Los placeres prohibidos 9

Necesito estar contigo de esa manera para que el recuerdo de lo bonito que es no sea borrado por la pesadilla de lo horrible que puede ser.

BECKY

Tres jueves. Tres semanas habían pasado desde aquello que parecía haber sido un antes y un después en mi vida. El profesor de ginecología y obstetricia nos hablaba sobre los efectos que podía causar un trauma sexual sobre una mujer. No le escuchaba. No me hacía falta, los conocía bien. Mi mente voló del aula una vez más. No sabía cuántas horas reales había estado atendiendo en mis clases esa última época, pero no habían sido muchas. Desde luego, los exámenes que tan próximos tenía me resultarían más duros de lo normal.

Pensé en la consulta del día anterior en el psicólogo. Eusebio Bonilla, un hombre de aspecto muy calmado. Realmente tenía el don de transmitir tranquilidad. No me había costado demasiado contarle, hablarle del tema tabú. Le había estado viendo tres veces por semana, y así como las primeras consultas habían sido un mar de lágrimas, ahora me encontraba como automatizada. Él preguntaba y yo respondía como un robot. Más que responder, escuchaba cómo mis cuerdas vocales emitían respuestas. “Estás intentando insensibilizarte, Becky”, me había dicho el día anterior, preocupado al apreciar mi facilidad para responder, “No puedes hacerlo. Tienes que sentir lo que sientes, y aunque no lo vas a olvidar, aprenderás a vivir con ello. Si lo mantienes sumergido, en el momento en el que tu mar interior se seque, el dolor volverá a invadirte”.

Mi primera consulta había sido el primer lunes tras la denuncia. Mis padres todavía no estaban en casa, pero por suerte Edu se quedó a mi lado hasta que ellos llegaron. Había sido él quien esos tres días me había obligado a comer, a levantarme, a salir a la calle, a venir a la universidad. Había sido él quien prácticamente me había arrastrado hasta mi primera terapia ante mi persistente negativa, pues sentía un miedo horrible a tener que volver a hablar del tema, y más con un desconocido.

Desde el primer día, Eusebio me había dicho que lo contara. Mis seres queridos tenían que saberlo, mi gente de confianza. Los primeros habían sido mis padres, el mismo martes que volvieron a la noche. Eduardo estaba conmigo cuando les dije lo que había pasado, y él llenó los silencios que yo no era capaz de completar. Mi madre me había abrazado, había llorado conmigo. Ahora se comportaba de forma sobreprotectora, tanto que a veces me agobiaba. Mi padre, en cambio, se había quedado paralizado ante la noticia, y durante estas tres semanas se le había notado más distraído y callado que a mí misma.

Mi madre me había contado que si se comportaba así era porque estaba frustrado. “Tu padre de joven siempre protegía a los que veía más débiles”, me había contado, con un brillo en los ojos que reflejaba nostalgia y cariño “Yo fui una de sus ‘salvadas’, ¿sabes? Y ahora te ve a ti y sabe que ya no puede comportarse de forma impulsiva, que tiene que ser un adulto. Simplemente está reteniendo su rabia”.

Estaba segura de que el hecho de que David hubiera desaparecido sin dejar rastro no le estaba ayudando. A mí tampoco. Sentía miedo de salir a la calle, de volverle a ver y de que volviera a hacerme algo… Aunque Alberto me había repetido una y otra vez que su hermano le mantenía informado de los barridos que habían estado haciendo en la ciudad, y de que era prácticamente imposible que alguien se acercara a los lugares que yo concurría sin que la policía se enterara. Pero el miedo estaba ahí, y no creía que fuera a desaparecer a corto plazo.

Recibí un codazo que me hizo volver a la realidad. Miré a mi alrededor. La gente salía del aula, algunos hablando animadamente y otros con prisa. A mi lado solo quedaban dos personas: Julia, sentada a mi derecha, me miraba con una expresión preocupada en sus grandes ojos. De pie delante de nosotras estaba Dani, poniéndose la bufanda en el cuello.

-          ¿Ya estabas volando otra vez, Beck? – me preguntó divertido – Vamos a tener que empezar a grabarte las clases para que no te pierdas las explicaciones.

-          No te creas, igual es la única manera para no perderme nada. – Le respondí con una tímida sonrisa.

Julia me apretó el hombro y me miró aún con cara de preocupación.

-          ¿Estás bien? – preguntó.

Asentí. Agradecía tener a alguien como ella a mi lado en esos momentos. Julia siempre había estado ahí, al igual que Dani. Los compañeros de clase más cercanos nos llamaban ‘El trío calavera’ , y es que no nos separábamos casi nunca. Ella era de esas personas que no se nota cuando están, pero sí cuando faltan. Tímida, sabía cuándo debía hablar y cuándo permanecer callada. Era agradable tenerla al lado, porque sabías que aunque no tuvierais nada que decir el silencio nunca sería incómodo.

Dani, por otra parte, era prácticamente lo contrario. Con él no existían los silencios. Extrovertido, alegre, sin pelos en la lengua. Sin embargo, no se trataba de una de esas personas que van de sinceras y luego te la clavan por detrás. Realmente decía lo que pensaba, y aunque fuera lo más parlanchín que he conocido en mucho tiempo, sabía guardar perfectamente un secreto.

Ambos eran conocedores de lo que me había ocurrido. Quedábamos todas las tardes para estudiar en la biblioteca central de la cuidad. Lo habíamos tomado por costumbre el primer año de la carrera, junto con otros compañeros, pero finalmente habíamos quedado los tres. Una semana tras lo ocurrido, mientras comíamos antes de meternos en las aulas de estudio, me había derrumbado. Ellos se habían quedado mirándome sorprendidos antes de arroparme con palabras de consuelo. En un primer momento pensaron que lloraba por la histeria de ver los exámenes tan cerca, pero cuando les conté lo que me pasaba sus caras pasaron de ser compasivas a ser de puro horror.

Eusebio tenía razón. Que mis seres queridos y mis amigos más cercanos lo supieran me hacía sentir mejor. En parte, lo que me había afectado era sentir que estaba mintiendo a gente que me importaba, o más bien ocultando verdades, así que poder abrirme a ellos me hacía sentir menos culpable.

-          Becky, ¿no habías quedado para comer? – me preguntó Julia mirando su reloj de muñeca.

-          ¡Ay! – me sobresalté y comencé a recoger a toda prisa los apuntes.

Salimos los tres por la puerta de la facultad. Vi a Edu apoyado en el coche de sus padres. Cuando me miró, levantó la mano para saludarme mientras me sonreía. Le devolví el saludo y me giré hacia mis dos amigos para despedirme.

-          Os veo luego, ¿vale? Espero no llegar muy tarde a la biblioteca.

-          ¿Ése es tu primo? – preguntó Dani, mirándole con un descaro exagerado – ¡Madre mía de mi vida! Me lo tendrás que presentar algún día.

-          ¡Contrólate, pequeña bestia! – se rió Julia dándole un empellón en el brazo – No creo que esté interesado en hombres. Becky ya nos lo habría dicho.

-          No, no lo está, Dani. Lo siento por ti, pero tendrás que seguir buscando.

-          Una lástima – suspiró – Los hombres guapos o están con alguien o son heteros.

Julia y yo nos reímos. Se despidieron de mí con un cálido abrazo y finalmente me alejé de ellos, dejando que fueran a la cafetería mientras yo me acercaba a mi primo.

-          Hola, princesa – me saludó, con la sonrisa de medio lado surcando su rostro.

-          ¿Princesa? – me reí – ¡Ay, qué tonto eres!

Entramos en el coche y condujo hasta aparcar cerca de mi casa, que se encontraba a unos quince minutos de la universidad. Aprovechamos para hablar de asuntos variados. Nos veíamos todos los días en el gimnasio, pero parecía que entre nosotros no se acabaran nunca los temas de conversación. Cuando el día anterior me había acompañado a casa tras nuestro entrenamiento, me había preguntado si querría comer hoy con él antes de que fuera a trabajar,  pues debía hablar conmigo sobre algo y le apetecía hacerlo con tranquilidad. Acepté con ganas. Iba a ser lo más parecido a una cita que hubiéramos tenido, y me gustó la idea.

Ya en el restaurante, con el primer plato delante, Edu comenzó a hablar.

-          Bueno, no quiero dar rodeos para contarte esto, así que iré directo al grano. – me sonrió – Ya he tomado una decisión sobre lo de California.

Apoyé el tenedor en el plato y le miré con miedo. “Que no se vaya, por favor, ahora no puedo estar sin él, le necesito”.

-          No, no te asustes, Becky. – alargó el brazo sobre la mesa y me acarició el dorso de la mano con sus dedos – No voy a aceptar. Me dijeron que la oferta estaba ahí y permanecería hasta que ellos la echaran atrás, así que puede que dentro de unos años las cosas cambien y a la vez se modifique mi decisión, pero ahora no. No me quiero marchar.

-          Bueno… Pero, ¿y si dentro de unos años ya no tienes esa oferta? – no podía decirle que me alegraba, me hacía sentir demasiado egoísta.

-          Me arriesgaré, no pasa nada, estoy a gusto con mis clases en mi gimnasio de cerca de casa, con mi familia… Aunque, ¿quieres saber la verdadera razón por la que esa oferta no me tienta?

-          ¿Por qué?

-          Por ti. Por nosotros. – suspiró – Mira, Becky, he estado dándole muchas vueltas a la cabeza. No me quiero ir ahora, no quiero dejar las cosas como están. Necesito definir lo que hay entre nosotros. Si me voy y lo que sea que tenemos se pierde, no me lo perdonaría.

-          Ya… – entendía lo que quería decir. Edu y yo nos comportábamos casi como una pareja, pero nadie más que nosotros sabía lo que había entre ambos. ¿Qué éramos? ¿Primos, amigos con derecho, un entretenimiento… o éramos algo más?

-          ¿Te parece mal? – me miró ladeando la cabeza, mostrándose serio – No sé si tú… Igual no…

-          No, no, está bien. Es sólo que no me esperaba eso, pensaba que era yo la única que se hacía esas preguntas.

-          ¿También te preguntas qué es lo que tenemos?

-          Sí, la verdad. – sonreí al plato, sonrojándome de pronto – Será una tontería, supongo que son cosas del ser humano, que a todo tiene que ponerle nombre para poder entenderlo.

-           Buena teoría – se rió – ¿Sabes?, si no me sonara infantil te pediría que salieras conmigo, que fueras mi novia, pero la verdad es que siento esas preguntas algo violentas. No quiero que salgas huyendo.

Logró sacarme una sonrisa con esas palabras, sonrisa que él correspondió. Su mano, la que había cubierto la mía, se alzó para acariciar uno de los costados de mi rostro. El roce me hizo cerrar los ojos, notando la electricidad erizarme la piel.

Tras la comida, fuimos andando hasta mi casa. Tenía que coger la mochila de deporte para ir directa al gimnasio tras la tarde de estudio. La biblioteca donde quedábamos Julia, Dani y yo estaba apenas a dos manzanas del polideportivo, así que no me merecía la pena volver a casa antes de ir al entrenamiento. Mis padres estaban trabajando a esa hora, y me alegré de que mi primo estuviera ahí para no sentir el miedo a estar sola invadiendo mi cuerpo.

Mientras preparaba la mochila, Edu se sentó en mi cama observándome ir de un lado a otro de la habitación. Cuando terminé, me senté a su lado y acerqué mi boca a la suya dándole un ligero beso. Había tenido ganas de besarle desde sus palabras en el restaurante, y no podía arriesgarme a que alguien nos viera si lo hubiera hecho. Ambos éramos muy cuidadosos con esas cosas estando en lugares públicos.

Mi primo pasó un brazo rodeando mis hombros y volvió a besarme, con un intercambio más largo en ésta ocasión. Nuestros labios se abrían y cerraban con lentitud, atrapando con suavidad la boca del otro y recogiendo la calidez del aliento de ambos. Acaricié su mejilla con mi mano y luego la moví hacia atrás, hasta colocarla sobre su nuca. Las respiraciones se acompasaban y aumentaban en intensidad.

Los besos nos fueron llevando, posicionando nuestros cuerpos, hasta que la cercanía entre ambos fue considerable. El brazo que antes rodeaba mis hombros ahora hacía lo propio en mi cintura, mis dedos se habían entrelazado en su nuca y su otra mano rozaba mi mejilla con el pulgar, mientras sostenía algunos mechones de mi pelo con el resto de sus dedos. Nos fuimos reclinando hacia atrás, con las piernas aún colgando de la cama, hasta que mi espalda quedó completamente apoyada sobre el edredón y su torso cubrió el mío. El beso se volvía más pasional, y sus suspiros golpeaban la piel de mi cara mientras sus labios pedían más espacio entre los míos.

Varios minutos después, cuando mis mejillas ya se encontraban encendidas y mis manos se sumergían bajo su camiseta para rozar su espalda, Edu se separó de mis labios, aunque no se alejó de mí ni un ápice.

-          Nos estamos emocionando – me susurró con un brillo en los ojos que traicionaba a su deseo.

-          ¿Y? – intenté alcanzar su boca de nuevo, haciendo que desafortunadamente se alejara un tanto de mí.

-          ¿Cómo que “y”? – se rió, acariciándome el pelo con sus dedos y poniendo una distancia considerable entre nuestros cuerpos – Becky, sabes lo que te ha dicho el psicólogo sobre esto.

-          Eusebio sabe muchas cosas, Edu – le miré, aún tumbada en la cama – Pero en esto no tiene razón. No en mi caso. Si la tuviera, aquello que hicimos en ésta misma cama no habría sido lo que fue. Y no fue malo.

-          No puedes arriesgarte, Becky, tienes que esperar.

-          Lo que hacemos tú y yo no me trae recuerdos de aquello – le dije, dejando que mis sentimientos hablaran por mí – No tiene nada que ver, Edu, hazme caso. No me va a crear ningún trauma. Más bien todo lo contrario: Necesito estar contigo de esa manera para que el recuerdo de lo bonito que es no sea borrado por la pesadilla de lo horrible que puede ser.

-          Prima…

-          Edu, te quiero. No necesito más explicaciones para que puedas entender lo mucho que me hace falta tenerte, en todos los sentidos.

Me alcé para besarle, y ésta vez no se alejó. Sus labios pronto obedecieron a sus impulsos y dejaron de lado su mente y sus ganas de hacer “lo correcto”. Lo que le había dicho era cierto. Sus brazos eran lo único que lograban sacar totalmente mis pesadillas de la cabeza. Cuando estuvo a mi lado esos primeros días, a pesar de lo reciente que lo tenía, había conseguido que por unos momentos no pensara en nada más que en él y en lo que me hacía sentir.

Mis manos volvieron a su anterior lugar, levantando la cintura de su camiseta para poder acariciar su piel. Mi lengua empezó a insinuarse, acercándose a su boca para encontrarse con la suya. La humedad de nuestros alientos nos calentaba, hacía que sintiera deseos de devorarle los labios. En un impulso, alcé la cabeza para apretar más mi boca a la suya y comenzar a dirigir el beso. Fue lujuria, deseo y hambre. Edu llevaba sin tocarme desde aquella última vez, en el mismo lugar en el que nos encontrábamos ahora. Llevaba desde entonces sin acariciarme de la manera en la que lo hacía ahora, pasando una de sus manos desde mi pelo hasta mi vientre y rozando cada tramo de piel con un deseo que era incapaz de disimular.

Le retiré la camiseta con un tirón, y pasé a besar su cuello y sus hombros, atrapando su carne con mis labios y rozándola con mis dientes y mi lengua. Le escuché gruñir y supe que había vencido. Si antes le quedaba alguna idea de apartarme en cuanto el asunto avanzara, había perdido la voluntad para llevarla a cabo.  La mano que no le sostenía sobre la cama volvió a mi pelo y luego cubrió mi mejilla. Bajó su boca una vez más, y esta vez me besó con su hambre mostrándose sin tapujos. Sus labios me acapararon mientras su mano me impedía alejarme lo más mínimo de su beso. Sus dientes atraparon mi labio inferior más de una y de dos veces. Su respiración me golpeaba, despertando cada uno de mis sentidos, haciéndome regodearme ante mi victoria.

Bajó con sus besos por mi barbilla, por la línea de mi mandíbula hasta mi oreja. Atrapó el lóbulo de ésta despertando mis jadeos. Su lengua jugó con ella, y luego la liberó para morder mi cuello. Se giró más y apoyó los pies sobre el suelo, doblando completamente la cintura para seguir igual de cerca de mi cuerpo. De esa forma, su peso se sostenía sobre sus piernas y pudo usar sus manos para acariciarme. Las mías le correspondían, una en su espalda y la otra enredada en su pelo, como una súplica de que no alejara su boca de mi carne.

Los dedos de Edu invadieron mi piel, acariciándola bajo la ropa y rodeando mi ombligo y las formas de mis caderas. Subieron hacia arriba, arrastrando el fino jersey que me cubría la parte de arriba del cuerpo hasta que logró quitármelo, deshaciéndose al mismo tiempo de la camiseta interior. El momento en el que su boca tuvo que liberar mi cuello para sacar la prenda estuvo seguido de un intenso cruce de miradas. Ojos brillantes y labios abiertos para dejar escapar nuestras agitadas respiraciones. Las bocas se unieron de nuevo en un beso apasionado, en el que las leguas eran protagonistas. Los primeros gemidos de deseo cruzaron mi garganta, y fueron recogidos por sus labios. Con las manos busqué su pantalón; los botones, la cremallera, todo fue desatado en poco tiempo y su cintura quedó libre de esa presión. “Quítatelos”, susurré contra sus labios. “Muy desnudo me tienes para lo vestida que estás tú”, me respondió, acabando su frase con un suave mordisco en mi oreja.

Soltando las manos de su cuerpo, alcancé el cierre de mi sujetador y en un hábil movimiento lo desaté y me retiré la prenda, lanzándola al suelo.

-          ¿Suficiente? – le pregunté con la intensidad del deseo en mis pupilas.

-          Demasiado – me contestó, levantándose sin dejar de pasar los ojos de mi mirada a mis pechos una y otra vez.

Se bajó el pantalón, quedándose con la ropa interior que tan poco escondía lo que le pasaba. Me incorporé hasta sentarme y le tomé de la mano para acercarle. Coloqué ambas palmas en su trasero y besé su vientre de lado a lado, pocos centímetros por encima de la cintura del bóxer. Mis dientes también exigían poder rozar su piel. Cuando tuve esa zona bien examinada, subí por sus abdominales hasta su pecho con besos llenos de deseo. Eran lentos, pero la lengua y los dientes y las sugerentes caricias que le regalaban a su piel lo decían todo. Su sabor me volvía loca.

Cuando llegué a su cuello con mi subida, jugué en él una vez más. Volvió a suspirar conteniendo los gemidos. Sólo paré cuando noté cómo sus manos habían subido desde mi cintura hasta mis pechos y los habían sostenido, presionándolos con suavidad entre los dedos. Aprovechando el descanso que mi boca le había dado a su cuello, me volvió a tumbar sobre la cama y sus labios buscaron mis pezones. Atrapó uno de ellos y la lengua hizo el resto, rozándolo en todas las direcciones posibles, con todas las combinaciones de movimientos que cabría imaginar. Una de sus manos bajó hasta mis vaqueros y desabrochó el cierre. Absorbiendo mi pecho una última vez, bajó besando mi vientre a la vez que sus manos iban deshaciéndose de mi pantalón. Cuando su boca se encontró con la cintura de mis braguitas, ambos teníamos ya el mismo número de prendas.

Siguió besando mi vientre, y sus manos subieron de nuevo por toda la longitud de mis piernas. Separó mis muslos con suavidad y una de sus palmas se posó en mi entrepierna, sobre la prenda. Con el pulgar, rozó la abertura que dejaban adivinar mis labios mayores. Mi ropa interior estaba húmeda, el deseo que me había invadido desde el primer instante se había encargado de ello.

Siguió bajando su boca y atrapó entre los labios el final de mi monte de Venus, Cerrándolos luego y regalándole un casi imperceptible pero excitante roce a mi clítoris, aún cubierto por la prenda. Gemí suavemente, casi en un suspiro. Él suspiró y cuando le miré comprendí que había sido una risa traviesa, pues sus ojos delataban esa misma travesura.

Mirándome de esa manera, provocándome con la vista, me desnudó completamente. Cuando su boca se sumergió en mi humedad sus ojos aún no habían liberado a los míos, que con el primer roce de su lengua tuvieron que cerrarse. El segundo recorrido atravesó toda la longitud de mi rajita, hasta que la punta de su húmedo músculo encontró mi bultito del placer. Y jugó con él, como sólo él sabía. En poco tiempo me empecé a retorcer, gimiendo cada vez de manera más seguida. Mis rodillas se levantaban, alzando los pies del suelo. Eso le dejaba más libertad de movimiento a Edu, que aprovechaba mis espasmos para inyectarle mayor rapidez a los molinillos que hacía con su lengua.

Cuando sentía que no podía más, sin demasiado cuidado de si le hacía daño o no, atrapé lo que mi puño alcanzó de su pelo y tiré hacia arriba obligándole a parar. Aunque su estímulo cesó, mis jadeos no lo hicieron. Ambos nos acomodamos hasta quedar completamente tumbados sobre el colchón y yo metí la mano bajo su ropa interior en busca de su erección. La atrapé y la acaricié unas pocas veces. Le quité la prenda y volví de nuevo, girando levemente la muñeca al llegar al frenillo. Notaba cómo en ese movimiento a Edu le temblaban las piernas.

Ambos estábamos tumbados de costado, mirándonos, y su mano se había hundido también en mi sexo. Recorría los labios menores de atrás a adelante y rozaba mi clítoris brevemente al llegar a ese punto. Nos mirábamos los rostros para descubrir las muecas de placer que nos provocábamos mutuamente, y para observar cómo nuestros dientes mordían el labio inferior a modo de contención.

No podía más. De nuevo, le quería en mi interior. Le empujé para tumbarle y me senté sobre él, tomando su miembro para introducirlo en mi sexo. Entró con facilidad, y comencé a moverme sobre él a un ritmo regular. En círculos, de arriba abajo, de adelante a atrás… Variaba la danza de mis caderas sobre su cuerpo. El roce de su cuerpo contra mi sexo era una motivación para acelerar, aunque sabía que no podría ir tan rápido como para saciarme. Simplemente a cada roce de mi clítoris contra su pubis, mis ganas irían aumentando, mi excitación iría creciendo… Pero no sería nunca suficiente.

Edu gemía profundamente, cada vez que su erección se hundía en mi profundidad. Su cadera también se movía, mínimamente, buscando mayor penetración. A cada uno de mis movimientos, los sonidos de ambos, nuestros jadeos y suspiros, invadían el cuarto. Aceleré y me mantuve cabalgándole hasta que me sentí desfallecer, momento en el que me incliné sobre él buscando un beso de sus labios. Las bocas se rozaron mientras su cadera sustituía el movimiento que había dejado de hacer la mía.

Me giró, sin salir de mí. Se puso encima y posó sus dos manos en mis caderas. Dobló sus rodillas bajo mi trasero y se movió, con los ojos cerrados, embistiéndome con rapidez mientras se le escapaba el aire entre los dientes. Volví a gemir, y mi mano buscó mi clítoris, le noté palpitar en mi interior y supe relacionar eso con el aumento de la fuerza de sus penetraciones. Mis jadeos salían cada vez que su miembro presionaba contra el final de mi sexo. Mi dedo estimulaba el clítoris con rapidez, sintiéndome venir, a la vez que él aceleraba todavía más, descompasando sus movimientos de cadera al intentar ir más rápido de lo que su cuerpo le permitía.

Se corrió, apretando con fuerza las manos que sostenían mi cuerpo, aunque sin hacerme daño. Se dobló y apoyó la frente en mi vientre sin salir de mí. Se le veía agotado. Yo no podía parar, mi mano seguía masturbándome hasta que noté cómo mi vagina empezó a convulsionarse. Entonces, Edu me apartó los dedos y me sustituyó en dicho trabajo. Sus dedos fueron asombrosamente más rápidos que los míos y lograron que mi espalda se arqueara mientras mis fluidos me invadían, corriéndome entre jadeos y gemidos, para mezclarse con su semen y mojar su sexo, que aún estaba en mi interior.

Los dos despertamos que aquél arrebato de deseo que habíamos sufrido, besándonos de nuevo, con ternura. Me llenó de caricias antes de decir que debía marcharse, y yo también, pues se acercaba la hora en la que comenzaba su trabajo en el polideportivo.

-          Edu… Pregúntamelo – le dije, en un pronto, mientras nos vestíamos.

-          ¿El qué? – me miró extrañado.

-          Lo que me has dicho en el restaurante.

-          ¡Anda que…! – se rió – Becky, ¿quieres ser mi novia?

-          Sí – me reí yo también, ligeramente avergonzada por lo cursi que había sonado – Quiero que estemos juntos.

Nos sonreímos y nos besamos de nuevo, sabiendo lo que eso traía consigo. Ya no nos íbamos a esconder. Debíamos contarlo, la gente iba a saber que éramos pareja. Inesperadamente, aquello no me asustó. Todo lo contrario… Sentí una alegría inmensa. Edu y yo estábamos juntos, éramos una pareja formal. Y lo mejor es que iba a ser oficial.