Los recuerdos placenteros de Don Leo

Volví a besarla en la boca, mientras la penetraba, y sentí como si estuviera hurgando en dos vaginas. ¡Imaginate hasta qué punto se duplicaba mi placer!

Los recuerdos placenteros de Don Leo

por Clarke.

Volví a besarla en la boca, mientras la penetraba, y sentí como si estuviera hurgando en dos vaginas. ¡Imaginate hasta qué punto se duplicaba mi placer!

C UANDO MI AMIGO DON LEONARDO, vecino de mi barrio, que vive a pocas casas de la mía, y que, desde que llegó hace ya varios años al pueblo, congenió mucho conmigo, se enteró de mi reciente e ignota actividad de escritor, por mi boca, claro, me dijo que me consiguiera un grabador y me dispusiera a escucharlo. La historia que sigue la elaboré a partir de su relato y cuando la leyó terminada, quedó muy sorprendido, asegurando que los agregados de mi cosecha habían casi adivinado algunos detalles que en la grabación estaban soslayados. Ahora quiero que también ustedes la conozcan. Dejemos que sea don Leo quien cuente: "Cuando me contaste de tu nueva distracción y de las confesiones de los lectores sobre sus experiencias sexuales, enseguida pensé que nadie ha tenido una tan original como la mía. Por eso decidí contártela y ver que resulta después con ella. Desde adolescente me inquietaron las mujeres mayores que yo, y era sólo un muchachito cuando me enamoré de Rosita, la esposa de un tío, uno de los hermanos de mi madre. Ella tenía la boca más lujuriosa que yo haya besado jamás y me enseñó muchísimo. Rosita tenía amigas que también me fueron presentadas, tía Ema y tía Ana; me gustaba decirles tía aunque no lo fueran, todo parecía así más excitante. Estas tres mujeres fueron hasta hoy las más importantes en mi vida. Primero hablaré de tía Ema y de su boca maravillosa. Era una trigueña bonita, tendría en ese momento unos 32 años y se había casado a los quince. Era alta, con piernas largas y delgadas. Todos pensábamos que era bonita y sensual. Yo me convertí pronto en su "sobrino" favorito; ella sabía que yo vivía excitado. Ema no se proponía flirtear conmigo y me daba inocentemente unos besos cálidos. Tenía una boca grande, amplia, con labios suaves, que llevaba siempre pintados de rojo brillante. Cuando sonreía mostraba una doble línea de dientes, blancos y perfectos. Por supuesto que, como todo adolescente, yo me la pasaba caliente. Lo que más me gustaba era ir a la casa de la tía Rosita cuando estaba Ema con su marido; ellos solían beber de más y era entonces cuando perdían sus inhibiciones. Ema ya no tenía entonces cuidado de lo que hacía. Daba vueltas con la pollera bien levantada y con frecuencia no llevaba bombacha, de manera que podía ver con detalle su pubis. Al marido le importaba un bledo todo el espectáculo, tanto él como Ema se reían, provocándome así. Recuerdo una noche que vi a Ema sentada en el sofá, bastante bebida, con las piernas largas bien separadas, la pollera arremangada y nada debajo, de manera que yo, con mis ojos inquietos, podía contemplar minuciosamente sus genitales. El marido me vio, yo estaba rojo como un tomate y tenía un formidable bulto bajo mis pantalones. --Prestá atención, muchacho --me dijo--, y tendrás una verdadera lección de cómo es una mujer. Yo traté de balbucear algo y los dos se echaron a reír. --Uno de estos días te voy a enseñar a manejarte con una mujer en serio --me dijo el marido. Ema se rió, se paró y nos trajo un par de copas. --Estás avergonzando al chico --dijo Ema--; dejálo tranquilo un rato. El resto de la noche fue tranquilizadora. Unas semanas después fui a visitarlos y me enteré de que el marido se había ido una semana afuera, por trabajo. Ema me saludó apenas me vio en la puerta. Llevaba un deshabillé de seda amplio, medias, sandalias de taco alto, pero todo eso no me hizo sospechar nada. Estaba bebida, parecía que había tomado durante todo el fin de semana y también al despertar. Apenas me vio, vino hacia mí y me abrazó, dándome un beso en la boca, grande, como para tragarse mis labios. Podía olerle el alcohol en el aliento, mezclado con un perfume dulzón. Tenía un cuerpo suave y me pareció que bajo el deshabillé no llevaba nada. Con frecuencia había sido besado y había besado a Ema, pero nunca de esa manera. Además, descubrí algo que me dejó asombrado: Ema no tenía puestos sus dientes postizos, de manera que su boca parecía fantástica. Ella trabajaba mis labios con los suyos y mi lengua acariciaba sus encías desnudas. Nunca había experimentado nada como eso. Era algo que puede parecerte repulsivo, pero para mí resultó altamente emocionante, inolvidable. Por supuesto, yo ya sabía que Ema tenía dientes postizos. Rosita me había contado que su amiga había perdido sus dientes muy jovencita, por una enfermedad que le produjo descalcificación. Como era totalmente desprejuiciada, yo antes ya la había visto sin dentadura. Pero siempre se los ponía cuando llegaba alguien. No sé qué habría pasado en esa oportunidad, pero la sensación resultaba fantástica. Mi sexo se irguió como un resorte contra su pierna, mientras ella me apretaba con fuerza contra su cuerpo y separaba sus muslos para que yo me calzara. En cierto momento, el cinturón de su deshabillé se abrió y la prenda, que era amplia, se deslizó de su cuerpo. Ema apareció ante mí totalmente desnuda. No era gorda, pero tenía algunos kilos extra, sus pechos colgaban ligeramente, pero como producto de su gran tamaño. Ella me arrastró hacia un sillón y se tiró sobre éste con las piernas bien abiertas. Pude ver que llevaba un portaligas negro que sostenía sus medias, y nada más. Tenía los genitales desnudos y la vellosidad castaña y tupida, que poblaba su pubis, no alcanzaba a cubrir sus labios vaginales, que parecían invitarme. Yo fui precoz en muchos sentidos y sabía lo que tenía que hacer. Me arrodillé frente a ella y hundí mi cara en su cuevita. Sabía que debía lamerla muy bien y lo hice con vigor, succionando y lamiendo y hasta alcanzando con algunos mordisquitos a estimularle el clítoris; ella parecía a punto de perder la razón. Gemía cada vez con mayor profundidad, hasta que la hice llegar dos veces y luego me desnudé y me trepé sobre ella para penetrarla. Ella era terrible en el coito. Volví a besarla en la boca mientras la penetraba y sentí como si estuviera hurgando en dos vaginas. Mentalmente su boca desdentada me producía la sensación de estar entrando con mi lengua en su vagina. ¡Imaginate hasta qué punto se duplicaba mi placer! A partir de esa experiencia me entusiasmé con hacerle el amor a las "desdentadas". Con Ema nos pasamos todo ese día cogiendo. Al siguiente volví a buscarla, pero ella estaba turbada, totalmente vestida y se había puesto su dentadura postiza. Su recibimiento no tuvo nada que ver con el de la jornada precedente. Cuando intenté colocar una mano sobre su rodilla, ella me miró con seriedad y me dijo que lo del día anterior había sido un terrible error y no tenía que volver a suceder. Pero unos días después volví a encontrármela: regresaba de una reunión y me llevó a su casa. No estaba borracha pero sí algo alegre y me dejó acariciarla. No me dejó hacer nada más hasta que yo me deslicé al suelo, le separé las rodillas y apliqué mi rostro contra su entrepierna. Llevaba una bombacha de satén con adornitos de encaje; le besé la vulva a través de la tela y ella tembló, diciéndome que debía detenerme, pero era evidente la excitación que yo le provocaba con mis arrumacos. Ema era una locura, pero solamente podía acostarme con ella cuando su marido se iba de viaje, y eso sucedía rara vez; pero si la encontraba sobria, así estuviera sola, era sumamente inhibida. Yo me había enamorado de la gran boca vacía y suave y nunca olvidé las hermosas sensaciones que descubrí explorándola.

Cuando comenzaron las clases volví a tratarme con mis compañeras de escuela, pero te imaginarás que no es fácil encontrar una quinceañera desdentada. Tiempo después conocí a una mujer de mediana edad, que era linda y a quien visitaba regularmente. Pero no tenía comparación con los momentos pasados junto a Ema. Igualmente, mi amiga me enseñó las delicias de la fellatio y yo me las arreglé para convencer, después, a mi tía Ema, de que se arrodillara y me la chupara. Por supuesto, recuerdo que sentí mucha culpa por lo que hacía. Mi fetichismo por las encías desnudas prosiguió. Bien joven decidí casarme; elegí para eso a una chica un año menor que yo, que lucía una sonrisa de propaganda de pasta dental. Rápidamente nos entendimos, nos llevábamos muy bien en la cama y fuimos felices por varios años. A ella le gustaba que la comieran y era buena con la fellatio , pero no quería saber nada con otros juegos. Una noche los dos habíamos bebido mucho, estabamos cogiendo apasionadamente y yo cometí el error de pedirle que se sacara su dentadura postiza. Ella se enojó; discutimos por todo a partir de entonces, me dijo que era un pervertido y decidimos separarnos. A los 33 años estaba separado y a los 35 volvía a casarme, esta vez con la tía Ana. Ana era una amiga de Rosita que también se había divorciado. Me llevaba casi treinta años, pero era una maravilla, siempre tan ardiente y hermosa que nadie podía creer su verdadera edad. Recuerdo que a los 60 años tenía las más hermosas piernas que he visto en mi vida y le encantaba mostrarlas. Después de mi divorcio nos hicimos grandes amigos, aprendí que podía contar con ella como si fuera una muchacha de mi edad. Era soltera, se había jubilado como maestra, y a medida que más la veía, más me gustaba. Ella estaba al tanto de todas mis correrías sexuales. Para abreviar, nos casamos poco después de mi separación, cuando yo ya tenía 35 años. Ana lucía una sonrisa y una cabellera divinas. Claro que mucha gente habló barbaridades sobre nuestra unión, pero esos comentarios no nos afectaban. De todas formas, nos mudamos a otra ciudad. Estuvimos casados durante ocho años, hasta que ella falleció. Pero mientras estuvimos juntos fue una mujer maravillosamente apasionada, con una gran imaginación en la cama. Lo más divertido es que era mayor que la tía Ema. Durante todo el tiempo de nuestro matrimonio seguí amigo de Ema, y después de la muerte de Ana pasamos mucho tiempo juntos. A los 50 años decidí volver a casarme; esta vez lo hice con una viuda de 43. Yo le había contado todo sobre mis mujeres anteriores y ella me dijo que todo eso me transformaba en un amante perfecto para ella. Había tenido una vida más aventurera que la mía. Como te estarás imaginando, ella también usaba dientes postizos, pero solamente cuando estábamos con extraños o cuando nos sentábamos a comer.

Esta es la historia que quería que conocieras. Como bien dice el refrán, sobre gustos no hay nada escrito, y supongo que no seré el único hombre del mundo con este especial fetichismo, aunque jamás he sabido de otro, pero, ¿quién otro cuenta estas cosas en una rueda de amigos?..."