Los problemas de convivir con una jovencita 8

Cuando Alberto despertó en brazos de la americana, ésta volvió a demostrar lo caliente que era y mientras la amaba, el maduró se olvidó de que en su casa permanecían dos intrusas: su compañera de estudios y la latina. Ese momento de placer fue solo un paréntesis en sus problemas...

Pocas horas después, el sonido de una melodía me despertó y al abrir los ojos, me topé con Elizabeth a mi lado. Avergonzada al ser descubierta velándome mientras cantaba calló, pero entonces le pedí que siguiera reconociendo mi sorpresa de que tuviera una voz tan formidable.

-Tu pecosa tiene muchos dones que todavía no conoces- susurró deslizándose por mi cuerpo mientras retomaba la canción.

Increíblemente, mi vetusta anatomía se reactivó al sentir que agarrando mi pene como si fuera un micrófono la traviesa pelirroja comenzaba a menearlo.

  • ¿Entre ellos no estará el ser maga? - riendo señalé mi extrañeza del tamaño que estaba adquiriendo éste tras una noche de desenfreno.

Sus carcajadas me sonaron a música celestial cuando aprovechó esa inusitada erección empalándose y es que, bajo la luz de la mañana, me parecía imposible que una belleza como ella disfrutara siendo amada por alguien de mi edad. Como si hubiese leído mis pensamientos, comenzó a poseerme mientras me decía:

-Te parecerá difícil de creer, pero es la primera vez que estoy tan cachonda que quiero repetir echando otro polvo.

La facilidad con la que mi sexo campeaba dentro de su vagina fue la demostración de que no mentía y asiéndome desesperado a sus nalgas, forcé el ritmo con el que me montaba.

  • ¿Qué crees que dirán tus mujeres cuando sepan que quiero seguir siendo tuya? - preguntó al tiempo que se pellizcaba los pezones.

-Ni lo sé, ni me importa. Como bien sabes anoche terminé con esas zorras- repliqué un tanto molesto.

Sin dejar de cabalgar, Elizabeth preguntó si entonces eso significaba que me tendría para ella sola. Al decirle que sí, se lanzó en un galope desenfrenado en el que sus gritos de placer retumbaron en el cuarto.

  • ¡Por dios! ¡Cómo me tienes! - chilló mientras su flujo desbordándose bañaba mis piernas.

Esa prueba irrebatible del orgasmo que la embargaba, aceleró mi placer y cediendo a él, exploté dentro de su vagina. Contrariamente a lo que esperaba, la pelirroja no se quejó de mi pobre desempeño y abrazándome, susurró en mi oído que llevaba tanto tiempo sin pareja que había dejado de tomar la píldora. Por su tono, no parecía molesta sino esperanzada y por eso, midiendo mis palabras, quise saber qué haría si se quedaba embrazada.

-Llevo mucho tiempo pensando en jubilarme y eso solo aceleraría las cosas. Ya estoy vieja para mi profesión.

  • ¿Pero cuántos años tienes para pensar así? - exclamé confundido.

-Los suficientes para saber que tengo que buscarme otra cosa- contestó sin revelar su edad.

Como ese tema era tabú para muchas mujeres, preferí no seguir indagando y besándola, le pregunté si tenía alguna ropa que pudiera ponerme ya que tenía que ir a trabajar.

-Ahora vuelvo- cogiendo una bata, me dejó solo sobre la cama.

Confieso que pensé que iba a revisar en la casa si tenía algo de mi talla, quizás de un antiguo amante, por eso, no supe que decir cuando al cabo de unos minutos apareció con un par de camisas y un traje que reconocí como míos. Debió de ver mi extrañeza porque levantándome casi a empujones, me llevó a la ducha diciendo:

-Como solo tengo mis vestidos, fui a tu casa y María me los dio.

  • ¿Todavía siguen ahí? - mascullé entre dientes mientras la americana abría el agua caliente.

-Están esperando a hablar contigo. Quieren disculparse- sin rastro de celos, replicó.

Me abstuve de responder y en silencio comencé a ducharme. Interpretando correctamente mi mutismo, la treintañera me aconsejó escuchar lo que querían decirme.

-Lo único que espero de ellas es que me devuelvan las llaves y desaparezcan.

Fue tal la rotundidad de mi deseo que Elizabeth se abstuvo de insistir y cambiando de tema, me preguntó qué era lo que desayunaba. Al decirle que un café, recordé con cierta nostalgia los que me había preparado Lidia desde su llegada a España, pero rechazando esa idea no dije nada y terminé de enjabonarme. Lo cierto fue que mientras la pelirroja se iba a poner la cafetera, el recuerdo de las dos arpías me torturó y por eso al vestirme, mi cabreó era máximo.

«Recuerda que son unas hijas de puta y que para ellas solo eras un medio de conseguir sus planes», me tuve que repetir para no salir corriendo a su encuentro.

Saber que añorara tanto el modo de entregarse de la cincuentona como las mamadas que últimamente recibía de mi princesa me terminó de indignar y tras beberme de un trago el café, me despedí de la americana saliendo fuera de ahí. Si al guardaespaldas que tenía asignado le extrañó que saliera de casa de su jefa, no lo sé. Lo único cierto es que no dijo nada y siguiendo con la función que le habían encomendado, me llevó sano y salvo a la oficina. Una vez ahí, sufrí el interrogatorio de mi socio preguntando si era verdad lo que Elizabeth había dicho y que en la intimidad me comportaba sexualmente como dominante.

  • ¿Por qué lo quieres saber? ¿Acaso eso cambiaría algo entre nosotros? - pregunté.

Colorado hasta el tuétano, Perico reconoció que su última conquista se había quedado intrigada por esa clase de sexo y que en el calor de la noche le había pedido practicarlo, aunque fuera una sola vez:

-Le ofrecí intentarlo, pero no sé ni cómo empezar- comentó sacando a la luz la razón de sus problemas.

Despelotado de risa, lo llevé a su despacho y abriendo su ordenador, le enseñé las páginas webs en las que me había inspirado. Su cara al ver lo que consideraba a buen seguro una aberración, me hizo tratar de consolarle y señalando que esas prácticas solo se diferenciaban de la forma en la que trataba a sus parejas en que ambas partes sabían a qué atenerse, se quedó tranquilo y tímidamente preguntó sobre la dureza que debían tener sus castigos.

-Macho, cambia el chip. No va por ahí. Lo único que debes hacerla ver es quien manda y que debe de plegarse a tus deseos si quiere que la correspondas con placer.

-Eso ya lo hace- protestó defendiendo su virilidad.

-Lo ves, lo que único que varía es que siendo tu sumisa sabrá por anticipado que debe aceptar todas tus órdenes y cumplir tus caprichos.

  • ¿Todos? ¿Incluso si le pido…?

Quitándole la palabra, añadí:

-Dependiendo del acuerdo que llegues con ella. Por pedir que no quede y si lo que seas es follártela en público o compartirla con un colega, pregúntaselo y si acepta, hazlo. El límite será el que ella y tú os impongáis.

Supe que finalmente había comprendido cuando me preguntó dónde podía comprar unos aditamentos en los que había pensado. Mientras le daba las señas de un sex shop que conocía, mi amigo me reveló sus intenciones al comentar lo guapa que estaría Ana vestida de “pony-girl”. La imagen de la americana ataviada con un bocado y unas bridas se formó en mi mente, pero no dije nada y sin despedirme, me fui a mi cubículo mientras pensaba sobré qué opinaría mi nueva amante si le llegaba pidiendo que se pusiera ese disfraz.

«Sería capaz de encasquetármelo a mí», concluí y rechazando su compra, abrí mi correo.

Al hacerlo, me saltó uno de “némesis”. Palidecí al saber que era del hermanastro de Lidia y no supe cómo reaccionar al darme cuenta de que al echar a la latina de mi casa me había puesto en peligro y que cuando ese hombre se enterara, cumpliría la amenaza de hacer público mi pasado.  Temblando por si todo lo que había construido en los últimos veinte años se iba al garete, pensé en qué alternativas tenía y tras meditar el intentar arreglar lo mío con ese par, lo descarté más que nada por amor propio.

«Me niego a ser un títere en manos de esas zorras», pensé y agarrándome a un clavo ardiendo, decidí llamar a Elizabeth para que ella fuera la que hiciera llegar esa documentación a la activista.

Sabiendo que esa solución era momentánea, ya que más temprano que tarde Joaquín Esparza se enteraría de que habíamos terminado, hice la llamada. La pelirroja tardó unos segundos en coger su móvil, segundos que se me hicieron eternos. El tono cariñoso con el que contestó consiguió tranquilizarme y por ello, no me importó que esa monada me tomara el pelo preguntando si tanto la echaba de menos que no podía soportar estar una hora sin oír su voz.

-Ya sabes que sí, pero no te llamo por eso. Necesito que me hagas un favor.

Al preguntarme cual, y a pesar de que saber que quedaría en deuda con ella, le expliqué el embrollo en que me había metido y sus consecuencias. La americana esperó a que le pidiera hacer llegar la información a su destinataria para muerta de risa decirme que no tenía por qué preocuparme y que le renviara el mail.

  • ¿En serio no te importa dárselo tú?

-Para nada- contestó: -Ahora mismo estoy con ellas.

Como no podía ser de otra forma, quise saber los motivos por los que en ese instante estaba con esas dos arpías:

-Ya sabes que a mis superiores les interesa que sigamos en contacto y por eso les estoy ayudando a encontrar alojamiento, ya que mi “cerdito insensible” las ha dejado sin un techo donde vivir.

Que aprovechara el momento para restregarles en la cara que nos habíamos acostado, no me pareció mal y menos cuando gracias a su intervención esas dos putas desaparecerían de mi vida. Por eso, tras prometer compensárselo, me despedí de ella y colgué con la intención de enfrascarme en los temas que me daban de comer. Para mi desgracia, llevaba un par de horas ocupándome de mi negocio cuando apareció por mi despacho Manuel Espina, mi contacto en el CNI.

Como su presencia no podía ser casual, dejé todo lo que estaba haciendo para recibirlo. Tal y como preví, venía en visita oficial y tras los típicos saludos, me informó que en el ministerio estaban preocupados por la campaña que desde España estaba llevando “mi novia” contra su gobierno y que querían saber de antemano que se proponía publicar para tomar medidas antes. Al no convenirme que supieran que había terminado con Lidia, preferí sacar balones fuera prometiendo tenerle al tanto y como prueba de mi buena fe, imprimí la documentación que me había hecho llegar su hermano.

Al no haberla leído con anterioridad a dárselo, no supe qué decir cuando leyéndola, exclamó que si me había dado cuenta que habríamos cavado nuestras tumbas si se publicaba esa información. Preocupado por su reacción, eché una ojeada a lo que le había hecho entrega. Leyendo supe que esos papeles eran la demostración de que la acusación vertida por el suicida era verdad.

-Según esto, el actual presidente fue quien aprobó que su campaña electoral se financiara por los narcos- murmuré para mí no demasiado intranquilo.

  • ¡Mierda! ¡Joder! ¡Alberto! ¡Es mucho más! ¡Revela las cuentas secretas del cartel y en qué banco tienen depositadas sus ganancias! En cuanto se enteren de que poseéis estos datos, pondrán precio a vuestras cabezas. Habla con ella y que se abstenga de hacerlo público.

Comprendiendo por fin el alcance, vencí mis reparos a hablar con ellas. ¡Debía hacer esa llamada! Por lo que tomé mi móvil y marqué el teléfono de Lidia. La latina lo cogió inmediatamente y creyendo quizás que quería hacer las paces, se echó a llorar de alegría diciendo lo arrepentida que estaba de haberme ocultado su relación con María. Como mientras hablara conmigo, no podía publicar nada y sabiendo que le iba a rogar algo que iba en contra de la razón que la había guiado desde niña, me quedé escuchando sus disculpas:

-En cuanto la gente lea lo que me has mandado, el usurpador caerá y entonces te juro que tu princesa se olvidará de su misión y dedicara su vida a hacerte feliz- intentando conciliarse conmigo, comentó.

Asustado por sus palabras, la corté de cuajo y sin importarme la presencia de Manuel a mi lado, le conté lo que me había explicado y le rogué que no lo publicase. Por vez primera desde que había entablado su cruzada, la joven comprendió que la había llevado demasiado lejos y echándose a llorar, me pidió perdón por haberme puesto en peligro. Cabreado, le pedí nuevamente que se abstuviera de hacer una conferencia de prensa para darlo a conocer.

-Lo siento, mi amor. Ya lo he subido a la red y está corriendo como pólvora- aterrorizada respondió.

No seguí escuchando. Sin saber si había colgado o no, expliqué al burócrata que había llegado tarde y que esa bomba estaba explotando en esos momentos:

  • ¡Su puta madre! Alberto eres hombre muerto, ni poniéndote un regimiento de escoltas puedo garantizar que mañana sigas vivo- dejándose caer en el asiento, contestó.

  • ¡Algo se podrá hacer! – exclamé totalmente acojonado.

Durante un par de minutos, se quedó pensando hasta que, tomándome de las solapas, me sacó a trompicones de la oficina.

  • ¿Dónde vamos? - pregunté sabiendo que daba igual lo que dijera, ya que para seguir respirando debía confiar en él.

-A un sitio seguro o al menos eso creo- fue su respuesta.

Que me sacara del edificio pistola en mano, incrementó mi acojono y como un zombi sin voluntad dejé que me subiera a un coche. A buen recaudo en el automóvil blindado hizo un par de llamadas, una de las cuales sin duda fue a Elizabeth ya que no podía ser de otra forma al haber sido nombrada su jefa. Por lo visto, la pelirroja no pareció sorprendida y le dio la ubicación a donde debía llevarme.

  • ¡Esa zorra debía saber algo! No es lógico que ya lo tuviera preparado- rugió molesto mientras introducía en el GPS la dirección.

No pude ni quise decirle que la primera persona a la que había hecho participe de la documentación había sido a ella. Bastante tenía con asimilar que esa puta de ojos verdes me había traicionado al no evitar que Lidia cometiera el error, cuando en su condición de miembro de un organismo de inteligencia debía haber sabido las consecuencias que eso me acarrearía.

«Y yo que creía que estaba colada por mí», me lamenté en silencio mientras observaba que el chófer salía de Madrid por la carretera de la Coruña.

Apenas hablé durante las dos horas escasas que tardamos en llegar a la finca que habían designado como residencia. Desconociendo cuanto tiempo estaría ahí, miré a mi alrededor y exceptuando el caserón de piedra donde me alojaría, el resto era campo. Manuel no se cortó al inspeccionar el lugar y despotricando en voz alta se preguntó cómo era posible que los yanquis dispusieran de un sitio así en España. Como profano en temas de seguridad no veía nada raro y por eso no dudé en preguntar.

-Fíjate, este sitio es una fortaleza. En cada árbol hay una cámara por lo que con certeza llevan monitoreándonos desde que cruzamos la verja de entrada hace más de cinco kilómetros. No entiendo que malgasten tanta inversión en ti- comentó sin cortarse: -Estas instalaciones son de un solo uso. Cuando te marches, tendrán que desmontarlas y buscarse otras.

Su enfado me alegró al saber que esa mujer valoraba mi vida por encima del dinero que les costaría a los contribuyentes americanos y por eso más confiado tomé mi chaqueta para a continuación subir por la escalinata que llevaba a la puerta que se estaba abriendo. El alma se me cayó a los pies cuando de su interior salieron María y Lidia, las cuales, obviando que se debía a ellas el que me encontrara en esa situación, corrieron a mis brazos. Rechazando sus arrumacos, pregunté a un miembro del equipo de seguridad donde estaba mi cuarto.

-Le acompaño y de paso le explicó qué debe hacer para facilitarnos la tarea de mantenerlo a salvo- abriendo camino a través de sus pasillos, comentó.

Mientras nos dirigíamos a la habitación, pude de pasada observar que, a pesar de su apariencia exterior, esa mansión medieval tenía todo tipo de comodidades modernas y eso lejos de calmarme, me encabronó al saber que si los Estados Unidos había considerado necesario hacer ese dispendio no era por mí sino por la latina.

«Ella es quién les interesa», me dije mientras escuchaba las explicaciones del tipo:

-Aunque el perímetro es seguro, no debe alejarse más de quinientos metros de la casa o saltaran las alarmas e iremos por usted. Además, tiene prohibido cualquier contacto con el exterior. Si necesita mandar un mensaje a alguien, deberá hacerlo por mi vía y seré yo quien lo haga. Cumpliendo a rajatabla estas instrucciones, usted y las dos mujeres pueden hacer una vida normal. La casa cuenta con un gimnasio, una sala de cine y demás facilidades que estarán a su disposición.

Molesto, pregunté al americano como se llamaba:

-Puede llamarme John Doe- contestó dejándome solo.

Reconozco que me hizo gracia que se autonombrara de esa forma, ya que era el alias que en su país usaban para referirse a alguien desconocido y que su versión hispana era Juan Sin Nombre. Lo que no me hizo tanta gracia fue descubrir, al revisar la habitación, que mi ropa y la de las dos arpías estaba colocada en sus armarios.

«Si confían en dormir aquí van dadas», rugí y cerrando con llave la puerta, me tumbé a ver la televisión desde la cama.

Al encenderse estaba sintonizado un programa del corazón, por lo que decidí buscar otra cosa que ver. Al revisar los canales comprobé que no solo contaba con los habituales, sino que también podía ver los de medio mundo. Al pasar por la CNN, estaban dando la noticia que a resultas de una operación de inteligencia el gobierno americano había congelado más de doscientos millones de dólares que un cartel tenía depositado en un banco de las Islas Caimán. Sabiendo que se debía a los papeles que le había dado a la pelirroja, me quedé escuchando el resto del reportaje y así me enteré que, como resultado de esa incautación, había caído el cabecilla financiero de ese grupo.

Al terminar y sin que los locutores lo relacionaran, hablaron de escándalo que habían producido las publicaciones de Lidia en su país, las cuales habían obligado al gobierno a dar explicaciones ante el parlamento. Explicaciones que tendrían lugar en cuatro días, aunque todo el mundo dudaba que el ejecutivo pudiera mantenerse en pie tanto tiempo.

«Lo normal sería que dimitieran en pleno», me dije y pensando en ello, caí en la cuenta de que, salvaguardando la vida de la latina, los yanquis se reservaban la carta de forzar que ella o alguien de su cuerda fuera nombrada para dirigir el destino de su patria: «Esos cabrones no dan un paso en falso y la utilizarán si lo consideran oportuno».

Meditando sobre las consecuencias que tendría para mí ese hipotético nombramiento, no supe discernir si sería bueno o por el contrario sería otra vuelta más a la soga que amenazaba con ahorcarme.

«Aunque se sepa que ya no andamos, sus enemigos verán en mí un método de hacerle daño, por lo que, si vuelvo con ella mal, si se va peor… ¡estoy jodido!».

17

Durante tres horas me quedé enclaustrado, ciento ochenta y tantos minutos en los que me comí la cabeza lamentando mi libertad perdida por culpa de mi bragueta. Y es que no podía echar la culpa al amigo que me pidió acogerla al asumir que había tenido muchas ocasiones para zafarme del entuerto, pero en vez de hacerlo había profundizado aún más mis problemas acostándome con María, pajeándome en la cara de Lidia y dando alas a Elizabeth para que cumpliera sus sueños. Saber que había lanzado mi vida por un precipicio y seguramente la de mi socio por sentirme joven me produjo una angustia cercana a la depresión que no me permitía siquiera respirar. Tratando de salir de esa espiral autodestructiva, decidí dejar mi encierro y dar un paseo por el área que tenía permitida. Ya fuera de la casa, observé el mimo y buen gusto con el que algún paisajista había diseñado el jardín, reconociendo que para ser una cárcel el sitio era un paraíso.

Ubicado a los pies del sistema central, esas montañas le daban un carácter único y olvidando momentáneamente que estaba cautivo, soñé con jubilarme algún día allí:

«Cualquiera se daría con un canto en los dientes por pasar su retiro entre estos muros», concluí mientras mi estómago me recordaba que no había tomado más que un café.

Renuente a volver a la mansión para no encontrarme con ellas, comprendí que era ridículo, que por mucho que lo postergara y hasta que la situación se resolviera de algún modo, no me quedaba otra que convivir con las causantes de que estuviera ahí.

«Aunque se lo han buscado, esas dos están en la misma situación que yo: presas y con una sentencia de muerte a sus espaldas».

Por ello y haciendo de tripas corazón, recorrí el camino que me llevaba de vuelta. La presencia de hombres armados custodiando su entrada incrementó la sensación de reclusión cuando abrí la puerta. Al entrar, el olor que manaba de la cocina y que se extendía por la casa curiosamente me agradó al reconocer la mano de la hispana entre sus fogones.

«Será una puta, pero como chef no tiene rival», salivé anticipadamente al rememorar la calidad de sus guisos.

María me recibió con una sonrisa en el comedor, sonrisa que no devolví y en silencio, tomé asiento. Agradecí que ni siquiera intentara entablar una conversación y mientras colocaba la mesa, me la quedé mirando. Cabreado, comprendí que me seguía gustando.

«Sería solo sexo», y disculpando de antemano el caer nuevamente entre sus brazos, murmuré para mí al valorar la rotundidad de su trasero.

Supe que la cincuentona había advertido el deseo que escondía mi mirada cuando bajo su blusa se marcaron dos pequeñas protuberancias, prueba inequívoca que a pesar de tener a su pareja cerca se sentía atraída por mí. Esa confirmación reafirmó mis temores de la tentación que iba a sufrir durante mi estancia entre esos muros. La llegada de Lidia con la comida no hizo más que profundizar esa certeza al notar como mi corazón se aceleraba.

«Parezco un crio», me lamenté mientras trataba de retirar mi vista de los labios que tanto placer me habían dado.

El recuerdo de su alegría recibiendo mi semen cuando me hacía una mamada azuzó mi excitación y nuevamente me vi tentado a volver a disfrutar de la ternura de su boca haciendo caso omiso de su traición. Asumiendo que para evitar caer en las caricias de esas dos zorras debía exteriorizar que seguía considerando rotos todos los puentes, esperé a que sirviera los platos para hacerlo:

-Ya que por vuestra culpa me halló aquí, os quiero dejar claro que sigo enfadado y que me niego a ser vuestro juguete. Nos comportaremos como personas civilizadas y en lo posible, reduciremos nuestros contactos a lo meramente imprescindible - viendo que me miraban con cara seria, añadí: -Os tenéis la una a la otra, por lo que si os pica el chichi ni se os ocurra buscarme.

Aunque preví resistencia por parte de la latina, nunca supuse que María, echa una hiena, se negara a aceptar mis condiciones y menos que encima tuviera el rostro de exigir que cumpliera mi promesa de dejarla embarazada:

-Creyendo en ti, me sometí al tratamiento de fertilidad y no pienso consentir que me niegues la posibilidad de ser madre. Es más, solo accedí a venir aquí porque Elizabeth, la pecosa que te tiras, me aseguró que te acostarías conmigo. Así que, si no piensas hacerlo, dímelo para que me vaya- rugió tirando la servilleta sobre la mesa para a continuación, y sin darme opción a hablar, salir llorando del comedor.

Todavía impactado, escuché a Lidia comentar:

-Si tienes que castigar a alguien es a mí, pero por favor no dirijas tus iras hacia ella. No sé cómo reaccionaría si la abandonas.

El descaro con el que obviaba que eran pareja me indignó y reteniendo las ganas de abofetearla, repliqué que jamás podría perdonar sus mentiras.

-¿Qué mentiras? Te reconozco que nunca te dijimos que nos acostábamos desde antes de llegar a España, pero eres idiota si piensas que nuestro amor por ti es falso.  María te quiere desde joven y yo ahora te adoro. Sí… aunque no lo creas me he enamorado de ti y tampoco concibo la vida si no es a tu lado- con dulzura y sin alzar la voz, contestó.

Su tranquilidad me enervó y a pesar de desear creerla, respondí que estaba loca si creía que las cosas volverían al punto de partida y que jamás volvería a aceptar que fuera mi princesa.

-Lo quieras admitir o no, da lo mismo… Lo fui, lo soy y lo seguiré siendo, aunque me eches de tu lado y viva del otro lado del charco- sin alterarse, refutó mis palabras mientras comenzaba a comer.

Sin otra salida, la imité y por unos momentos, la exquisitez de su guiso me hizo olvidar mi enfado. La joven sonrió cuando alabé su sazón y tal como era su costumbre, aprovechó mi debilidad para tratar de sacar partida:

-Por mucho que sea una buena cocinera, sé que nada puede igualar el sabor de los regalos con los que mi señor me premia cuando está contento.

Que se lamiera los labios mientras hacía mención de sus mamadas, me excitó y casi caí en el error de pedirle una, pero en vez de ello preferí callar y seguir disfrutando del plato que con tanto mimo había preparado. La aceptación que escondía mi silencio la hizo sonreír y sabiendo que la lucha para que todo volviera a la normalidad seria encarnizada, eligió no seguir presionando y tal como había hecho desde que llegó a mi casa, aguardó que terminara para preguntar si quería tomar el café en el salón.

Aun reconociendo que su oferta tenía trampa, accedí a sus deseos pensando lo mucho que me gustaba la rutina de quedarme adormilado en un diván mientras saboreaba un expreso. De esa forma, unos minutos después y ya cómodamente sentado en un sofá con la tele puesta, la vi entrar portando una bandeja en la que, además de ese negro elixir, traía una copa de whisky. Satisfecho por esos cuidados a los que me había acostumbrado desde que apareció en mi puerta, pregunté cómo seguía María.

-Ahora te la mando- respondió mientras desaparecía por el pasillo sin dar tiempo a que le dijera que no era eso lo que quería.

Saber que tendría que soportar los reproches de esa mujer despechada me llenó de angustia e inconscientemente, preparé qué iba a decirle cuando llegara. Nunca llegué a pronunciar el discurso porque al llegar en completo silencio posó su cabeza en una de mis piernas y se quedó dormida. Tenerla acurrucada a mi lado, me permitió volver a observar su belleza y con el corazón encogido cerré los ojos, mientras deseaba que nuestro reencuentro hubiese sido de otra forma. Curiosamente, esa sensación de hogar se hizo total cuando percibí que Lidia volvía al salón e imitando a su novia, usaba mi otro muslo como almohada:

«¡Su puta madre! ¡Estoy colado por ellas!», exclamé en el interior de mi mente al admitir por fin que yo también las quería...

Tras la siesta, ninguno comentó lo sucedido. Sé que por su parte no querían forzar la máquina no fuera a ser que todo volviera a la situación de partida y volviese a recordar la razón de mi cabreo. Lo que todavía no comprendo es la razón por la que yo no dije nada y elegí mantener la supuesta tregua que implícitamente habíamos firmado.

«Van a creer que las he perdonado», me dije.

Al ver que se levantaban cogidas de la mano, comprendí que se iban a compartir unas caricias que con gusto hubiera deseado para mí, pero que mi sinrazón me negaba. Apenas habían pasado unos minutos cuando a mis oídos llegó el sonido de sus gemidos. Por mucho que intenté abstraerme, me vi poseído por la melodía de sus gargantas y cediendo a mis impulsos, caminé en busca de su origen. Sin meditar lo que estaba haciendo al llegar y ver la puerta abierta de mi cuarto, me quedé mirando como María separaba las piernas de su amante mientas se deslizaba por su cuerpo. Los suspiros de la latina la acompañaron en su viaje y al llegar a su ombligo, se detuvo brevemente:

  • ¡Qué ganas tengo de ver a Alberto follándote! –musitó mientras dos de sus dedos le separaban los labios que daban entrada a su sexo.

Desde la puerta, pude observar que estaba excitada al ver la humedad de esos apetitosos pliegues. La cincuentona ajena a estar siendo observada, traspasó con las yemas la frontera visible que delimitaba ese terso vello púbico y sin esperar su aprobación, acarició su clítoris para a continuación con la punta de la lengua jugar con él. La exasperante lentitud con la que dio buena cuenta de ese manjar me tenía totalmente absorto y deseando ser yo quien lo mimara, fui testigo de su avance hasta que, recreándose en su dominio, mi amiga se puso a mordisquearlo.

El chillido de la latina me hizo saber que el placer estaba dominándola:

«La tiene a punto de caramelo», murmuré con deseos de participar al contemplar la melena de María haciéndose fuerte entre las piernas de Lidia. El efecto de esas caricias fue inmediato e impresionado, confirmé que el placer subyugaba a la morena, la cual, sin necesidad de disimular ante su amante, se retorció sobre las sábanas corriéndose. Confieso que me sorprendió tanto la violencia de su orgasmo como la potencia de los gritos que surgieron de su garganta al ser amada y excitado comprendí que sin mi presencia esa muchacha estaba dejando salir el amor que sentía por ella. Por eso me sorprendió que mientras su pareja bebía de su flujo fuese mi nombre el que gritara y que María demostrando una ausencia de celos que no era normal, murmuró en su oído lo poco que faltaba para que el comandante Omega tomara a su princesa.

-Ojalá no tarde, no puedo aguantar más sin que me haga suya- suspiró la joven inmersa en el éxtasis que la insistencia de la cincuentona sobre su vulva le estaba provocando.

―Pronto, será pronto― susurró mientras entrelazaba sus piernas con las de ella haciendo que por fin sus dos humedades se hicieran una.

―Necesito saber que me ama― chilló fuera de sí y con las hormonas de una hembra en celo al experimentar los pliegues de su novia frotándose contra los suyos.

Ese inconfesable deseo, dicho en voz alta, fue el banderazo de salida para que ambas mujeres se fusionaran en un cabalgar mutuo.  Por el contrario, a mí, me llenó de turbación y mientras azuzadas por Lesbos, esas dos compartían besos y fluidos, me quedé pensando si podía ser cierto lo que acababa de oír. A nadie extrañará que me sentía alagado, pero entonces y mientras ambas se retorcían llenas de placer escuché la razón por la que la urgía ser tomada por mí de labios de su pareja:

-Cuando te desvirgue, se sentirá obligado a casarse contigo. Con un marido, nadie sospechará que nos amamos y entonces ya no habrá ningún impedimento para que te presentes a las elecciones.

Desolado al sentirme otra vez traicionado, me retiré a digerir ese nuevo desplante....


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LA PRINCESA MAGA Y SUS CUATRO SACERDOTISAS

Sinopsis:

Un negocio en África hace que nuestro protagonista entre en contacto con la realidad de una cultura y una gente que le eran desconocidas. Sin saber cómo ni porqué se deja llevar por su soberbia y cierra un trato con un reyezuelo local desconociendo que al comprar su heredad no solo estaba adquiriendo unas tierras, sino que ese apretón de manos llevaba incluido su boda con su hija, la princesa.

Temiendo por su puesto de trabajo, es incapaz de rehuir el trato aunque ello lleve emparejado unirse de por vida con una mujer con la que siquiera ha hablado y sin conocer las consecuencias que eso tendría. Al ir conociendo a su esposa, Manuel descubre que sus paisanos le tienen un respeto desmedido y que bajo la apariencia de una bella joven se esconde una maga de inmensos poderes.

Para terminar de complicar las cosas donde va ella, van las cuatro premières... sus sacerdotisas, las cuales también se consideran a ellas mismas: ¡sus esposas!