ¡Tú me dijiste que no se lo dijera!

-

¡Que te creerás tú que le has engañado! ¡Al Crispín! Oye, te aseguro que ese sabía quién te había mandado ir allí, pero eso es lo de menos. Como habrás visto, él tenía el dinero preparado, él sabía que le iban a hacer una entrega, y te aseguro que sabía de dónde procedía. Y con éstos no se la juega.

-

¿¡Pero entonces el cabrón se inventó todo el rollo ese de que yo era una poli?! ¡Y tú sabías que se lo estaba inventando!

-

Desde luego, eres más bien tontita. No, no creo que se lo inventase, porque lo que él teme no es a esos polís que son sus amigos, que lo amparan y reciben su comisión. Él tiene miedo de los otros polís, otros que él no conoce, y que sabe que tampoco los conocen los polís que él conoce, pero que podrían estar investigándoles, a sus amigos polis y a él. Así que no te extrañe que haya desconfiado de ti, tiene que desconfiar de todo dios, debe ser el tipo más desconfiado de la ciudad. Así que cuanto te vio llegar a ti, tan maciza, tan buenorra, con tan poca pinta de camella, más bien con pinta de pija, es normal que desconfiara. Y también es normal que quisiera echarte un polvo. Pero puedes estar segura de una cosa: él sabe muy bien que hoy no era el día adecuado para delatar a nadie. Estas cosas se organizan, están todos avisados, él lo sabe, los jefes lo saben, y hasta los polis lo saben. El que no lo sabe es el pringado al que le toca la china, pero lo saben todos los demás. ¡Así que puedes relajarte, y disfrutar de tus quinientos!

¡Estaba ella como para disfrutar de nada! Quizá aquellas palabras habían conseguido dominar su pánico, parecían mínimamente lógicas, pero desde luego seguía asustada, enrabietada, desbordada por la situación. No sabía ya qué pensar, no sabía cuál era la situación, no podía confiar en aquel desalmado, y tampoco en ese tal Crispín, aunque ahora sabía que era con éste con quien tenía que aclarar las cosas, porque desde luego no podía ni remotamente fiarse del delincuente, y no podía regresar a su despacho sin saber si realmente le habían tendido una trampa. Se levantó del banco casi de un salto, y se dirigió hacia el bar del Crispín no sin antes anunciarle su intención, pero casi sin dejarle reaccionar.

-

Aclararé eso con el Crispin. ¡Me marcho!

-

¿Pero no íbamos a echar un polvo?

Oyó su pregunta impertinente mientras avanzaba ya por el camino de gravilla buscando orientarse para encontrar la salida opuesta por la que habían entrado, en donde se encontraba el bar, y desde luego ni siquiera sintió vergüenza al comprobar que una madre con su hijo sentado en un carrito se cruzaba con ella en ese mismo momento, madre que con seguridad escuchó la ominosa frase. Tenía la firme intención de aclararlo todo con el hombretón que aquella misma mañana estuvo muy cerca de poseerla, y ello pese a que se había jurado que nunca más volvería a pisar ese maldito bar, pero la nueva revelación del delincuente le obligaba a romper su juramento, en el que tampoco es que pusiera demasiada fe, al sentirse desde hacía meses, totalmente dominada por las circunstancias.

Entró en el recinto con decisión, sorteando las mesas que se desparramaban sin demasiado orden por la terraza, mesas vacías en su mayoría. Ciertamente era un lugar tranquilo, pues al encontrase en el interior del parque, aquella terraza no daba a la calle, no se veía desde allí más que los setos que la rodeaban, y más allá de los setos, los altos edificios que se situaban en frente del parque. No llegaba el ruido de los coches, ni existía el tránsito de personas, era un lugar recogido. La puerta del bar estaba abierta, y en su interior sólo había una mesa ocupado por una pareja de jóvenes acaramelados. En la barra un hombre ya mayor, con el pelo canoso y una prominente barriga, leía un periódico mientras apuraba una cerveza. Detrás de la barra no había nadie en esos momentos. Se acodó en ella, esperó impaciente y comprendió que no sabía qué le iba a decir al tal Crispín cuando apareciese con ese rostro seco y duro, decididamente afilado y tenso, que le había amedrentado desde el primer momento.

Y no tuvo que esperar mucho para verlo aparecer, y de nuevo la sobrecogió, su presencia imponente la dejó helada, se sentía casi dominada con la mirada que le dirigió, y más ahora que sabía su condición de soplón de la policía.

-

¿No has podido esperara a mañana? ¿necesitas ya el dinero?

-

¿Qué…..? ¿Cómo dices…? No sé…. (en aquel momento no recordaba el trato que había cerrado con él hacía unos minutos, trato que no pensaba cumplir y en el que no había pensado mientras se dirigía a toda prisa hacia el bar; tuvo que hacer un esfuerzo para recordarlo… y se sonrojó cuando lo recordó por fín) ¡Ah…no! ¡No…. no! No vengo por eso… es que… quiero aclararte una cosa… Pero no sé si podemos hablar en otro sitio… es sólo un momento.

-

¿Sólo un momento…? ¿y de qué coño quieres hablar?

Ella se apuró ante la respuesta ruda y cortante del tal Crispín, que la miraba otra vez con unos ojos escudriñadores, quizá otra vez sospechando de ella, seguramente muy sorprendido de esa inesperada visita. Y su tono de voz elevado, aunque podía perderse entre el ruido de la música que invadía todo el local, la convenció de que tenía que conseguir hablar con él en otro lugar… aunque no se le ocurría dónde. Pero empezaba a comprender la dificultad de aclararse con él.

-

Es sobre algo que te dije esta mañana…. Es importante para mí, pero no quiero hablar aquí… ¿no puedes salir un momento fuera? ¡Por favor!

-

Toma, al fondo está la puerta del almacén, espérame allí (el hombre dejó una llave delante de ella, y las instrucciones eran bien claras; respiró tranquila, era lo que ella buscaba).

-

Gracias, será sólo un momento.

Se dirigió firme y decidida hacia el fondo del bar, y de nuevo entró en el almacén, que ahora estaba cerrado. Cuando consiguió meter la llave en la cerradura se volvió, y comprobó que sólo desde una mesa próxima que estaba vacía podían verla, y también desde la esquina de la barra, donde no había nadie. Abrió por fin la puerta, encendió la luz y se encontró con lo que ya conocía: una estrecha habitación en el que se acumulaban cajas y más cajas de bebidas, de todas las clases. También había en un rincón cubos y fregonas, y trapos. Había sólo un pasillo libre entre la pared y la montaña de cajas apiladas, de todas las clases y colores. Al fondo había otra puerta, y como aquel recinto no era muy grande, se imaginó que daba también al exterior. Enseguida entró Crispín, y en cuanto le vio ella empezó a hablar nerviosamente.

-

Gracias por atenderme, es que necesito decirte una cosa. Verás, tenías razón tú, yo vine porque me lo dijo Quico, ese Quico del que me hablaste esta mañana. Él me había dicho que no te dijera nada, pero ahora, cuando le he dado el dinero me ha dicho…. Bueno, me ha dicho… no sé cómo decírtelo, pero bueno, a mí me da igual… (realmente estaba nerviosa, y ese nerviosismo no le favorecía nada, pues en el rostro de Crispín podía leerse una creciente exasperación nada conveniente para ella) … quiero decir que él me dijo que, algunas veces, no sé, que tú… bueno, ya sabes, que tú denuncias a algunos que te vienen a vender… bueno, ya sabes, y yo quiero que sepas… (el hombre hacía gestos inequívocos de impaciencia; fruncía los labios, hacía muecas con ellos muy preocupantes, y su mirada la atravesaba por completo) verás, no es como tú te imaginas… yo…. (no sabía qué contarle, no sabía realmente qué parte de la historia, de su verdadera historia, era apta para ser contada, y realmente el problema era que sencillamente tendría que inventarse una parte de la historia… sólo que no disponía de la lucidez suficiente para improvisar) yo le debía un favor a Quico, no puede darte los detalles, pero yo no me dedico a esto, y desde luego no voy a volver a hacerlo… y la verdad es que… bueno, él me ha dicho que tú a él no lo denunciarías, yo no sé los rollos que os traéis, y te aseguro que no me importan ni lo más mínimo, pero el caso es que el muy cabrón no me dijo que tú… bueno, que tú podrías denunciarme si no sabías… bueno, si no estabas seguro de que a mí me enviaba el Quico… y por eso quería decírtelo.

-

Pero bueno, ¿me estás llamando soplón, hija de la gran puta? ¿me estás llamando soplón de mierda en mi cara? ¿es que eres tonta del culo?

Ella quedó sencillamente petrificada, incapaz de mover un músculo, incapaz casi de respirar, atónita y aterrorizada, contemplando como ese hombre imponente la arrinconaba contra la puerta del fondo, mirándola con una furia inusitada, con los puños crispados, dispuestos a golpearla sin piedad a la más mínima indicación de su dueño. Y el terror le impedía pensar con un mínimo de claridad.

-

Yo… yo… yo no digo eso…. es que… es que…. me lo dijo el Quico, yo no sé nada… por favor, déjame ir…. yo no sé nada… ha sido Quico…

-

¿El Quico? ¿qué el Quico te dijo eso? Ese imbécil no se atrevería a ir por ahí llamándome soplón, ¡sabe que le pegaría dos tiros como me enterase! ¿Quién coño te lo ha dicho? ¡Dilo de una vez!

-

¡Ha sido Quico! ¡Te lo juro por lo que más quieras! ¡tienes que creerme!

Otra vez acosada por la enfermiza desconfianza de ese hombre brutal, que una vez más no se creía la versión de ella, que desgraciadamente era la verdadera. Y ahora ni siquiera le serviría ofrecerse una vez más a él, ahora no le servía nada de lo que ella pudiera decirle.

-

Oye, zorra de mierda, el Quico me tiene respeto, me tiene miedo, se caga cada vez que me ve, y sabe perfectamente de lo que soy capaz, por eso no se atreve a venir aquí. Y por eso sé que no se atrevería a decirte semejante mentira. El que te lo ha dicho quiere ponerme nervioso, está claro, quiere que haga alguna tontería, o simplemente quiere que salga corriendo, que me esconda. A los que marcan como soplones tienen las horas contadas. Así que será mejor que me digas quién coño te ha dicho eso, porque si no lo vas a pasar mal, muy mal.

Ella estaba ya aterrorizada, atrapada en una situación absolutamente insospechada, absurda, impensable, que ella misma había provocado. Y desde luego no sabía cómo salir de ella.

-

¡Ha sido Quico, te lo juro, ha sido Quico! ¡por favor, déjame marchar! (suplicaba, imploraba, con las lágrimas a punto de invadirla).

-

Ya veo que no me lo quieres decir. ¡Date la vuelta!

-

¿Qué?

-

¡¡Date la vuelta!!

-

¿Qué…. qué me vas a hacer? ¡Por favor, tienes que creerme! ¡Por favor! (ella se dio la vuelta, con las lágrimas inundándole ya los ojos, incapaz de oponer resistencia a ese hombre feroz).

Enseguida supo lo que aquel hombre le iba a hacer: le juntó las muñecas y la ató con fuerza, en apenas segundos. Era obvio que tenía experiencia en atar las manos, no era la primera vez que lo hacía, y enseguida supo que nada podría hacer por desatarse. Realmente, ella no podía estar ya más aterrorizada, con el corazón palpitándole violentamente, y con la cabeza hirviéndole llena de ideas que se atropellaban mutuamente.

-

No intentes escapar, y no grites, sería inútil. Tengo que hacer unas llamadas, y será mejor que vayas pensando en decirme la verdad, porque con estas cosas no se bromea.

Cuando quedó sola en aquel estrecho almacén la desesperación le hizo intentar golpear la puerta trasera para comprobar si era capaz de abrirla, pero enseguida desistió. Y mientras revisaba la estancia buscando algún objeto que pudiera ayudarla descubrió tirado en el suelo su propio bolso, y enseguida comprendió que podría sin demasiada dificultad coger su móvil. Se arrodilló a su lado, con paciencia logró abrir la cremallera y no tardó en encontrar el teléfono. Y aunque realmente había pensado en llamar a la policía, cuando le tuvo en la mano comprendió que quizá no era buena idea, pues con ello se arriesgaba a que finalmente su situación personal fuera conocida por todos sus conocidos, por su marido, por sus amigos, por su familia. Sería un verdadero escándalo, y era seguro que el Quico la denunciaría.

Y pensando en eso se le ocurrió llamar a éste, pues además era el último número que había marcado ese día, y por tanto, podría llamarle sin tener que marcar los números, sólo apretando una tecla. Tanteando con los dedos hizo la llamada, dejó el móvil en el suelo, se dio la vuelta y pegó la oreja, quedando en una postura incomodísima, y ciertamente erótica si aquel hombretón la hubiera sorprendido de esa guisa. En cuanto oyó su voz ella se desahogó contándole su situación, suplicándole que viniera a rescatarla, o que avisara a la policía, o lo que fuera, porque estaba convencida de que aquel hombre iba a matarla, o como mínimo, a darle una buena paliza. Y el Quico la sorprendió con una voz calmada, inesperadamente sensata, aunque dándole unas instrucciones que verdaderamente no le servían de nada, salvo que pusiera su vida en manos de un delincuente de su calaña.

-

Oye, es que tienes cosas de guardia. ¿Cómo se te ha ocurrido contarle todo lo que te he dicho? En menudo lío nos has metido a los dos. Pero bueno, te diré lo que tienes que decirle, y escúchalo bien, porque será mejor que estés convincente. Dile que eres mi zorra, y que yo te he enviado unas cuantas veces con Le Turke, así, tal como suena. Verás cómo al oír ese nombre su expresión cambiará por completo, se quedará acojonado. Le Turke, ¿lo has oído bien?

-

¿Leturke? ¿quién es ese? Oye, no quiero más historias, tienes que llamar a la policía, o sacarme de aquí de una vez. Ese tío es un energúmeno, me va a matar como no vengas pronto.

-

Le Turke es el gran jefe, es el dueño y señor de todos nosotros, es el que decide quién debe morir o quién merece un premio, es el rey en esta ciudad. Realmente nadie lo conoce, pero todos sabemos de su existencia, y todos sabemos cuál es su aspecto físico. Y esto es lo importante, porque lo cierto es que aunque ninguno de los dos lo conoce, yo sé más cosas de él que tu ogro. Y esos detalles lo van a dejar pasmado. Verás, nuestro gran jefe es un poco más bajo que yo, tiene el pelo corto y muy rizado, es muy grueso, más bien barrigón. Viste muy elegante, trajes a medida, tiene su propio sastre, y su voz resulta aterradora precisamente porque es más bien femenina, ya me entiendes. Tiene una cicatriz espantosa en la espalda, que le llega hasta el glúteo, fruto de un navajazo muy certero, en la única ocasión en que ha tenido que enfrentarse a alguien. Tiene otra cicatriz en el lado derecho de la cara, desde la comisura de los labios hasta su oreja, por un balazo que dicen que se le coló por la boca y le salió casi por la oreja, algo espantoso. Vive en hoteles, y no duerme más de una semana en el mismo. Y le encantan las zorras, aunque tenga la voz afeminada es muy macho. Por eso todos se desviven en conseguirle las mejores, para complacerle. Y por eso sé yo tanto de él, porque la hermana de un amiguete mío es una de sus preferidas. Tú has ido al hotel Altozano, seguro que lo conoces, y puedes comentarle que tiene unos gustos sexuales especiales, que no puedes revelar porque te mataría. Parece ser que ese merluzo le va el rollo masoca, y asquerosidades tales como que se le meen encima, unas guarradas impresionantes. Así que ese es el rollo que tienes que contarle, que ha sido el propio Le Turke el que te mandó hoy a este trabajito, porque te portaste bien con él y quería compensarte con un dinerito extra, y que fue él el que te dijo que era un soplón. Cuéntale eso y verás cómo le cambia la cara, y cómo te trata de otra forma.

-

Oye, pedazo de cabrón, tú me has metido en esto, ¡tienes que sacarme de aquí! ¡no puedes dejarme tirada! ¡Por favor, haz lo que sea, llama a la poli, o sácame por la puerta de atrás, estoy en el almacén y hay una puerta trasera! ¡pero ven ya!

-

Joder, tía, que le cuentes eso, coño, que ya verás cómo se soluciona todo.

-

¡Yo no le voy a contar más historias! ¡si estoy así es por contarle una de tus historias! ¡sácame de aquí, sácame de aquí!

Ella no pudo contener más las lágrimas, y lloró con toda la energía de la que era capaz, y de alguna forma las lágrimas le ayudaron a tranquilizarse en algún grado, aunque mientras lloraba dejó de atender al teléfono, y cuando las lágrimas empezaron a escasear, la comunicación ya se había cortado. No sin dificultad se sentó en el suelo, recogió el móvil, y luego sencillamente deslizó el trasero hasta apoyar la espalda en la pared, estirando las piernas para acomodarse mejor. Le parecía sencillamente imposible que pudiera atreverse a contar la estúpida historia que le había indicado el Quico, y le resultaba igualmente imposible discernir si podía realmente favorecerle en algo, o si más la condenaría por completo.

Ahora bien, no alcanzaba a comprender por qué el Quico iba a permitir que alguien la matara por esa estúpida razón, no podía comprender que la dejara en manos de ese bárbaro por pura diversión, pues él sabía que podía conseguir mucho dinero de ella, que lo tiraría a la basura si ella desparecía. Así que, en realidad, podía confiar en él, ¡pero era muy duro que su vida dependiera de una historieta inventada por un delincuente sin escrúpulos!. Sí, quizá era cierto que ese La Turke los dominaba a todos, y que con sólo oír su nombre les entraba verdadero pánico. ¡Tampoco perdía nada por intentarlo! Pero la cordura se impuso, no podía confiar en ese delincuente, no podía jugarse la vida con una historieta inverosímil, tenía que llamar a la policía y tenía que hacerlo rápido. Con los dedos empezó a tantear otra vez el teclado, pero el ruido de la cerradura la asustó lo suficiente como para que el aparato saltara de las manos y cayera al suelo, justo en el momento en que la puerta se abrió y apareció el hombretón.

Los riesgos insospechados de la ambición (3)

3

Sus ojos escudriñaban el suelo mientras se acercaba hacia su meta, y sólo se detuvo cuando vio aquellos enormes zapatos de deporte blancos, de suela gruesa, y unos calcetines que se adivinaban también gruesos, aunque unos pantalones vaqueros bastante raídos apenas dejaban ver más que su color. Arrodillarse fue ya un acto heroico, y ante ella apareció su objetivo, aquello que se escondía tras la cremallera de botones y un férreo calzoncillo, pero que se insinuaba con bastante precisión por el apreciable bulto que se formaba en su entrepierna, y ello pese a la rígida tela del pantalón.

Sin pensarlo ni un instante, sus manos se dirigieron a toda prisa hasta la hebilla de su cinturón, una hebilla bastante espectacular, grande y plateada, gruesa, sólida, y sin duda llamativa, aunque ella apenas se había fijado en ella, dadas las circunstancias. Sin embargo, una poderosa mano de dedos largos y gruesos le agarró la suya y le cambió bruscamente la dirección, obligándola a posarse sobre aquel bulto cuyo origen y contenido era perfectamente conocido por ella.

  • Venga, primero tienes que ponérmela dura. No seas tan rápida.

La mano detectó con toda claridad, con toda precisión, la presencia inconfundible de un falo desperezándose, revolviéndose sanguíneo debajo de las sucesivas telas que lo aprisionaban, manifestando ya su dureza a través de ellas. Su mano describió sobre la tela rígida del pantalón vaquero lo que podía considerarse una caricia, una caricia que repitió mecánicamente sin saber cuándo tenía que ponerle fin, pues realmente desde el principio le pareció que aquello estaba totalmente preparado y dispuesto para una sesión de sexo oral.

Arrodillada ante él ponía de manifiesto su momentánea sumisión a sus designios, circunstancia que aprovecho, haciendo valer su recién adquirida jerarquía, para cogerle la barbilla para obligarla a alzar su cara hacia él, y por tanto, a mirarle, pero a una distancia tan escasa que fácilmente él hubiera podido besarla, y el hecho de tener que mirarlo la hizo sentirse intensamente humillada, si bien la vergüenza infinita que sentía la superó casi sin esfuerzo por el estado de absoluta desesperación en el que se encontraba, atrapada en aquel maldito bar cargada de droga, con la amenaza de toda clase de males si no conseguía vendérsela a aquel individuo.

Ella apartó la cara enseguida, y aunque no pudo evitar sentirse inundada por esa mirada lasciva que desde unos insondables ojos negros la invadió en los escasos segundos en los que se cruzó con ella, al menos consiguió que esa viscosa y desagradable intimidad que él buscaba sólo durase unos breves segundos.

-

Vaya vaya con la rubia, no te importa chuparme la polla pero no quieres ni verme. Bueno, a ver si te gusta esto.

Con toda rapidez las dos fuertes manos del hombretón se dirigieron directamente a sus nalgas, cogiéndoselas con fuerza a través de la falda, para lo cual no tuvieron que hacer demasiado esfuerzo, porque sus cuerpos estaban prácticamente pegados el uno al otro. Y ella se rebeló contra aquella maniobra inesperada, aunque fácilmente previsible. Pensar que el hombre se conformaría sólo con aquello, con un episodio de sexo oral, era demasiado ingenuo, incluso para una simple colegiala, y sin embargo ni siquiera lo pensó hasta que no se vio manoseada, pues estaba tan absolutamente desbordada por los acontecimientos que pensó que él sólo pretendía asegurarse que no era una policía, y que por tanto, él se conformaría con eso.

Y sin duda en el origen el hombre lo planteó bajo el convencimiento que ella se negaría; pero al comprobar que no era así, es obvio que su atractivo cuerpo no pudo dejar de provocar su conocido efecto en los hombres, y ante la posibilidad de conquistarlo en su integridad, no tenía sentido conformarse meramente con una felación. Pero ella no pudo evitar la protesta, no pudo evitar ponerse de pie furiosa, con el gesto crispado, enfurecida estúpidamente.

-

¡Oye, las manos quietas! Hemos hecho un trato, y quiero terminar de una vez.

-

¡Pero se puede saber de qué coño vas tú! No querías echar un polvo conmigo por doscientos, y ahora estás dispuestas a chupármela gratis, pero sin que te coja el culo. ¿Eres gilipoyas o qué?

-

¡Yo no quiero hacerte nada, joder! Pero necesito que me des el dinero de una vez, porque el que me ha dado la droga me ha dicho que me va a matar como no aparezca con el dinero. ¡Estoy amenazada de muerte, y por eso tengo que conseguir el dinero como sea, y hoy mismo!

-

¡Te creerás que soy gilipoyas! Esperarás pillarme ahora, pero yo no sé nada de ninguna droga, ni sé de qué dinero me hablas. Has estado a punto de hacerme creer que no eres una poli, pero ya veo cuál es tu jueguecito. Quieres ponerme caliente para que pierda la cabeza, y consigas que te diga lo que quieres oír. Ya puedes irte a la mierda, de una puta vez.

Ella sencillamente quedó espantada ante este nuevo giro de la conversación. No había duda de que aquel hombre seguía dudando de ella, y aunque ciertamente se había arrodillado, aunque ciertamente había mostrado su disposición a cumplir con la promesa, también era cierto que aquello había quedado en entredicho por culpa de su absurda reacción. Ahora el hombre se había levantado también furioso, y de nuevo se dirigió hacia la puerta, obligándola a correr detrás de él para impedírselo. Se colocó junto a la puerta, para impedirle que la abriera.

-

¡Por favor! ¡por favor! ¡haré lo que quieras, lo que me pidas! ¡sólo quiero terminar de una vez! ¡por favor!

-

¿Qué, otro truco? ¡Ya está bien!

Ella actuó con rapidez; buscó sus manos, que estaban en jarras; las agarró y las llevó directamente a sus pechos, que ya hacía un tiempo que se movían libres en el interior de su camisa verde. Sus pechos voluminosos no dejaban de ser endiabladamente atractivos para los hombres, y ella confiaba que aquel gesto espontáneo al menos le hiciese reconsiderar al hombretón su intención de echarla del bar.

El hombre se sorprendió al ver sus propias manos sobre aquellos pechos que sin duda ya había deseado en más de una ocasión desde que ella apareció en su bar, y tras unos segundos de desconcierto, en los que aquellas manos permanecieron simplemente sobre ellos, no tardaron en palparlos, agarrarlos, cogerlos, y enseguida, sin demora, se apartaron sólo para desabrocharle con torpeza los botones de la camisa, descubriéndolos y volviendo a cogerlos ahora con más fuerza, con verdadero deseo, haciéndole gritar de dolor en uno de esos desaforados apretones, calmándose luego para acogerlos con más detenimiento, con más calma. Y enseguida aquellas manos se dirigieron hacia la camisa para bajársela por completo, haciéndola girar con toda facilidad, e intentando quitársela sin desabrocharle las mangas, lo que no pudo hacer en su primer intento, quedando la camisa colgada de las manos.

-

¡Espera, espera! ¡Deja que desabroche los botones de las mangas!

Le habló de espaldas a él, girando la cabeza lo suficiente para que pudiera escucharle mejor, pero sin mirarle. Las manos se apartaron, y ella volvió a colocarse la camisa en su posición natural, desabrochándose los botones rápidamente, y dejando caer los brazos, para que fuese él el que le quitase la camisa, si lo deseaba. Y lo deseaba, porque la camisa sencillamente voló por sus brazos y voló luego delante de ella, cayendo al suelo cerca de la silla donde él se había sentado. Enseguida el hombre le sujetó las muñecas, le levantó los brazos y le colocó las manos sobre la cabeza, pudiendo ella comprobar con sus propios ojos cómo esas manos fuertes y aguerridas, de piel seca y áspera, se apoderaban con fuerza de sus senos, ahora libre por completo de obstáculos. El desagrado por la hosca manipulación a la que los sometía el hombretón se compensaba esta vez por la alegría que le producía el hecho de que, por fin, parecía que su pasión se desataba sin restricciones, quizá ya confiado plenamente en que ella no le estaba tendiendo ninguna trampa.

Cuando aquellas manos poderosas intentaron desabrocharle la cremallera de la falda ella ya se sentía aliviada por completo de esa desesperante sensación de estar atrapada en un callejón sin salida, ya veía la luz al final del túnel, y se sentía plenamente satisfecha con el poder de seducción de su cuerpo, que en definitiva estaba consiguiendo que aquel hombretón se olvidase de una maldita vez de su obsesiva convicción de que ella era una policía. No dudó en colaborar con él, apartándole las manos para desabrochársela ella misma, dejando además que fuera él el que se la bajara, buscando acelerar su excitación para que cuanto antes quedase satisfecho. Y con esa finalidad, ella misma volvió a colocar sus manos sobre la cabeza, dejándole a él toda la iniciativa, para que hiciese con su cuerpo lo que quisiera, dispuesta a satisfacerle de una maldita vez.

La falda no tardó en caer por el tirón irresistible de aquellas manos poderosas, y ella levantó los pies para recogerla del suelo y lanzarla hacia una mesa, aunque cayendo al suelo. Volvió a poner las manos sobre la cabeza, y hasta quiso aumentar su grado de excitación para asegurarse un final rápido.

-

¡Cógeme el culo! ¿No querías tocármelo cuando te la iba a chupar? Pues ahora es tuyo, todo tuyo.

No sintió vergüenza al quedarse sólo con las bragas y las medias como única vestimenta, no sintió vergüenza sino pura alegría al comprobar que esas manos firmes se posaban en sus nalgas, las agarraban, las desplazaban, las estrujaban; tampoco sintió vergüenza cuando de nuevo la rodearon y ascendieron hacia sus pechos, mientras ella seguía con sus brazos alzados. Ni siquiera la sintió cuando una de aquellas manos abandonó a la otra, engolfada entre sus pechos, para descender por su vientre e introducirse en el interior de la braga, apropiándose de su entrepierna; y no sólo no la sintió, sino que abrió sus piernas para facilitarle la posesión de su sexo, y movió las caderas para deslizarse por esos dedos regordetes. Que se encontrase a pleno luz del día, en medio de un bar vacío, a punto de abrir sus puertas al público, medio desnuda, y con las manos regordetas de un desconocido manoseándole los pechos, hurgándole en su sexo, aplastando su frágil y sinuoso cuerpo de mujer contra el de él, rudo y nada sutil, le resultaba por completo indiferente, no le preocupaba ni lo más mínimo, obsesionada como estaba en conseguir que aquello que ahora sobresalía esplendoroso del pantalón vaquero del hombre explotara, reventara de una vez, se vaciara por completo. Y sintiendo nítida y poderosamente aquella firme presencia en sus nalgas, apretadas como estaban contra ese pantalón, no dudó en girarse de golpe, mirarle a los ojos directamente a la vez que dirigía sus manos una vez más a la hebilla de su cinturón, y pedirle implorante, desfalleciente, sumisa:

-

¡Déjame que te la chupe de una vez!

Y sin esperar respuesta, desató el cinturón, desabrochó los botones del pantalón, se arrodilló, le bajó los pantalones de un golpe, le cogió su miembro a través de la tela del calzoncillo, lo acarició, lo movió de un lado y del otro, y finalmente, lo liberó del calzoncillo, bajándolo, dejándolo que cayera sobre el pantalón. Y sus ojos descendieron desde los de él hacia aquel falo enhiesto que, desafiante, se había situado a la altura de su boca, de sus labios, con la cabecita sonriente y sonrosada exigiendo que se le abrieran las puertas del cielo, a lo que ella accedió, aunque no sin antes deslizar la lengua a todo lo largo de él, lamiendo con especial intensidad la sonriente cabecita, hasta terminar engulléndola dentro de su boca.

Pero sucedió lo inesperado, justo cuando ella, verdaderamente entusiasmada, concentrada en imprimir ritmo a su cabeza mientras se introducía la sonrosada cabecita sonriente de su falo en la boca, estaba ya sintiendo las mieles del éxito, cuando se sentía en el umbral de la gloria, de esa gloria absurda que se había convertido en su objetivo principal y desesperado: conseguir que aquel miembro viril saciara por fin su virilidad en su boca, justo en ese momento. Y lo inesperado fue el ruido estruendoso que surgió en el silencio de aquella fría mañana de otoño en el bar vacío: la puerta de la entrada fue golpeada de forma insistente por alguien que tenía prisa, y que gritaba el nombre del hombretón con todas sus fuerzas:

-

¡Crispín! ¡Críspin! ¡Abre de una vez, Crispin! ¡Vamos, que no tengo toda la mañana!

Como un resorte, ella abandonó a su suerte aquel pene erecto que con tanta fruición introducía en su boca, se levantó de un golpe, cogió la camisa y la falda, que fue lo primero que vio, y se fue para ocultarse en el primer sitio que vio, tras una puerta que estaba en el lado opuesto del bar, y que enseguida comprendió que era el almacén, pues allí se apilaban todo tipo de cajas, de refrescos, de latas diversas, de cervezas. Se ocultó tras la puerta, y comprendió entonces que se había dejado el sostén y la chaqueta fuera, a la vista de la persona que entrara, aunque no sabía qué había hecho el hombre con su sostén, no sabía si lo había dejado sobre la mesa o se lo había guardado en el pantalón.

Enseguida oyó las maldiciones del hombretón, que se había quedado con la miel en los labios:

-

¡Joder! ¡joder! ¡será mamón! ¡me cago en la leche! ¡será posible! ¡mierda! ¡mierda!.

Oyó el ruido de la puerta al abrirse, y los vozarrones de los dos hombres intercambiando insultos, improperios, reproches. Y desgraciadamente, el que acababa de llegar no tardó en percatarse de la situación, pues sin duda su sostén debía estar en el suelo, o sobre la barra, o en todo caso en lugar visible.

-

¡Ah! ¡Claro! ¡Ahora lo entiendo todo, mamón! ¡Tú te estabas chingando a una zorra!

Aunque ella no los veía, el comentario la aterrorizó, pues se imaginó enseguida que el hombretón la obligaría a salir de su escondite, la mostraría semidesnuda a su amigo, y con la mayor rapidez empezó a vestirse.

-

Oye, no es cosa tuya lo que hago, o lo que dejo de hacer. Métete en tus asuntos.

-

Venga, enséñamela, que si me gusta la pagamos entre los dos, ¿qué te parece?

-

¡Vete al cuerno! Tráeme cinco más y lárgate de una vez.

-

¿La tienes ahí dentro? Venga, que a ellas les da igual, le damos más dinero y en paz.

-

¡Basta ya, joder! Que no te la voy a enseñar, que te largues y me traigas eso.

-

¡¡Nena!! ¡¡nena!! ¡¡sal de ahí!! ¡¡Te doy cincuenta por un polvo rápido!!

-

Eres un capullo. Lárgate, que ella no va a salir.

-

¡Vaya con el Crispín! ¡jodiendo en el bar a las diez de la mañana! ¡pues sí que te lo montas bien! Bueno, ahora te traigo las otras.

Aunque no dejó de humillarla oír la conversación entre esos dos hombres que daban por hecho que ella era una vulgar prostituta, rifándosela como si fuera mercancía, lo cierto es que se calmó cuando comprobó que el tal Crispín no tenía intención de entregarla a aquel desconocido. Enseguida apareció él por la puerta, llevando dos cajas de cerveza que dejó encima de otras, que estaban apiladas en una esquina. Salió el hombre y poco después apareció el otro, hablando de nuevo entre ellos aunque ahora de sus asuntos. Luego oyó que el desconocido cerraba la puerta de salida, y supuso que estaban solos de nuevo. No supo qué hacer, la pasión con la que había conseguido enfrascarse en la sórdida tarea de satisfacer al rudo hombretón había desaparecido por completo, y se sentía incapaz de desnudarse una vez más, de recuperar aquella pasión que de forma insólita se había apoderado de ella, y se limitó a esperar, sin moverse hasta recibir nuevas instrucciones. Afortunadamente, el vozarrón de ese tal Crispín inundó el bar con estruendo.

-

¡¡Tú, sal de una vez, venga, que tengo prisa!!

Pensó un instante en desnudarse, pero sencillamente no se sentía capaz. Salió tímidamente de su escondite, esperando conocer cuáles eran sus intenciones. Y las conoció en cuanto la vio.

-

Bueno, se me ha hecho tarde, ahora no puedo perder el tiempo con mamadas, aunque lo estabas haciendo muy bien. Terminemos de una vez.

Ella se sintió aliviada, casi contenta, y le habría dado las gracias con todo entusiasmo si no fuera porque no tenía sentido alguno en aquellas circunstancias. Se acercó a su bolso, que seguía en una de las mesas, sacó el paquete y lo dejó sobre la barra. El hombre lo recogió y entró en la cocina. Uno o dos minutos después regresó con un sobre, que dejó encima de la barra. Ella lo abrió, y aunque le hubiera gustado salir corriendo, tuvo la calma suficiente para contar los billetes, todos de quinientos. Y mientras contaba, el tal Crispín deslizó un billete de cincuenta delante suya.

-

Este es para ti, por la mamada, te lo has merecido. Vente mañana a las nueve y te daré cien, mamada y polvo.

Ella se quedó indecisa, sorprendida, incapaz de reaccionar. Ya no pudo terminar de contar, aunque le pareció que estaba todo el dinero. Si aceptaba ese billete, bien podría decirse que era su primer trabajo como fulana. Pero si no lo aceptaba, aquel hombre podría de nuevo sospechar de ella, y no quería dejarle más dudas, prefería que pensara que todo lo había hecho por dinero. Recogió el billete, lo metió en el bolso junto con el sobre, se puso la chaqueta y, sin buscar tan siquiera el sostén, se dirigió a la puerta, donde le esperaba Crispín.

Ella pensó que le franquearía el paso, pero se equivocó. Con rapidez el hombre alargó sus manos hasta cogerle los pechos, a través de la camisa. Ella volvió de nuevo a sentirse desconcertada, pero sabiendo que acababa de recoger cincuenta pavos de aquel hombre por una felación no consumada, y parecía que aquello formaba parte del precio. No se movió, no protestó más allá de su primer sobresalto, y le dejó incluso que le desabrochase la camisa lo suficiente para verle los pechos y volver a cogerlos, aunque ahora de forma directa. Pero aquello sólo duró unos segundos, y ella tuvo que abrocharse de nuevo la camisa, consiguiendo por fin librarse del hombretón, que no obstante, le recordó esa cita impensable.

-

Mañana te espero a las nueve.

-

Vale.

Aceptó para no poner obstáculos a su salida, pero sin la más mínima intención de cumplir con su promesa. Una vez fuera del parque se fue de nuevo hacia donde había dejado al delincuente, totalmente desbordada por los acontecimientos, con el corazón palpitante, sofocada, verdaderamente horrorizada por lo que había hecho, y con aquel maldito sobre en su bolso.

En cuanto llegó al banco recibió la llamada del delincuente, que sin duda estaba por algún lugar del Parque vigilándola, interesándose por el dinero. Y una vez supo que ya lo tenía, la moto estridente apareció por el sendero, esta vez con una velocidad impropia para el lugar. El frenazo la llenó de polvo, y mientras ella cerraba los ojos para protegerse, volviendo la cara a un lado, el delincuente se sentaba a su lado.

-

Venga, el sobre.

Ella recogió su bolso, rebuscó en él y le dio el sobre, verdaderamente aliviada de desprenderse de él. Pero se quedó atónita al recibir de él un inmaculado billete de quinientos, ¡de quinientos!, y realmente no supo qué decir. Él se vio obligado a darle una explicación, al observar su expresión estupefacta.

-

Esta es tu parte, nena. Así son las reglas.

Con el billete en la mano, ella no sabía qué hacer.

-

De modo que te has tirado al Crispìn, ¿eh?

-

Ya tienes el dinero, ¡y no me vuelvas a meter en estos líos!

-

¡Sabía que eras más puta que las gallinas! ¡Te lo has tirado! (ella sólo quería marcharse de allí, y aquella conversación no sólo iba demorarla, sino que podía excitar a aquel hombre violento que la intimidada con su sola presencia, un hombre frío como el acero, sin escrúpulos, y que además, podía disponer de ella con sólo enarbolar su secreto).

-

¡No me lo he tirado! (sin darse cuenta utilizaba ya hasta su lenguaje). Hice lo me ordenaste, cabrón, me ofrecí a él para que se convenciese de que no era una policía, y me he librado porque se le hizo tarde, porque empezó a llegar gente con bebidas y cosas de esas, y como vio que estaba dispuesta, pues me dio el dinero. Así que ya lo sabes, y no quiero que me vuelvas a utilizar para estas cosas (quería contestarle de una vez, y quería también que le quedara claro que no iba a permitir que la utilizara para sus transacciones).

-

Bueno, no te lo tiraste pero estabas dispuesta a tirártelo, que es lo mismo.

-

¡Vete al cuerno! ¡Tú me estabas chantajeando, cabrón! ¡Y te aseguro que no lo vuelvo a hacer más! ¡Lo que me faltaba a mí, estar metida en líos de drogas!

-

Bueno, lo cierto es que ya te has metido de lleno, porque ese Crispín es un soplón de la poli. Es un tipo listo, sabes, porque ha sabido contentar a todos, aunque está siempre al borde del abismo. Pero el caso es que los jefes saben que es un soplón, y se lo permiten porque a todos conviene que de vez en cuando caiga algún camello, que de vez en cuando la poli haga detenciones, así están todos contentos. Si la polí hace detenciones de vez en cuando, dejan en paz a los jefes. Y a los jefes no les importa perder un poco de droga, siempre que no se metan con ellos. Y el Crispín se forra, porque unos y otros le permiten traficar sin problemas. Pero juega con fuego. Así que ya lo sabes, con seguridad te habrá grabado en vídeo, y tiene la droga que tú misma le has vendido. Tardará unos días en decidir si te denuncia o si vende la droga. Si la vende, te habrás librado, pero si se la entrega a la poli, lo tienes claro.

Ella quedó petrificada con la revelación. El pánico se apoderó de ella, ¡podía estar ya en busca y captura si le había delatado! En esos momentos hubiera matado con sus propias manos al joven delincuente que sonreía cínicamente a su lado si hubiera tenido las fuerzas necesarias para ello, el muy canalla la había entregado a un soplón de la policía, que era casi igual que entregarla a la policía, sólo era cuestión de tiempo. ¡Por eso no quería ir él! ¡Por eso la utilizó a ella! ¡Por eso le había recompensado con aquel maldito billete de quinientos, que todavía mantenía estúpidamente en su mano!

-

¡Cabrón! ¡Eres un maldito cabrón! ¡Un hijo de la gran puta! ¡Y esto me lo vas a pagar! Se lo contaré todo a la policía, todo, incluido que intentaste violarme. ¡Ya que estoy bien pringada con esta mierda, tú no te vas a ir de rositas! (apenas se daba cuenta de que estaba utilizando el mismo lenguaje que él).

-

Vaya vaya con la abogadita. ¡Si habla igual que una puta! Menudo lenguaje. Pero no te dispares tan pronto. Ese no te va a delatar, ese sabe que tú venías de mi parte…

-

¡No lo sabe joder! ¡Tú me dijiste que no se lo dijera!

-

¡Que te creerás tú que le has engañado! ¡Al Crispín! Oye, te aseguro que ese sabía quién te había mandado ir allí, pero eso es lo de menos. Como habrás visto, él tenía el dinero preparado, él sabía que le iban a hacer una entrega, y te aseguro que sabía de dónde procedía. Y con éstos no se la juega.

-

¿¡Pero entonces el cabrón se inventó todo el rollo ese de que yo era una poli?! ¡Y tú sabías que se lo estaba inventando!

-

Desde luego, eres más bien tontita. No, no creo que se lo inventase, porque lo que él teme no es a esos polís que son sus amigos, que lo amparan y reciben su comisión. Él tiene miedo de los otros polís, otros que él no conoce, y que sabe que tampoco los conocen los polís que él conoce, pero que podrían estar investigándoles, a sus amigos polis y a él. Así que no te extrañe que haya desconfiado de ti, tiene que desconfiar de todo dios, debe ser el tipo más desconfiado de la ciudad. Así que cuanto te vio llegar a ti, tan maciza, tan buenorra, con tan poca pinta de camella, más bien con pinta de pija, es normal que desconfiara. Y también es normal que quisiera echarte un polvo. Pero puedes estar segura de una cosa: él sabe muy bien que hoy no era el día adecuado para delatar a nadie. Estas cosas se organizan, están todos avisados, él lo sabe, los jefes lo saben, y hasta los polis lo saben. El que no lo sabe es el pringado al que le toca la china, pero lo saben todos los demás. ¡Así que puedes relajarte, y disfrutar de tus quinientos!

¡Estaba ella como para disfrutar de nada! Quizá aquellas palabras habían conseguido dominar su pánico, parecían mínimamente lógicas, pero desde luego seguía asustada, enrabietada, desbordada por la situación. No sabía ya qué pensar, no sabía cuál era la situación, no podía confiar en aquel desalmado, y tampoco en ese tal Crispín, aunque ahora sabía que era con éste con quien tenía que aclarar las cosas, porque desde luego no podía ni remotamente fiarse del delincuente, y no podía regresar a su despacho sin saber si realmente le habían tendido una trampa. Se levantó del banco casi de un salto, y se dirigió hacia el bar del Crispín no sin antes anunciarle su intención, pero casi sin dejarle reaccionar.

-

Aclararé eso con el Crispin. ¡Me marcho!

-

¿Pero no íbamos a echar un polvo?

Oyó su pregunta impertinente mientras avanzaba ya por el camino de gravilla buscando orientarse para encontrar la salida opuesta por la que habían entrado, en donde se encontraba el bar, y desde luego ni siquiera sintió vergüenza al comprobar que una madre con su hijo sentado en un carrito se cruzaba con ella en ese mismo momento, madre que con seguridad escuchó la ominosa frase. Tenía la firme intención de aclararlo todo con el hombretón que aquella misma mañana estuvo muy cerca de poseerla, y ello pese a que se había jurado que nunca más volvería a pisar ese maldito bar, pero la nueva revelación del delincuente le obligaba a romper su juramento, en el que tampoco es que pusiera demasiada fe, al sentirse desde hacía meses, totalmente dominada por las circunstancias.

Entró en el recinto con decisión, sorteando las mesas que se desparramaban sin demasiado orden por la terraza, mesas vacías en su mayoría. Ciertamente era un lugar tranquilo, pues al encontrase en el interior del parque, aquella terraza no daba a la calle, no se veía desde allí más que los setos que la rodeaban, y más allá de los setos, los altos edificios que se situaban en frente del parque. No llegaba el ruido de los coches, ni existía el tránsito de personas, era un lugar recogido. La puerta del bar estaba abierta, y en su interior sólo había una mesa ocupado por una pareja de jóvenes acaramelados. En la barra un hombre ya mayor, con el pelo canoso y una prominente barriga, leía un periódico mientras apuraba una cerveza. Detrás de la barra no había nadie en esos momentos. Se acodó en ella, esperó impaciente y comprendió que no sabía qué le iba a decir al tal Crispín cuando apareciese con ese rostro seco y duro, decididamente afilado y tenso, que le había amedrentado desde el primer momento.

Y no tuvo que esperar mucho para verlo aparecer, y de nuevo la sobrecogió, su presencia imponente la dejó helada, se sentía casi dominada con la mirada que le dirigió, y más ahora que sabía su condición de soplón de la policía.

-

¿No has podido esperara a mañana? ¿necesitas ya el dinero?

-

¿Qué…..? ¿Cómo dices…? No sé…. (en aquel momento no recordaba el trato que había cerrado con él hacía unos minutos, trato que no pensaba cumplir y en el que no había pensado mientras se dirigía a toda prisa hacia el bar; tuvo que hacer un esfuerzo para recordarlo… y se sonrojó cuando lo recordó por fín) ¡Ah…no! ¡No…. no! No vengo por eso… es que… quiero aclararte una cosa… Pero no sé si podemos hablar en otro sitio… es sólo un momento.

-

¿Sólo un momento…? ¿y de qué coño quieres hablar?

Ella se apuró ante la respuesta ruda y cortante del tal Crispín, que la miraba otra vez con unos ojos escudriñadores, quizá otra vez sospechando de ella, seguramente muy sorprendido de esa inesperada visita. Y su tono de voz elevado, aunque podía perderse entre el ruido de la música que invadía todo el local, la convenció de que tenía que conseguir hablar con él en otro lugar… aunque no se le ocurría dónde. Pero empezaba a comprender la dificultad de aclararse con él.

-

Es sobre algo que te dije esta mañana…. Es importante para mí, pero no quiero hablar aquí… ¿no puedes salir un momento fuera? ¡Por favor!

-

Toma, al fondo está la puerta del almacén, espérame allí (el hombre dejó una llave delante de ella, y las instrucciones eran bien claras; respiró tranquila, era lo que ella buscaba).

-

Gracias, será sólo un momento.

Se dirigió firme y decidida hacia el fondo del bar, y de nuevo entró en el almacén, que ahora estaba cerrado. Cuando consiguió meter la llave en la cerradura se volvió, y comprobó que sólo desde una mesa próxima que estaba vacía podían verla, y también desde la esquina de la barra, donde no había nadie. Abrió por fin la puerta, encendió la luz y se encontró con lo que ya conocía: una estrecha habitación en el que se acumulaban cajas y más cajas de bebidas, de todas las clases. También había en un rincón cubos y fregonas, y trapos. Había sólo un pasillo libre entre la pared y la montaña de cajas apiladas, de todas las clases y colores. Al fondo había otra puerta, y como aquel recinto no era muy grande, se imaginó que daba también al exterior. Enseguida entró Crispín, y en cuanto le vio ella empezó a hablar nerviosamente.

-

Gracias por atenderme, es que necesito decirte una cosa. Verás, tenías razón tú, yo vine porque me lo dijo Quico, ese Quico del que me hablaste esta mañana. Él me había dicho que no te dijera nada, pero ahora, cuando le he dado el dinero me ha dicho…. Bueno, me ha dicho… no sé cómo decírtelo, pero bueno, a mí me da igual… (realmente estaba nerviosa, y ese nerviosismo no le favorecía nada, pues en el rostro de Crispín podía leerse una creciente exasperación nada conveniente para ella) … quiero decir que él me dijo que, algunas veces, no sé, que tú… bueno, ya sabes, que tú denuncias a algunos que te vienen a vender… bueno, ya sabes, y yo quiero que sepas… (el hombre hacía gestos inequívocos de impaciencia; fruncía los labios, hacía muecas con ellos muy preocupantes, y su mirada la atravesaba por completo) verás, no es como tú te imaginas… yo…. (no sabía qué contarle, no sabía realmente qué parte de la historia, de su verdadera historia, era apta para ser contada, y realmente el problema era que sencillamente tendría que inventarse una parte de la historia… sólo que no disponía de la lucidez suficiente para improvisar) yo le debía un favor a Quico, no puede darte los detalles, pero yo no me dedico a esto, y desde luego no voy a volver a hacerlo… y la verdad es que… bueno, él me ha dicho que tú a él no lo denunciarías, yo no sé los rollos que os traéis, y te aseguro que no me importan ni lo más mínimo, pero el caso es que el muy cabrón no me dijo que tú… bueno, que tú podrías denunciarme si no sabías… bueno, si no estabas seguro de que a mí me enviaba el Quico… y por eso quería decírtelo.

-

Pero bueno, ¿me estás llamando soplón, hija de la gran puta? ¿me estás llamando soplón de mierda en mi cara? ¿es que eres tonta del culo?

Ella quedó sencillamente petrificada, incapaz de mover un músculo, incapaz casi de respirar, atónita y aterrorizada, contemplando como ese hombre imponente la arrinconaba contra la puerta del fondo, mirándola con una furia inusitada, con los puños crispados, dispuestos a golpearla sin piedad a la más mínima indicación de su dueño. Y el terror le impedía pensar con un mínimo de claridad.

-

Yo… yo… yo no digo eso…. es que… es que…. me lo dijo el Quico, yo no sé nada… por favor, déjame ir…. yo no sé nada… ha sido Quico…

-

¿El Quico? ¿qué el Quico te dijo eso? Ese imbécil no se atrevería a ir por ahí llamándome soplón, ¡sabe que le pegaría dos tiros como me enterase! ¿Quién coño te lo ha dicho? ¡Dilo de una vez!

-

¡Ha sido Quico! ¡Te lo juro por lo que más quieras! ¡tienes que creerme!

Otra vez acosada por la enfermiza desconfianza de ese hombre brutal, que una vez más no se creía la versión de ella, que desgraciadamente era la verdadera. Y ahora ni siquiera le serviría ofrecerse una vez más a él, ahora no le servía nada de lo que ella pudiera decirle.

-

Oye, zorra de mierda, el Quico me tiene respeto, me tiene miedo, se caga cada vez que me ve, y sabe perfectamente de lo que soy capaz, por eso no se atreve a venir aquí. Y por eso sé que no se atrevería a decirte semejante mentira. El que te lo ha dicho quiere ponerme nervioso, está claro, quiere que haga alguna tontería, o simplemente quiere que salga corriendo, que me esconda. A los que marcan como soplones tienen las horas contadas. Así que será mejor que me digas quién coño te ha dicho eso, porque si no lo vas a pasar mal, muy mal.

Ella estaba ya aterrorizada, atrapada en una situación absolutamente insospechada, absurda, impensable, que ella misma había provocado. Y desde luego no sabía cómo salir de ella.

-

¡Ha sido Quico, te lo juro, ha sido Quico! ¡por favor, déjame marchar! (suplicaba, imploraba, con las lágrimas a punto de invadirla).

-

Ya veo que no me lo quieres decir. ¡Date la vuelta!

-

¿Qué?

-

¡¡Date la vuelta!!

-

¿Qué…. qué me vas a hacer? ¡Por favor, tienes que creerme! ¡Por favor! (ella se dio la vuelta, con las lágrimas inundándole ya los ojos, incapaz de oponer resistencia a ese hombre feroz).

Enseguida supo lo que aquel hombre le iba a hacer: le juntó las muñecas y la ató con fuerza, en apenas segundos. Era obvio que tenía experiencia en atar las manos, no era la primera vez que lo hacía, y enseguida supo que nada podría hacer por desatarse. Realmente, ella no podía estar ya más aterrorizada, con el corazón palpitándole violentamente, y con la cabeza hirviéndole llena de ideas que se atropellaban mutuamente.

-

No intentes escapar, y no grites, sería inútil. Tengo que hacer unas llamadas, y será mejor que vayas pensando en decirme la verdad, porque con estas cosas no se bromea.

Cuando quedó sola en aquel estrecho almacén la desesperación le hizo intentar golpear la puerta trasera para comprobar si era capaz de abrirla, pero enseguida desistió. Y mientras revisaba la estancia buscando algún objeto que pudiera ayudarla descubrió tirado en el suelo su propio bolso, y enseguida comprendió que podría sin demasiada dificultad coger su móvil. Se arrodilló a su lado, con paciencia logró abrir la cremallera y no tardó en encontrar el teléfono. Y aunque realmente había pensado en llamar a la policía, cuando le tuvo en la mano comprendió que quizá no era buena idea, pues con ello se arriesgaba a que finalmente su situación personal fuera conocida por todos sus conocidos, por su marido, por sus amigos, por su familia. Sería un verdadero escándalo, y era seguro que el Quico la denunciaría.

Y pensando en eso se le ocurrió llamar a éste, pues además era el último número que había marcado ese día, y por tanto, podría llamarle sin tener que marcar los números, sólo apretando una tecla. Tanteando con los dedos hizo la llamada, dejó el móvil en el suelo, se dio la vuelta y pegó la oreja, quedando en una postura incomodísima, y ciertamente erótica si aquel hombretón la hubiera sorprendido de esa guisa. En cuanto oyó su voz ella se desahogó contándole su situación, suplicándole que viniera a rescatarla, o que avisara a la policía, o lo que fuera, porque estaba convencida de que aquel hombre iba a matarla, o como mínimo, a darle una buena paliza. Y el Quico la sorprendió con una voz calmada, inesperadamente sensata, aunque dándole unas instrucciones que verdaderamente no le servían de nada, salvo que pusiera su vida en manos de un delincuente de su calaña.

-

Oye, es que tienes cosas de guardia. ¿Cómo se te ha ocurrido contarle todo lo que te he dicho? En menudo lío nos has metido a los dos. Pero bueno, te diré lo que tienes que decirle, y escúchalo bien, porque será mejor que estés convincente. Dile que eres mi zorra, y que yo te he enviado unas cuantas veces con Le Turke, así, tal como suena. Verás cómo al oír ese nombre su expresión cambiará por completo, se quedará acojonado. Le Turke, ¿lo has oído bien?

-

¿Leturke? ¿quién es ese? Oye, no quiero más historias, tienes que llamar a la policía, o sacarme de aquí de una vez. Ese tío es un energúmeno, me va a matar como no vengas pronto.

-

Le Turke es el gran jefe, es el dueño y señor de todos nosotros, es el que decide quién debe morir o quién merece un premio, es el rey en esta ciudad. Realmente nadie lo conoce, pero todos sabemos de su existencia, y todos sabemos cuál es su aspecto físico. Y esto es lo importante, porque lo cierto es que aunque ninguno de los dos lo conoce, yo sé más cosas de él que tu ogro. Y esos detalles lo van a dejar pasmado. Verás, nuestro gran jefe es un poco más bajo que yo, tiene el pelo corto y muy rizado, es muy grueso, más bien barrigón. Viste muy elegante, trajes a medida, tiene su propio sastre, y su voz resulta aterradora precisamente porque es más bien femenina, ya me entiendes. Tiene una cicatriz espantosa en la espalda, que le llega hasta el glúteo, fruto de un navajazo muy certero, en la única ocasión en que ha tenido que enfrentarse a alguien. Tiene otra cicatriz en el lado derecho de la cara, desde la comisura de los labios hasta su oreja, por un balazo que dicen que se le coló por la boca y le salió casi por la oreja, algo espantoso. Vive en hoteles, y no duerme más de una semana en el mismo. Y le encantan las zorras, aunque tenga la voz afeminada es muy macho. Por eso todos se desviven en conseguirle las mejores, para complacerle. Y por eso sé yo tanto de él, porque la hermana de un amiguete mío es una de sus preferidas. Tú has ido al hotel Altozano, seguro que lo conoces, y puedes comentarle que tiene unos gustos sexuales especiales, que no puedes revelar porque te mataría. Parece ser que ese merluzo le va el rollo masoca, y asquerosidades tales como que se le meen encima, unas guarradas impresionantes. Así que ese es el rollo que tienes que contarle, que ha sido el propio Le Turke el que te mandó hoy a este trabajito, porque te portaste bien con él y quería compensarte con un dinerito extra, y que fue él el que te dijo que era un soplón. Cuéntale eso y verás cómo le cambia la cara, y cómo te trata de otra forma.

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Oye, pedazo de cabrón, tú me has metido en esto, ¡tienes que sacarme de aquí! ¡no puedes dejarme tirada! ¡Por favor, haz lo que sea, llama a la poli, o sácame por la puerta de atrás, estoy en el almacén y hay una puerta trasera! ¡pero ven ya!

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Joder, tía, que le cuentes eso, coño, que ya verás cómo se soluciona todo.

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¡Yo no le voy a contar más historias! ¡si estoy así es por contarle una de tus historias! ¡sácame de aquí, sácame de aquí!

Ella no pudo contener más las lágrimas, y lloró con toda la energía de la que era capaz, y de alguna forma las lágrimas le ayudaron a tranquilizarse en algún grado, aunque mientras lloraba dejó de atender al teléfono, y cuando las lágrimas empezaron a escasear, la comunicación ya se había cortado. No sin dificultad se sentó en el suelo, recogió el móvil, y luego sencillamente deslizó el trasero hasta apoyar la espalda en la pared, estirando las piernas para acomodarse mejor. Le parecía sencillamente imposible que pudiera atreverse a contar la estúpida historia que le había indicado el Quico, y le resultaba igualmente imposible discernir si podía realmente favorecerle en algo, o si más la condenaría por completo.

Ahora bien, no alcanzaba a comprender por qué el Quico iba a permitir que alguien la matara por esa estúpida razón, no podía comprender que la dejara en manos de ese bárbaro por pura diversión, pues él sabía que podía conseguir mucho dinero de ella, que lo tiraría a la basura si ella desparecía. Así que, en realidad, podía confiar en él, ¡pero era muy duro que su vida dependiera de una historieta inventada por un delincuente sin escrúpulos!. Sí, quizá era cierto que ese La Turke los dominaba a todos, y que con sólo oír su nombre les entraba verdadero pánico. ¡Tampoco perdía nada por intentarlo! Pero la cordura se impuso, no podía confiar en ese delincuente, no podía jugarse la vida con una historieta inverosímil, tenía que llamar a la policía y tenía que hacerlo rápido. Con los dedos empezó a tantear otra vez el teclado, pero el ruido de la cerradura la asustó lo suficiente como para que el aparato saltara de las manos y cayera al suelo, justo en el momento en que la puerta se abrió y apareció el hombretón.