Los placeres prohíbidos de una estudiante aplicad

La tímida estudiante espera que cediendo a los deseos del director pueda mantener su aventura en secreto. Pero no cuenta con que una de sus compañeras no piensa pedirle permiso a nadie para disfrutar de ella.

EL DESPACHO DEL DIRECTOR

Eran más o menos las once de la mañana cuándo unos débiles golpes le indicaron que alguien llamaba a la puerta. El director dejó el bolígrafo sobre la mesa y se levantó de su escritorio. Era un hombre en la cincuentena y jamás había hecho mucho por mantenerse en forma. La curva de su cintura así lo indicaba con claridad. Además, la calvicie y un anticuado bigote le hacían parecer mucho más viejo de lo que era en realidad. Con una estatura media y un sobrio traje azul de corte convencional, representaba la imagen tópica de tantos hombres idénticos a él: Un burócrata carente de expectativas que desempeñaba con cierta inercia un puesto marcado por la rutina. Se volvió hacia el ventanal a través del cual la luminosa mañana de primavera inundaba el despacho y corrió las gruesas cortinas. Sólo entonces, con su voz aflautada deformada por una vida de fumador, contestó a la llamada:

-Pase.-

La alumna abrió la puerta y entró con cuidado y la mirada fija en el suelo.

-Buenos días señorita.-

-Buenos días señor Director.- Respondió esta sin levantar la mirada.

El hombre se dirigió a la puerta y dio una vuelta a la llave en la cerradura. El mecanismo estaba muy engrasado por orden suya y apenas era posible percibir a los pequeños rodillos deslizarse al encajar en el marco. Sólo entonces, con la eficacia de los gestos repetidos a diario, se colocó frente a la joven.

Ella era una muchacha discreta, que vestía sin estridencias ni originalidad el sobrio uniforme azul. No era casualidad que el azul fuese prácticamente del mismo tono que el del traje del director. La estudiante tenía el pelo corto. Era morena con destellos de castaño, y la sobriedad de su peinado se realzaba con la diadema que usaba, totalmente impersonal y hasta un punto incongruente por su estilo anticuda en una joven de su edad. Sus rasgos eran poco característicos, anodinos, sin nada que destacase, excepto cierta redondez en ellos. Tampoco era fácil apreciarlo, porque miraba al suelo y llevaba unas gafas con una gruesa montura de pasta negra. El uniforme, amplio, holgado, no ocultaba una leve obesidad, ni podía disimular sus amplios pechos.Bastante llamativos para su edad.

Colocado frente a ella, el director sujetó la parte inferior del jersey con el escudo del centro que la joven llevaba puesto.

  • Suba los brazos señorita.-

  • Sí señor director.-

Con la coordinación que da la práctica, la chica levantó los brazos colocando los codos alineados con los hombros. El director recogió el jersey hasta colocarlo debajo de las axilas de la estudiante, dejando al descubierto la blusa blanca con la corbata que lucía los colores del centro educativo en el que ambos se encontraban.

-Siéntese.- Dijo a continuación.

La muchacha, que conocía perfectamente lo que se esperaba de ella, se desabotonó con cuidado los botones centrales de la blusa y se sentó en el extremo del sofá que había en una esquina del despacho, bajo un enorme bodegón. Se sentó sobre una de sus piernas, para que la desabrochada blusa estuviese de frente al director, que tras colocar cuidadosamente su chaqueta sobre una silla, se había sentado junto a ella.

Siguiendo la rutina acordada entre ellos, la estudiante separó la blusa dejando al aire su sujetador. Era un bonito sostén blanco de algodón con un bordado azul. Las copas eran muy grandes, pero aun así apenas contenían los grandes pechos de la joven. Sin su holgada ropa, las hermosas masas de carne destacaban en toda su arrogante grandeza. Las copas del sujetador eran realmente amplias, sobre todo para una muchacha de su edad. Con cuidado y habilidad, empleando ambas manos, la joven extrajo uno de los pechos de su respectiva copa. El pecho, de un color cremoso, con una enorme areola de un suave castaño, estaba coronado por un pezón de un grosor muy notable, casi como la falange del meñique de un hombre adulto y desde luego comparable con ventaja al filtro de un cigarrillo convencional. Libre de su opresión, el pecho pareció desplegarse en una oleada de carne y fragancia juvenil, desparramándose sobre el sujetador que le había contenido y escapándose de las manos de la joven.

El director miró la magnífica exuberancia de la joven con gesto complacido y lúbrico. Pero actuó con la tranquilidad que le daba el haber disfrutado muchas veces de aquella fruta prohibida. Se inclinó suavemente sobre ella y se la quitó de las manos a la joven, que se tumbó sobre el sofá entregándose sumisa y callada a la voluntad de su director. El hombre se comportó con mucha suavidad. Primero besó el pezón como si lo saludase y luego lamió suavemente la areola. Lo cierto es que sujetaba el enorme pecho como quién sujeta un bocadillo, y en tal postura comenzó rápidamente a devorarlo, introduciéndose tanto de este en la boca como podía. El tamaño, el olor, la suavidad y la textura eran enloquecedores. Igual que la sumisa entrega de la joven, sin repulsión ni resistencia, sin reaccionar ni participar, simplemente colaborando en el ritual con eficacia y sin pasión. Como la señorita que era y con la fría indiferencia que se esperaba afrontase todos sus deberes el alumnado del centro.

Chupaba con fuerza, pero le habría gustado morder y pellizcar el preciado fruto. Lo cierto es que el pecho no estaba inmaculado. Diversas marcas, algunas más recientes que otras, profanaban su blancura delicada. Pero ninguna la había producido él. Algún tipo de escrúpulo, un temor atávico, le impedían dejar ninguna huella sobre aquella piel que luego pudiese acusarle. Se conformaba con ver la dentadura de otro hombre profundamente impresa en aquella piel inocente para animarse a sí mismo. Ni era el primero, ni era tan cruel como el principal beneficiario de la suavidad de aquellos pechos. Se retiró un momento, y se limpió los labios con cuidado utilizando un pañuelo que sacó de su bolsillo. Una capa de saliva brillaba sobre el pecho de la estudiante. No conseguía decidir si su salivación la producía el deseo o la edad, pero en todo caso era muy evidente.

-¿Volvió a hacerlo ayer?-

-Sí, como casi todos los días en que coincidimos señor Director.-

-¿Y volvió a penetrarte?

  • Si señor Director. Siempre que nos quedamos solos el tiempo suficiente.-

-Bien.-

Y tras decir esto, cogiéndola por la nuca con firmeza, se inclinó sobre ella. La muchacha abrió la boca obediente y sumisa, pero sin alterar el gesto ni hacer movimiento alguno. El hombre lamió sus labios, pegó su boca a la de ella y exploró su interior con su lengua codiciosa. La frescura de aquella muchacha era deliciosa. Sabía a las golosinas que había tomado aquella mañana y a algo más enloquecedor y delicado. Ella jamás colaboraba. En puridad jamás se habían dado un beso, pero a él le fascinaba la muestra de dominio que implicaba el mismo acto de unir sus bocas. Se retiró un instante.

-¿Es el primero que te besa?-

-Si señor Director.-

-Lástima.-

Y volvió a devorar la boca de la joven disfrutando de su sumisa entrega. Allí había algo que el otro no tenía. Qué lástima no ser él el primero.

Cuándo tuvo suficiente, volvió al pecho, y en aquella deliciosa tarea se encontraba cuándo unos golpes apagados sonaron en la puerta.

Sin ninguna prisa ni sorpresa, el director se retiró y recogió su chaqueta. Tras ponérsela esperó a que la joven terminase de limpiar superficialmente su saliva de su precioso pecho con un pañuelo de papel. Tras esto, volvió a colocarse el pecho en el interior de la copa, y para no perder más tiempo, se bajó directamente el jersey sobre la blusa desabotonada en parte. Mientras se dirigía a la puerta, la joven se irguió y esperó de pie. Su gesto no había cambiado, transmitía una fría serenidad que resultaba terriblemente tentadora y completamente conveniente por su discreción.

El hombre abrió la puerta con extremo cuidado, esperando disimular el ruido de la cerradura. Una mujer de mediana edad y aspecto sobrio y distante le saludó con frialdad cuándo la puerta le dio acceso al despacho.

-El padre de la señorita ha confirmado su cita y avisa que ya se dirige hacia aquí. Llegará en un cuarto de hora, más o menos. Según lo que tarde en aparcar.-

  • Muchas gracias.-

-¿Quiere que la señorita espere aquí fuera?-

-No hace falta. Estará más cómoda en el despacho. Ya sabe que es una de nuestras mejores estudiantes. No me molestará en absoluto.-

-Como usted quiera señor Director.-

-Cuando llegue el padre de nuestra alumna, por favor, hágale pasar de inmediato.-

-Por supuesto señor director.-

El Director miró el reloj de su pulsera. Era estimulante pensar que aún podía dedicar una media hora a la joven, pero por otro lado no quería que el padre les sorprendiese casi en plena aventura. El conocimiento de este de su hija era muy superior al de una secretaria incompetente y aburrida, por lo que había que tratar de evitar una posible escena.

Se sentó en su silla frente al escritorio tras descorrer las cortinas, y le pidió a la joven que se tomase asiento frente a él.

-¿Estás bien?-

-Sí.-

Era lo más lejos que pensaba llegar en cuanto a solicitar de la joven algo de entusiasmo.

  • ¿Tienes novio?-

-No podría responderle exactamente.-

-Me refiero a alguien que no sea un adulto. Alguien a quién frecuentes con cierta regularidad.-

-No.-

-¿Te cuesta relacionarte con gente de tu edad?-

-Si.-

La frialdad de la joven era excitante. Igual que la idea de que ningún muchacho de su edad tocase aquella piel.

Ella no volvió a hablar y él se dedicó al papeleo rutinario hasta que llegó el padre.

Era un hombre casi una década más joven que él director, y si bien tampoco parecía ser un deportista, su figura era mucho mejor que la del obeso educador. También estaba calvo, pero lucía su carencia sin complejos, con el resto del cabello muy corto. Vestía de sport y se movía con agilidad. Sonreía ya cuando entró, pero se le iluminó la cara al ver a su hija, que también sonrió con auténtica alegría al verle y se levantó para besarle en las mejillas.

Tras las presentaciones de rigor e invitarle a sentarse, el director entró en materia.

-He querido tener la oportunidad de comentarle en persona el enorme orgullo que siente este centro por contar con una alumna como su hija. Es una muchacha de excelentes dotes personales y con una actitud inmejorable, dispuesta a entregarse por completo y a colaborar hasta el extremo con el profesorado. Precisamente por eso hemos pensado en ella para que sea la secretaria del consejo de alumnos.-

-Me alegra mucho, muchísimo saber que mi hija les causa tan buena impresión. Naturalmente no me sorprende, pero si me alarma un poco. ¿No le quitará mucho tiempo de sus estudios ese puesto?-

-Realmente el puesto no tiene unas atribuciones tan exigentes como la representante de los alumnos, que estos exigen por votación. Pero hemos pensado implementar la representación de estos con un puesto más técnico. Lo cierto es que apenas tendrá que acudir fuera del horario habitual, y que casi toda su labor la realizará en algunas de las horas en que no tiene clase. Por supuesto que será una pequeña pérdida de tiempo, pero pensamos que tendrá un efecto muy positivo para ella y sobre todo para el centro.-

-Bueno cariño, me lo pintan muy bien. ¿Tú qué opinas?-

-Que creo poder ayudar mucho al centro papa.-

Realmente a partir de ese momento no hubo mucho más que hablar. Conversaron sobre trivialidades y el padre de la joven terminó despidiéndose para volver al trabajo. Salía del despacho con una sonrisa y una actitud realmente positiva. La secretaria tenía una cita personal y nadie pudo oír los rodillos de la cerradura encajar de nuevo. Tras cerrar la puerta, el director se volvió de nuevo hacia la joven.

-Ya ve que yo he cumplido mi palabra. Me resultaría muy difícil, aunque no imposible, cambiar mi versión. Por supuesto, este puesto no tendrá ninguna obligación para usted y le permitirá moverse con libertad por el centro. No sólo para acudir a mí despacho, naturalmente.-

-Ha cumplido señor director. Pero queda el otro asunto.-

-No tiene nada que temer de mí. Por supuesto, mientras sean discretos. Sólo puedo ocultar lo que yo sé. Si más personas llegan a conocer su secreto, haré lo posible pero no me jugaré ni mí puesto ni mi reputación por ustedes.-

-Tendrá que ser suficiente.-

-Así lo espero.-

-Entonces, si estamos de acuerdo, ¿Le parece un buen momento para cumplir con las condiciones de nuestro acuerdo?-

-Por supuesto.-

La muchacha se levantó, y con una notable economía de movimientos se quitó el jersey y luego la falda, que colocó cuidadosamente sobre la silla. No llevaba medias, sólo unos bonitos calcetines. La ropa interior, con sus juveniles tonos, hizo brillar los ojos del director. Se retiró igualmente la diadema y las gruesas gafas. Desabotonó completamente la blusa, y dejó al aire el sujetador que confinaba unos pechos que explotaban en su forzado encierro. El director estaba terriblemente emocionado. La joven no se quitó más ropa y el director no se lo exigió. Habría ocasión para ello en el futuro y era excitante encontrarse con su lencería ocultando las partes más interesantes. Además, en esta ocasión, ya no se trataba principalmente de mirar.

La muchacha se tumbó boca arriba. El director, sin dejar de mirarla, se desnudó por completo. Con su figura descuidada, mezcla de una barriga excesiva y unas extremidades débiles, se sentó en el sofá junto a la joven. Colocó con cuidado su mano sobre las braguitas de suave algodón y comenzó a acariciar la zona mientras ella cerraba los ojos para no volver a abrirlos durante el resto de su convenida intimidad. Tras unos instantes de hábil manipulación, una humedad prometedora comenzó a empapar el suave algodón.

-¿Ha tomado usted la píldora?-

-Sí señor director.-

-¿Le parece si empiezo?-

-Cuándo usted quiera-

El director se puso de rodillas entre las piernas de la joven, fuertes y bien formadas, y apoyo una mano en el sofá junto a la cabeza de ella. Con la otra mano sujetó su pene ya totalmente erguido, y se inclinó sobre su alumna. Sin dejar de sujetarse su virilidad, deslizó con unos dedos la húmeda braguita, lo suficiente para dejarle paso hasta la rosada intimidad de la muchacha. Casi no tenía vello y sus hinchados labios exteriores palpitaban prometedores. Colocó su falo en la entrada de la jugosa cueva y empujó levemente con las caderas. Poco a poco, mientras la joven se mordía el labio y se tensaba, fue avanzando dentro de ella. Era un tormento más dulce que ninguno. A pesar de la humedad y flexibilidad, la firmeza de aquellos músculos tan jóvenes se adaptaba a su pene como una segunda piel. La suave presión le procuraba un placer infinito, y cuándo al fin estuvo completamente dentro, descansó sobre la joven. Volvió a reclamar su boca y volvió a devorarla con la misma falta de colaboración. Pero no le importaba. Sólo le importaba volver a estar dentro de una chica tan joven. Sus propias caderas comenzaron un vaivén rítmico que no tuvo ni que ordenar. Sus propios gemidos le obligaron a dejar de besar a la estudiante, que pasó a morderse los labios con fuerza sin abrir los ojos. El momento era delicioso, pero el placer y la falta de práctica le jugaron una mala pasada, y se sintió morir en medio de un orgasmo de una intensidad olvidada pero demasiado prematura para sus planes. Sólo le consoló sentir la gran cantidad de esperma que fluía de sus entrañas y empapaba las de la joven. No habría soportado usar un preservativo. Quería empaparla de su semilla. Hacerla tan suya como pudiese.

Con demasiada premura para su gusto, la joven se deslizó debajo de él para poder incorporarse y se acercó al pequeño baño del despacho. El director oyó correr el agua que seguramente limpiaba los restos de su semen de los hermosos y firmes muslos de la joven. Tras unos minutos, con la misma frialdad que ponía en todo momento, su reciente amante salió del baño y se vistió, tras lo cual regresó junto al espejo para recomponer su aspecto. Sintiendo la invisible presión de la chica, el director se vistió sin demasiado interés y abrió la puerta para ella. No podía lamentar su prisa. Ella había cumplido puntualmente lo acordado. Pero le dolía la absoluta certeza del lugar al que ella quería dirigirse sin perder un minuto.

EL AULA DE GIMNASIA

Protegida por su nueva carta de inmunidad, la joven comenzó a sonreír tímidamente mientras aceleraba el paso. Ni todo su autocontrol le permitía ocultar su ilusión. Había conseguido proteger su aventura secreta y al hombre que la protagonizaba con ella. Y no sólo eso, también protegerse en el futuro y facilitar mucho las cosas. Caminó con rapidez por los pasillos vacíos hasta la gran puerta que daba acceso a las instalaciones deportivas. Allí, corrió sin temer miradas ajenas hasta el despacho del profesor de educación física y entró sin llamar. El joven objeto de su pasión estaba sentando ojeando unas revistas. Por oposición al director, era sólo unos pocos años mayor que ella. Un profesor recién titulado que no podía contrastar más con el ridículo hombrecillo que acababa de cobrarse con la carne de la muchacha el consentimiento a aquella relación prohibida. El amante de la joven era atlético y alto, y con la sonrisa que la recibió podía pasar, sin problemas, por el hombre más guapo que ella había visto nunca. Se levantó rápidamente y tras besarla y abrazarla con pasión le preguntó.

-¿Lo has conseguido?-

-Está todo arreglado. No hablará.-

-Siento que hayas tenido que hacerlo.-

-No me importa nada si es por ti. Ahora podemos vernos sin problemas.-

-Y lo que no es vernos.- Dijo él, y a continuación la sujetó por las piernas y la levantó en vilo para trasladarla sobre la mesa. Sintió que la frescura de su amante la inundaba, y su pasión no tuvo nada que ver con la frialdad con la que recibía los babosos y agrios besos del director. Sintió su boca llenarse con la fuerza de su lengua y trató de combatir con ella. Pero era demasiado débil y la pasión de él demasiado avasalladora. Antes de que el joven se bajase los pantalones, ella ya chorreaba, por lo que su poderosa e incansable polla no tuvo ningún problema en abrirse paso. Le levanto la falda sobre el abdomen y le bajó las bragas hasta los tobillos, para poder sacarlas y apretarlas en una mano antes de dejarlas junto a la cara de la muchacha, sobre la mesa. Quería verlas mientras la penetrase, para recordar lo joven e inocente que era aquella belleza que iba a follarse. Sin tiempo para esperar, arrastró jersey, blusa y sujetador, todo enrollado y mezclado, hasta donde dejaron descubiertos los maravillosos pechos que se lanzó a apretar, pellizcar y morder. Ella no podía evitar mugiditos irregulares de dolor y sorpresa. Pero el deseo que despertaba en aquel hombre que la enloquecía era demasiado satisfactorio como para quejarse de aquel trato brutal que llenaba sus pechos de marcas. No. De marcas no. De condecoraciones. Condecoraciones al valor y premios a su belleza. Las miraba por la noche, desnuda en el baño, y se sentía orgullosa. Y tenía motivos. Porque los mordiscos eran intensos y los pellizcos presionaban con fuerza una carne especialmente sensible, más sensible aún por el deseo y el placer.

Las embestidas terribles del palpitante monstruo la agitaban como a una hoja, y tras unas cuantas oleadas de bestial lujuria, comenzó a explotar en sucesivos orgasmos que aceleraron con su vibración un chorro de esperma que la llenó por completo, haciéndola sentir una maravillosa sensación de plenitud.

El joven dios se despidió de ella con cariño y ternura, y le recomendó que se diese una buena ducha.

Él ya llegaba tarde a la siguiente clase del día.

EL VESTUARIO DE LAS CHICAS

El agua caliente era especialmente relajante. Se llevaba los últimos restos de la saliva y el esperma de dos hombres, la suciedad del director y el placer de su amante. Sentía el agua correr por todo su cuerpo, acariciar sus grandes pechos, sus abultadas caderas, sus piernas poderosas y su cara. Esa cara que había recibido tantos besos ese día. Pero que sólo había devuelto los de una persona. Pasó el tiempo, demasiado tiempo, y cuando abrió los ojos se dio cuenta de que ya no estaba sola. Obviamente, otro curso había entrado al gimnasio y un puñado de chicas la miraba con un interés insólito. Todas estaban cortadas por el mismo patrón. Más jóvenes que ella, más delgadas y más bajas, con las curvas de sus cuerpos mucho menos pronunciadas bajo sus camisetas blancas con el escudo del colegio y sus pantalones de deporte azules. Nada más verlas, un sentimiento de pudor nuevo la invadió y su desnudez le resultó insoportable. El rugido de disgusto que se elevó del grupo de chicas fue casi físico.

Comenzaron a gruñir y a agitarse enfadadas. Una de ellas avanzó y cerró el agua de la ducha. De pronto, la empapada y exuberante víctima se sintió muy vulnerable. Una sensación desagradable incrementada por el frío. Se dirigió hacia su toalla, pero una de las espectadoras ya se había adelantado para retirarla y ponerla lejos de su alcance. Hicieron lo mismo con su ropa y siguieron mirando. De pronto, rompiendo o tal vez canalizando una tensión muda, una de ellas escupió una orden:

-Quítate las manos de encima de las tetas.-

Ella no obedeció. Pero al instante las demás reprodujeron la petición. Con gritos. Con rabia. Con deseo inaplazable.

Ella no podía moverse. No podía hacer lo que le pedían. Sentía demasiada vergüenza.

Pero no cedieron. Se acercaron, le sujetaron las manos con garras que eran como alicates y dejaron sus grandes pechos al alcance de su vista. Los murmullos de admiración llenaron el ambiente. Las caritas de elfo se quedaron con la boca abierta. Eran enormes susurraban. Que pezones tan grandes, que hinchadas están. Y como los ojos no eran suficiente, sus pequeñas manos se lanzaron para completar la exploración. Comenzaron a acariciar y amasar sus pechos con auténtico interés y sofocante curiosidad.

Ella no podía resistirse. Tanto por la vergüenza que sentía como por las pequeñas manos que se amontonaban para inmovilizarla como en una jaula de alambres. De pronto, una de las agresivas caritas de elfo tomó el suficiente atrevimiento como para comenzar a chupar uno de sus pechos. A la vista y al tacto tenía que seguirle, por lógica, el gusto. Se estremeció por completo al sentir aquella boca succionando como si buscase alimentarse de ella. Por supuesto, las demás se lo tomaron como el inicio de una competición en la que un puñado de aquellas caras marcadas por la malicia se asemejaban a las de una camada de cachorros compitiendo por las ubres de su madre. Todas se lanzaban con afan y se empujaban unas a otras con fuerza. Cuándo no accedían al premio del pezón, se conformaban con lamer la areola o morder algún trozo de suave pecho. Por supuesto, tantas lenguas peleándose, terminaban chocando unas con otras, y las bocas, más o menos conscientemente, mezclándose. Era sofocante su atención y su calidez, su ternura, su pasión y su astucia. Sabían perfectamente como excitarla al máximo y disfrutaban con la succión como el director no podría haber sabido disfrutar jamás. Aquel vergonzoso placer le hizo temblar las rodillas, por lo que la ayudaron a ponerse a cuatro patas. Mientras que algunas se tumbaban sobre el suelo empapado para acceder mejor a sus ubres colgantes, otras jugaban entre risas simulándo que la ordeñaban como a una res. Una deseó tener un cencerro cera. Otra dijo que se haría granjera si todas sus vaquitas eran tan bonitas y buenas como esa. Ella sólo podía ceder, y lágrimas de vergüenza corrieron cálidas por sus mejillas cuando notó como unos pequeños dedos comprobaban la humedad de su intimidad. Sólo pasaría un segundo hasta que le echasen en cara la enorme e inexplicable excitación que sentía, más brutal y exigente que la que le habían producido nunca cualquiera de los dos hombres que la habían penetrado.

Ya se sentía totalmente derrotada, cuando una voz más gruesa que las demás se impuso al rumor de la succión.

-Dejadla.-

Las pequeñas torturadoras se removieron agitadas, pero se retiraron lenta y cuidadosamente. La voz procedía de una chica que no se diferenciaba físicamente en nada de ellas, pero que transmitía un dominio y una autoridad evidentes. Casi se sentía el miedo que les producía.

-Largaos.-

Y más o menos rápido, todas fueron desapareciendo.

Ella no podía incorporarse, derrotada de placer y vergüenza. Pero su salvadora se acercó a ella. Se inclinó y le acarició las mejillas con ternura y suavidad.

-¿Te han hecho daño?-

-La verdad es qu…- Y la recién llegada le dio un pequeño cachete en la mejilla que la desconcertó.

-Una vaquita no diría eso. Te lo voy a preguntar otra vez. ¿Te han hecho daño?-

-No.- Y otro cachete le sacudió la cara.

-Una vaquita no diría eso. Esfuérzate. ¿Te han hecho daño esas niñas malas?-

Ella pensó rápido. Estaba claro que la respuesta era sencilla, e inundó su mente como un relámpago.

-Muuuu.- Mugió mientras negaba con la cabeza.

-Me alegra. No habría soportado que te hiciesen daño. ¿Sabes? No soy como ellas. No hacen otra cosa que hablar de chicos pero luego les tienen un miedo horroroso. Por eso se han lanzado sobre ti. Están acostumbradas a besarse entre ellas en los baños. Y a cosas peores en sus casas cuándo están solas. Por eso les ha sorprendido tanto tu cuerpo. Nunca habían visto unos pechos tan grandes ¿Sabes que eres muy bonita?-

-Muuuu-

-Lo eres. Pero a mí no me gustan las chicas. Realmente no pensaba intervenir. Pero cuándo te vi a cuatro patas con tus ubres colgando creí que me iba a quemar la rabia. Cuándo vi cómo te ordeñaban y te torturaban, me volví loca. No solo porque abusaban al verte indefensa. No. Es que algo muy raro empezó a removerse dentro. Aquí, justo debajo del estómago. No te puedes imaginar lo excitada que estoy ahora. No debería decírtelo. Pero tú sólo eres una vaquita y no se lo dirás a nadie. ¿Verdad?-

-Muuuuuu-

-Esto es muy fuerte. No me lo esperaba. Pero mientras veía como te trataban tan mal pensé que no podía dejar que le hiciesen eso a una pobre vaquita. Pero ahora estoy fatal. Estoy a mil. Estoy chorreando como un grifo.-

Y tras decir esto se quitó los pantalones de deporte y unas braguitas azules con lacitos que tenía una delatora mancha de humedad. Se sentó en los bancos de madera del vestuario con las piernas lo más separadas posible y le indicó con un gesto a la arrodillada joven que se acercase. No podía ni creerse lo que esperaba de ella. Algo muy íntimo le hacía resistirse. Pero por otro lado era tan fácil dejarse llevar por la fantasía. Por la ilusión que su salvadora había creado y que le eximía de toda responsabilidad. De todo control. Sólo era una vaquita. No podía entender lo que pasaba ni negarse. No era culpa suya. No era ella realmente.

-¿Has visto que húmeda estoy? Nunca había estado así. Cuándo te vi a cuatro patas supe que no podía irme si no te tenía entre las piernas. Sé que es horrible. Tú eres una vaquita y yo una chica. Pero eres tan bonita y tan buena. No puedo pensar más que en tu lengua. ¿Me perdonarás?-

-Muuuu-

-Ven. Ven. No me hagas esperar más o sé que me moriré.-

El abrazo de sus muslos, increíblemente suaves más allá de toda descripción, la envolvió. Su intimidad desprendía un aroma fresco que contrastaba con el enorme calor que la hacía palpitar de deseo. Ella nunca había hecho nada parecido, pero le pareció lógico comportarse como habría esperado que su amante se comportase con ella. Con darle el apasionado beso que ella misma había esperado recibir siempre en su rosada cavidad. Sintió las palpitaciones de su jovencísima tirana en cuando la rozó con la lengua en su punto más privado. Y siguió sintiéndolas sin cesar, a medida que orgasmo tras orgasmo explotaba en su boca. Hurgaba con su afilada lengua sin cesar, lamia cuando lo creía conveniente, y hasta chupaba y usaba sus labios a discreción. Su salvadora, forzada por una vida de secretos y solitarios placeres en un cuarto pegado al dormitorio de sus padres, guardaba silencio como una heroína. Como una mártir del placer entregada a la lujuria de una bestia. Igual que en los espectáculos romanos. Pero en la intimidad de aquel vestuario, la pringosa humedad que desprendía aquella cueva fragante terminó mezclándose con la que cubría el suelo.

LA HABITACIÓN DE MI MEJOR AMIGA

Con su pelo corto de un castaño muy suave, entre la madera barnizada y las hojas en otoño, tenía algo de mágico, como un hada caprichosa. Su voluntad era una expresión casi física que se imponía a cualquier circunstancia y a la que era increíblemente fácil ceder. Ella, que siempre había sido controladora e independiente, se dejaba llevar por ella arrastrada por el caudal de esa voluntad. Habían cesado las visitas al despacho del director y cualquier trato con su ya casi olvidado amante y profesor de gimnasia. Su joven dueña, pues llamarla amante parecía aún más perverso que ese título, se había apropiado de cada faceta y centímetro de su vida, e igual que había invadido su casa, ahora la llevaba del brazo, con su paso regular y vital, a su propia habitación.

-Mamá estará viendo la tele, como siempre. Luego si quieres podemos estudiar. Tú me ayudarás. Cuando terminemos mamá nos preparará algo para merendar. Si se hace tarde puedes llamar a tu casa y pedir permiso para quedarte. Sabes que a tu padre no le importará. Sí. Lo mejor será que te quedes a dormir. ¿De acuerdo?-

-Muuuuu-