Los riesgos insospechados de la ambición (10)

Claudia se entrega al vagabundo, después de ser vejada por un jovenzuelo

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Y seguían golpeando la puerta mientras ella no podía apartar la mirada de aquel instrumento vigoroso y cruel.  Cruel con ella, porque se ofrecía a su mirada pero no le permitía ninguna exploración.

-          Tendrás que abrir tú, yo estoy en pelotas.

-          Pero… dame la camisa por lo menos… (ya no se negaba, ya no podía negarse)…

-          Es una puta.  No se va a escandalizar si te ve en bragas. Abre.

-          Pero… si no lo es… (su escasa resistencia decaía)

Él se levantó, se acercó a ella, le pellizcó los pezones a través del sostén, se apoyó con una mano en la pared, muy cerca de su cabeza, le pasó la lengua por el cuello mientras con su otra mano agarró su miembro y lo deslizó suavemente entre sus labios verticales, y ella se estremeció por completo, nunca, nunca, nunca había deseado tan apasionadamente, tan desaforadamente que la penetrasen, allí, de pie, contra la pared, violentamente, desgarradoramente, salvajemente…

-          Vamos… queda lo mejor… abra de una maldita vez la puerta…. (ella incluso se había olvidado de los golpes en la puerta, cada vez más frecuentes, cuando él se lo recordó en susurros).

De nuevo quedó a las puertas del éxtasis, pues aquel salvaje instrumento que por fin conseguía sentira directamente en su sexo se retiró, junto con su dueño. Y ella inició el camino hacia la puerta, bajando por fin las manos, y escuchando un nuevo comentario grosero y jocoso de él.

-          Señora, tápese el coñito, por lo menos.

Tampoco ahora se había dado cuenta de la situación de sus bragas, y mientras se acercaba a la puerta se las compuso convenientemente, aunque le sorprendió que ni siquiera se sintiese humillada.  Y realmente, se sorprendió que hubiera aceptado tan sumisamente recibir a la fulana cuando él no se lo había ordenado realmente con amenazas, simplemente le había intentado convencer de que disfrutarían ambos de ella.  Y pese a decirle que no una y otra vez, cada vez de forma más desfalleciente, sin gritos, sin órdenes, se dirigía a la puerta dispuesta a recibirla.

Abrió la puerta con cuidado, ocultándose tras ella para mostrar solo la cara, y lo que vio la sorprendió, la dejó sin aliento, la espantó. Una oronda figura apareció tras la puerta, y apenas pudo distinguir unas greñas negras, una barba rala y descuidada, unos dientes amarillentos que esbozaban una estúpida sonrisa.  Cerró la puerta de inmediato, antes de dejar que hablara.

-          Hay un hombre….. es un hombre…

-          Joder, pues ábrele.

-          ¡No le voy a abrir así! (de nuevo la puerta fue golpeada con cierta violencia)

-          ¡Pues yo no le pienso abrir en pelotas!

-          ¡Pues dame mi ropa!

-          ¡Ábrele de una vez!

La puerta seguía rugiendo y ella no pensaba ni remotamente abrirle la puerta a un desconocido en ropa interior.  Abrió la puerta del armario pero allí no estaba su ropa.  Pensó en cubrirse con la colcha, pero realmente le pareció demasiado aparatoso.  Entró en el cuarto de baño mientras seguían golpeando la puerta con violencia, y finalmente decidió taparse con una toalla, aunque no era demasiado grande, pues apenas le cubría unos centímetros por debajo de las nalgas y la entrepierna.  Ella se sentía totalmente perdida en aquella absurda situación, y ya no sabía ni qué pensar ni qué decir.  Sólo sabía que su nuevo dueño le ordenaba abrir la puerta.

No tuvo tiempo de ver de nuevo al hombretón, ni de hablar, aquel hombre empujó con violencia la puerta en cuanto empezó a abrirse, aplastándola contra la pared,  y dirigiéndose directamente hacia donde estaba el mendigo.  A ella se le abrió la toalla, pero la agarró al vuelo y se encerró en el cuarto de baño.  Pero desde ahí oyó perfectamente las voces del hombre.

-          ¡Que sepa usted que esta no es una casa de citas, no queremos putas en esta pensión, ya hemos tenido suficientes problemas con ellas y sus chulos!  Así que ya se están largando.

-          Jefe, tranquilo, que esa no es ninguna puta, es una respetable mujer casada que quiere follar con su amante.  ¡Nena, sal de ahí y explícaselo al hombre!  ¿Admiten eso? ¿admiten parejas con ganas de echar un polvo?

-          ¡No queremos putas, ya se lo he dicho!

-          ¿Y quién le ha dicho que esa es una puta?

-          Mi mujer, las huele de lejos, está muy acostumbrada a verlas por aquí.  ¡Y no queremos que se nos llene esto de putas!

-          ¡Joder, que no es ninguna puta! Y no tiene usted derecho a entrar de esta forma en las habitaciones.

-          ¡Esta es mi pensión, y aquí soy yo  quién pone las reglas!

-          ¡Nena, sal de una maldita vez!  Ya ves, es muy pudorosa, le da vergüenza que la vea usted en paños menores. ¡Sal de una vez, si no quieres que te saque yo a patadas!  No se crea, le gusta que le hablen así, es un poco viciosa, pero no es una puta.  Bueno, quiero decir que no cobra por follar. ¡Porque un poco puta sí que es!

Tenía que abrir la puerta de una vez, salir al escenario, representar ese papel de mujer casada “un poco puta”, y realmente la vergüenza y la humillación no podían ya crecer más en ella.  Y sería peor si él entraba, seguramente le arrancaría la toalla, la dejaría en ropa interior para que aquel otro energúmeno se aplacase.  Revisó el delicado nudo que había hecho con la toalla, y salió, consciente de que aquella vestimenta era realmente frágil, que a duras penas le cubría la ropa interior.  Cuando salió vio al energúmeno mirándola de arriba abajo, todavía con un gesto furioso en la cara, todavía con los ojos encendidos. Por lo que habían hablado, era de suponer que la recepcionista, que sería su mujer, le habría atosigado un buen rato diciéndole que había entrado en la pensión una fulana, y sin duda por pura venganza, por humillarla, pues ella no tenía ese aspecto, era imposible que alguien pudiera confundirla con una fulana.  El hombre la miró sorprendido, sin duda asombrado por su belleza, por sus rasgos delicados, su mirada pudorosa, y su cuerpo rotundo, y enseguida supo que de un solo vistazo se había convencido de que ella no era una fulana.

-          ¿Te parece esta tía una fulana?  Tiene más dinero que tú y que yo juntos, es una mujer elegante, rica, seguro que no la viste al llegar porque te habrías dado cuenta enseguida.  Esas cosas se notan.  No sé qué pudo confundir a su mujer, pero ya ves la pinta que tiene.

-          Mi mujer creía que era una puta de lujo, pero tú no tienes pinta de tener dinero para pagarte una de esas (el hombre se giró por completo para mirarla de arriba abajo, con detenimiento, con rigor profesional, mientras ella, que se había acercado a una prudente distancia, se abrazaba pudorosamente asegurándose el frágil equilibrio de la toalla, mientras miraba con intensidad al suelo, incapaz de cruzar sus ojos con los de él).   Bueno, la verdad es que no tienes pinta de puta, las putas no se ponen coloradas, no tienen vergüenza, ¡no les importa enseñar sus bragas al primero que pillan!

-          Sí, ya ves, es un poco tímida hasta que no coge confianza.

-          Si, ya veo que ha cogido confianza. ¿No le da vergüenza engañar a su marido de esta forma, señora?  (era humillante la pregunta, era humillante la situación, y realmente hizo un esfuerzo sobrehumano para conseguir responderle sin desfallecer)

-          Él también me engaña con otras.

-          ¡Así son los ricos, jefe!  ¡Les gusta el placer a costa de lo que sea! (el mendigo disfrutaba con la conversación, con su poder).

-           Bueno, os podéis quedar con la habitación, pero me la pagáis ahora.  Son cincuenta.

-          Nena, págale, tú que tienes pasta.

Buscó con la mirada el bolso, y lo encontró en el aparador, justo al lado de dónde estaba el dueño. Detrás de él estaba el mendigo, en el sillón, con los calzoncillos puestos.  Se acercó hacia aquel inmenso cuerpo, que se apartó apoyándose en la pared, dejándole pasar para coger el bolso, aunque le repugnó tener que situarse tan cerca de su presencia, medio desnuda.

-          ¡Qué buenorra estás, tía!

Ella buscó en su cartera y no encontró ningún billete.  El monedero estaba sobre la mesa, pero allí no había ni de lejos los cincuenta que reclamaba el hombre.  Y el problema era que ese día había agotado el límite diario para obtener dinero con su tarjeta de crédito.  Suponía que el dinero se lo había quitado el mendigo, en una de esas ocasiones en las que se había colocado a sus espaldas.   Y mientras miraba desesperada el bolso sintió la mano del que ahora era  su amo deslizándose bajo la toalla para tocarle las nalgas, justo al lado del dueño de la pensión. Se había levantado para toquetearla delante de él, y ahora se encontraba justo entre los dos desalmados.  Ella le apartó la mano rápidamente,  se giró para ponerse en frente suya, y comunicó el resultado de su búsqueda.

-          Oye, yo no tengo aquí dinero, ya sabes que te lo di todo, y hoy no puedo volver a sacar con la tarjeta.

-          ¡Pues ya os estáis largando, no me vengáis con rollos! (escuchó esa voz desagradable a sus espaldas)

-          Nena, mira bien, seguro que te queda algo en algún bolsillo del bolso.  Vamos, vuelve a mirar.

-          Yo no dejo el dinero en otro sitio que no sea la cartera.  No hay dinero.  Y cuando entré aquí estoy seguro que tenía algún billete (le estaba diciendo que le había quitado dinero del bolso, se lo estaba diciendo delante de aquel hombre, y realmente no sabía por qué se lo estaba diciendo).

-          ¿Me estás llamando ladrón delante de ése, zorra de mierda?

La expresión de ira iluminó ese rostro ruisueño de inmediato, y ella se espantó, porque realmente no había pensado sus palabras, no se había percatado de lo absurdo que era reprocharle a ese gañan que le hubiera quitado unos billetes del bolso, cuando la estaba chantajeando, humillando, hundiendo en el fango.

-          No… no quería decir eso… lo siento, perdóname.  Se me caerían en el taxi, al pagar. Pero en el bolso…. no hay ni un céntimo.

-          ¡Busca otra vez, joder! (le tiró el bolso a sus pies, con la mayor virulencia).

Ella lo recogió doblando las rodillas para no mostrarle al dueño de la pensión su trasero, pues lo tenía a sus espaldas, y, sujetándose la toalla con una mano mientras se agachaba. Lo abrió de nuevo, y buscó en todos los bolsillos interiores y en todos los recovecos de su cartera.  No había dinero.

-          No hay dinero, no hay ni un céntimo. Sólo esas monedas.  Pero mañana le pago cien, le pago dos días (se giró para hablar con el dueño de la pensión, aunque sin mirarlo, pese a tenerlo también a un metro).

-          ¡Y un cuerno, o me pagáis ahora o os largáis!

Ella no salía de su asombro por la absurda situación en la que se veía envuelta.  Y no sabía cómo salir del atolladero.

-          Nena, podrás sacar con tus tarjetas la pasta, ¿no?

-          Ya sabes que no, saqué todo lo que podía para hoy (sí, él lo sabía, lo sabía perfectamente, y suponía que tan sólo quería humillarla, prolongar su agonía, obligarla a permanecer semidesnuda, tapada solo con una liviana toalla, y delante de dos hombres que la miraban con deseo, en una habitación dominada por una cama)

-          ¡¡Pues ya os podéis estar largando!!  ¡Venir a mi pensión sin un duro! ¿Qué pensabais, follar y largaros sin pagarme la habitación, no?

-          Oiga, ya le he dicho que aquí la señora es una ricachona, no tiene de qué preocuparse.  ¿Y si le deja el canret de identidad, o su carnet de conducir?  Así sabrá que no va a desaparecer, y en todo caso, se lo podría reclamar.

Ella se alarmó todavía más de lo que estaba, pues lo último que quería era dejarle nada menos que un carnet a aquel desconocido, que así sabría donde vivía y cómo podía localizarla.  Pero no tenía opciones, no podía negarse a ello, y no podía conseguir dinero si no era pidiéndoselo a su marido.  Sólo se escaparía si aquel hombre se negaba a aceptar ese ofrecimiento.

-          ¿Su carnet de conducir?  Bueno, eso podría ser.  Sí, me podría valer.  A ver, señora, enséñemelo.

Ella lo sacó de la cartera, y se lo entregó, con toda docilidad.

-          Vaya vaya, al final va a ser verdad que es usted una ricachona.  Muy poca gente puede pagarse un piso en la avenida Carlos V.  Está bien, mañana me paga cien, y es mejor que no se olvide, porque si no me presentaré en su casa para cobrarme el dinero, y seguro que usted no querrá verme aparecer por su casa.  De todas formas, tendrá que firmarme la solicitud de habitación.

-          Bueno jefe, ya tiene su carnet.  Déjenos en paz de una maldita vez, le firmará cuando nos vayamos.  Ahora tenemos cosas que hacer (ella no pudo evitar un gesto de sorpresa y desagrado cuando sintió los fuertes brazos del joven rodeándola, y su rostro oscuro y tosco apoyándose en su hombro, a la vez que hablaba al dueño).

-          ¡No! Quiero resolverlo de una vez.  Que se vista y venga conmigo.

-          ¿Y si la señora se quita la toalla, para que vd. pueda echarle un vistazo? ¿nos dejaría en paz un ratito?  (¿podía ella protestar, rodeada por esos fuertes brazos, semidesnuda entre dos hombres?  No no podía, pero le espantaba la idea de mostrarse en ropa interior ante aquel obeso y zafio personaje).

-          Mire, no quiero verle el culo a esta zorra, sólo quiero asegurarme de que no se van a largar sin pagarme (en cierto modo se sintió estúpidamente ofendida por su respuesta, y no sólo porque la había llamado zorra, sino, increíblemente, porque no había mostrado interés en ver su cuerpo, pues ella estaba segura de aquel hombre estaba deseándola en aquel mismo instante, estaba segura que habría pagado dinero por poseerla, y ahora resultaba que ni siquiera gratis mostraba interés por ver su cuerpo).  Así que haga el favor de vestirse de una vez, señora.

-          Joder, tío, eres un pelmazo.  Anda, vístete y arréglalo todo de una maldita vez, a ver si nos deja follar en paz. La falda está debajo de la cama.

Ella rodeó la cama alejándose del dueño de la pensión para buscarla, y tuvo que tumbarse por completo para recogerla, recogiendo también la blusa que estaba sobre la cama, dirigiéndose al cuarto de baño para cambiarse.  Temió que el joven le ordenase vestirse delante del dueño, pero sin duda había terminado enfadándose con él y no quería ofrecerle la posibilidad de regodearse con su cuerpo, ya que se lo había despreciado.  Se vistió con rapidez, pues el tiempo la acuciaba ya a ella también, no podía llegar muy tarde a su casa, siempre llegaba antes que su marido.  Bajó con el hombre a la portería, soportó estoicamente las miradas y los comentarios burlones de la mujer que estaba allí, con la que había discutido al entrar (“de modo que no era una fulana, pues lo habría jurado”), firmó lo que le pusieron por delante, tuvo que dejar allí su carnet de conducir, y regresó a la habitación.  Y allí el joven le hizo un encarguito, recibiéndola desnudo y sin dejarle entrar, con su monedero en la mano.

-          Toma, cómprame dos cervezas, un paquete de patatas fritas y otro de cigarrillos rubios (le entregó su monedero, y ella sabía como él que no había monedas suficientes para comprar todo eso).  Si no te llega, pides por la calle, como yo he hecho toda mi vida, y así sabes lo que es pedir en la calle, y que te dejen tirado.  ¡Y quiero verte de vuelta en quince minutos con todo lo que te he dicho, porque en caso contrario me iré a tu casa, y esperaré que regrese tu marido, para tener una conversioncita con él!

-          ¡Por favor, no me hagas esto, estoy cumpliendo con todo lo que me has pedido, te he dado ya una parte del dinero, y ya has visto que te he dejado hacerme de todo, no me tortures más! (no le importaba hablar en el pasillo, no le importaba en absoluto: la idea de tener que pedir dinero en la calle le aterraba, sabía que no sería capaz de hacerlo).

-          Oye, nena, te pediré lo que me apetezca, y ya puedes correr que en quince minutos me largo.

La puerta se cerró y ella se quedó con el monedero en la mano.  Echó un rápido vistazo, y se dio cuenta que le faltaban unas cuantas monedas para poder pagar todo lo que le pedían.  Al salir hizo un intento desesperado de pedirle a la señora de la portería unas monedas, pues al fin y al cabo tenía ya su carnet y podían estar seguros de que ella les pagaría todo, pero la señora se burló de nuevo de ella, sin darle ni un céntimo.  Salió a la calle, y entró en la primera tienda que vio con aspecto de tener todo lo que le había pedido el mendigo.  Era muy pequeña, apenas un pasillo con un mostrador al fondo, pero en las estanterías se veía de todo, botellas y latas de cerveza, de refrescos, y también bolsas de patatas, de golosinas, de todo tipo de chucherías, y también había periódicos y revistas.  Y detrás del mostrador había un refrigerador, y más estanterías con todo tipo de productos de lo más variado.  Le atendió un joven desaliñado, que sin duda ni siquiera sería mayor de edad.  Le dijo lo que quería, y el joven lo fue colocando todo con cuidado en una bolsa, y le pidió la cuenta.

-          Son cinco con veinte.

Puso todas las monedas en el mostrador, y en total solo llegaban a tres con sesenta y cinco.  No era mucho lo que faltaba.

-          Mira, verás, sólo tengo eso.  Pero tengo prisa, si te parece te dejo mi carnet de identidad y luego te pago el resto (no le agradaba la idea de dejar de nuevo un carnet suyo a un desconocido en ese maldito barrio, pero estaba realmente desesperada y no se sentía con ánimo de pedir dinero en la calle).

-          Aquí no se fía.  Pero si se desabrocha la camisa, se lo acepto.

-          ¡Serás cretino!.

Recogió el dinero y se fue de allí con toda rapidez, furiosa por el atrevimiento de aquel joven.  Presa de la desesperación, se dirigió a una mujer mayor y enlutada que se acercaba a ella por la misma acera.  Pero apenas la dejó hablar, no se detuvo tan siquiera, no la escuchó.  Buscó otra señora mayor, que se acercaba  también por su misma acera, pero enseguida la evitó, pues sin duda habría visto la escena.  Lo intentó con varias señoras más, con algún jovenzuelo, totalmente desesperada, era increíble que estuviera pidiendo unas monedas por la calle, tenía una verdadera fortuna, y ahora resultaba que su futuro y su destino dependía de que conseguir que un desconocido se las diera. Y fue consciente que estaba llamando la atención en la calle, tan bien vestida y pidiendo limosna, así que no tardó en llegar a la conclusión de que tenía que negociar con el jovenzuelo imberbe, sin duda todavía más humillante que pedir por la calle, pero más rápido, y no disponía de tiempo ni para pensar.  Regresó de inmediato a la tienducha, y allí estaba el jovenzuelo en el mostrador, ojeando una revista.  Levantó la vista al verla entrar, y la sonrió con absoluto descaro.  Era obvio que él sabía ya que ella no disponía del dinero, y comprendió que sin duda no era la primera vez que lo hacía, que con seguridad había más de una clienta que le enseñaba lo que él quería a cambio de algún producto suyo.

-          ¿Ya consiguió el dinero?

-          No, ya lo sabes.

Dejó el monedero sobre el mostrador, y con rapidez se desabrochó la camisa, abriéndosela para que el pudiera verle sus senos aprisionados por el sostén.

-          ¡Vaya, qué buenas peras! La señora está como un tren.  Bueno, déjame el carnet.

-          ¿El carnet? Oye, no te pases de listo, y dame ya la bolsa (dejó el dinero desparramado sobre el mostrador, y en ese momento se dio cuenta además que no llevaba el carnet, que lo tenía en su cartera, la cual estaba en la pensión).

-          Perdona, zorra, quedamos en que me dejabas el carnet, y yo te dije que aquí no se fiaba, pero que aceptaba si te desabrochabas la camisa. Aceptaba fiarte dejándome el carnet, claro.

-          Bueno, pero yo no tengo el carnet, y tengo prisa, joder. Dame ya la bolsa (si la hubiera tenido a mano la habría agarrado y se habría ido corriendo).

-          Pues sin carnet, tendrás que enseñarme las tetas.

-          ¿Queeeé? ¡Serás….! (pero tuvo que morderse la lengua, le quedaban solo seis minutos).

No quiso perder más el tiempo.  Se desabrochó la camisa y recogió sus pechos del sostén, liberándolos.  Podía entrar cualquiera en cualquier momento, aquella exhibición no podía durar, pero el joven sencillamente se relamía ante la visión de sus espléndidos pechos, que además los sostenía con sus manos.  Enseguida volvió a guardarlos, y a abrocharse.

  • ¡Menudas tetas, me las comería enteritas!

  • Venga, dame ya la bolsa.

El joven se inclinó y apareció con la bolsa, pero antes de dársela todavía tenía otra exigencia.

-          Antes enséñame las bragas.

Ella no podía discutir, se levantó con la mayor diligencia la falda, y se las enseñó.

-          ¡Quién pudiera comerle ese coñito! Enséñamelas por detrás, anda.

Se giró sin pensarlo, y se quedó frente a la puerta, aunque ya se dio cuenta al entrar que desde la calle no se distinguía gran cosa del interior por los diversos carteles que colgaban de ella. Con la mayor discreción y rapidez que pudo se las levantó apenas un segundo.

-          Menudo culo, lo que daría yo por tocarlo.

Ella se giró de nuevo, y con gran alivio comprobó que el jovenzuelo se daba por satisfecho, colocando la bolsa sobre el mostrador. La agarró y salió corriendo, todavía azorada  por lo ocurrido pero contenta por haber cumplido con las órdenes dadas.  No obstante, todavía tuvo que oír otra grosería antes de irse.

-          ¿Echamos un polvo por cincuenta?

No tardó en verse de nuevo golpeando la puerta de la habitación, y otra vez apareció el mendigo completamente desnudo.  Miró la bolsa, y la dejó pasar, no sin palmearle de nuevo el trasero.

-          ¿Qué tal te ha ido de mendiga?

-          Aquí tienes lo que querías.

-          ¡Caray! Parece que has aprendido muy pronto, no pensé yo que consiguieras tan rápido el dinero. ¿Qué rollo le has contado a la gente?

-          Por favor, basta ya, tienes lo que querías, no me mortifiques más.

-          Está bien, está bien.  Quítate la falda, volvamos al principio, antes de que nos interrumpiera ese gordo.

Apenas tenía tiempo para pensar, y desde luego no quería tener tiempo para pensar.  Le había enseñado los senos a un jovenzuelo en una tienda de barrio, los senos y las bragas, y realmente veía con claridad cómo se deslizaba a toda prisa por una pendiente que la conducía directamente a la más absoluta degradación de su hasta entonces férrea moral, que ya se había resentido sensiblemente con su inaceptable relación lésbica.  Era como si ella ya no fuera ella, y de la misma forma absurda que había escrito una carta insensata, erótica y decididamente humillante para suplicar a su amiga que no la abandonara, sin importarle quién pudiera leerla, aunque arrepintiéndose en un último y desgraciado segundo de cordura y locura al mismo tiempo, ahora también había sido capaz, acuciada por la desesperación, ciertamente, de enseñarle sus senos a un desconocido en una tienda.  Y realmente ya no sabía que es lo que pretendía salvar, ni sabía hasta donde sería capaz de llegar antes de rendirse.  Se quitó la falda con una naturalidad asombrosa, sin pestañear, dejando la bolsa encima de la cama para disponer de las dos manos, sin importarle dónde estaba él, sin importarle que estuviera él.

Con esmero y cuidado dobló la falda, y como si fuera un simple huésped, se dirigió al armario acristalado, corrió una de sus puertas y colgó con mimo la falda de trescientos en una de las perchas.  Al cerrar de nuevo la puerta del armario vio su propia mirada reflejada en el espejo, y al apartarla (no se reconoció, ni quería reconocerse en esos ojos claros que miraban directamente al vacío, sin alma ni sentimientos) sus ojos se posaron  a través del espejo en los de él, que se deslizaban lúbricamente por sus piernas desde el sillón donde había vuelto a sentarse, y ver esa mirada de deseo fija en ella, fija en su cuerpo, deseándola más allá de toda medida la llenó de un estúpido orgullo, de un absurdo orgullo, a la vez que le hacía sentirse poderosa, si bien sabía que ella no podía en esos momentos controlar ese poder.

Sin que él se lo dijera, se desabrochó la camisa, y realmente la excitó comprobar que los ojos de él seguían a sus manos en cada botón que desanudaba, y no pudo ella evitar una rápida mirada a sus pechos reflejados en el espejo, que lucían espléndidos encerrados en su sostén de seda  con encajes, que poco a poco iba descubriendo a medida que avanzaba.  Pero sobre todo, no dejó de mirarle a los ojos para  comprobar cómo la miraba, para comprobar el efecto  que producía la lenta y melodiosa danza de los botones al liberarse de los ojales y permitir que su piel, su sostén, sus senos atrapados se mostrasen poco a poco a través del espejo.

Y ya abierta la camisa, él podía verle incluso las bragas a través del espejo, y ella no dejó de excitarse viendo que él hundía su mirada entre sus piernas, con su mente deslizándose ya a través de esos ojos apasionados en el interior de su ropa, desnudándola anticipadamente con la imaginación en estado de incandescencia. Sintió la tentación de quitarse la camisa, y quizá lo hubiera hecho de no haber él interrumpido ese instante tan turbador con su voz anacrónica y brusca.

-          Vamos, dame esa cerveza fría, necesito un trago (¡quería apagar el fuego que ella le había provocado sólo con desabrocharse la camisa!, o al menos, eso quiso pensar ella).

Despejó su cabeza de unos pensamientos sensuales que no quería que la invadiesen, y se fue hacia donde estaba la bolsa, sacando de ella la cerveza.  Se acercó al cuerpo desnudo del mendigo desparramado en el sofá, con su miembro erecto destacando poderosamente del conjunto, con el que no sintonizaba, no armonizaba, como si fuera un estrambote que la naturaleza había colocado allí de cualquier forma, harta de buscar la belleza y la armonía, pero no sin dotarlo de un poderoso imán invisible que sirviera para subyugar a las mujeres desprevenidas y un poco escandalizadas por su agresiva y amenazadora silueta, que sirviera para compensar su falta de belleza, su crudeza, su infantil simpleza.

Acercándose a él, con la camisa medio abierta, mostrándole  sus largas y estilizadas piernas, su estómago plano pero sinuoso, ese ombligo tan evocador y provocador, el contorno no demasiado preciso de sus senos agazapados tras la seda del sostén, ella se sentía poderosa y humillada, sensual y pérfida, y en todo caso, y sobre todo, se sentía atrapada de nuevo por ese instrumento de castigo y placer que ahora se apoyaba con cierta placidez en el torso viril del mendigo por la inclinación que su cuerpo había adoptado al desparramarse sobre el sillón.  Cuando llegó a su lado, casi rozándole las piernas, le ofreció la cerveza, mirándolo decididamente a sus lujuriosos ojos que no dejaban de recorrerle cada centímetro del su cuerpo.

Y de repente, la situación cambió por completo, o al menos, de forma inesperada para ella.  Él dejó de observarla repantigado en el sofá, se incorporó  lo suficiente para rodearle la cintura y atraerla hacia él poderosamente, levantándola ligeramente y con suma facilidad, demostrando una fuerza que aunque la imaginaba no dejó de sorprenderla,  arrastrándola hacia él, obligándola a colocarse de rodillas en el sofá, rodeando sus fibrosos  muslos que se juntaron para dejarle espacio suficiente, obligándola a apoyarse en el respaldo del sofá con los brazos para evitar echarse encima de él, quedando sus pechos aprisionados a la altura ideal de su boca, de sus labios, y sintiendo ella esas poderosas manos, aguerridas y temibles, atrapándole las nalgas con fuerza, a través de la frágil y delgada tela de las bragas, manos que ascendieron a su cintura, y que luego recorrieron  la espalda saltándose el límite del sostén para llegar a los hombros y luego descender a toda prisa.  Y una vez situadas en su cintura, tiraron con fuerza de ella hacia abajo para obligarla a sentarse sobre sus rígidos muslos.  .

Sentada sobre los férreos muslos del mendigo de hierro, manteniendo con cierta dificultad la espalda recta, sosteniendo la cerveza con una mano, con esos ojos incandescentes a unos centímetros de su piel, con aquellas manos firmes ya perfectamente preparadas para el asalto, agarradas a su cintura, con el estilizado miembro viril situado desafiante entre sus cuerpos, con los pechos tan cerca de él que podría rozarlo con cualquier mínimo movimiento, se sentía ya totalmente desprotegida, totalmente entregada a su maldito y cruel destino.

-          Abre la lata, y echemos un trago.

Haciendo equilibrios consiguió abrir la cerveza, y siguiendo sus instrucciones gestuales, fue la primera en llevarse la lata a los labios, aunque a ella no le gustaba en absoluto la cerveza.  Pero no quiso quejarse, apuró un trago breve e intentó ocultar gestos de repugnancia, aunque sin demasiado éxito.

-          Ya, a la pija no le gusta la cerveza, preferirá un martini, un vermut o algo así.

-          No… yo no bebo alcohol… solo tónica o cosas así (le resultaba absurdo disculparse con aquel hombre, pero se sentía obligada a hacerlo; ciertamente bebía alcohol, sobre todo desde que empezó esa sórdida historia con su mejor amiga, pero no quería contarle intimidades).

-          ¡Y una mierda! ¡Mientes más que hablas! ¿Te olvidas de que leí tu cartitta, zorra?

Se sobresaltó, se asustó por ese nuevo despertar de la bestia que anidaba en el interior del jovenzuelo que la tenía cogida por la cintura. Y lo cierto es que se olvidaba una y otra vez de que si estaba allí era precisamente por la maldita carta, en la que había desnudado su alma descarnadamente, crudamente, sin dejar ningún sentimiento en el tintero, de tal forma que leyendo esa carta se tenía acceso a sus secretos más íntimos.  Ni desnuda como estaba se avergonzaba tanto como al recordar que ese ser cruel la había leído.

-          Yo no… bueno, yo no decía… (le resultaba más sonrojante hablar de su carta que de cualquier otra cosa, así que se atrancó, no iba a mentirle una vez más diciéndole que en su carta exageraba, no podía hablar de ella).  Bueno, no me gusta el alcohol, aunque lo haya probado.  Pero no me gusta.

-          Nena, como si te la machacas.  Anda, dame un trago, haber si eres capaz de no derramar una gota.

El hombre inclinó su cabeza sobre el respaldo del sillón, abrió su boca en toda su extensión, y así quedó, esperando la llegada del líquido elemento.  Ella apoyó una mano en el respaldo, y con sumo cuidado, acercando la lata a sus labios, inclinándola suavemente, consiguió depositar lo que ella pensó que era un pequeño chorro en aquella boca enorme, chorro que sirvió para anegarla de líquido provocando de inmediato que él le escupiera casi todo lo que tenía en ella medio ahogado, empapándola no sólo con el viscoso líquido, sino también con su saliva, mojándole el sujetador y gran parte del torso, además de la cara.  Como resultado de su movimiento brusco, ella se puso en pie, asqueada, y él quedó también mojado.

  • ¡Joder, que torpe eres, coño! ¡Casi me ahogas! Anda, siéntate y déjame a mi la lata.

Ella se dio cuenta de que por ese camino su ropa interior acabaría llena de cerveza, como el propio sofá y el suelo.  Le espantó la idea de que pudiera aparecer de nuevo el dueño, y recordó para mayor espanto que al día siguiente tendría que volver allí para pagar la habitación.  No sabía cómo decírselo a él.

-          Oye, vamos a manchar todo, y ya has visto como se puso el dueño antes.  Tómatela tú solo, anda, y… luego seguimos (le resultaba todavía difícil de aceptar que estuviera a disposición de aquel hombre).

-          ¡Siéntate, coño! ¡Me importa un carajo el capullo ese!.

Su pretensión era ridícula, desde luego, pensar en que aquel hombre pudiera hacerle caso en algo.  De nuevo se sentó en sus muslos firmes.  Y el joven bebió un trago largo, interminable.  Pero acto seguido, sin ningún miramiento, derramó parte de liquido encima de sus pechos, mojando por completo el sostén, y también sobre sus bragas, terminando por rociar también su propio pene.  ¡Qué iba a hacer ahora con su ropa interior! ¡No iba a secarse en unas horas, y en todo caso olerían a cerveza!  Pero nada podía hacer, nada.

-          Así me sabrán tus tetas y tu coño a cerveza.  Y a ti también te sabrá mi polla a cerveza cuando me la chupes (ella estaba sencillamente paralizada, incapaz de decir nada).

El joven terminó la cerveza, la vació en el gaznate y luego la arrugó con la mano y la tiró al suelo. Y ocurrió lo inevitable: aquellas manos feroces se introdujeron delicadamente en el sujetador y extrajeron con cuidado sus senos, que quedaron ya a la altura de sus labios.  Sus manos los sopesaron, los pellizcaron, y luego fueron sustituidas por unos labios ávidos y una lengua montaraz, que se solazaron con ellos sin ningún recato, sin ninguna compostura, tratándolos con mucho más esmero y pasión que su propio marido, y desde luego con no menos pasión que su amiga.  Hubiera quizá preferido sentir dolor, pues la humillación se  hubiera mitigado por sentirse justamente castigada por el imperdonable pecado que había cometido sin el menor recato, que quizá era merecedor de semejante castigo.  Pero no, no sintió dolor, y aunque se resistió lo que pudo, el placer que sentía por aquel dulce manoseo y lengüeteo de sus pechos le fue invadiendo irremediablemente.

Y ya no había vuelta atrás. Él le agarró una de las muñecas y se llevó su delicada mano femenina hasta el enhiesto y aguerrido miembro viril que estaba ya en todo su apogeo, y así, mientras él seguía lamiéndole los pechos una y otra vez, ella inició el conocido y agradable movimiento rítmico de su femenina mano deslizándose por el tronco áspero y cálido del imponente pene que lucía aquel jovenzuelo, al que  había íntimamente y secretamente deseado desde que lo había visto en todo su esplendor,  y que ahora que lo poseía con la mano comprendía que su tamaño y grosor, tal como la vista le había adelantado, no era comparable al más fino y delgado de su marido, quizá incluso más largo, pero sin ese poderoso atractivo que le confería ese impresionante grosor y esa tiesura espléndida que enarbolaba el de aquel cruel mendigo.

Y de repente él apartó sus labios, su lengua y sus manos de los ahora incandescentes pechos de ella, que no quiso apartar la vista de donde la tenía fija (en un indefinido lugar de la cortina beis a la que casi rozaba con la cabeza), ni tampoco dejó de deslizar su delicada mano por el robusto miembro viril, aunque ahora sus pechos  quedaban expuestos a sus ojos, a sus miradas lascivas, que ella evitaba.

-          Joder, hacía tiempo que no me comía unas tetas así de buenas.  ¡Qué delicia! Menudo festín me estoy dando.  Y el caso es que me ha entrado hambre, creo que me tomaré unas patatitas.

La extrema crudeza de su alabanza no impidió que ella sintiera ese casi infantil y estúpido orgullo que siempre sentía cuando le piropeaban su espléndido cuerpo, aunque ahora muy atenuada por  la humillación que suponía estar sentada medio desnuda en las rodillas del mendigo.  Pero aunque tardó siquiera unos segundos en comprender, absorta en el movimiento rítmico de su mano, tomó rápida conciencia de nuevo de la orden que se le acababa de dar, soltó ese miembro ya caliente y se puso en pie, lo que también agradecieron sus muslos y rodillas, ya cansadas de la forzada posición en la que se encontraban. Al girarse tuvo una rápida visión de si misma en el espejo del armario, con sus siempre espléndidos y generosos pechos en ágil movimiento producto del giro, totalmente fuera del sostén que ahora no cumplía su función natural.  Admiró una vez más su rotundo cuerpo, y hasta esas bragas de seda que realmente eran muy caras, más de lo que pudiera imaginar el mendigo, aunque no fueran muy sexys.  Pero esa visión fugaz también la avergonzó, le recordó despiadadamente cuál era su situación, por mucho que no podía abstraerse de ella.  Quizá por instinto, quizá por un absurdo pudor, dadas las circunstancias, no dudó en cubrir de nuevo sus senos con las copas del sostén mientras se dirigía hacia el lado de la cama donde reposaba la bolsa de plástico con la otra cerveza y la bolsa de patatas en su interior.  Cogió ésta y se volvió, y aunque sabía que no debía hacerlo, lo cierto es que sus ojos se fijaron indefectiblemente en su enorme falo, ahora sostenido por su mano viril, admirando una figura que consideraba perfecta entre su tronco enhiesto y su cabecita muy bien formada, que sobresalía airosamente de la firme y rotunda mano que lo sostenía.

-          Oye, sácate las tetas, yo no te he dicho que te las tapes, que yo sepa.

Hubiera sido mejor no haberlo hecho, porque ahora le avergonzaba sobremanera recoger sus pechos para sacarlos y mostrárselos a aquel hombre.  Verdaderamente era comportarse como una fulana, por mucho que tuviera la excusa de que estaba siendo chantajeada vilmente.  Dejó la bolsa de patatas en la cama, se recogió los senos con las manos y los sacó de las copas, mostrándoselas al joven mendigo, y de alguna forma ella no dejó de sentir un cierto orgullo por su forma y tamaño, y por la mirada lúbrica y de admiración que despertaba en el joven.  Ya con los senos fuera del sostén, volvió a recoger la bolsa y se acercó de nuevo al sillón, al pene, al mendigo.  Abrió la bolsa y se la entregó.

  • Si señora, me gustan sus tetas (había cogido la bolsa que ella le ofrecía, y con la mano libre le acarició los pechos, moviéndolos, pellizcándolos, sosteniéndolos, mientras ella no podía hacer otra cosa que permanecer a su lado, dejándose sobar una vez más).  Anda, vete hacia la puerta, ponte a cuatro patas, y regresa hacia aquí.  Quiero verte con las tetas colgando.

Por un momento dudó.  No es que pudiera resistirse a cualquiera de sus órdenes, y aquella no era precisamente imprevisible, pues era obvio que él quería regodearse de ella, humillarla.  Pero aquella orden parecía todavía más difícil de cumplir que cualquiera de las que había tenido que obedecer hasta ese momento, quizá más humillante incluso que mostrar sus senos a un desconocido en una tienducha.  Y realmente era absurdo que, en esas condiciones, con los pechos ya al descubierto, dudara unos instantes, quedase paralizada, confundida, todavía más humillada, lo que ya no parecía posible.

-          Vamos, señora, a cuatro patas.

No tenía nada más que pensar, no podía mantenerse paralizada, medio desnuda como ya estaba.  Se dirigió hacia la puerta y de  nuevo observó sus pechos bamboleándose en el espejo del armario.  Nunca su marido la había visto así, nunca ningún hombre la había visto así, aunque sí la había visto así su amiga, a la que gustaba verla en esa postura, y ella disfrutaba ofreciéndose así a su amiga.  Se volvió al llegar a la puerta, y se encontró de nuevo con esa mirada lujuriosa que se derramaba sobre todo su cuerpo, una mirada encendida que nunca había observado en su marido, siempre tan casto, tan pulcro, tan ceremonioso, tan formal, tan escasamente sensual.  Aquella mirada sobre su cuerpo no la dejaba indiferente, la subyugaba de alguna inexplicable forma, la atraía, la excitaba más de lo que nunca hubiera imaginado.  Le tendría que repugnar, y ella quería que le repugnase, quería sentir pura y simplemente asco, quería sentirse totalmente ajena a su deseo, agredida, acosada, obligada vilmente a someterse a sus caprichos.  Pero cada vez se sentía más cómoda con su desnudez, cada vez sentía más el absurdo deseo de entregarse a él, de humillarse ante él, de someterse a él.  Le confundía aquella difusa excitación que la iba invadiendo poco a poco, le confundía que la humillación que sentía no fuera obstáculo para el continuo progreso de esa excitación.

Se arrodilló, aunque apartando la mirada de sus ojos, fijándola simplemente en el suelo, intentando abstraerse, enfriarse, apartarse de allí.  Sintió la dureza y el frio del suelo en sus rodillas, y también en las manos cuando finalmente las apoyó. E inició el movimiento de manos y pies que debía acercarle cada vez más al mendigo, que seguía comiendo patatas en el sillón.

-          Señora, míreme a los ojos, quiero verle la cara mientras anda como una perra.

No era poco lo que le pedía, pues ella se sentía más segura y cómoda ignorando su presencia mientras se acercaba.  Pero no tenía opción, levantó la vista y se dejó inundar de nuevo por su tórrida mirada.  Y tampoco pudo dejar de observar, mientras se acercaba moviendo rodillas y manos, aquel pene que parecía seguir creciendo.  Conforme se acercaba iba ya preparándose para el siguiente envite.  Nunca se lo había hecho a su marido, nunca se lo había pedido tan siquiera, pero lo cierto es que había jugado con su amiga con un consolador, su amiga le había obligado a practicarle una felación a un pene de plástico, y en más de una ocasión habían jugado con él, lo habían empleado en su cuerpo, lo había incluso lamido.  De hecho, su amigo le había dado verdaderas clases particulares sobre cómo hacerle una felación a un hombre, y las películas pornográficas que tuvo que ver con ella también le enseñaron mucho. Pero las prácticas las hizo con un pene de plástico, era un juego. Ahora se trataba de la vida real, se trataba de un pene caliente, grande, poderoso, y sencillamente le asustaba tener que introducírselo en su boca, porque  sabía que eso era lo siguiente que le pediría él, sabía que era el momento, que cuando llegase a su lado su pene estaría ya cerca de su boca, de sus labios, y sabía que él se lo pediría.  Y no le valdría suplicar, no le valdría, es algo que tendría que hacer.

Ya estaba a su lado, ya había llegado junto a sus pies, ya veía en todo su esplendor su miembro viril, tan cerca de él que pudo examinarlo con detenimiento, casi con delectación, sus dos venas que se entrecruzaban y rodeaban sus tronco, su cabeza tan deliciosamente dibujada, tan esbelta y separada de su tronco.  Y podía apreciar también esos dos testículos alzados por la fuerza del pene, arrastrados por él hacia arriba.  Nunca había observado unos genitales masculinos tan de cerca, y sencillamente no quiso dejar de mirarlos. Claro que su mirada no pudo pasar desapercibida.

-          Qué, ¿le gusta mi polla, señora?

Sorprendida por la pregunta, sorprendida por su propia mirada fija en su miembro, devorándolo con sus ojos, enrojeció, por absurdo que pudiera parecer, se sonrojó profunda e intensamente.  ¿Y qué podía contestar a tan humillante pregunta?

-          Sí…

-          La verdad es que estoy muy orgullosa de ella, es una gran polla.  Ya verá cómo le da gusto, ya verá cómo se mueve en su coño, señora, es una máquina.  Anda, póngase a cuatro patas en la cama, así estará más cómoda.

Verdaderamente le sorprendía el autocontrol del joven, que demoraba una y otra vez el momento de poseerla, momento que ella empezaba a anhelar, pues el deseo cada vez le resultaba más difícil de controlar.  Se incorporó, se levantó, se dirigió otra vez hacia la cama, y otra vez observó fugazmente sus pechos moviéndose en el espejo. Avanzó la rodilla derecha posándola en la cama, luego la izquierda, luego se giró para colocarse enfrente de él, y de nuevo sus ojos engullieron el poderoso miembro viril del mendigo que seguía enhiesto y desafiante.  Luego se inclinó hasta apoyar las manos en la cama.

-          Señora, deje de mirar mi polla y míreme a los ojos.

No podía humillarla más, aquellas palabras casi pasaron desapercibidas para ella, pero lo cierto es que el viaje de su mirada recorriendo su torso acerado, su cuello sólido y firme, su ancha mandíbula, sus labios finos esbozando una sardónica sonrisa, su nariz sorprendentemente recta y bien torneada, y sus ojos libidinosos, lubricados por el sórdido deseo, esperando hundirse en los suyos, no fue precisamente fácil, y a cada paso el deseo y la humillación se entremezclaban confundiéndola y asustándola, pues parecía que ambos sentimientos se potenciaban el uno al otro, como si la humillación le provocara deseo y el deseo aumentara la humillación.  Y ella se escandalizaba de sentir deseo sometiéndose a sus caprichos, esperando con avidez sus próximos movimientos, sus próximas órdenes.

Por fin se cruzaron sus miradas.  Ella sentía sus pechos totalmente libres, totalmente sueltos, a su disposición, a su entera disposición, colgando sensuales de su cuerpo, y era consciente de que se los mostraba no ya únicamente por el chantaje a la que estaba siendo sometida, no únicamente porque se lo había ordenado, sino también porque deseaba mostrárselos, deseaba que por fin aquel hombre se abalanzase sobre ella y sobre ellos. Y aquel hombre cruel se levantó por fin, se acercó a ella, y ella se estremeció sólo ante la presencia de aquel cuerpo desnudo, firme y sólido, ante ella, a escasos centímetros de ella, con aquel pene ahora junto a sus ojos, junto a sus labios, la cabeza sonrosada sonriéndole con sorprendente timidez.

Aquellas manos poderosas empezaron a recogerle el pelo con cierto cuidado, y cuando habían conseguido asirle toda la melena, cuando ella imaginaba ya lo que iba a suceder, cuando ya abría los labios, preparaba la boca para lo que se le venía encima, aquella mano tiró con fuerza de su pelo obligándola a levantar la barbilla, obligándola de nuevo a mirarle a los ojos.  Por un momento se asustó, pues él no dejaba de tirar el pelo provocándole dolor, aunque deteniéndose justo cuando iba a obligarla a gritar, aflojando para luego volver a tirar.  Y entonces, con la mano libre se apoderó de su barbilla, se la levantó todavía más, le agarró del cuello apretándolo ligeramente, le movió la cara a su antojo, a un lado y a otro, le hizo sentir con toda nitidez su poder, su fuerza, le hizo sentir que ahora estaba en sus manos, que ahora era suya, que no podía hacer otra cosa que someterse a sus deseos, y la excitó totalmente con esa muestra de su fuerza, con el brutal estiramiento de sus cabellos, con ese manejo feroz de su cuello, de sus mandíbulas, de su cara.  Y no tuvo nada que oponer, no ofreció ni la más mínima resistencia cuando aquel hombre atroz le pasó su dedo gordo por sus labios, lo restregó por ellos, y ella terminó por abrirlos para acogerlo entre ellos, para besarlo, para lamerlo, para chuparlo sin dejar ni un instante de mirarle a los ojos, atravesada por el más devastador deseo que ella hubiera podido sentir en su vida.  Ni su amiga había conseguido llevarla a ese extremo, ese extremo en el que ella, sin haber sido prácticamente tocada por unas manos, ni besada por unos cálidos labios, ardía literalmente, se consumía envuelta en las llamas de la más ardiente pasión.

Era repugnante y asqueroso, sólo pensarlo la hubiera horrorizado, pero lo cierto es que en aquellos momentos aquel dedo grueso y basto penetrándola entre los labios sencillamente la enardecía, y aquellos ojos lujuriosos mirándola, devorándola, abrasándola la sometían de forma irresistible.

-          Date la vuelta, quiero verte bien el culo.

Retiró el dedo de un golpe, le soltó el pelo, la dejó libre, y realmente ella sintió una ligera desilusión porque se sentía a gusto en aquella dolorosa postura.  Se giró hasta colocarse ahora frente al espejo, y allí no pudo dejar de admirar su hermoso cuerpo, sus senos que aún colgando de aquella manera se veían espléndidos.  Y vio lo que nunca había visto: vio el deseo en sus ojos, en sus labios, en su boca, en su cuerpo.  Vio la excitación que sentía reflejada con toda crudeza en aquel implacable espejo, y vio al hombre desnudo detrás suya, lo vio mirando y devorando y atravesando su trasero, vio aquellas manos firmes apoderándose de su cintura, arrastrándola hacia atrás para acercarla a la orilla de la cama con toda suavidad, con toda ligereza, deslizándola por la cama como si ella no tuviera peso alguno.

-          Separa las piernas, sepáralas todo lo que puedas.

Ya no se trataba de resistirse a una orden que la desagradaba y la humillaba, ahora deseaba obedecer una orden que le agradaba porque la humillaba, porque la hacía sentirse sumisa, sometida a él, y porque ya no podía contener una excitación que había terminado por apoderarse de ella.  Hizo ese esfuerzo, abrió sus piernas hasta el límite del dolor, ofreciéndole su trasero, su sexo, su cuerpo para que hiciera lo que le apeteciera con ella.  Y entonces sintió sus dedos agarrando la ligera tela de sus bragas de seda que le cubrían todavía sus partes íntimas, retirándola con fuerza para dejarla al descubierto, permitiendo que por fin sus dedos se deslizasen entre sus otros labios, descubriendo él lo que era obvio, lo que era evidente, lo que era inevitable.

-          Vaya, vaya, la señora está caliente, está deseando que la folle de una vez, yo ya sabía que era una mujer caliente, no había más que leer su carta.  Pero no se preocupe, la voy a follar bien follada, señora, va a disfrutar de lo lindo.

Aquellos dedos hicieron su trabajo, todavía consiguieron excitarla más, hasta el extremo de que ella ya hubiera deseado sentir aquel miembro poderoso y viril penetrándola definitivamente, apoderándose de ella con fuerza e intensidad, con firmeza, desgarradoramente. Ni siquiera esas palabras groseras, burlescas, humillantes le ayudaron a contener su excitación, no podía contenerla, y aumentaba inexplicablemente cuanto más la humillaba.  Y entonces todavía ocurrió lo que ella no se esperaba, lo que ella nunca había sentido: una mano fuerte la cogió del cuello y la obligó a inclinarse hasta apoyar la mejilla en la cama, apoyando los brazos en ella, y exponiendo todavía de forma más rotunda su trasero; y enseguida  sintió como esos dedos fuertes le separaban las nalgas, todavía más de lo que ya lo estaban por la postura, y entró en acción su lengua, su magnífica lengua, húmeda, dulce, deliciosa, que recorrió sin pudor toda su entrepierna, deteniéndose en el ano con insistencia, lo que nadie había hecho con ella, y deslizándose luego entre sus labios vaginales hasta llegar al clítoris que ya se había desplegado con todo su esplendor.  Y luego volvía al ano, y otra vez hacia su sexo. Y aquello la superó, la hizo jadear sin poder contenerse, la llevó al mismo límite del orgasmo, bordeándolo, dejándola ya a un solo suspiro del éxtasis.  Tenía cerrados los ojos porque sencillamente el placer le impedía ver con claridad el entorno, su propia figura reflejada en el espejo, al hombre detrás de ella inclinado sobre su trasero, todo lo que le rodeaba, pues toda su atención se recogía sobre sí misma, sobre esas sensaciones placenteras que le llegaban de la entrepierna.

Pero el orgasmo no llegó porque el hombre se retiró bruscamente, tras concentrarse con cierta intensidad en su ano, y al instante sintió uno de sus dedos intentando entrar por tan diminuto orificio, lo que a ella la asustó, porque nunca nadie lo había intentado, y ella tuvo miedo al dolor.  Su cuerpo reaccionó defensivamente, no estaba preparada para recibir a un intruso en esa parte tan delicada de su cuerpo, y realmente agradeció que el hombre no insistiera en ello, no forzara la situación hasta desgarrarla, y en cierto modo, ella misma se sintió desilusionada por no haberse entregado a él, por haberle abierto las puertas, porque de alguna forma siempre había sentido curiosidad por conocer el placer que podía obtenerse de una penetración anal, si bien siempre el miedo había superado a la curiosidad.

Entonces empezó a palmearle las nalgas, cada vez con más fuerza, cada vez más intensamente, hasta arrancarle pequeños gemidos de dolor, dolor que realmente no le desagradaba, no le desagradaba porque sabía que él se contenía, que él lo hacía para humillarla, no para dañarla.  Y entonces la dejó, se apartó.

-          Señora, póngase de pie.

Hubiera deseado seguir en esa postura, hubiera deseado que de una vez él se decidiera a poseerla, pero el joven tenía una energía ilimitada, una capacidad de aguante ilimitada, así que aquel momento deseado y temido todavía tardaría en llegar. Se incorporó, se dio la vuelta sentándose en la cama, otra vez observando con detenimiento su falo enhiesto, otra vez a la altura de sus labios, y por fin se levantó.   Apenas unos centímetros los separaban, y ella hubiera deseado abrazar aquel cuerpo recio, sentir su calor y su fuerza, y sentir aquel falo implacable entre sus piernas, pero el joven no dio ni un paso hacia ella.  Tan solo volvió a cogerla por el cuello, apretándolo ligeramente, elevándole la barbilla, moviéndole la cara de un lado a otro.  Y otra vez, con su dedo gordo le restregó los labios, se introdujo entre ellos, y la obligó a lamerlo, a besarlo, a chuparlo.  Solo que ahora se miraban intensamente mientras ella lo hacía, porque ella se excitaba todavía más haciéndole mientras lo miraba, humillándose ante él una vez más, y él disfrutaba con su humillación.  Y por fin le retiró el dedo, dejándole sin su jugete.

-          Ponga las manos atrás, y abra bien las piernas, que quiero tocarle el coño, señora.

Ella estaba ya entregada a sus órdenes, y todo lo que él le decía terminaba excitándola.  Enlazó sus manos sobre su trasero, y abrió sus piernas lo que pudo.  Aquellas manos viriles se apoderaron con fuerza de sus pechos, los estrujaron, los sopesaron, los movieron a su antojo, los pellizcaron.

-          Qué buenas tetas tiene, señora, da gusto tocárselas. ¿Le gusta que se las toquen, señora?

-          Sí… (lo costaba hablar, debía esforzarse para pronunciar tan simple palabra, pero la excitaba que él la obligase a hablar, a expresar sus deseos).

-          ¿Quiere la señora que le toque el coño también?

Tenía aquellos ojos lujuriosos a unos centímentros, su nariz, sus labios, su ancha mandíbula, y por un momento ella hubiera deseado besarlo, besarlo, besarlo, porque en esos momentos la excitación regía su cuerpo y su mente, y no podía ni siquiera pensar que estaba siendo sometida a un salvaje chantaje.  La pregunta estaba en el aire, y ella no quería retrasar ese momento, sentía de nuevo sentir sus dedos hurgándole la entrepierna.

-          Sí, si,

-          Si si ¿qué? ¿qué quiere que le haga, señora?

-          Quiero….  (por un momento se asustó de su disposición a decírselo, a pedírselo, a suplicárselo… pero no podía detenerse, no podía frenar ahora) que me toque… el coño…

-          Está bien, ya que la señora me lo pide.

Y por fin deslizó su mano dentro de las bragas, y con ello todavía se acercó más a ella, y ella volvió a sentir que desfallecía, con esos dedos expertos de nuevo introduciéndose entre sus labios vaginales.  Pero de nuevo se retiró dejándola con la miel en los labios.

-          Quítese de una vez el sostén, señora.

No podía avergonzarla cuando ya estaba con los pechos fuera del sostén, y de hecho estaba más cómoda sin él.  Lo hizo de inmediato, y lo dejó sobre la cama.

-          ¿Se la has chupado alguna vez a su marido?

-          No (era verdad, era cierto, nunca lo había hecho, ni intentado, aquello no lo admitía él bajo ningún concepto: era puro vicio, puro pecado).

-          ¿Y alguien que no sea su marido?

-          No.

-          Joder, con lo que nos gusta a los tíos una buena mamada, y ahora resulta que usted no tiene ni idea de lo que es chuparle la polla a un tío. ¿Serás capaz de chupármela sin que tenga que sentir sus dientecitos rozándome la polla, señora?

Ella había jugado con su amiga con un pene de plástico, había jugado y se habían reído y habían disfrutado con el juego.  Pero ahora no era un juego, y realmente le sorprendía que él no le hubiese obligado antes a hacerlo, e incluso que ahora pareciera incluso pedirle permiso, pedirle su opinión al respecto.  El hecho que no utilizase su fuerza, su violencia para someterla había conseguido someterla con más intensidad que si lo hubiera intentado violentamente.  Era sorprendente, pero ahora ella se sentía sometida  totalmente a él.

-          Lo puedo intentar… si quiere  (no era capaz de utilizar esas palabras malditas, aunque la excitaba la sola posibilidad de verse obligada a pronunciarlas).

-          ¿Intentar qué, señora? (era obvio que él quería oírle pronunciar aquellas malditas palabras).

-          Chupársela… (tuvo que hacer un gran esfuerzo, tuvo que rebuscar una a una las letras, las vocales, las consonantes y reunirlas con una voz rota por el placer y la humillación)

-          Señora, no se expresa bien, ¿chupar qué?

-          Chuparle… la polla.  Puedo… intentarlo… chuparle la polla (la segunda vez fue más fácil, pero igualmente excitante).

-          No sé, creo que debí quedarme con esa puta que me pediste, seguro que ésa sabía chuparla de maravilla, es su profesión, al fin y al cabo.  No creo que sepa hacerlo, la verdad

Parecía que ahora quería él que fuera ella la que se lo pidiera, la que se lo suplicara, y a ella ese maldito juego, encontrándose medio desnuda delante de él, no hacía sino aumentar su excitación, su ansiedad por probar la fruta prohibida.

-          Puedo… intentarlo… déjame… intentarlo  (su pene desafiante casi le rozaba la tela de sus bragas, y ella realmente ansiaba cogerlos con sus manos, jugar con él, besarlo, lamerlo, y hacer aquello que nunca había hecho).

-          Usted no sabe chuparla, Señora, nunca ha probado una buena polla.

-          Déjeme intentarlo… (si no fuera por lo que ella quería intentar, sería una conversación casi normal, casi amistosa, nada sexual).

-          ¿Intentar qué, señora? (ella no podía evitar conducir la conversación hacia una imposible normalidad, y él la quería reconducir hacia terrenos más pantanosos).

-          Déjeme… chuparle la polla… lo haré bien… lo mejor que pueda.

-          Bueno, señora, ya que insiste, chúpemela, pero con mucho cuidado, nada de dientecitos.  Primero le pasa la lengua, solo la lengua, lo lame bien.  Y luego se lo mente en la boca.  A ver cómo lo hace.

Ella se arrodilló de inmediato, porque realmente deseaba hacerlo,  hacerlo por primera vez en su vida.  Cogió por fin aquel miembro entre sus manos, lo acarició, y por fin se atrevió a sacar su lengua y lamerlo… quizá fue el paso más importante, la primera vez,  la primera vez que probaba aquello…. y realmente no le desagradó, estaba excitaba y sentía el deseo de hacerlo.

-          Señora, míreme mientras me la chupa, si no le importa.  Tiene unos ojos muy lindos.

Lamerla había sido fácil, había sido gratificante, le había gustado.  Pero mirarlo mientras lo hacía era especialmente humillante, y todavía más excitante.  Elevó la barbilla, y siguió lamiéndolo a la vez que se hundía en los ojos lujuriosos e incandescentes del mendigo, que sencillamente babeaba viendo el espectáculo de aquella señora altiva e inalcanzable para él arrodillada a sus pies mientras lamía su falo.  Y llegó el momento decisivo, besó primero la cabecita, y fue abriendo la boca todo lo que pudo para introducírsela, pero algo no funcionó porque enseguida notó la mano de él agarrándole del pelo y apartándola.

-          ¡Señora, joder, le he dicho que cuide sus dientecitos! ¡Ya sabía yo que no podría hacerlo!  Llamaré a una zorra.

Aquel desenlace la sorprendió, no había sido tan fácil cómo ella creía, no era algo que resultara fácil de hacer a la primera, quizá era cierto que le había rozado con sus dientes… pero no quería dejarlo, quería intentarlo.  Lo miró desde donde estaba, arrodillaba ante él.  Quería hacerlo, por alguna razón incomprensible quería que aquel hombre la poseyera de una vez, la excitación se había apoderado de ella y la gobernaba.

-          ¡Déjeme intentarlo! ¡No volverá a pasar!

-          ¿Intentar qué? (otra vez ella eludía las palabras gruesas, aunque realmente quería pronunciarlas).

-          Déjeme que le chupe la polla…. Ahora lo haré mejor... ya verá, se lo haré bien…

-          Señora, le dejaré que me la chupe una vez más, pero como  vuelva a sentir los dientecitos dichosos, se viste y se larga de una vez.

¡Era increíble! Ella podía terminar con aquello, el joven le estaba dando la oportunidad de irse, sólo tenía que hacerlo mal una vez más… pero ahora ella era incapaz de dominarse, de dominar su cuerpo, de sujetar su imaginación.  Sencillamente quería hacerlo, y ahora se sentía preparada, muy dispuesta.  Esta vez abrió más la boca, acomodó aquello entre sus labios, lo fue dejando entrar en su boca sobre la lengua, sintiendo su calor, su sabor indefinible, y luego fue cerrando los labios hasta dejarlo en el interior de la bocas, deslizando sus labios sobre su tronco todo lo que pudo, que no fue mucho, para luego deslizar sus labios en sentido contrario, hasta sacárselo de la boca. Y fue repitiendo los movimientos de lengua y manos, tal como había visto en las películas, cada vez con más rapidez, con más fruición, y luego volvía a lamerlo con verdadera delectación mientras lo miraba, y luego otra vez se lo introducía.  Después de hacerlo varias veces, una mano poderosa le sujetó la boca, con aquello en su interior, y fue aquello lo que se movió hacia fuera y hacia dentro, aunque ella tuvo que desasirse de la mano que la sujetaba, se asfixiaba, no podía mantener la respiración… pero volvía a lamerla para que no se quejara.  Claro que sentía que no lo hacía bien, que algo fallaba, aunque ponía todo el cuidado de no rozarle con los dientes.

-          ¡Basta ya, Señora, deje ya mi polla en paz!  Tiene que practicar más, hay que hacerlo con más ritmo, con más rapidez, y usted no aguanta ni un minuto con mi polla en su boca.  Así no hay forma.

Él la agarró del pelo con fuerza, y tiró de él hacia arriba, hasta levantarla.  Ahora veía su mirada acerada, parecía furioso, deseoso de  hacerla daño, parecía que esa era su intención, y ella asustó.

-          Puedo hacerlo mejor… (le seguía agarrando el pelo hasta hacerla daño)… por favor, se la volveré a chupar… es la primera vez…

Sin soltarle el pelo la giró, la obligó a girarse, viéndose de nuevo en el espejo, con la barbilla levantada por aquella manó que tiraba y tiraba de su pelo.

-          Por favor… me hace daño…

El la soltó de inmediato, le levantó los brazos y le agarró los pechos por detrás con sus fuertes manos.  Pudo verlas en el espejo, pudo verlas agarrando con firmeza sus pechos, sosteniéndolos, jugando con ellos, y no podía dejar de mirar aquellas manos.

-          ¿Esto le gusta más, señora? (los labios del joven se habían pegado en su oreja, en donde había introducido su lengua, y ahora le hablaba en susurros, mientras ellas sentía el falo enhiesto entre sus piernas).

-          Sí… me gusta…

De nuevo le agarró el cuello, le elevó la babilla mientras deslizaba su lengua por el cuello, por la mandíbula, por su mejilla.  Y enseguida la mano que había quedado enganchada a sus pechos se deslizó a su entrepierna, se introdujo de nuevo en sus bragas, deslizó sus dedos entre unos labios ya abiertos…

-          ¿Le gusta que le toque el coño, señora, le gusta?

-          Sí… me gusta.

-          ¿No quiere la señora vestirse ya, no quiere irse a su casita con su marido?

¡No quería, no quería, no podía dejarla así!

-          No… no… sigue…

-          Seguro que usted tampoco sabe follar… como una….. zorra…… seguro que no sabe…. ni menear su culito….solo abrirse de piernas… y ya está (le hablaba en susurros al oído, mientras su mano experta seguía hurgando con infalible habilidad en su entrepierna).

La voz varonil susurrándole palabras soeces mientras la mano le acariciaba el sexo la enardecía estúpidamente, intensamente, y ella no quería dejarlo, no quería terminar todavía, estaba alocadamente excitada.

-          Siga… siga… (le gustaba oír su voz desgarrada en su oreja, le gustaba que aquel joven la vejara una y otra vez, le gustaba humillarse ante aquel joven, no podía creer lo que le estaba pasando).

-          ¿Sabe follar como una zorra o no, señora?

-          Sí… fóllame… (la palabra surgió sola entre sus labios, ni la meditó, ni la pensó, ni siquiera la saboreó realmente, surgió directamente de su deseo, era lo que deseaba).

-          ¿Cómo a una zorra, señora? (ni en esos momentos él dejaba de llamarla con ese absurdo respeto, que no era sino una forma de aumentar deliciosamente la humillación)

-          Sí… fólllame como a una zorra… hazme lo que quieras…

-          Quítese las bragas, señora, quiero verla en pelotas.

No dudó ni un instante.  Sin volverse, agarró con las dos manos el elástico de las bragas, y lo fue deslizando por los muslos, inclinándose lo suficiente para dejarlas caer al suelo, recogiéndolas con la mano.  Por primera vez, sí, por primera vez en su vida, sin duda alguna, se mostraba totalmente desnuda ante un hombre a plena luz del día, íntegramente, sin tapujos, sin vergüenza, sin pudor alguno.  No es que el deseo hubiera prendido en ella, es que la abrasaba, se consumía por el fuego que ardía en el interior de su cuerpo, y mostrarse desnuda no era, en esos momentos, más que la culminación de ese deseo.  Le entregaba su cuerpo a aquel hombre que, ante su sorpresa, no le había asaltado con furia y violencia, no la había tomado salvajemente sin cuidar tan siquiera de no hacerle daño: había sabido someterla, la había sometido de forma endiabladamente sutil, irresistible, buscando no ya la mera obediencia, que la tenía asegurada, sino buscando también excitarla, hacerla desear sus órdenes hacerla desear ser humillada, hacerla desear la propia humillación. Y ella no pudo resistirse, no pudo esconder aquello que nunca hubiera pensado que le iba a mostrar: su propio deseo desatado, desaforado.

Con las bragas todavía en la mano dudó, pensó en tirarlas al suelo sin más, pensó también en tirarlas sobre la cama,  o incluso dejarlas encima de la mesita que había junto a la cama, y que ella tenía a un paso.  Pero eligió el suelo, aún sabiendo que esa tela de seda, pese a su brevedad, representaba una gran suma de dinero, algo en lo que era absurdo pensar en aquellos momentos, y por esa misma razón, enojada consigo misma, las destinó al suelo.

-          Menudo culo tiene usted, señora, un pedazo de culo (sus manos le agarraron los glúteos con fuerza, y luego los palmearon también con fuerza, sonoramente, unos golpes secos que le hacían daño, pero que no tenían por objeto hacerla daño, sino hacerla disfrutar con el dolor, algo que para ella siempre había sido incompatible, y que ahora comprobaba que no hacía sino aumentar la excitación).

Las palmadas cesaron, el dolor cesó pero quedó el placer, la excitación, el deseo.

-          Señora, se lo digo en serio, si quiere puede irse ahora.  Yo sólo quería verla en pelotas.  Si quiere, puede irse, y yo me la machaco.

Le había hablado acercando sus labios al oído, deslizando incluso antes de hablar la lengua hasta el interior de oreja, y ahora ella estaba en sus manos, no quería ni pensar en irse sin ser poseída por completo por ese hombre, sin someterse plenamente a él, y era excitante incluso la forma en aquel hombre quería terminar de someterla, siendo ella la que se lo pidiera, la que se lo rogara, ahora que estaba totalmente enardecida.

-          No, siga… siga… fóllame… (no quería más circunloquios, quería ser poseída de una maldita vez).

-          Bueno, lo que usted diga.  Póngase a cuatro patas en la cama  (ella lo hizo de inmediato, otra vez mirándose en el espejo, comprobando el rastro que dejaba la excitación en su boca, en sus labios,  en sus ojos)  No, no, mirando a la almohada  (se movió en la dirección indicada, sorprendiéndose de su falta de pudor por mostrarse de esa forma ante aquel hombre, al que ya abiertamente deseaba).

El hombre se acercó pero sin subirse en la cama.  Pasó su mano por la espalda, el golpeó de nuevo el trasero, y le acarició los pechos que le colgaban con gran exuberancia.

-          Vamos señora, mírese en el espejo, mire cómo le agarro sus tetas (ella giró su cabeza para contemplar su espléndido cuerpo en el espejo, con aquellos grandes pechos movidos ahora por la mano del hombre, gozoso con su tamaño y movilidad, y a ella no podía dejar de excitarla aquella imagen de si misma, manoseada por el mendigo, que el espejo le devolvía con una nitidez espléndida).

Vio también la mano golpearle de nuevo las nalgas, y vio por fin como el hombre se subía a la cama, como su falo se colocaba y descansaba su poderío encima  de las nalgas, y luego lo vio preparándose para embestirla, y vio al hombre como la miraba a través del espejo, encontrándose allí sus miradas, el amo y la esclava fijando los ojos en el espejo hasta hundirlos el uno en el otro.

-          Señora, está a tiempo, puede vestirse si quiere y marcharse, no quiero forzarla, no quiero que luego diga por ahí que la he violado (lo que realmente había conseguido dominarla era ese pasmoso autocontrol del mendigo, sencillamente impensable, que la había acorralado contra su propio deseo en un lento y sinuoso recorrido en el que parecía que todos los pasos los había medido con una endiablada precisión para conseguir vencer todas, todas, sus múltiples y, aparentemente, insalvables resistencias; pero ya no estaba ella allí, no era ya aquel un mendigo chantajista, era el objeto de su deseo, era el deseo en estado puro, que desbordaba cualquier norma, cualquier pudor, cualquier resistencia o recelo).

-          Siga… siga… fóllame… fóllame (hablaba al espejo con el deseo prendado en sus ojos, y se lo decía a él, a sus ojos, a su voluntad, y a su falo, quería por fin sentirlo en su interior, quería sentir aquella fusta penetrándola con furia…. Y realmente no podía apenas pronunciar otras palabras que esas).

Y por fin vio cómo aquello se acercaba a sus nalgas, como iba desapareciendo entre ellas a medida que lo iba sintiendo abriéndose paso en su interior, hasta que desapareció por completo de su vista y ella no pudo sino gemir al sentirse plenamente poseída en aquel instante  delicioso en el que sus ojos había visto por primera vez en su vida, por primera vez, cómo un miembro viril, duro, aguerrido, portentoso iba penetrándola con exasperante y deliciosa lentitud, y luego… cuanto tomó aliento, sin querer perderse el espectáculo lo vio de nuevo aparecer, de nuevo contempló su vigor apareciendo entre sus piernas,  y luego otra embestida,  y entonces una mano firme le agarró del cuello, la obligó a  inclinarse hasta apoyar la mejilla en la cama,  apoyando los brazos también en ella, pero manteniéndose arrodillada, y entonces el hombre empezó un frenético movimiento en su interior, entrando y saliendo con furia de su entrepierna, a la vez que le sujetaba la cabeza aplastada contra la cama, y ella no pudo sencillamente resistir tanta embestida, gimiendo y gimiendo sin pudor, sin remilgo, hasta que aquello explotó sencillamente en su interior, culminó, llegó al éxtasis más intenso que había nunca conocido, sintiendo además cómo el hombre descargaba su placer en ella en ese preciso instante.

Pasaron luego unos deliciosos segundos en los que una profunda relajación invadió su cuerpo, quedando ella tendida sobre la cama, boca abajo, totalmente desnuda, y totalmente relajada.  Nunca había sentido un placer tan intenso, y aquello era para avergonzarse también de forma intensa, pero en aquellos segundos deliciosos que siguieron al máximo clímax que ella había alcanzado nunca se situó fuera del tiempo y del espacio, alejada de allí y de cualquier otro lugar, pues todo el protagonismo lo acaparó su propio cuerpo que gozaba y gozaba con esa indescriptible sensación de placidez que le había inundado nada más finalizar el acto.

Pudieron ser segundos, o minutos, y cuando sintió una fuerte palmada en sus nalgas comprendió que realmente habían sido minutos, pues el joven mendigo se había colocado ya toda su ropa nueva que ella misma le había comprado, y estando como estaba muy bien afeitado y arreglado, y hasta perfumado, podía pensarse que era casi un amante de su propia clase social, un joven apuesto y decidido que había aprovechado con maestría su oportunidad, desarmándola con gran astucia y habilidad.  Podía pensarse, y realmente ella, cuando giró la cabeza para mirarlo, tuvo la impresión de que aquel no era el mendigo al que veía todos los días a la puerta de su casa,  pues sencillamente le pareció un joven atractivo, un joven cualquiera atractivo, siendo sus rasgos faciales demasiado suaves para haber vivido durante años en la calle, mendigando o robando.

-          Señora, tiene usted un buen polvo.  Y un buen culo, y unas buenas tetas.  No se olvide que tiene que darme la pasta dentro de cuatro días.  Me llevo sus bragas y su sostén de recuerdo.

Y el joven se marchó, dejándola sola, desnuda sobre la cama.