Los riesgos insospechados de la ambición (11)
Claudia se entrega al jovenzuelo por dinero
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Fue humillante soportar la mirada despreciativa del dueño de aquella pensión tan bien cuidada, que la miró de arriba abajo cuando pasó delante de la recepción para salir a la calle. Y en la calle no pudo dejar de mirar la puerta con múltiples carteles en cuyo interior se encontraría ese otro joven desvergonzado que se había aprovechado de su situación apurada. Y ahora ella se encontraba en un lugar que no conocía de la ciudad, un barrio más bien modesto, a muchos kilómetros de su casa, sin dinero, con unos zapatos totalmente inapropiados para una larga caminata, con una camisa blanca ajustada en la que sus pechos, libres de toda atadura, se dejaban notar con toda nitidez. Y lo peor es que apenas quedaban unos minutos para las dos de la tarde, y su marido llegaba siempre, como un reloj, a las dos y media, excepto cuando tenía comidas de negocios. Llegar más tarde que él ya era excepcional, pero llegar en esas condiciones era extremadamente peligroso, pues jamás ella había osado salir a la calle sin sostén, y eso él lo sabía perfectamente, y ya no digamos con una camisa blanca ajustada. Pasar desapercibida en esas condiciones iba a ser muy difícil. Tendría que reponer su ropa interior antes de llegar a casa, y dada la hora que era, eso significaba que tendría que ir a un gran almacén de los que no cierran a mediodía, y era obvio que en ese barrio no había ninguno. Realmente, ella no era una mujer preparada para afrontar ese tipo de imprevistos, nunca se había tenido que enfrentar a una situación como esa, y encima, sin apenas tiempo para reflexionar. No podía llamar a sus amigas, no se veía preparada para explicarles por qué estaba en ese barrio, sin dinero y sin ropa interior, ello sin contar que no era la hora apropiada para pedir ese tipo de favor. Podía llamar a su chantajista, rogarle que la recogiera, rogarle que le devolviera el dinero que le había quitado, o las tarjetas…. pero sabía que sería inútil, que no le haría ni caso.
Parada en la acera, con los brazos cruzados sobre el pecho, próxima ya a la más absoluta desesperación, sus ojos se fijaron de repente en el jovenzuelo que se había aprovechado de ella, y que ahora lo distinguió de espaldas, cerrando la puerta de su tienda. Cruzó la calle y no dudó en dirigirse a él, pues era su tabla de salvación.
- ¡Oye, oye! (el joven ya caminaba por la acera tras cerrar la tienda, y se volvió al escuchar su voz; la miró con sorpresa, y desde luego, no perdió la ocasión en mirarla de arriba abajo). ¿Tienes coche?
- ¿Qué si tengo coche? No hija, no, no tengo coche. ¿Te ha plantado tu chulo?
- Oye, necesito que me prestes dinero, te devolveré el doble. Si me dejas cincuenta, te devolveré cien.
- Ya, que me has visto cara de tonto. Yo si le doy dinero a una zorra es para echar un polvo, no soy el banquero de las zorras.
El joven se dio la vuelta y siguió su camino, y ahora ella estaba realmente desesperada. La había tratado con la mayor grosería posible, como era de esperar, pero aquel joven no la conocía de nada, y sabía que tenía el dinero que ella necesitaba. Y su única alternativa era andar por los alrededores hasta encontrar un taxi libre, y contarle al taxista que la llevase a su casa y que allí le daría el dinero. Pero eso no arreglaba el problema, sino que quizá lo agravase, pues si ya llamaría la atención llegando tarde, mucho más si llegaba con un taxista porque no tenía dinero, lo cual a su marido le haría sospechar, y fácilmente comprobaría que esa misma mañana había sacado de un cajero todo el dinero que podía sacarse en un día, mil, mucho dinero para gastarlo en unas horas. Aquello era una pesadilla, tenía que convencer al joven, era su única esperanza. Lo siguió con paso rápido hasta que de nuevo se puso a su lado, y lo detuvo.
- Escucha, por favor, estoy en un apuro. Yo no soy…. No soy lo que crees. Estoy en un apuro, porque me ha gastado una broma pesada una amiga… (aquello no tenía ningún sentido, era evidente que se lo estaba inventando) y me ha dejado sin mis tarjetas… era una apuesta… bueno, el caso es que ahora necesito que me prestes dinero, cuarenta, o cincuenta… y esta misma tarde te devuelvo el doble, te doy cien, o doscientos… por favor.
- Ya sabes lo que te dije esta mañana, cincuenta por un polvo. Bueno, por una mamada y un polvo (era sencillamente increíble que pudiera estar hablando a plena luz del día, en una vía pública, con un jovenzuelo que le estaba tratando como a una fulana, exactamente como a una fulana, y no podía abofetearle, no podía).
- Mira, no necesito tanto, déjame quince, solo quince (ella tendría que conformarse con esa cantidad, que al menos le llegaría para pagar un taxi), y te devolveré cincuenta.
- Otra vez me tomas por tonto. Déjame en paz.
El joven reanudaba su marcha, y ella no veía escapatoria alguna, no veía la forma de asegurarle que ella le devolvería esa cantidad, pues no pensaba dejarle su carnet de identidad para que supiera donde vivía. Lo más fácil, rápido y seguro era aceptar su propuesta, actuar por una vez en su vida como una auténtica fulana, entregarse a ese joven por esos malditos cincuenta. Lo había hecho con un vagabundo, se había entregado a él por evitar perder a su familia, y ahora era una situación parecida, no podía presentarse en su casa así, y de hecho, no sabía ni salir de ese barrio. Se acercó de nuevo a él.
- Vale, vale, pero tiene que ser ahora, y rápido, tengo mucha prisa (aquel mal trago, aquel trago impensable, tenía que ser rápido, lo más rápido posible).
- ¡Rápido! ¡Eso depende de ti! Venga, vamos a la tienda.
El joven dio la vuelta y se dirigió con pasos rápidos hacia su tienda. Ella la siguió, confusa, muy confusa, por el hecho no ya de actuar como una fulana, que al fin y al cabo era lo que había hecho con su mendigo; sino por el hecho de ser una fulana, de recorrer esos pasos tras él siendo ya una fulana detrás de su primer cliente. Iba a practicar el sexo no ya por evitar la debacle que supondría para su vida que se publicase esa carta, que su padre, su hijo, sus amigas, sus padres, conocieran ese tremendo secreto; iba a practicar sexo a cambio de unos miserables cincuenta. Y al menos se consolaba por la juventud ostensible de su cliente, de su primer cliente (primero y último, solo que nunca hubiera pensado que iba a tener un primer cliente), que de alguna forma pensaba que le facilitaría las cosas, que aceleraría su excitación y su éxtasis. Y ella no hacía ni diez minutos que había conseguido un absolutamente increíble orgasmo de una intensidad desconocida, una verdadera explosión de placer que parecía fruto de la acumulación de tantos años de represión sexual con su marido. Mientras el joven abría nerviosamente la puerta de su tienda (lo cual no dejaba de ser una buena señal) ella no podía dejar de pensar en que se había sometido totalmente al mendigo, y que comparada con esa situación, la que pronto tendría que vivir no podía ser tan terrible…. aunque desde luego no sería tampoco tan placentera.
Cuando ella entró, el joven cerró la puerta tras ella. Ahora estaban solos, ahora ya eran una fulana y su cliente, ahora ya sólo quedaba cumplir con el trabajito y recibir la recompensa. El joven se dirigió a su puesto habitual tras el estrecho mostrador, y ella quedó paralizada, en mitad de la tienda, tan nerviosa o más que él. Solo que a él el nerviosismo se le terminó muy pronto.
- Vaya, veo que has perdido el sostén, ¿se lo ha llevado tu chulo?
- Oye, necesito ese dinero ahora, así que primero enséñamelo.
- Por supuesto, el dinero.
El joven abrió su caja y de allí sacó dos billetes de veinte y uno de diez, mostrándoselos ostentosamente, aunque sin soltarlos.
- Bueno, dime, ¿también se te llevó las bragas?
Allí estaba el dinero, el maldito dinero, el dinero que ella siempre había tenido en exceso, hasta el punto de que nunca había sabido ni el que tenía ni el que gastaba, y ahora tenía que rebajarse hasta límites insospechados tan solo para conseguir cincuenta.
- Oye, quiero terminar cuanto antes. ¿Vamos a ese cuarto? Aquí quizá nos podrían ver desde la calle (quería hablar con normalidad, con la mayor normalidad posible).
- Seguro que no llevas bragas, ¿a que no?
- Quiero terminar cuanto antes, vale, tengo mucha prisa, ya te lo he dicho.
- Pero es que a mí me ponen caliente estas conversaciones, me ponen a cien.
No tenía tiempo ya, apenas media hora, y aquel joven de lánguida mirada, no demasiado agraciado, con los ojos hundidos, una nariz persistente y el pelo denso y apelmazado, que la miraba con ansiedad, con deseo y con abierto desafío, no podía ser para ella un obstáculo, y lo cierto era que quizá mantener con él una conversación picante ayudaría no sólo a excitarlo y llevarlo con rapidez a los preliminares del orgasmo sin necesidad de tocarlo tan siquiera, sino que también la ayudaría a ella a conseguir esa mínima zumbante excitación que necesitaría para soportar el trabajo que le esperaba.
- Pues no, no llevo bragas, me las arrancó mi… (¿cómo calificarlo? ¿novio? ¿amante? ¿amigo?) … mi… amigo.
- ¿Se la chupaste?
- Si, se la chupé, eso os gusta a todos, ¿no? (no podía creerse que fuera ella la que estaba pronunciando esas palabras).
- ¿Por qué no te levantas la falda y me enseñas el chochito?
- ¿Y por qué no me enseñas primero tu polla? Estoy deseando verla (una vez roto el maleficio, una vez superado los límites de su pudor, una vez pronunciadas por primera vez las palabras malditas, continuar en la senda abierta era más fácil, y desde luego más excitante; además, tenía que conseguir excitarlo rápidamente y lo suficiente para que luego bastara apenas con unos segundos de caricias, besos y manoseos de su pene para que llegase con rapidez a su orgasmo; la necesidad agudizaba el ingenio y facilitaba la desinhibición).
- ¿Y por qué no me las sacas tú?
- ¿No sabes sacártela tú?
- Prefiero que me la saques tú, para eso te pago (no iba a discutir la cuestión, y de hecho, era más excitante que fuera ella la que lo hiciera, y de eso se trataba, de buscar su máxima excitación).
El joven salió del mostrador, lo rodeó y se apoyó en él, mientras ella se acercaba con una gran dosis de confusión en su cabeza, pues una cosa era haber roto las barreras de su pudor en cuanto a la utilización de ciertas expresiones verbales groseras e impúdicas que para ella siempre eran tabú, y otra muy distinta pasar a la pura acción, desabrocharle al jovenzuelo su cinturón, sus botones, bajarle el pantalón y luego los calzoncillos, y empezar con las caricias y besos que él esperaba en sus partes más íntimas; eso seguía siendo para ella un muro infranqueable, o al menos aparentemente infranqueable. Esa seguridad y aplomo con la que había pronunciado las malditas palabras soeces se esfumó en un segundo, y comprendió que no estaba preparada para lo que iba a hacer, a la vez que segundo a segundo se iba acercando al jovenzuelo, hasta colocarse junto a él. Miró su reloj, y comprobó que ya habían pasado seis o siete minutos, y también comprobó que de forma notoria su miembro viril estaba ya en plena erección, pues llevaba un pantalón de tela muy ligera que no resistía el empuje de su miembro. Comprendió que no solo era importante excitarle a él, sino que también ella misma tendría que excitarse, tendría que conseguir esa insoportable tensión sexual que el mendigo había provocado en ella con sus interminables juegos y amenazas. Pero ahora no había tiempo, ella no lo tenía, estaba en una situación límite. Y necesitaba ese maldito dinero.
Titubeando manifiestamente, sus manos buscaron el cinturón del pantalón, pero el joven la detuvo.
- Desnúdate primero.
Quedó paralizada, estúpidamente había imaginado una rápida felación ideal que llevaría al jovenzuelo al orgasmo sin necesidad de que ella tuviera que quitarse prenda alguna y casi sin darle tiempo a que él la tocara, algo rápido y todo lo limpio que se podía hacer dadas las circunstancias, pero algo que acaba de probar con otro hombre. Ciertamente se había paralizado todo su espíritu, y todo su magnífico plan al llegar junto a él, al llegar la hora de la verdad, pero ella sabía que sería el camino más rápido tratándose de un joven que no llegaría ni a los dieciocho años. Era inexperta, era una mujer que hasta la fecha solo había tenido relaciones con un solo hombre, relaciones rutinarias que no incluían ningún extra fuera de nota, pero eso lo sabía. Sin embargo, ese plan lo ideó precisamente para evitar el contacto con él, para evitar desnudarse ante él, y ahora resultaba que su plan quedaba anulado, no iba a poder controlar la situación.
- Oye, te he dicho que tengo prisa, te… la chuparé… (ahora ya no le era tan fácil utilizar esas palabras, su seguridad había durado escasos segundos, pero el tiempo seguía apremiando) y me iré corriendo.
- ¡Eso no vale cincuenta!
- ¡Yo no necesito cincuenta! ¡Me conformo con treinta, o veinticinco! (se conformaba con menos, con el dinero para un taxi).
- El trato era un polvo y una mamada.
- ¡Pero el trato no era que me desnudara!
Otra vez discutiendo estúpidamente con aquel joven, mientras los segundos se sucedían con rapidez acumulando minutos uno tras otro. Y era absurdo haber llegado hasta allí, haber estado dispuesta a hacerle una felación y no querer desnudarse, hacer un mundo de eso, cuando precisamente ese joven ya había visto sus pechos, y la había visto también en bragas, y además no hacía ni unos minutos ya había estado desnuda delante de otro hombre y tampoco por propia iniciativa. Aquel joven no volvería a verla, ella no volvería a pisar aquel sitio, no tenía sentido discutir por aquello. Se arrepintió de haber dicho aquello, y comprendió que desnuda lo excitaría más fácilmente, conseguiría excitarlo con mayor facilidad ante la vista de su cuerpo desnudo.
- Oye, yo soy el cliente y tú la puta, o haces lo que te digo o te largas. El trato es mi trato, y si no te gusta ¡lárgate!
- Está bien, está bien, acabemos de una vez.
Tan solo había conseguido perder unos minutos más. Se retiró unos pasos de él y comenzó el movimiento de sus manos para desembarazarse de la camisa, descubriendo sus pechos que, en cualquier caso, el joven ya había visto.
Menudas tetas, menudas tetas (ella no se había detenido, ya estaba desabrochando la cremallera de la falda, y no tardó en dejarla caer al suelo, mostrándose totalmente desnuda ante el joven, que pudo comprobar que, efectivamente, no llevaba bragas).
¡Qué coñito más delicioso! Date la vuelta, date la vuelta que te vea el culo.
Ella estaba por fin desnuda, una vez más desnuda ante otro hombre que no era su marido, y en apenas una hora, y esta vez para conseguir unas monedas, por dinero, como si fuera una simple y vulgar prostituta. No podía creer que estuviera en esa situación, desnuda ante ese jovenzuelo, y en una tienducha de un barrio de obreros, nadie se creería que estaba allí, y menos todavía porqué estaba allí. Ahora se preguntaba si no hubiera sido mejor coger un taxi, explicar su situación al taxista, esperar que aceptara subir con ella a la casa, y arriesgarse a cualquier cosa que pudiera pensar su marido, aunque aparecer sin sostén y sin dinero no era fácil de explicar, pero lo que estaba haciendo, o lo que iba a hacer no era imposible de explicárselo a ella misma. Y desnuda, desnuda en aquella tienda, sintiéndose deseada por aquel jovenzuelo, sus propios sentimientos eran confusos, como si realmente hubiera descubierto una nuevas posibilidades de placer que nunca se había imaginado, ni soñado, y no dejaba de humillarla la intensidad con la que había gozado hacía unos minutos con aquel mendigo, sintiéndose dominada por él, sometida a él, entregada a él. Ahora no se sentía igual, no sentía esa intensa y desbordante excitación que la envolvía por completo, pero tampoco podía decir que desnudarse ante el joven le había dejado indiferente. Sin duda para una fulana ese acto sería rutinario, no le produciría ninguna especial sensación, ni frío ni calor, pero ella no estaba acostumbrada, y ciertamente la sensación intensa de vergüenza no le impedía sentir una inexplicable e incómoda pero gozosa placidez, como si su cuerpo rotundo se hubiera relajado repentinamente esperando nuevas sensaciones placenteras que ya aventuraba.
Se había dado la vuelta dócilmente, y ahora miraba la puerta que daba a la calle, solo que la miraba desnuda. Detrás de la puerta estarían pasando todo tipo de hombres que no podrían imaginarse lo que pasaba tras ella. La persiana estaba echada, por lo que sabía que ahora nadie la miraría, ni aún parándose ante ella. Y suponía que estaba cerrada, porque sí se fijó en que él giraba la llave. Pero también sentirse desnuda casi en plena calle, a un paso de la calle, contribuía a aumentar esa absurda excitación que no debía invadirla pero que empezaba a hacerlo.
- Si señora, está como un tren. Menudo chollo, seguro que cobra bastante más que esos cincuenta, seguro que es usted una puta de lujo, aunque no sé qué se le ha perdido en este barrio, porque usted no vive aquí. Anda, camina un poco hacia la puerta, pero no te vuelvas, quiero deleitarme con tu culo.
Acercarse a la luz, a la calle, a esa puerta que la separaba del exterior era fácil, era incluso excitante, y comprendía que a ella le gustaba aquello, le gustaba esa difusa sensación de peligro, esa difusa sensación de ser dominada, humillada, y de que en cualquier momento podía también ser sorprendida, descubierta su situación. Cuando llegó hasta la puerta tuvo incluso la tentación de mirar la calle a través de la persiana, mirar desnuda la calle, a los viandantes pasando ante ella sin verla. Y comprendió que aquello la seguía excitando. La situación daba un giro inesperado, pues ella había creído que sería fácil excitar al joven, que sería fácil llevarlo a un rápido orgasmo, y que por tanto, no tardaría en recuperar su libertad y conseguir el maldito dinero. Pero ahora pasaban los segundos de forma interminable sin que el joven la tocara, y sin tocarla ella se estaba excitando, simplemente le estaba excitando la situación.
- Pon las manos atrás, zorra, y no las muevas hasta que yo no te lo diga. Y como tienes prisa, será mejor que me obedezcas en todo, porque si no esto nos va a llevar mucho tiempo. ¿Has entendido?
Aquella forma autoritaria de hablarle le sorprendió, y le excitó, porque de nuevo sentía aquella sublime sensación de estar sometida a la voluntad de un hombre que tan devastadores efectos tuvo sobre ella con el mendigo. Era como si aquel jovenzuelo hubiera adivinado precisamente lo que a ella más le podía excitar, las órdenes rotundas, la humillación, y eso era algo que ella había descubierto ese día, solo unas horas antes. Sin duda sería pura casualidad, pero el joven estaba consiguiendo excitarla cada vez más sin tan siquiera rozarla. Oyó que se movía, y no saber lo que estaba tramando también la excitaba, aunque también la asustaba. Era increíble que esas sensaciones que aparentemente debían ser incompatibles se retroalimentaran: el miedo, el deseo, la humillación, la vergüenza, la excitación.
Los segundos seguían pasando, contribuyendo al aumento de su propia excitación, aunque esperaba que también la de él. Y por fin oyó cómo se acercaba, oyó sus pasos cada vez más cerca, y ella a su vez se sintió cada vez más excitada, esperando por fin el contacto. Pero lo que vio fue que una mano de él movía la varilla de la persiana y de inmediato los listones empezaron a moverse dejando cada vez más entrar la luz, hasta que quedaron horizontales permitiendo que ella pudiera ya ver con nitidez la calle, aunque mirando entre dos listones, y lo que era peor, ahora sí podrían verla desde la calle, aunque los carteles y las pegatinas que tenía adheridas al cristal impedía ver lo que ocurría en el interior de un simple vistazo, salvo si alguien se detenía y miraba hacia adentro. si alguien lo hacía podía encontrarse con sus ojos, o con uno de sus pechos, y posiblemente desde la acera de enfrente podría apreciarse al menos su figura, sus contornos, que había una mujer allí… y era como si el joven hubiese adivinado que a ella le había excitado esa posibilidad, sólo que una cosa era esa posibilidad, esa fantasía, y otra exponerse desnuda para que cualquiera pudiera verla.
- ¡Qué haces¡ ¡Nos pueden ver¡
- ¡Y qué si nos ven, zorra! La verdad es que no creo que nos vean, pero así tenemos más luz, puedo admirar mejor tu culo, tu coño, tus tetas. ¡Y si alguien nos ve mejor para él!
Una mano se introdujo entre sus piernas, una mano decidida que fue directamente a posarse en su sexo, y allí mismo, a centímetros escasos de la calle, casi a la vista de cualquiera, mientras ella veía pasar los viandantes entre los listones de la persiana y los carteles, fugazmente, pero certeramente, y esa mano decidida que le cubría todo su sexo regodeándose con él, y ella excitada sintiéndola mientras veía pasar la gente a su lado, por la calle, sin mirarla pero sólo separados por un cristal. Y como era de esperar unos dedos díscolos empezaron a separarle los labios de su sexo, a hurgarle en su interior, y ella se sentía estúpidamente excitada al encontrarse desnuda casi en la calle, casi al alcance de la mano de cualquier hombre que pasara por allí en aquellos momentos.
- Nos pueden… ver (esta vez su voz se deslizó en un susurro, y la evidencia de la excitación que sentía, que el joven estaba comprobando por si mismo, desfiguraba su ya de por si poco convincente protesta).
- Joder, estás caliente, estás ardiendo. Estás pidiendo polla a gritos.
Lo pensó, lo pensó unos segundos, no fue una mera improvisación, no fue una frase espontánea, fue una frase rotunda, era obvio que él tenía que excitarse lo antes posible, y no tenía ni idea de cuál era su ánimo, pues aunque ya debería estar en plena erección, no parecía tener prisa… pero ella sí.
- Sí… estoy deseando que me folles (jamás, jamás, jamás había salido de sus labios una frase así, pero no le había resultado ni siquiera difícil, no había tenido dificultad alguna en juntar esas pocas palabras, y realmente ella era consciente de que lo que había dicho se acercaba peligrosamente a la realidad, a esa nueva realidad a la que no se acababa de acostumbrar, pero que se imponía con toda claridad en su mente y en su cuerpo). ¡Métemela ya! (el deseo y la conveniencia se complementaban ahora: ella tenía prisa por irse, y también por ser penetrada).
Aquellas palabras surtieron efecto, pues él la cogió de un brazo y literalmente la arrastró al mostrador, le hizo inclinarse lo suficiente para que ella comprendiera lo que quería hacer, y ella no dudó en apoyarse en el mostrador, abriendo las piernas y ofreciéndose a aquel joven, que ya no aguantó más y sin transición introdujo su miembro con facilidad y orgullo dentro de ella, de una embestida brutal y deliciosamente placentera que a ella le hizo gemir de un puro y simple placer, que aumentó cuando el jovenzuelo aumentó su ritmo y que, para su desgracia, se vio interrumpida bruscamente cuando el joven no pudo aguantar más, vaciándose en ella y quedando agotado echado sobre su espalda, resoplando y y aprovechando para acariciarle los senos a los que había olvidado por su frenético movimiento pélvico. Y aunque ella hubiera agradecido que aquel jovenzuelo hubiera continuado unos minutos más con aquellas embestidas furibundas, enseguida lo apartó de su espalda y se incorporó para recuperar sus ropas. No tardó en vestirse, y por suerte él no le discutió el dinero.
- ¡Menudo polvo! ¡Tienes que volver otro día, te daré sesenta, o setenta, esto hay que repetirlo!
- Sí, si, otro día vendré por aquí, ahora tengo prisa.
No fue que saliera a la calle con su dignidad puesta, no fue que iniciara por fin el camino de su casa como si nada hubiera pasado, pero tampoco sintió la profunda repugnancia por lo sucedido que debió sentir. La doble humillación no le había dejado la huella indeleble que ella esperaba: había sido vejada por dos hombres en apenas una hora, se había desnudado delante de ellos, había dejado que la penetraran, pero se había excitado inexplicablemente, había gozado íntimamente con la humillación, y no se sentía profundamente avergonzada por lo que había hecho, sino tan solo profundamente confundida, aturdida, anodada.
Marta quedó impresionada con la historia, que Claudia le había contado con todo lujo de detalles. Irremediablemente se había excitado, sentía sus mejillas arder, suponía que su rostro había enrojecido, aunque su clienta casi no dejó de mirar el suelo mientras contaba la historia, sin duda también excitada pese a todo. Y aunque realmente no sabía muy bien qué decirle como abogada, además de lo que ya le había dicho sobre las consecuencias de esa carta, si tuvo claro lo que le tenía que decir como mujer ya muy harta de que la explotaran y sometieran. Veía una posibilidad que podía favorecer a su cliente, y quién sabe, a lo mejor también a ella.
- Escucha, lo que estás haciendo para evitar que se conozca tu carta no solo evita tu desgracia, también la de tu amiga. Y te recuerdo que, en definitiva, por mucha pasión que hayas sentido con ella, es la responsable de lo que te ha pasado, porque después de aprovecharse de ti, de usarte, te dejó tirada en cuanto se cansó, así que no puede decirse que sea precisamente una buena amiga. Creo que ella debería pagar la mitad, y dar las gracias por no tener que acostarse con ningún indeseable como te ha ocurrido a ti con esos dos desalmados. Si tú te rindes, si no pagas, la carta se conocerá, tú contaras a la policía lo que pasó, y ella se hunde contigo, las dos podrías ir a la cárcel, y seguro que ella también perdería su familia. Así que te recomiendo que la llames, que le cuentes todo, y que le digas que no sabes si vas a aguantar, que no vas a volver a acostarte con él, y que tampoco sabes si vas a conseguir todo el dinero, que necesitas tu apoyo. Y ella debe darte todo el cariño que tú necesitas, y ella sabe lo que tú necesitas, lo sabe muy bien. Por lo menos, te podrás enrollar otra vez con ella, que sufra también un poco, entre dos esto es más llevadero.
Aunque seguía sin levantar cabeza, tuvo la certeza que había entendido el mensaje, pues seguramente ni siquiera había pensado esa posibilidad, y el hecho de compartir la culpa le resultaría por fuerza muy atractivo.
- Es más, si quieres cítala aquí un día, seguro que entre las dos la convenceremos de que tiene que colaborar en todo.
- Sí, gracias, gracias por la ayuda, me parece bien, me alegro de haber venido, realmente no sé cómo afrontar esto… no sabía que era tan grave tener relaciones con una… mujer… y tiene razón… mi amiga me sedujo y luego me dejó tirada… sí, tirada… es verdad… no lo había pensado… no pensaba contarle nada… lo de la carta… pero tiene razón… tiene razón. La llamaré para pedirle una cita, ¿vale?
- Claro, cuando quiera.
Se dieron un beso de despedida, y Marta tentada estuvo de abrazarla, tan frágil, tan débil, tan necesitada de apoyo, seguro que se habría rendido en sus brazos, pero se contuvo. Y pensó que, cuando quisiera, sería una presa fácil, conociendo como conocía todas sus debilidades. Pero no era el momento, la dejó ir.