Los Reinos Sombríos (la ladrona y el rey)

Thornblad, monarca del Reino de Adantio, se prometió que atraparía y castigaría a aquella desvergonzada ladrona costara lo que costase.

El monarca Thornblad contempló las imponentes vistas desde la ventana de la torre. En la oscuridad, la brillante luna iluminaba tenuemente la negra masa de bosques milenarios que se extendían hasta donde la vista alcanzaba. A los pies del castillo, las aldeas del pueblo parecían dormir, sin apenas mortecinos rescoldos de fuegos del hogar que indicasen que alguien estuviera levantado a horas tan intempestivas. El gemido lejano del río se dejaba oír como un animal moribundo, entre las rocas apenas visibles por la niebla de la rivera.

Thornblad se sintió pesaroso. Se decía que hacía mucho tiempo, sus antepasados habían luchado contra tribus de sanguinarios orcos, contra hordas de salvajes bárbaros del norte, ganando palmo a palmo cada centímetro de aquel reino. Se contaban leyendas de las grandes batallas libradas para mayor gloria de su reino, Adantio.

No obstante, hoy en día, el reino de Adantio, no sólo era uno de los más pequeños de los Reinos Sombríos, sino que su peso político era minúsculo y su importancia, menos que escasa. Un reino en franco declive. Y debido a su avanzada edad, era probable que no viera en vida que aquella situación cambiase.

Pero Thornblad intentó quitarse esos funestos pensamientos de su cabeza y centrarse en la situación que tenía entre las manos.

Sus ojos se entrecerraron de ira contenida cuando pensó en aquella desvergonzada ladrona. La Gata Negra, la llamaban. Se decía de ella que era una ladrona excepcional, una de las mejores del reino. Nadie sabía quién era, ni qué aspecto tenía. Thornblad sólo sabía que se decía de ella que robaba sus posesiones a las familias más ricas y que lo entregaba a los más pobres, desapareciendo como si nunca hubiera estado allí. Aquella ladronzuela se había hecho tremendamente popular entre sus súbditos. Podría decirse que tenía al pueblo de su reino completamente entregado, comiendo de la palma de su mano. Se había convertido en nada menos que una especie de heroína para la chusma ignorante. Thornblad torció el gesto con asco.

Incluso hacía poco descubrió a su propia hija, la princesa Berenice, hablando de las fechorías de aquella delincuente completamente embelesada. “Esa valiente ladrona se preocupa por los más necesitados. Debería ser todo un ejemplo para la gente”, dijo con orgullo. ¡Su propia hija! Era el colmo. Aquello había ido demasiado lejos. No podía dejar que los delincuentes campasen a sus anchas en su reino. No iba a permitir que las andanzas de aquella ladrona quedasen sin castigo. Él mismo la atraparía y sería empalada en la Plaza Mayor del Castillo, a la vista de toda la plebe que tanto la adoraba.

Berenice... Escuchar aquellas palabras en boca de su hija fue como si un puñal se clavase en su corazón. El rey amaba a su joven hija por encima de todas las cosas, a pesar de su carácter idealista y defensor de causas perdidas. Su madre murió hacía ya dieciocho años, al darla a luz, y contemplar sus ojos azules, su rubio cabello y su preciosa sonrisa le transportaba a épocas más felices. Su niñita había crecido hasta convertirse en toda una hermosura, como lo había sido su madre. No iba a permitir que aquella sucia ladrona emponzoñara la adorable cabecita de su hijita.

El rey sacudió su cabeza. Debía centrarse en su cometido: prepararse para detener a la Gata Negra.

Desoyendo los consejos de sus mayordomos, el monarca había acudido a hablar con la Zíngara Ciega, la terrorífica bruja que moraba en las profundidades del pantano Dreitfel. El trayecto fue terrible hasta encontrar e internarse en aquella choza sumida en tinieblas, pero más espantoso fue posar los ojos en aquella mujer. Su aspecto, o por lo menos la mitad de él, era el de una hermosa joven gitana, de ensortijado pelo negro como el material del que está tejida la más oscura de las noches y tez canela. Pero la otra mitad de su rostro estaba terriblemente desfigurado, como si hubiera sido atrozmente quemado, provocando escalofríos. Sus ojos eran ciegos, blancos como las tripas de un pescado y su sonrisa era cruel, maligna, como la de un tiburón antes de engullir a su presa.

La Zíngara sonrió aún más cuando el rey entró en sus sombríos aposentos, e hizo, sin verle, una burlona reverencia.

-¿A qué se debe el honor de una visita tan importante, su majestad? -Siseó la gitana, con su sonrisa lobuna.

Thornblad se preguntó si aquella mujer era ciega de verdad. Después de todo puede que no fuera sino una farsante.

-Decídmelo vos, si sois adivina de verdad.

-La Gata Negra.

El rey tomó asiento en la desvencijada silla ante la mesa de la mujer, sorprendido y satisfecho a la vez.

-Adelante, hablad. ¿Quién es esa endiablada mujer?

La sonrisa de la bruja se acentuó, hasta el extremo de que pareció salirse de su rostro. Durante un segundo, Thornblad tuvo la escalofriante sensación de que los dientes de aquella mujer eran todos largos y afilados.

-Decidme, majestad, ¿preferís saber su identidad o... tenerla en vuestras manos?

El rey dudó, pero sólo un segundo.

-Quiero apresarla.

Thornblad se imaginó a aquella descarada ladrona desnuda, agitándose mientras era torturada, suplicando un perdón que no recibiría. Un atisbo de erección empezó a formarse en su entrepierna.

Sin dejar de sonreír, la mujer sacó de sus oscuros ropajes una baraja de tarot y posó tres naipes encima de la mesa, sin desviar su ciega mirada del hombre. El rey tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no desviar la mirada ante aquellos ojos sin vida. Por fin observó las cartas sobre la mesa, apenas visibles a la titilante luz de las velas.

La Sacerdotisa, la Luna y el Loco.

La Zíngara Ciega acarició los desgastados naipes y sonrió.

-Veo que la Gata Negra intentará robaros a vos mañana mismo, mi señor, por la noche. Su objetivo son las Joyas Reales, en la Torre del Homenaje. Al día siguiente, las dejará en una bolsa en la puerta del Hospicio del Oeste, hogar de enfermos y leprosos.

El rey frunció el ceño, encolerizado ante tamaña afrenta. No iba a consentir que sus joyas acabasen en manos de vagos y rufianes.

-¿Qué debo hacer?

-Veo que vos la esperareis en la sala del tesoro, escondido, hasta la noche. Y veo que lograreis atraparla.

La respiración del monarca se aceleró.

-¿De verdad?

-No me atrevería a mentiros, mi señor. -La sonrisa burlona seguía presente en el desfigurado rostro de la gitana, mientras depositaba el último arcano sobre la mesa, el Loco. La carta estaba invertida. -Y veo cambio, mi señor. La gente amará y respetará a su monarca y vuestro reino será próspero de nuevo.

El rey abandonó el pantano de la bruja más feliz de lo que había estado en años, pensando excitado en el porvenir y en el castigo al que iba a someter a la Gata Negra, sin reparar en la siniestra sonrisa de la deforme zíngara tras de él.

Thornblad volvió a la realidad cuando escuchó un crujido desde la ventana. Con rapidez se escondió tras una pesada cortina, contemplando desde su escondite cómo una sombra se recortaba contra el quicio de la ventana.

Una figura embozada penetró ágilmente en la Sala del Tesoro. Sin duda era alguien muy diestro para escalar como había hecho el muro de la torre. El monarca pudo discernir una figura inequívocamente femenina. Vestía una especie de traje de malla elástica totalmente negro que le cubría todo el cuerpo excepto sus brazos desnudos, acentuando un cuerpo esbelto y atlético. Thornblad aguantó la respiración mientras su vista se recreaba en los pechos de la joven, apresados por la ajustada vestimenta e iluminados por la pálida luz de la luna, y en cómo se marcaba su delicioso culito. Una larga melena negra llegaba más allá de sus hombros y su rostro estaba oculto por una máscara que imitaba las facciones de un gato.

La figura se dirigió hacia el cofre en medio de la única mesa de la estancia. Thornblad, completamente embebido en la visión, casi tuvo que llevarse una mano hacia su entrepierna, al notar crecer y retorcerse su verga al contemplar los felinos movimientos de la ladrona. Por fin logró reaccionar, y cuando estuvo suficientemente cerca, cerró su mano sobre su cetro real, un mazo macizo de oro de casi un metro de largo, y descargó un golpe sobre la cabeza de la mujer.

La ladrona emitió un gemido ahogado y se desplomó al suelo como una muñeca a la que han cortado las cuerdas. El monarca actuó rápidamente antes de que recuperase la consciencia. Colocó a la desmayada mujer sobre la mesa, boca abajo y ató sus manos a una de las patas para inmovilizarla para, a continuación, prender una de las lámparas de aceite, iluminando la habitación.

El rey respiró trabajosamente, en parte por el esfuerzo, en parte por la deliciosa visión de las nalgas de la ladrona. Estuvo un buen rato paralizado por la gloriosa visión hasta que, pasando lascivamente la lengua por sus labios, el rey tiró con fuerza hasta romper la elástica prenda de ropa.

Thornblad gimió extasiado al contemplar las dos pálidas medias lunas que formaban el culito respingón de la Gata Negra. La joven gimió, comenzando a despertar, mientras las rudas manos del monarca sobaron y estrujaron sus nalgas, sin la más mínima delicadeza. La piel era tersa y delicada, como la de una princesa.

-¿Te creías más lista que yo, eh, zorra?

La Gata Negra chilló cuando la mano del monarca descargó una fuerte bofetada sobre su culo. A la tremenda nalgada le siguió otra y otra.

-Vas a recibir una buena lección, ladronzuela.

Las pálidas nalgas de la ladrona pronto quedaron enrojecidas por crueles verdugones, a los que malvado monarca sobó y frotó, para aumentar la agonía de la joven quien no pudo evitar quejarse y sollozar. Thornblad, con la mirada perdida de lujuria y furia, sobó y estrujó los lastimados cachetes, hasta separarlos y mostrar un arrugado y oscuro agujerito.

Enloquecido y más excitado de lo que había estado en su vida, el monarca liberó su erecto falo, que sentía a punto de explotar, del encierro de su pantalón y lo posó sobre el delicioso y delicado ojete de la muchacha.

-Vas a tener el honor de ser empalada por el mismo rey.- Rió Thornblad cruelmente.

-No... p... por favor... -Sollozó la Gata Negra. -¡¡¡Ieeeaaaarggggghhh!!!

El rey sujetó su real polla y la fue incrustando trabajosamente y con grandes esfuerzos por su orificio más estrecho. La chica gritó y pataleó, meneando inútilmente sus brazos, pero estaba firmemente atada y sujeta. La gruesa verga fue empalando sus intestinos y conquistando sus tiernas entrañas.

Thornblad aceleró el ritmo, estimulado, sintiéndose dentro de la ladrona.

-Ahora no eres tan descarada, ¿eh, gatita?

Los gritos y sollozos de la Gata Negra fueron tornando paulatinamente en desmallados gemidos y ahogados quejidos cuando la estaca de carne se incrustaba en su esponjoso interior, completamente exhausta y derrotada por el despiadado castigo a la que estaba siendo sometida.

Excitado por la frenética cabalgada, el rey rugió sordamente mientras eyaculaba, llenando los intestinos de la joven de largos chorros de semen, uno tras otro.

-P... por... ufff...

-Uooohhh... ¡Así, toma toda mi leche, gatita!

-N... no... por fav... unggghhh...

Gritando victorioso, el monarca sacó su dura verga del ano de la Gata y continuó lanzando sus descargas de puré sobre la sudada espalda de la delincuente. Resopló fatigado, intentando recuperar el aliento. La ladrona sollozaba mientras el espeso semen resbalaba desde su dilatado esfínter y por sus muslos.

-P... por f... Noo...

-Si mi hijita te viera así, con el culo lleno de leche, no creo que volviera a decir que deberías ser un ejemplo.

-Por fav... por favor... papá... no...

Thornblad quedó helado. ¿Qué había escuchado? Con el corazón a punto de escapar por su boca, avanzó hasta el desfallecido rostro de la Gata Negra y retiró con aprensión la máscara felina. La peluca negra cayó sobre la mesa, descubriendo una trenza de rubio cabello y unos ojos azules.

Ante él, el rostro de su hija Berenice le miraba desesperada con lágrimas de dolor, medio desfallecida, con la saliva resbalando por la comisura de sus entreabiertos. El húmedo pene del rey quedó flácido de inmediato.

-Por favor... papá...

-Yo... yo... mi niña... qué he...

Thornblad, horrorizado, boqueó, intentando gritar, sintiendo cómo le faltaba el aire y un insoportable dolor oprimía su pecho.

EPÍLOGO

El funeral del monarca se llevó a cabo al día siguiente. Se cuenta que Berenice, la princesa, con un rostro de profundo dolor, permaneció toda la ceremonia de pie, en señal de respeto, sin sentarse ni una sola vez a pesar de su larga duración. También cuenta la leyenda que cuando fue coronada como nueva Reina, se preocupó personalmente de que la situación de su pueblo mejorase y que no faltase nada a ninguno de sus súbditos, siendo la monarca más amada y respetada del Reino de Adantio, llevándole a unas cotas de prosperidad de las que nunca antes había disfrutado.

Y fueron felices y comieron perdices.