Los riesgos insospechados de la ambición (2)

Marta se ve obligada a hacerle una felación a un desconocido en un bar inmersa en una situación arriesgada e insólita

Los riesgos insospechados de la ambición (2)

2

El Parque donde le había citado no era como aquel otro en el que tuvo su primer y luctuoso encuentro.  No era un Parque de barrio medio abandonado, era uno de los más conocidos de la ciudad, uno de los más concurridos y cuidados.  A esa hora tan temprana estaría recién abierto, y medio vacío, pero no era un lugar propio para los drogadictos ni para los ladronzuelos, porque tenía vigilancia, y personal de mantenimiento que diariamente lo cuidaba.  Se puso la misma ropa que aquel otro día, su blusa verde, su traje de chaqueta azul marino, sus medias color carne, y con el miedo dominando su voluntad, acudió a la cita.  Hacía algo de frío, y como llegó antes de que abrieran las puertas, tuvo que esperar de pie unos minutos, lo que no hizo sino aumentar la sensación de frío.  Cuando abrieron las puertas localizó el banco y se sentó, esperando a su nuevo dueño. La sensación de frío acentuó mientras esperaba sentada, lo que unido al miedo la hicieron tiritar casi con violencia.

El ruido estruendoso de una moto anunció su visita, y con su camisa sin mangas, sus tatuajes, su mirada fría y su perilla apareció ante ella, frenando la moto justo a sus pies.  Por supuesto, no llevaba casco, era evidente que no tenía el menor respeto por ninguna norma.  Empezó a hablarle sin bajarse de la moto.

-          Vaya, vaya, veo que sabes obedecer.  Siempre es bueno pegar a una mujer, es muy didáctico, le enseña cuál es su posición, y evita que se convierta en una respondona, en una desobediente. ¿Tienes frío, eh?  Pues vamos a calentarte rápidamente, ya verás.  Para empezar, pon los pies en el banco y súbete la falda, quiero verte las bragas.

El frío desapareció por ensalmo.  La situación, el miedo a ser vista por otros, el miedo a lo que él pudiera hacerle, el miedo a su fuerza, a su voluntad maliciosa, a sus gritos, le absorbía por completo, le dominaba, y no permitía que pudiera sentir ni siquiera el frío, aunque realmente conforme el sol se iba asomando al Parque, el frío iba desapareciendo.  Pero para ella desapareció en cuanto divisó la moto y al motorista.

Ella no se sorprendió por la petición del joven, porque sabía que la había citado para eso, para abusar de ella, para humillarla, para poseerla, y desgraciadamente, aquel rincón del Parque, alejado de la zona más concurrida, propia para parejas en busca de intimidad, parecía un lugar adecuado para conseguir sus propósitos. No para poseerla allí mismo, pero sí para obligarla a enseñarle lo que quisiera, o para que él la tocara con libertad, o incluso para que fuese ella la que lo acariciara a él. Además, a esa hora no había nadie en el Parque, más que alguno de sus jardineros, algún jubilado y alguna madre paseando desesperada a su bebé.

Pero en aquellos momentos no se divisaba a nadie cerca, y además él seguía encima de la moto, delante de ella, ocultándola a la vista de quién pudiera pasar por allí.  Así que subió los pies hasta apoyarlos juntos en el banco, aunque separándolos, a la vez que se deslizaba la falda hacia abajo, y conseguía juntar las rodillas, acomodándose a tan incómoda postura,  descubriendo sus piernas al motorista, allí, en público, en el Parque, lo que ya no era ninguna novedad para ella, no era la primera vez que tenía que hacerlo, incluso en un lugar público. Pero con las rodillas juntas, al menos la postura no era tan descocada.

  • Oye, no te hagas la tonta.  Junta los pies, y separa las rodillas, que quiero verte el conejito.  ¡Y mírame a los ojos, zorra!

Juntando los pies, las rodillas tuvieron que alejarse considerablemente, y ella mostraba su ropa interior en toda su extensión, con la mayor claridad y nitidez.  Era una postura no ya atrevida, sino totalmente desvergonzada, y la humillación aumentaba por el hecho de no poder esconder su mirada entre los setos del Parque, hasta el punto de que realmente la vergüenza más intensa la asoló al posar su mirada en aquellos ojos negros, insondables, fríos y pétreos, que se clavaron en los de ella, que la asaltaron, la desnudaron, la poseyeron sin necesidad de que el delincuente tuviera que bajarse tan siquiera de la moto.  Se dibujó en su rostro su sonrisa helada, el deseo más turbio brillaba en su mirada de acero, y ella se sentía ya derrotada por completo.  Una vez más, los acontecimientos la desbordaban.

El delincuente se bajó por fin  de la moto, se colocó entre sus piernas, posó sus manos fuertes y rugosas sobre las rodillas, la miró de arriba abajo, le sonrió con esa frialdad que a ella le espantaba, paseó sus manos por sus muslos, por encima de sus finas medias blancas, que por un momento peligraron,  sin dejar de mirarla, de humillarla con su sonrisa de hielo.

  • Estás muy buena,  jodida, pero que muy buena.  Estoy deseando comerte el coño, aunque todavía no es el momento.  Pero te daré un repasito.

Rodeó el banco, para situarse tras ella.  No podía verle ahora, sólo veía la moto, justo enfrente suya, que la protegía de miradas indiscretas, aunque seguía sin divisar a nadie cerca, pese a que escudriñó a derecha e izquierda buscando miradas perdidas, curiosas o indiscretas.  Sentía ya con toda intensidad la incomodidad de la postura, con las rodillas totalmente flexionadas y alejadas la una de la otra, las manos apoyadas, la falda totalmente arrugada sobre el bajo vientre. El aliento pútrido del joven descendió por su cuello e inundó sus fosas nasales, y ella no pudo sino mostrar un profundo gesto de desagrado cuando notó sus labios casi rozándole la oreja, y la barbilla rozándole el hombro.  Su voz en susurro era todavía más espeluznante.

-          Te voy a follar por delante y por detrás, zorra, te la voy a meter enterita, y verás lo que es correrse, tú misma vas a correrte como una loca, ya verás.  Pero ahora tenemos prisa.

Una de sus manos le desabrochó uno y dos botones de la camisa, posándose con el mayor descaro sobre uno de sus pechos, que palpó, sostuvo y apretó aunque sin llegar a hacerle daño.  Pasó sin descansar al otro pecho, al que sometió al mismo trato.  Pero no contento con ello, se introdujo en el interior de la camisa, y directamente también en el interior del sostén, sintiendo ella por primera vez esas rugosas y férreas manos sobre la piel delicada de su pecho, sin que pudiera protestar, sin moverse un milímetro, petrificada en el banco, totalmente asustada por la amenaza que suponía la sola presencia del joven a su lado.  Se sentía tan intimidada que no sólo no era capaz de ofrecer ni la más mínima resistencia, sino que tampoco se movería ni un milímetro aunque empezaran pasar por delante suya paseantes, o trabajadores del Parque, o madres con sus bebes.  Estaba sencillamente paralizada.

De un pecho salto al otro, mientras ella sentía la boca y el aliento del joven justo a su lado, junto a su hombro.  La mano salió de la camisa para posarse en su muslo, y viendo ella como el brazo se estiraba hasta que la mano se posó en su entrepierna, sobre las bragas, palpando su sexo con toda precisión, exhaustivamente, abarcándolo por completo, aunque con cierto cuidado, con cierto esmero para no hacerle daño.

Desde luego, la moto evitaba que, desde lejos, cualquiera pudiera verlos en postura tan comprometida, haciendo aquello tan inapropiado en un lugar público.  Sólo quien pasara por el camino junto al que se encontraba el banco podría apreciar con toda crudeza que la joven rubia, en traje de chaqueta azul marino, con los pies apoyados en el banco, los muslos descubiertos, embutidos en sus medias blancas, las piernas bien abiertas, se dejaba acariciar el sexo por esa mano atrevida que surgía de un brazo poderoso que pertenecía a un musculoso joven de arrabal.  Pero nadie pasaba por allí.

Y el joven no tardó en utilizar la otra mano para introducirse también en su camisa y en sus sostén, sintiendo ella de nuevo el tacto rugoso sobre la delicada piel del pecho, sin dejar de sentir la otra mano apoderándose de su sexo, palpándolo una y otra vez, dejando que sus dedos explorasen sus labios interiores, y sin que todo ella la dejara por completo indiferente, porque el miedo, la humillación, el lugar público donde se encontraba y esas manos firmes pero ahora cuidadosas se iban conjugando con cierta armonía para provocarle una cierta inaudita excitación, que a ella le preocupaba más que su propia situación en el Parque, porque la humillaba hasta lo indecible.

Las manos la dejaron por fin, el joven volvió a rodear el banco, a colocarse entre sus piernas, y de repente, un paquete pequeño, rectangular, no muy pesado, cayó sobre su bajo vientre, sorprendiéndola por completa.

-          Guarda ese paquete en bolso.  Ahora te subirás a la moto conmigo, vamos a ir al bar que hay aquí en este Parque, ¿lo conoces?

-          Sé dónde  está, aunque no he ido nunca (sabía que una de sus entradas había un bar con una amplia terraza llena de mesas, aunque a esas horas suponía que estaría cerrado). ¿Pero qué es esto? ¿No será droga? (era más que evidente que, proviniendo de aquel joven, aquello no podía ser sino droga).  ¡A mí no me metas en tus líos! (ahora sí que se asustó, ahora sí que el peligro que su relación con el joven representaba se convertía en una realidad sórdida, dura y espantosa: lo último que podía ella esperar era que la obligara a traficar con droga).

El joven no dudó en abofetearla de nuevo, con dureza, con crudeza, con precisión.

-          ¡Harás lo que yo te diga, zorra! ¡lo que yo te diga!

La mano se levantó otra vez y ella se protegió con el brazo, aterrorizada.

-          Vale, vale, no me pegues, no me pegues.

-          Entrarás en ese bar, y allí le entregas el paquete al hombre que está en la barra.  Él te dará un sobre con dinero, exactamente debe haber 200 billetes de 500, los cuentas allí mismo, lo metes en el bolso y sales de allí. Yo te espero fuera.

-          ¡200 billetes! ¡Tú estás loco! ¡Y si te están vigilando! ¡Y si nos coge la policía! ¡Me caen diez años de cárcel! ¡No me puedes obligar a eso!

Aquello sí que era una locura, aquello la convertía en traficante de droga, aquello no podía admitirlo ni aunque le pegara.

-          Oye, no me sigue la policía, no hay nadie en este Parque, tú no tienes ni idea de cómo funciona esto.  Sencillamente no puedes negarte, los dueños de este paquete  que tienes entre tus piernas te matarán sin pestañear si no lo entregas como te he dicho.  A mí, y a ti.  Esto no es un juego.  Yo no puedo ver a ese hombre, porque le debo mucho dinero y no nos daría toda la pasta.  Y a los dueños de esto no puedo decirles que me falta dinero, que no he cobrado todo el dinero.  Así que tienes que ir tú.  No tardarás ni cinco minutos, y no te volveré a molestar con esto.  Y te daré tres mil por tu ayuda, para que veas.

-          ¡No quiero tu maldito dinero! ¡no quiero saber nada de esto!

-          ¡Pero ya estás metida en esto! Yo les daré tu nombre, tu dirección, todos tus datos si por culpa tuya estropeamos la entrega.  Y te aseguró que vendrán a por los dos.

-          ¿Y cuánto le debes? El otro día me sacaste dieciocho mil, y yo estoy juntando el resto, ¿cuánto le debes, joder?

-          Mira, ese no es asunto tuyo.  Pero te aseguro que ni con cincuenta mil lo arreglaríamos hoy.  Y el problema es que yo ya no puedo retrasarme ni un día más, me han dado un maldito ultimatun y eso es la antesala de la pena de muerte.

-          ¿Y por qué no se la vendes a otro?  No me puedes hacer esto, esto es una canallada.

Ella se asustaba todavía más al comprobar que el joven también empezaba a dar muestras de nerviosismo, empezaba a asustarse, porque eso quería decir que la amenaza era real, que no se estaba inventando nada.

-          Escucha, llevo años dedicado a esto, hago entregas como ésta cada dos por tres, solo que esto es distinto a vendérsela a los yonquis, muy distinto.  Yo sabría muy bien a quién vender esto, conozco a una infinidad de sitios donde podría venderla, pero en tanta cantidad lleva su tiempo, no te la liquidas en un día.  Pero ese no es el problema; el problema es que ellos son los que organizan esto, ellos te dicen a quién se la tienes que vender, y por eso, cuando hago de simple correo, como ahora, no se trata sólo de conseguirles el dinero, se trata de cumplir con un trato que ellos han hecho. Y te diré una cosa, sólo me han cogido dos veces, y las dos me avisaron, las dos lo sabía, es parte del juego, hay que ir a la cárcel sin protestar cuando te toca.  Ellos te esperan siempre, no te fallan, te inundan de dinero, pero no puedes fallarles ni una vez.  ¡La cárcel es el paraíso comparado con el infierno que supone tener que esconderte de ellos!  ¡No tienes opción, joder, terminemos de una vez!

El joven se montó en la moto, la arrancó, y ella no pudo sino obedecer, aterrorizada.  Se abrazó a él, se dejó llevar por los senderos sinuosos del Parque, sintiendo con agrado el aire fresco acariciándole el rostro, sin que se cruzasen con nadie, llegando enseguida a la salida junto a la que se encontraba el bar.  Allí la dejó, no sin antes conminarla a realizar la entrega con la mayor rapidez, añadiendo que se pasaría luego por el despacho para recoger el dinero.  Y amenazándola de nuevo.

-          Y no hagas tonterías, no se te ocurra hacer ninguna tontería, porque esto no es ningún jueguecito, esto no es toquetearte en un parque como hice el otro día, no tienes que pensar en lo poco que te apetece follar conmigo; ni en librarte de follar conmigo.  Tienes que pensar en tu puta vida, y la de tu marido, y en si quieres conservarla.  Porque si me fallas, ellos se van a enterar, yo procuraré que se enteren, y no sé si eso me salvará, pero te asegura que a ti te cogerán, te torturarán para que les digas donde está el dinero, y cuando se lo hayas dicho, o aunque no se lo digas porque no sea culpa tuya ni sepas qué decirle, o digas lo que le digas, luego te matarán.  Si tienes algún problema con ése, me llamas inmediatamente, apunta el número.

Ella anotó ese número temblorosa, y él se marchó dejándola sola con ese peligroso paquete en su bolso, junto al bar donde debía entregarlo. Aunque se veía actividad a través de las cristaleras que daban al Parque, el bar estaba cerrado, aunque no la entrada al recinto vallado en donde se encontraba.  Así que entró en el recinto, se dirigió a la puerta, llamó con el corazón encogido, definitivamente asustada, y no tardó en abrirle la puerta un hombre alto, grueso, con un espectacular cuello de toro, que se dirigió de inmediato tras la barra.

Ella lo siguió hasta la barra, comprobando por el camino que estaban solos, encontrándose ya las mesas dispuestas, preparadas para la acción, así como la barra, muy limpia y despejada.  Sin duda faltaría ya poco para que abrieran el local, aunque no tenía ni la menor idea de cuál podía ser su hora de apertura.  Pensó en todas las nimiedades que pudo de camino a la barra para intentar recuperar algo el aliento, para poder pronunciar las palabras precisas.  Pero al llegar se limitó a sacar el paquete y dejarlo encima de la mesa.

-          ¿Por qué no ha venido Quico? ¿Quién te manda?

-          No lo sé, no sé cómo se llama, yo no sé nada de esto.

-          ¿Y qué hace una tía como tú metida en esto? No eres drogadicta, no parece que necesites dinero, ¿no serás una de esas polis modernas?

-          ¡No! ¡no! ¡Yo no soy poli! (ella no se esperaba la conversación, no se esperaba sus preguntas, no sabía qué decir, aunque sí sabía que el miedo se había instalado definitivamente en ella). No sé quién me manda, necesito el dinero y ya está.

-          Necesitas el dinero, ¿eh? ¿Trabajas para el Quico? ¿Eres una de sus putas? (aquella revelación la espantó todavía más de lo que ya lo estaba: hubiera deseado salir corriendo, huir durante días, semanas, alejarse de ese mundo donde se estaba metiendo; pero estaba atrapada, ya estaba atrapada).  Aunque no tienes pinta de ser una de las suyas.

-          Mira, yo no trabajo para nadie, me han dicho que si entrego esto me darán dinero, doscientos, pero no sé quién me lo ha dado (realmente no sabía qué decir, y más bien sabía lo que no debía decir: no podía mencionar al tal Quico).  Y tengo prisa, acabemos de una vez.

El hombretón la miró de nuevo de arriba abajo, sin hacer ni el más mínimo intento de recoger el paquete.

-          Oye, si necesitas dinero, te doy cien por un polvo, aquí mismo, ahora.

-          Yo no hago eso, ¿vale?

-          Vamos, te doy doscientos, un polvo rápido y en un periquete te has ganado cuatrocientos, ¿qué dices?

-          Que no, tengo prisa.

-          ¿No lo haces por dinero? Pues te diré una cosa, te han engañado como a una tonta.  Por esto te pueden caer años de cárcel, y te arriesgas sólo por doscientos miserables pavos.  Y yo te ofrezco doscientos sin ningún riesgo, sólo un polvo rápido y ya está, y resulta que lo rechazas.  Sabes, quizá seas tú la que me estás engañando, y eres realmente una maldita poli, porque si no es así es que eres tonta del culo (aquello se le complicaba cada vez más, y sin poder hablar de Quico, ni por supuesto, sin poder mencionar la verdadera razón por la que estaba ahí, era difícil justificar su presencia con aquel paquetito, y bien podía comprender que levantara sospechas, porque no daba el aspecto de necesitar dinero).

-          Joder, que yo no soy ninguna maldita poli, y no he venido aquí para hablar, sólo quiero el dinero y ya está.

-          Claro, que yo soy tonto.  Te doy la pasta, me quedo con el paquete, y al instante se llena esto de polis.  Mira, será mejor que te largues, y les dices a tus compis que a mí no me manden una poli novata, que no me la pegan (verdaderamente aquello rayaba ya con el absurdo, porque el mocetón estaba cada vez más convencido de que ella era una policía que pretendía hacerle picar el anzuelo).

-          Pero bueno, será posible, ¡que yo no soy policía, joder! (ella se exasperaba, incapaz de encontrar la forma de convencerlo).

-          Mira, que te he pillado, que a mí no se me engaña tan fácilmente. ¿A quién quieres hacer creer que te estás arriesgando a unos cuantos años de cárcel sólo por doscientos pavos? Seguro que es la primera vez que te metes en estos asuntos, y te han enseñado muy mal.  Nadie hace eso por doscientos, salvo que sea un yonqui, y tampoco lo harían por ese dinero.  Así que lárgate con ese maldito paquetito.

Ella no sabía ya qué decir, así que recogió el paquete, lo metió en el bolso y salió por la puerta.  Ya en el parque, llamó al teléfono que le había dado el delincuente.

-          Oye, soy yo, Marta, el tío ese no quiere recoger el paquete, dice que soy una poli, está convencido de que soy una poli.  Así que tendrás que hablar con él. O hacer lo que sea, yo no sé cómo convencerle.

En cierto modo, le supuso un alivio que el hombretón la despachara de esa forma, porque pensaba que con eso obligaría a su nuevo extorsionador a hacer él mismo esa maldita entrega.  Pero el alivio duró poco.

-          ¿¡Cómo dices!? ¿Qué hable con él? ¿Tú eres gilipollas o qué?  ¡No me jodas que todavía no se lo has entregado! ¡Joder! ¡Joder! ¿Es que no te quieres enterar? Mira, esto es muy sencillo, funciona con unas reglas muy claras: ellos mandan, ellos ordenan, y a mí me toca obedecer, y no se admiten fallos, ni disculpas, ni tan siquiera retrasos.  Pagan bien, muy bien, pero a cambio, no puede uno ni rechistar.  Y resulta que hoy tengo que darles el maldito dinero, y ya me dirás tú cómo coño conseguimos cien mil si tú no haces la maldita entrega.

-          ¡Pero es que él no quiere! ¡No hace más que decir que soy una poli!

-          Joder, pues convéncelo como sea, ofrécete, dile que estás dispuesta a chupársela, a lo que sea, porque está claro que una poli no se la chuparía a un chorizo para cazarlo. ¡Dile lo que te salga del coño, pero no se te ocurra volver sin el dinero!  Y si no lo consigues, casi será mejor que te entregues a la policía, porque desde luego la has cagado.

Colgó, no hubo posibilidad de discutir nada más.  Y ciertamente aquello ya no había forma de asimilarlo: eran las diez y media de la mañana, un día soleado al final de un verano que se estaba alargando perezosamente sin ánimo de desaparecer; estaba rodeada de árboles, de césped, de arbustos, de flores.  Estaba en un sitio idílico pero al borde del precipicio; desde luego, nadie podría imaginar, viéndola allí,  parada junto a la verja de acceso al recinto donde se encontraba el bar, con su traje azul marino inmaculado, su camisa verde, sus medias, sus zapatos, su bolso negro, sus labios delicadamente pintados, su pelo rubio cayendo en cascada sobre la espalda, que llevaba un paquete con droga en el bolso, que estaba allí para vendérsela a un fulano que la esperaba en el bar, y que además, tendría que hacerle una felación al fulano si quería convencerlo de que aceptara la droga, a cambio de la cual, en un simple sobre, le daría cien mil.

Seguramente si hubiera parado a alguien para explicarle su situación, si por ejemplo hubiera parado a un jardinero de los que trabajaban en el Parque para pedirle, rogarle, suplicarle, que hiciera él la entrega por ella, pensarían que estaba loca, que se acababa de escapar de un psiquiátrico.  ¡No digamos ya si llamara a su marido para explicarle el pequeño problema! “Oye, Paco, que mira, tengo un problema, verás, tengo que entregar un paquete con droga a un fulano, que me tiene que dar doscientos de los grandes, pero el muy pesao  cree que soy una poli, y bueno, creo que lo mejor es te vengas y se lo entregues tú, a ver si lo convences, porque si no voy a tener que chupársela para que se fíe de mí, porque parece ser que las polis no hacen eso con los chorizos para cazarlos, y no queremos que yo haga eso, ¿verdad?”.

Allí parada intentó buscar desesperadamente argumentos para convencer al mocetón del bar de que ella no era Policía, pero sabía que no tenía apenas tiempo, que el bar tendría que abrirse al público (junto a la verja vio el letrero con el horario: abría a las doce, faltaba solo un poco más de una hora), y que no podía demorar más la decisión.  Cruzó la verja, golpeó la puerta del bar, y aquel grandullón ocupó por completo el vano de la puerta al abrirla, sin franquearle el paso.

-          ¿Otra vez tú? ¿Qué te han dicho tus compis? ¿o quizá te han puesto micrófonos?

-          He hablado con la persona que me ha dado esto, vale, porque no sé qué puñetas tengo que hacer.  Y resulta que me ha dicho tengo que dártelo hoy, que por narices tengo que dártelo hoy, así que dime qué puñetas tengo que hacer para convencerte de que no soy poli.

-          Ya, muy convincente. ¿Qué te parece si me la chupas? ¿Qué te parece? ¡Anda y vete a paseo! (estaba claro, muy claro, de que el hombre estaba totalmente convencido de que ella era policía, hasta el punto de que ni siquiera se le había pasado por la imaginación que ella pudiera aceptar su petición; no iba a resultarle fácil ni siquiera ofrecerse).

-          Joder, ¿por qué no hablas a quien le hayas comprado esto? Si fuera poli, eso querría decir que habríamos atrapado a alguien de ellos con este paquete, y ya lo sabrían. ¿Por qué no los llamas? (le parecía algo muy lógico, si él esperaba el paquete, y se presentaba la policía, querría decir que ya habrían detenido a alguien de la organización, y ya lo sabrían; parecía algo lógico, aunque el escaso tiempo que tenía para pensar le impidió comprender que, precisamente, lo que hacía era complicar más las cosas).

-          ¡No te digo! ¡Que los llame! ¡Eso es lo que te han dicho tus compis! ¡A ver si la tonta lo convence para que llame a sus jefes, y los pillamos a todos! ¡Eso es lo que te han dicho!  Pues diles que si me quieren coger, que me cojan.  Pero no me van a coger con esa mierda, tendrán que inventarse otra cosa (cerró la puerta con violencia, y ella volvió a llamar con fuerza, ya desesperada).

De nuevo abrió la puerta el mocetón, con el ceño fruncido, con la furia inundando su rostro recio y rudo.

-          ¡Que te vayas a la mierda, joder! ¡Que me dejéis en paz! (hizo amago de cerrar, pero ella colocó el pie en el vano y agarró la puerta desde su lado, para detenerlo).

-          ¡No cierres! ¡Por favor! ¡Haré lo que me digas! ¡te haré lo que quieras! ¡no soy ninguna maldita poli! ¡tengo darte esto de una maldita vez!

Él se quedó mirándola, con la puerta medio abierta, y aunque la furia parecía haberse disipado de su rostro, el ceño fruncido, el gesto serio, la mirada dura y las manos todavía crispadas no dejaban lugar a dudas de que no le convencía aún su propuesta, de que todavía estaba calibrando si se trataba de otra simple estratagema.

-          Ya, de modo que estás dispuesta a chupármela.  Hace poco te ofrecí doscientos por un polvo y me mandaste a paseo, y ahora me la quieres chupar gratis, ¿de qué coño vas? (no dejaba de tener lógica la pregunta, ella comprendía que la situación era lo suficientemente absurda como para que aquel hombre desconfiara de todo).

-          Oye, escucha, ¿por qué puñetas iba yo a vestirme así si fuera una poli? Me disfrazaría de drogota, yo que sé, no vendría así.  Es de cajón que te llamaría la atención, que te haría sospechar con esta ropa (a ella le parecía un argumento muy consistente, y se lamentaba de que no se le hubiera ocurrido antes).  Venga, déjame entrar.

-          Mira, yo no sé quién coño eres tú, y no sé por qué vienes vestida así.  Pero lo que sí sé es que los polís ya no saben qué inventar para conseguir detenciones y salir en los periódicos, que es lo que les interesa.  Así que dime, si no eres poli, ¿quién coño eres? (ya no sabía qué decir, sólo que pasaba el tiempo y su vida parecía pender de un maldito hilo).

-          Joder, ¿te la chuparía una poli? ¿te la chuparía para conseguir que te detuvieran? Ya no sé qué decir para que me creas, ¿qué quieres que haga, dime? (ella quería terminar de una vez).

-          Sí, en eso tienes razón, no creo que ni siquiera una poli novata estuviera dispuesta a chupársela a un supuesto chorizo para conseguir su detención.  Salvo que sea más puta que las gallinas y le vaya ese rollo (definitivamente, ni siquiera iba a ser fácil convencerle ofreciéndose).

-          ¿Por qué no me dejas entrar de una vez?  Por favor, terminemos de una vez.

Una nueva mirada escrutadora, un nuevo examen de su cuerpo, de sus ojos, de su boca, todavía el gesto fruncido.  Ella verdaderamente se sentía inmersa en una pesadilla, le parecía irreal lo que le estaba sucediendo, le parecía imposible que estuviera allí, delante de un completo desconocido, con un aspecto nada tranquilizador, suplicándole casi que le dejara hacerle una felación, ¡nada menos que una felación!, y sólo para conseguir entregarle un paquete con droga, a cambio del cual recibiría, allí mismo, en un sobrecito, ¡doscientos billetes de los grandes!

El mocetón se apartó, le franqueó el paso, y ella entró de nuevo en el frío local vacío, con sus mesas preparadas junto a las cristaleras que daban al parque, y que ahora estaban ocultas con cierres metálicos semejantes a persianas.  Realmente no sabía lo que hacer, era sencillamente impensable para ella, en esos momentos, cumplir con su ofrecimiento, no pensaba en ello, sólo en soltar el maldito paquete.  Así que aunque titubeó (él se había quedado junto a la puerta, que se había cerrado tras ella), se dirigió otra vez a la barra, y dejó de nuevo el paquete encima de ella, esperando quizá un milagro, esperando quizá que el mero ofrecimiento le hubiera convencido a aquel hombre.  Pero no iba a ser tan fácil, desde luego.

-          Parece que estás deseando que recoja el paquete.  Haz el favor de volver a guardarlo.

Otra torpeza suya, otro error, ella se sentía incapaz de sopesar cuál debía ser su comportamiento para evitar complicar más las cosas, sencillamente no daba una a derechas.  Así que una vez más, el paquete volvió a su sitio.

-          Pon las manos en la nuca.  Seguro que lo has visto hacer más de una vez.  Quizá hasta se lo hayas ordenado tú a más de uno (era evidente que el mocetón seguía sin creerla, seguía inmerso en la duda, convencido de que había un batallón de policías dispuestos al asalto).

Ella se llevó las manos a la nuca, y sabía que él la manosearía para comprobar si llevaba pistola, o micrófonos, y que aprovecharía también para comprobar sus dimensiones.  Se quedó dónde estaba, enfrente de la barra, mirando el bolso que había quedado encima del mostrador.  Observó al hombre mientras se acercaba, mirándolo de perfil, hasta que se puso tras ella.  Pero antes de manosearla, el hombre tenía otros planes, porque se deslizó a su lado, junto a la barra, cogiéndole el bolso, abriéndoselo y dejando que cayera todo lo que tenía en el interior sobre la barra.  Su agenda, su móvil, sus múltiples llaves, su monedero, su lápiz de labios, sus pinturas, su cartera, y el maldito paquete, todo quedó expuesto a sus miradas.  Pero aún revisó los bolsillos interiores, sacando tarjetas de visita, papeles, notas, algunas monedas.  Cogió su cartera, miró su documentación, sacó todo lo que había en su interior, tarjetas de crédito, tarjetas de visita, billetes, hasta una foto de su marido.  Al menos le pasó desapercibido su carnet de abogada, pues tenía varios carnet, y realmente parecían tarjetas de crédito.  Y afortunadamente, hacía ya meses que no llevaba habitualmente sus propias tarjetas de abogada, por todo lo que le estaba ocurriendo.  Solo las cogía cuando sabía que iba a utilizarlas, a dárselas a algún cliente nuevo.

-          Vaya, parece que vienes bien preparada, Marta, porque ese es tu nombre, ¿no?

-          Si, ese es mi nombre (todavía seguía sin fiarse).

-          Bien, veamos a ver que llevas encima.  Quítate la chaqueta, y vuelve a poner las manos en la nuca.

Obedeció sin rechistar, le entregó la chaqueta, y volvió a colocarse con las manos en la nuca.  La revisó junto a ella, registrándole todos los bolsillos, dejándola de nuevo en la barra.

-          Bueno, todo en regla.  Creo  que las polis lleváis la pistola en los muslos, cuando os ponéis falda, ¿no?  Lo comprobaremos.

Ahora se colocó detrás de ella, y enseguida noto esas rudas manos ascendiendo por uno de sus muslos, subiéndole la falda hasta llegar a la entrepierna, cambiando enseguida de muslo, y volviendo a hacer lo mismo.  Luego sintió que esas manos rudas le levantaban la camisa hasta sacarla fuera de la falda, y los dedos gordezuelos de sus manos se introdujeron por su cintura, dentro de la falda, hasta palparle la cinta de las bragas, rodeándole la cintura hasta llegar ambas al ombligo, sintiendo ella su cuerpo recio rozándole la espalda.  Luego ambas manos la asieron por la cintura, y ascendieron por su piel hasta llegar al sostén; se juntaron en su espalda, ascendieron hasta el cuello, levantándole la camisa por atrás, y luego regresaron al sostén, rodeándolo hasta cogerle los pechos con el mayor descaro, lo cual no era precisamente una sorpresa, aunque ella se revolvió enseguida, consiguiendo zafarse de esas manos y apartándose de él.

-          Oye, ya está bien, ya has visto que no tengo nada, que no llevo micrófonos, que no llevo pistola, así que dame de una vez el dinero.

-          Otra vez con las prisas para que coja el paquete.  Quítate el sostén, listilla, porque no me fío de que lleves escondido un micrófono, tú lo has dicho.  Ahora son tan pequeños que se pueden ocultar en cualquier sitio.  Dame el sostén.

Ella no estaba ya dispuesta a seguir haciéndole concesiones, quería terminar de una vez.  Pero tampoco quería cumplir su promesa, no quería cumplir con su ofrecimiento, no sabía qué hacer.

-          Oye, te lo doy pero si hacemos el cambio de una vez.  No llevo ningún maldito micrófono.

-          Ya, te crees que soy tonto.  Puede ser que no lleves micrófono, puede ser que no lleves pistola, ni tu placa. Pero todavía no sé qué va a pasar una vez que te largues de aquí.  Así que haremos las cosas a mi modo, harás lo que yo te diga, me aseguraré todo lo que yo considere conveniente, y tú cállate de una vez.  Cuando me haya asegurado, entonces veremos lo que hacemos con ese maldito paquete.

Ella no quiso seguir discutiendo.  Se volvió, y sin quitarse la camisa, hizo todas las maniobras precisas para sacarse el sostén, volviéndose de nuevo para entregárselo.  Sin saber qué hacer con las manos, las puso de nuevo en la nuca.

-          Sabes, creo que de nuevo te has delatado.  En cuanto te he tocado las tetas has saltado como una furia, como lo hubiese hecho una poli. ¿Y tú eres la que me va a hacer una mamada? No te lo crees ni tú, pero sigamos con la farsa.  Venga, ya puedes bajar las manos, las vas a necesitar.   Me sentaré, para estar más cómodo mientras me la chupas.

Cuando ella se dio la vuelta, él ya se había sentado en una de las sillas de la mesa que tenía justo enfrente.  Estaban solos, o eso parecía, y aunque la luz del exterior se filtraba por las puertas metálicas, no parecía que desde fuera pudieran verla.  Y ahora debía ya enfrentarse de nuevo al ejercicio de una de sus habilidades sexuales que más se veía obligada a practicar en los últimos meses, y siempre con personas indeseables.

De hecho, ella se había intentado concienciar aquella misma mañana de que iba a tener que hacérselo a su nuevo dueño, al delincuente habitual que se había apoderado de sus secretos.  ¡Sólo que se había equivocado de persona!  Y en realidad, todo el esfuerzo de mentalización resultaba inútil cuando llegaba el momento de llevar a la práctica lo que se había anticipado en la imaginación, porque la  más intensa repugnancia le invadía en aquel preciso momento en el que tenía que desarrollar su habilidad, y por tanto, tenía que acercarse hasta él, arrodillarse ante él, desabrocharle el cinturón y los botones del pantalón, tirar fuerte de la cinta elástica del calzoncillo, introducir su mano en el interior, y cogerle su falo de la mejor forma posible, para sacarlo de su escondite, y una vez realizado todo el humillante proceso, todavía faltaba lo peor: tenía que acoplar aquello entre sus labios, en su boca y, claro está, con cuidado, con esmero, con fruición.

Todo eso tenía que hacérselo a un completo desconocido, y con la finalidad exclusiva de que aceptara comprarle la droga que llevaba en el bolso, aunque aquel marco verdaderamente esperpéntico no tenía ni la menor influencia llegada la hora de la verdad, pues la simple y brutal repugnancia prevalecía sobre cualquier otra sensación.

Y como en una pesadilla, ella dirigió los pasos hacia donde él se encontraba cómodamente sentado en su silla, con las piernas separadas y los brazos cruzados.  Era como acercarse a un abismo, a una sima sin fondo, a un pozo oscuro, negro, donde debía sencillamente tirarse, sin conocer lo que había más allá de la absoluta oscuridad.